LAS MOLUCAS

Las islas de las Especias eran consideradas entonces una joya en el apenas trazado mapa del mundo, un objetivo a alcanzar a costa de todos los esfuerzos, como los que habían realizado los componentes de la expedición de Magallanes. Nunca se había hecho tanto por lo que hoy pensaríamos que vale tan poco. Las Molucas son más de cinco o seis islas, como pensaban los geógrafos de comienzos del siglo XVI; sin considerar los islotes, podemos contar unas treinta. Pero no encierran tesoros codiciables ni son siquiera un paraíso turístico. Pertenecen actualmente a la enorme república de Indonesia, pero no figuran entre sus territorios más ricos ni más renombrados. Las islas son pequeñas, de origen volcánico, se alzan sobre fondos marinos de gran profundidad como milagros surgidos del agua, y sorprenden por sus formas caprichosas, y sus montañas cónicas y esbeltas, que se alzan con frecuencia directamente sobre las olas. Por este perfil lleno a veces de soberana belleza, son más dignas de visitarse de lo que piensan generalmente los viajeros que prefieren pasar sus vacaciones o su luna de miel en Bali, Lombok o Bangka. La causa de ese cierto desprecio hacia las Molucas se explica en buena parte por su clima nuboso y lluvioso. Aquellas bellísimas montañas cónicas —«piramidales», dice nuestro Pigafetta— están casi siempre cubiertas de nubes. Solo en los meses de nuestro invierno —de noviembre a febrero, justo aquellos en que las visitaron los navegantes de nuestra historia— son relativamente frecuentes los días despejados y llenos de una especial luminosidad. Tidore, la isla de donde la Concepción y la Victoria obtuvieron fabulosas cantidades de clavo, ostenta una pluviosidad de 2300 mm. al año, muy superior a la de cualquier ciudad europea. Por otra parte, son allí muy frecuentes los terremotos. El de 13 de octubre de 2009 asoló la isla de Tidore. Otra particularidad curiosa: la tierra volcánica, de un color negruzco muy peculiar, es extremadamente porosa, filtra la abundante agua que cae del cielo, y no son fáciles los cultivos. Ya ocurría eso por entonces: de aquí las noticias de malas cosechas transmitidas por Serrano a Magallanes, o la versión un poco deprimente, hasta monstruosamente contradictoria que nos proporciona Maximiliano de Transilvania, según el cual aquella «es gente paupérrima, porque carecen de casi todas las cosas necesarias para la sustentación de la vida humana…». Sin embargo, aquella tierra negra y aquel clima cálido y húmedo (las temperaturas, iguales todo el año, no bajan de 20 y no pasan de 30 grados), permite el desarrollo del árbol del clavo, cuyo fruto apenas es alimenticio, pero constituía un manjar exquisito para el paladar de los europeos —también de los chinos o los árabes— del siglo XVI, que gustaban de condimentar con especies raras y apreciadas hasta extremos de locura sus alimentos. De aquí aquella suprema contradicción de las islas Molucas: lo que apenas servía a sus habitantes para mantenerse miserablemente era apetecido, hasta pagar su peso en oro, por los potentados de los países más ricos del mundo. Y gracias a aquella contradicción vivían precisamente los moluqueños.

