DIEZ MESES PERDIDOS EN ASIA

La expedición de Magallanes está tan entremezclada de aventuras de la más diversa índole, heroísmos, traiciones, la indoblegable voluntad de llegar a una parte del mundo, mezclada con una sorprendente facilidad para olvidar su objetivo, que resulta muy difícil concebirla como una empresa unitaria y coherente. Ni siquiera estamos capacitados para concluir si fue en cuanto tal un éxito o un fracaso. De los cinco barcos, cuatro descubrieron el paso que buscaban, dos lograron, después de infinitas revueltas por las islas del sureste de Asia, las ansiadas Molucas, y finalmente solo uno, tripulado por dieciocho hombres destrozados, hambrientos y a punto de perecer, lograría la primera vuelta al mundo. ¿Valió la pena? Toda aventura esforzada vale la pena, escribió una vez Fernando Pessoa, cantando las hazañas de los portugueses.

Pero existe una etapa, aquella comprendida entre la llegada a las Filipinas y la llegada, diez meses más tarde, al objetivo final de las Molucas, en que la expedición, errática, como desorientada, rodeada de tragedias y divisiones, idas y vueltas por un rincón del mundo, parece haber perdido el sentido de su misión al tiempo que ha perdido también a sus principales jefes. Esta pérdida explica en gran parte la desmoralización y la falta de criterio de aquellos navegantes, por otra parte valerosos y decididos; pero no parece que nos proporcione una explicación suficiente. Como que el olvido del objetivo final empieza por el mismo Magallanes, que sigue siendo hasta su muerte la cabeza indiscutible de la misión. Es preciso buscar, en tanto sea posible encontrarlas, otras razones de tan extraño proceder. Hasta que Juan Sebastián Elcano toma el mando y en pocas semanas se corona el objetivo fundamental de la empresa.

Gloria y muerte de Magallanes

Los expedicionarios habían llegado a las Marianas locos de alegría, y salieron a pedrada limpia, en el sentido más literal de la expresión. Con todo, tenían motivos para sentirse satisfechos, esperanzados. Había tierras al otro lado del océano que acababan de atravesar en la más larga travesía que recordaban los siglos. Y si habían encontrado unas islas, estaban seguros de encontrar otras muchas. Navegaron a muy buena marcha, ya no exactamente al oeste sino al oeste-suroeste por oeste, un rumbo que no garantizaba en absoluto que fuesen a llegar a las Molucas; ni tampoco a ninguna otra parte en concreto; menos motivos hay todavía para pensar que habían adquirido alguna información de los indígenas. La levísima deriva al sur puede proceder de un ligero cambio en la declinación magnética o a una pequeña modificación en el régimen de vientos: un viento a todas luces «fresquito» y muy favorable, puesto que llegaron a Filipinas en solo ocho días. Por aquel ligero desvío arribaron a la isla de Sámar y no al sur de Luzón. El 16 de marzo vieron una costa «alta», más que acantilada, de aguas profundas y carente de puertos donde pudiesen fondear. Por eso eligieron ir a otra isla cercana, Homanhon, donde sí era posible tomar tierra con facilidad. A no mucha distancia llegaron a distinguir otras islas: a su vista se presentaba un rico archipiélago de playas acogedoras, abundantes palmas cocoteras, bosques en el interior, montañas y bellos paisajes. Ese domingo (quinto de cuaresma, aquel año el 17 de marzo) se narraba el evangelio del rico Epulón y Lázaro el mendigo, así que dieron a aquel archipiélago el nombre de islas de San Lázaro. Fue el primer nombre que recibieron las Filipinas, que no se llamaron como hoy hasta su conquista por López de Legazpi en 1564. Aquel grupo de islas centrales se denominan ahora las Visayas, tierras frondosas, de clima cálido y húmedo típico de aquellas zonas de la Tierra en que los alisios vienen de un amplio mar, y cuando no, pasa por sus cielos la convergencia intertropical de todos los veranos. Quizá para fortuna de los recién llegados no había entrado todavía la estación de las grandes lluvias, la temperatura era agradable, lucía el sol en un cielo azul cruzado por algunas nubes peregrinas, y el ambiente era de lo más acogedor. Habían arribado a la zona más fracturada de las Filipinas, entre las grandes islas de Luzón al norte y Mindanao al sur. En las Visayas hay cerca de mil islas, entre regulares y pequeñas, y desde cada una es fácil ver otras.

De momento se dedicaron, porque hacía falta, a descansar. Homanhon parecía deshabitada. Magallanes hizo construir dos tiendas, en que se alojarían los enfermos, más cómodos en tierra firme que en los fétidos sollados de las naves: el aire puro, el agua fresca y los frutos de la isla los pusieron como nuevos en cosa de una semana. Vinieron a verlos los indígenas de la otra isla, Sámar. Tenían también las caras pintadas y los cabellos largos, que les llegaban casi hasta la cintura. Pero qué diferentes eran en su cultura, su temperamento, sus ritos y costumbres, su misma sociabilidad, en comparación con los habitantes de las islas de los Ladrones. En menos de dos mil kilómetros de camino la forma de contacto de hombres con hombres se había modificado de modo sustancial. Los naturales de Sámar eran de carácter amistoso y acogedor, tenían sus vestidos, sus reglas, sus jefes; y sus formas de convivencia o de trato se acercaban mucho más a lo que entendemos por «civilización». Eran hospitalarios y generosos, pero poseían al mismo tiempo un cierto espíritu comercial. Intercambiaban sus productos con los que traían los navegantes con un sentido lógico que revelaba inteligencia y costumbre de negociar. Magallanes y los suyos se dieron cuenta de que estaban en otra parte del mundo, no muy lejos ciertamente de los civilizados pueblos del Oriente. Y esto era una señal muy significativa de que habían llegado a la zona del mundo que estaban buscando. A aquellos indígenas les asustaron las armas de fuego, pero en cuanto comprobaron que no iban contra ellos, mostraron suma curiosidad por conocerlas. También les llamaron la atención los mapas y las brújulas, sobre las que quisieron saber más. Y otro rasgo que reveló a los expedicionarios que habían llegado al Extremo Oriente, Asia, fue que Enrique de Malaca, el esclavo que había traído Magallanes, era capaz de entenderse con los filipinos. No hablaban la misma lengua, pero sí empleaban palabras parecidas y giros que era posible entender. Por fin estaban en tierras que pudieran llamarse familiares. Stefan Zweig, cuya escasa simpatía por Juan Sebastián Elcano no puede disimular, pretende que el primer hombre que dio la vuelta al mundo fue el exótico Enrique de Malaca, y no ningún europeo. El supuesto es inexacto, porque a Enrique le faltaban mil quinientos kilómetros para coronar la circunvolución completa. En todo caso habría que contar igualmente a Magallanes, un europeo, que también había estado en Malasia. Pero Magallanes tampoco había dado la vuelta al mundo, ni hacerlo formaba en absoluto parte de sus planes. Quería llegar a las Molucas navegando por el hemisferio español y esperaba regresar por el mismo camino.

Pigafetta cuenta que «nos lo pasábamos muy bien con aquellos naturales, porque eran alegres y amigables». Y lo pasaron muy bien descansando en la isla, porque Magallanes les había concedido una semana de vacaciones completas. Fue el segundo paraíso que disfrutaban (el primero había sido en la bahía de Guanabara, Río de Janeiro), en año y medio de duros avatares. Les encantó el vino de palma que les ofrecieron: el vicentino se admira de la enorme utilidad de aquellos árboles tropicales: como que de ellos se obtienen cocos, pan, aceite y vino (extraído de la médula). Los navegantes se acordarían siempre de aquel placentero lugar, al que llamaron «Aguada de las Buenas Señales».