Los tesoros y los temores

La Concepción y la Victoria se acercaron a Tidore empavesadas y disparando salvas artilleras, como mandan los cánones, sobre todo cuando se trata de impresionar. Salió a recibirles el «rey» —o lo que fuera— Almansur, que los españoles llamaron enseguida Almanzor, con un boato que no podía compararse con el de Siripada en Borneo: pero el reyezuelo, de todas formas, venía en una canoa dorada, bajo una sombrilla de seda, empuñando un cetro de oro, con un séquito nada despreciable de servidores. Le recibieron en la Concepción, y le ofrecieron el mismo sillón rojo de siempre, que otro no tenían. Por su nombre se deduce que Almansur, como buena parte de los moluqueños, era musulmán: y es que los árabes habían llegado allí mucho antes que los cristianos, para comerciar con las especias. De todas formas, Almansur recibió alborozado a los españoles, en la esperanza de que iban a ser una buena defensa tanto contra los árabes-turcos como contra los portugueses. Eso sí, pidió que mataran a los cerdos que llevaban a bordo, y a cambio regaló cabras. Almansur hizo otros regalos a los españoles, entre los que figuraban unas cuantas aves del Paraíso, un animal que los hombres del Renacimiento consideraban entre las maravillas del Oriente. Pigafetta habla de dos, pero debieron ser más. Maximiliano Transilvano dice que fueron cinco, y cuenta que estas aves «se tienen por cosa celestial, y aunque estén muertas jamás se corrompen ni huelen mal, y son en el plumaje de diversos colores y muy hermosos […] y tienen la cola harto larga, y si les pelan una pluma, les nace otra, aun cuando estén muertas […]». Y añade Transilvano que el propio Elcano le regaló una; si es cierto, debió haber traído unas cuantas.

Lo que realmente interesaba a los españoles era el clavo, y efectivamente, pronto se confirmó que Tidore era la isla más rica en este árbol maravilloso. El clavo es realmente el capullo de la flor de un árbol frondoso, de tronco recto, de diez, quince, hasta veinte metros de altura. Cuenta Pigafetta que no crece al nivel del mar, sino en aquellas montañas de extraña tierra negra, y solo en ellas. El capullo parte de la punta de las ramas más jóvenes; nace verde, luego se torna rosa y más tarde rojo fuerte: es entonces cuando hay que cortarlo, porque una vez que se abren las hojas, el cáliz pierde gran parte de su olor maravilloso. Añade Pigafetta que el clavo maduro se vuelve negro: esto ocurre realmente cuando el clavo está ya cortado, tal como lo trajeron las naos. El nombre se debe a que estos capullos tienen una forma alargada con una fuerte cabeza, semejando un clavo grueso. El bueno de Pigafetta debió ver los árboles, que dice que solo crecen entre una bruma perenne que se da en las montañas de la isla (¿está influido por la idea del mítico árbol de Canarias envuelto en bruma y que destila agua?). Lo cierto es que las montañas de Tidore, como casi todas las de las Molucas, están envueltas con frecuencia en la bruma, que no es, con todo, condición indispensable para el crecimiento de aquellos hermosos y rectos árboles. Los españoles no participaron en la recolección, que sabían realizar mucho mejor los indígenas. Les dijeron que los capullos no estaban preparados en Tidore «hasta Navidades» (digamos en diciembre); pero en una isla cercana los había ya maduros, y comenzaron a aportarlos. Se montaron cobertizos cerca de la playa, donde se iba amontonando el adorable fruto, que era pagado religiosamente por los expedicionarios con los bienes que más podían apetecer los indígenas. No solo llegaron capullos de clavo, sino también nueces moscadas y otras especias no menos preciosas. Valía la pena haber padecido tantas penalidades para llegar hasta allí. De hecho todos los expedicionarios que consiguieron regresar a España pudieron vivir sin problemas económicos durante el resto de sus vidas.

Curiosamente, en las Molucas las noticias se conocían con sorprendente rapidez. A los pocos días comenzaron a llegar diversos personajes de otras islas para cumplimentar a los que acababan de arribar a Tidore. Entre ellos se contaba un portugués residente en la vecina Ternate, llamado Pedro Alfonso de Lorosa, que se mostró como un buen amigo. Por él supieron que Serrano, el compañero de Magallanes, había muerto. Y una mala noticia: los portugueses habían llegado a las Molucas ya en 1511, diez años antes, y habían tomado posesión de ellas, aunque no las habían ocupado. Eso sí, habían construido un almacén en Ternate, la isla vecina, y de vez en cuando acudían desde Malaca para recoger especias. No tardarían en enterarse de que los españoles se encontraban en Tidore. Y disponían de barcos y de hombres suficientes para expulsarles de allí, fuera cual fuese el hemisferio al que pertenecían las islas. El contencioso solo podía resolverse entre las dos grandes potencias coloniales.

Espinosa y Elcano comprendieron pronto que el tiempo urgía. No tardarían en enterarse los portugueses de su presencia, y enviarían naves desde su base de Malaca. (No sabían que, por fortuna para ellos, los portugueses temían a su vez el asalto de los árabes, dependientes entonces del emperador turco, Solimán el Magnífico, que pretendía extender sus dominios a Extremo Oriente, y por eso mantenían una fuerte flota de guerra en Malaca. Aún así, enterados de la presencia española en las Molucas, no tardarían en destacar algunos de sus barcos, como efectivamente llegaron a hacer). Para los españoles estaba claro que había que cargar la mayor cantidad de especias posibles en el menor tiempo posible, para regresar a casa con tan precioso botín y enseñarlo a todo el mundo. Ya se encargaría el poderoso monarca (convertido en emperador Carlos V, aunque los expedicionarios aún no lo sabían) en armar una gran escuadra y asegurar la presencia española en aquellas islas, cuando menos en Tidore, que los portugueses no habían empezado a explotar. A los navegantes españoles iba la vida en ello: quizá más que la vida. ¡Había que darse prisa! Se entabló una curiosa y amistosa discusión con Almansur. El pequeño reyezuelo de Tidore quería que sus amigos se quedasen en la isla el mayor tiempo posible para tenerlos como aliados y protectores: tal vez esperaba de ellos un papel parecido al que ocho meses antes había soñado Humabón en Cebú. Quiso que Tidore se llamase Castilla, se ofreció incondicionalmente al rey Carlos, y pidió que se formalizase una alianza. Los españoles, por su parte, arguyeron que era necesario partir cuanto antes, para que el rey de España enviara a su amigo de Tidore más hombres y más barcos. La verdad es que los moluqueños trabajaron en firme, sobre todo desde que a principios de diciembre comenzó a enrojecer el clavo de la isla.

La avaricia rompe el saco

El clavo tiene sobre otras especias una ventaja clara: es la de que, a igualdad de peso, ocupa menos espacio. El 25 de noviembre comenzaron a cargar las naves, mientras nuevas cantidades de especias seguían llegando al almacén. Realmente, no llegarían a introducir toda la mercancía a bordo: el resto quedaría para otro viaje. El 8 de diciembre, repletos ambos navíos, y después haber retrasado la partida más de una semana ante las lágrimas de Almansur, zarparon la Victoria y la Concepción, por este orden, con rumbo sur, porque el viento soplaba del norte, seguidas de una numerosa flotilla de piraguas, que deseaban prolongar la despedida. Al fin de nuevo en la mar. Con los barcos cargados de una riqueza como no se había transportado jamás por el océano, puesto que los navíos portugueses, o en su caso los árabes, venían cargados de otras muchas mercancías, nunca exclusivamente de especias. Iban ufanos, pero preocupados por las inmensas dificultades del regreso. No conocemos detalladamente los planes de la ruta a seguir, solo sabemos que Espinosa y Elcano no estaban muy de acuerdo. A muchos pareció un disparate buscar de nuevo el Estrecho de Magallanes, en los peligrosos mares australes. Estaban en diciembre; tres meses más tarde, en Patagonia entraría el otoño, y tal vez se verían abocados a otra invernada, con los malos recuerdos que tenían de la anterior. ¿No sería preferible ir por mares templados y recalar en Darién, en la costa descubierta por Balboa, que era la única que sabían en manos de los españoles? ¿Mantendrían sus derechos en territorio de las Indias y encontrarían medios de regresar a España? ¿Cabría la posibilidad de buscar una ruta nueva? Algo estaría decidido, podemos suponer.