Estuvieron allí hasta el 25 de marzo. Luego en un periquete se plantaron en la isla de Leyte, una de las más importantes y pobladas de las Visayas; donde dominaba un «rey» que vivía en un «palacio» «en forma de pila de heno sostenida por cuatro gruesas vigas», la típica tienda cónica, sin duda más grande y lujosa que las demás. También allí los indígenas se interesaron por todo lo que llevaban los europeos, y especialmente por las armaduras de hierro, que los tornaba invencibles. Casi fue igual el asombro de Magallanes cuando vio que los principales de la isla se colgaban de las orejas grandes anillos de oro. ¡Había llegado a una tierra tal vez de incontables riquezas! Más oro vieron todavía en la vecina isla de Masawa; aretes y brazaletes de oro; y hasta las lanzas de los principales estaban armadas con puntas de oro. Magallanes contempló con gusto aquellas muestras del metal precioso y sin duda se engañó pensando que las islas de San Lázaro eran abundantes en el más codiciado de los metales, y podría encontrar mucho más. Por eso siguió explorando de isla en isla. Lourdes Díaz Trechuelo, una de las mejores especialistas en historia filipina, observa que «Magallanes, absorto, parecía haber olvidado el objetivo final de su viaje: las islas Molucas». ¡Cómo que ya las había rebasado!

Este cambio de objetivo ha sugerido a Manuel Lucena una sugestiva teoría que no es plenamente demostrable, pero que tiene evidente atractivo. En las capitulaciones con el rey de España se estipulaba que si las islas descubiertas eran más de seis, Magallanes tenía derecho a escoger para sí dos de las islas sobrantes, actuar como gobernador de ellas, y disfrutar en buena proporción de sus rentas. Sabía equivocadamente —por la correspondencia de Serrano— que las Molucas no eran más de cinco, pero ahora estaba descubriendo muchas islas más, que de pronto resultaban ser muy ricas en oro. ¡Quizá valiesen más que las propias Molucas! Y si las conquistaba, sometiendo a los caciques locales, podía hacer una fortuna inmensa. A Magallanes le apetecía, como a tantos, la riqueza, pero muy especialmente el poder; y las islas de San Lázaro podían proporcionarle ambas cosas. Por eso tomó dos decisiones que no gustaron a sus subordinados: primera, quedarse indefinidamente en las Filipinas, como si fueran su verdadero objetivo; segunda, prohibir el rescate del oro, con el expediente de que si los indígenas descubrían el interés de los blancos por aquel metal, se encarecería el valor de los rescates, y en poco tiempo se quedarían sin chucherías que intercambiar. Lucena pretende que Magallanes hizo cuanto pudo por ocultar el hecho de que en aquellas islas abundaba el metal precioso: no le convenía que se propalase la especie hasta que aquellas islas estuviesen bajo su control sin que Carlos I supiera muy bien lo que estaba concediendo. La hipótesis nos presenta una posibilidad, aunque no sabemos a ciencia cierta cuáles eran las apetencias reales de Magallanes. Lo que sí sabemos como cierto es que sus subordinados estaban perplejos ante el interés del jefe por las islas de San Lázaro, con un total olvido aparente de las Molucas. Según testimonio de Elcano al instructor Leguizamo en 1522, «el dicho Magallanes e Juan Carballo [su amigo y sucesor] nunca quisieron dar aquella derrota [la de las Molucas], aunque fueron requeridos para ello».