La Victoria seguía navegando hacia el sur. La Concepción, en cambio, se retrasaba. Pronto se comprobó que algo sucedía, porque la nave principal se detenía y luego daba la vuelta. Estaba claramente escorada de babor. Elcano ordenó volver a puerto para conocer lo ocurrido y auxiliar a los compañeros. Pronto quedó todo claro. En el casco de la nao capitana se había abierto una vía de agua, el gorgoteo se oía hasta desde la cubierta; las bombas no daban abasto y el barco podía hundirse si no se ponía pronto remedio. En la costa descendieron los buzos, pero no dieron con el agujero. La avería, por eso mismo debía ser más profunda y más grave de lo que se imaginaba. Hubo que descargar totalmente la Concepción y aprovechando la marea vararla en seco. Al fin se descubrió que el agua no entraba por ningún boquete, sino por las junturas de las cuadernas, que estaban fuera de su sitio: hasta la quilla se encontraba en malas condiciones, y se imponía renovarla en su totalidad. Almansur, generoso, ofreció 150 carpinteros y buzos para que colaboraran en la tarea de reconstrucción del barco. Qué desastre. Cuando al fin parecía logrado, y con un éxito espectacular, el objetivo de la expedición, todo se venía abajo.

Mucho se ha especulado sobre las causas que provocaron el desencuadernamiento de la Concepción. La opinión que ha prevalecido es la de que se había cargado el barco en exceso, buscando el máximo beneficio posible, y la imprudencia costó cara: el navío reventó. Y no hay razones para negarlo; al contrario, resulta en alto grado probable que fuese así. Pero no olvidemos que meses antes, a las pocas semanas de la salida de Borneo, la Concepción, en un probable descuido y en plena noche, había encallado en un arrecife de coral y «parecía que se iba a hacer pedazos». Como se recordará, hubo que llevarla a una isla, y sin muchos elementos, fue reparada y carenada. Debió quedar débil de cuadernas y con tablazones unidas de la mejor manera posible en precarias condiciones. Por otra parte, no tiene fácil explicación que por un exceso de carga quede destrozada la quilla: seguramente se estropeó en el golpeteo del fondo contra los escollos. Tal vez en circunstancias normales la Concepción hubiera soportado sin problemas la carga con que salió de Tidore. Pero no se encontraba en condiciones normales.

Fue así como se pensó con urgencia en una decisión en que antes no se había tomado, pero que respondía al parecer a una iniciativa de Elcano. La Concepción había de ser reparada, y a su tiempo, si no había sido descubierta, emprendería el regreso, no por el estrecho de Magallanes, sino hacia Darién, donde encontraría la debida ayuda para que el cargamento pudiera llegar de alguna manera a España. La Victoria, en cambio, había de partir enseguida, y por la ruta contraria, rumbo al oeste, pero cuidando eludir las rutas usuales de los portugueses, y sin tocar costa alguna controlada por ellos. La aventura era tan peligrosa como la otra, y cualquiera de las dos podía salir mal, pero era menos probable que salieran mal las dos a la vez. Había que tentar la suerte. La ruta propuesta por Elcano significaba que la Victoria, si lograba su objetivo, daría la vuelta al mundo: una idea que jamás había pasado por la mente de Magallanes, pero que resultaba por su naturaleza enormemente sugestiva: precisamente por eso, Pigafetta, aunque no se llevaba bien con Elcano, decidió embarcarse en la Victoria. Por una precaución elemental, se decidió disminuir la carga de clavo; de unos 700 quintales se pasó a 600 (la Concepción había cargado 1200). Ahora estaría la nao más ligera y más segura. El 21 de diciembre, con 47 tripulantes, la Victoria zarpaba de Tidore. La Concepción hubo de esperar más de tres meses, y saldría el 6 de abril con rumbo contrario. Solo el futuro, la suerte y el acierto humano iban a decidir cuál de las dos decisiones era la más acertada.

La odisea de la Concepción

Invirtamos por un momento el orden de los hechos para conocer tan siquiera en un somero inciso la suerte de la nao que tuvo que quedarse en Tidore. No sabemos si Gómez de Espinosa se enfadó por la temprana marcha de Elcano, decidido a hacer la ruta del oeste, mientras él quedaba al frente de una Concepción que no podía navegar, expuesta a una larga reparación y al peligro de que en cualquier momento aparecieran los barcos portugueses. Las cosas eran así, de manera que cada cual habría de cargar con su suerte y tratar de aprovechar sus oportunidades. Lo que sí sabemos por los cronistas es que los dos navegantes se despidieron abrazados y llorando.