Después de una serie de vueltas y revueltas exploratorias, se decidió finalmente Magallanes por Cebú. Entraron en su bahía el 7 de abril. Allí gobernaba el poderoso cacique o «rey» Humabón, un hombre pequeño y gordo, que se hacía rodear de un cierto fausto. Nunca se vio a Magallanes arribar a un puerto con semejante ceremonia: naves empavesadas, salvas artilleras, envío a tierra del intérprete Enrique acompañado del escribano León de Ezpeleta, con presentes y cartas para firmar un solemne pacto entre el rey Humabón y el rey de España, el más poderoso del universo. Oh, sorpresa: Humabón no era menos soberbio que Magallanes. Aceptó la idea del pacto inmediatamente, pero recordó que era norma consuetudinaria que todo barco que recalara en el puerto había de pagar un tributo. Magallanes se enfurecía cuando alguien le contradecía o humillaba, pero esta vez se portó como un buen diplomático. Arguyó que el rey más poderoso del mundo no pagaba tributo a nadie, pero prometió que la alianza iba a ensalzar a Humabón sobre todos los reyes de las demás islas, aparte de reportarle considerables ventajas económicas. En el fondo, las dos partes deseaban esa ventaja, y en tal aspecto el poder de la armada y de quienes venían en ella surtió los efectos deseados. El uso de la estruendosa artillería tuvo consecuencias espectaculares. Al fin el representante del rey más poderoso del mundo accedió a bajar de su nave y visitó a Humabón, que se sentaba sobre un sillón de terciopelo rojo, y ambos sellaron un pacto de sangre, derramando unas gotas que se mezclaron como símbolo de amistad eterna.

El domingo siguiente se celebró en tierra una misa solemne, a la que asistió toda la tripulación que no estaba de servicio, y centenares de indígenas que quedaron admirados del rito católico. Humabón pidió convertirse inmediatamente a tan hermosa fe. Magallanes poseía, no cabe dudarlo, espíritu misionero, pero tampoco hay motivos para dudar de que estaba convencido de que con su conversión religiosa iba a ganarse a aquel reyezuelo más fácilmente. La catequización del cacique indígena corrió a cargo del padre Valderrama, que pudo ser fructífera, pero lo único claro es que fue demasiado rápida. El 14 de abril se celebró con la misma solemnidad el bautizo de Humabón y el de la reina. Pigafetta regaló a la mujer una imagen del Niño Jesús, que provocó un rapto de gran devoción. (Aquella imagen sería encontrada por los hombres de Legazpi cuarenta años más tarde. Los naturales habían vuelto al paganismo, pero seguían adorando aquella figura). En los días siguientes se hicieron bautizar cincuenta principales indígenas, y antes de la muerte de Magallanes lo habían hecho dos mil. Más trabajo costó que los isleños destruyeran sus ídolos, pero al fin este otro objetivo se cumplió también. ¿Creyó Magallanes con sinceridad en la conversión real de toda aquella gente en un plazo de días? Cuando menos imaginaba que le convenía. Escribe Maximiliano Transilvano, bien informado en este punto como en otros muchos: «como el capitán Hernando de Magallanes considerase que la dicha isla de Subuth [Cebú] era muy rica de oro y que había en ella mucha copia de jengibre, y como su sitio […] era más convenible que las otras islas vecinas para desde ellas explorar, calar y saber las riquezas y cosas […] habló al rey de Subuth que, pues se había convertido […] debía trabajar para que todos los otros reyes le obedeciesen, y estuviesen sujetos a su mando, y que a los que no quisiesen obedecer les hiciese guerra y los sujetase por la fuerza de las armas…». La idea central estaba clara: Humabón sería feudatario del lejano y poderosísimo rey cristiano, pero al mismo tiempo todos los reyes del archipiélago se le habrían de someter. El principio de legitimidad sería el cristianismo; ambos reyes, el de España y el de las islas, saldrían ganando, y nada digamos su capitán y representante, que con sus armas invencibles sería el principal responsable de aquella victoria. Entretanto, las Molucas podían esperar[8].