Hubo que descargar íntegramente la Concepción, no solo del clavo que almacenaban sus bodegas, sino de cuanto llevaba a bordo. La carga de especie que se había estropeado con el agua no constituiría problema, porque sobraba repuesto en el almacén. Así fue como la nao fue trasladada enteramente a tierra y puesta en seco, sostenida en pie por sólidos maderos. Hubo que reparar todas las cuadernas, disponer una nueva quilla, sustituir el maderamen estropeado por piezas nuevas, y, en fin, carenar y calafatear todo, hasta que la nave estuviese en condiciones de navegar. Los 120 operarios ofrecidos por Almansur trabajaron correctamente, dirigidos y ayudados por los españoles, y si solo había queja de algo fue del material, escaso y no del todo bueno, de que fue preciso echar mano en la isla. A comienzos de abril estaba la Concepción reparada, y se procedió a cargarla de nuevo con unos mil quintales de clavo, y no más para no ver repetida la catástrofe del primer intento. Al fin, el 6 de abril, zarpó definitivamente la nao a pesar de las súplicas de Almansur, que se sentía más solo que nunca y expuesto a las represalias de los portugueses. Realmente no estaba tan solo: en Tidore quedaban cuando menos cinco españoles, al frente del depósito y de la factoría; Espinosa dejó también en la isla la artillería, para que se construyera un fuerte, que tal vez pudiera defenderse durante un tiempo si se les atacaba. Así, de paso quedaba un poco más aligerado de peso el barco.

Comenzaba ahora la verdadera aventura. Conocemos, siquiera sucintamente, los avatares de la navegación por un breve informe de Espinosa, el relato, no tan circunstanciado como quisiéramos, de Ginés de Mafra, y las notas aisladas del piloto genovés. Rechazaron la idea de navegar hasta el estrecho de Magallanes y decidieron ir finalmente a Panamá por los mares del norte. Era la ruta más correcta de todas las posibles, y, como observa Fernández de Navarrete, «comprendieron muy bien que de las Molucas a Panamá no había más de 2000 leguas, y que si los tiempos ayudaban, era el mejor y más corto viaje que podían hacer». Navarrete se equivoca al suponer una distancia relativamente tan corta; pero de todas formas factible, y la menos difícil de todas las que se podían hacer. Y es más: la ruta elegida por Espinosa resultaba asombrosamente correcta. Es curioso: solemos atribuir unánimemente a Andrés de Urdaneta el descubrimiento de la «Vuelta de Poniente», el rodeo que resolvió de una vez para siempre el regreso o «tornaviaje» de Filipinas a América, cuando lo intuyó con sorprendente claridad Espinosa en 1522. Con un poco más de suerte, hubiera consagrado la ruta definitiva de una vez para siempre. Se encontró con vientos del este, y para sortearlos, navegó hacia el norte, a la espera de otros más favorables. Descubrieron algunas de las islas Palaos y la Asunción, al N. de las Marianas; y ya a 20º Norte encontraron una isla «donde no había más que salvajes». Quién sabe si era Marcus Island; por allí no era fácil dar con otra. Siguieron al norte, y doblaron al NE en cuanto los vientos lo hicieron posible. Aquellos mapas que dibujan la ruta de la Concepción navegando sempiternamente al norte hasta la altura de la isla de Hokkaido en Japón, (y desde allí habrían vuelto exactamente por la misma ruta al sur) no tienen el menor sentido, y desconocen el régimen de vientos en el Pacífico. Espinosa encontró los vientos del oeste, y por ellos se dejó llevar siguiendo el paralelo 42º. Había descubierto la ruta correcta, y con un poco más de fortuna hubiera logrado su objetivo, llegando a Panamá antes que Elcano a España. Pero esta vez el Pacífico no hacía honor al nombre que equivocadamente le habían puesto en el viaje de ida, ya hubiera sido a causa del fenómeno de El Niño, o en virtud de una especial buena suerte; y esta vez les sacudieron los temporales. A fines de agosto se desató una tempestad espantosa: los que la sufrieron dicen que con mucho frío, algo inexplicable en aquella fecha y en aquella latitud, se conoce que —como en ocasiones similares— no estaban acostumbrados a bajas temperaturas; pero si la temperatura era relativamente baja no cabe soñar con tifones, que tampoco suelen alcanzar las costas de Hokkaido; estaban sin duda mucho más al este. Con aquellos vientos furiosos estuvieron a punto de zozobrar. Las velas fueron rotas antes de que pudieran ser arriadas, se partieron los masteleros y la mar enfurecida destrozó el hermoso castillo de proa, y hasta tuvieron que cortar a hachazos parte del de popa, el favorito de Magallanes, para que corrieran las olas por la cubierta. Al cabo de cinco días de lucha mortal con los elementos, la nao quedó destrozada, maltrecha, casi sin gobierno. Aquel océano tenía tan poco de pacífico como pudieran imaginar, hasta el punto de que perdieron toda esperanza de poder atravesarlo.

Aun así, por un momento surgió la idea de cruzar el Índico, siguiendo la ruta que había elegido Juan Sebastián Elcano. Pronto comprendieron que era también una locura. Las velas remendadas daban muy poco de sí, faltaban las prolongaciones de los mástiles y las vergas, y la navegación se hizo lenta y tediosa. Habían de conformarse con regresar a Tidore y allí reparar las averías, o más bien hacer guarnición y defender la isla hasta que llegasen nuevas expediciones españolas. La travesía en aquellas condiciones se hacía interminable. Muy probablemente navegaron al sur, hasta encontrar los vientos alisios, y luego se dejaron llevar cerca del ecuador hasta las Molucas. Fue una travesía larga, fatigosa y tardaron mucho tiempo en encontrar vientos favorables. «Faltóles pan, vino, aceite, no tenían que comer salvo arroz, sufriendo un frío grande […], comenzó la gente a morir». Tenemos noticias, por Mafra, del fallecimiento de treinta hombres; pudieron ser más. Al fin lograron abordar las islas de los Ladrones (Marianas), y desde allí, debidamente orientados, tomaron la ruta de las Molucas. No pudieron llegar. Los portugueses los abordaron cuando estaban cerca de Ternate. La Concepción se estaba hundiendo, pero los captores no tuvieron piedad con los hombres. Los tripulantes, enfermos, sufrieron muy malos tratos. Los irruptores imaginaron que podrían apoderarse de los mil quintales de clavo que transportaba la nao: qué fabuloso botín. Pero apenas comenzaron a transbordar la carga, se hundió la Concepción, y todo lo que llevaba quedó para los peces.

Eso sí, los portugueses lograron apoderarse del libro de ruta de la Concepción —por eso sabemos ahora tan poco— y de los instrumentos. Querían saber si las Molucas estaban en el hemisferio español o en el portugués. La cuestión seguía sin aclararse, aunque tenían motivos para sospechar que los barcos del rey de España habían traspasado la línea de demarcación. Los prisioneros fueron tratados con extrema dureza, quizá por lo mucho que una y otra parte se estaban jugando. Fueron obligados durante cuatro meses a realizar en las Molucas trabajos forzados. Luego continuaron su calvario en Java, Malaca, Cochín. Fallecieron casi todos. Solo se sabe que tres de ellos fueron llevados, todavía presos, a Portugal: Espinosa, Mafra y el piloto genovés León Pancaldo, el casi seguro autor de otro conocido derrotero. Los tres serían rescatados por Carlos V, y regresarían a España en 1527. También ellos dieron la vuelta al mundo después de espantosas pruebas, y parte del trayecto en calidad de prisioneros. El emperador supo recompensarlos merecidamente.