El primer objetivo era la vecina isla de Mactán, más pequeña que Cebú, y gobernada por dos reyezuelos, Zula y Silapulapu, que no se llevaban muy bien entre sí (¿o fue todo al fin una añagaza?). Zula admitió convertirse, e invitó a Magallanes a someter a Silapulapu: con su ayuda la empresa sería fácil. ¡Todo el mundo pensaba aprovecharse de aquella coyuntura en que cada cual saldría ganando! Por su parte, Humabón estaba dispuesto a participar con dos mil guerreros en la conquista de Mactán; pero Magallanes, infatuado por la gloria de sus sueños, le aseguró que él solo, con sus hombres y sus armas, podría someter a Silapulapu y a toda la isla de Mactán. Humabón quedó más bien entristecido y hasta humillado porque se despreciaba su ayuda, pero hubo de ceder. Magallanes fue inflexible: él sería el único y exclusivo héroe de la victoria. Tenía que quedar meridianamente claro quién mandaba allí. Fue una temeridad excesiva que iba a acabar en tragedia.

El desembarco en Mactán se produjo en la mañana del 27 de abril. Estaba marea baja, y la playa era muy llana. Solo 49 hombres armados (Albo dice que 39) saltaron de las canoas al agua, con ella por la rodilla, y así tuvieron que caminar torpemente varios cientos de metros hasta tierra firme, donde les esperaban unos 1500 guerreros de Silapulapu. Los españoles disparaban arcabuces y ballestas, que herían pero no mataban a los indígenas, que se movían ágilmente de un lado al otro disparando flechas y manejando lanzas. Una vez en tierra, Magallanes siguió su mala costumbre de incendiar las cabañas de sus enemigos. Entonces aparecieron más —¿los de Zula?—, gritando y corriendo. Los indígenas, suficientemente duchos en el combate y valerosos ante las nuevas armas, atacaron de frente y de flanco. Según Albo, eran 2000. El combate, pese a la superioridad del armamento de los europeos, era enormemente desigual. No olvidemos que los arcabuces, que no herían más que las flechas y las lanzas, exigían, entre descarga y descarga, varios minutos. Su efecto era letal cuando los manejaban cientos o miles de hombres a la vez, pero los desembarcados que tenían arcabuces no pasaban de una veintena. Al cabo de una hora de lucha, Magallanes comprendió su tremendo error y dio orden de retirada. Era un valiente, y rodeado de sus más fieles procuró cubrir a los demás, hasta que llegaran a alcanzar los botes. Posiblemente su acción salvó muchas vidas, pero no la suya. Fue herido en una pierna. Un isleño le puso su lanza en la frente; él quiso sacar la espada, pero cuando lo intentaba le infligieron nuevas heridas, cayó sobre el agua, y allí lo remataron. Según Mafra murieron otros siete hombres; el resto pudieron reembarcar en los botes. El fidelísimo Pigafetta termina su triste relato de la batalla: «así pereció nuestro espejo, nuestra luz, nuestro apoyo, nuestra guía». La expedición parecía haber fracasado definitivamente.

Cinco meses sin rumbo

La derrota, consideradas sus dimensiones, apenas tuvo importancia. Fue un combate que se hubiera calificado de insignificante. Los irruptores solo tuvieron ocho muertos y los indígenas unos veinte. Fue cualquier cosa menos lo que pudiera calificarse como una gran batalla; Mafra la considera una «casquetada» caprichosa y estúpida. Pero su significación moral fue inmensa. No solo costó la vida a Magallanes, cabeza de la expedición, sino que acabó con el carisma de los recién llegados, que parecían semidioses invencibles[9]. Los que habían participado en el combate regresaron a las naos deshechos, desmoralizados, y con motivos para suponer que habían quedado en evidencia ante los indígenas, incluido el hasta entonces fiel y entusiasta Humabón. Reunidos los oficiales, eligieron para comandar la expedición a Duarte Barbosa, cuñado de Magallanes y a Juan Serrano, nacido portugués, Serrâo. Era un buen piloto, pero resultó un mal capitán. Es difícil explicar el predominio de los portugueses, pero así ocurrió, incluso después de la pérdida del jefe. Una defección que pudo suponer especial relevancia en los hechos posteriores fue la del intérprete Enrique de Malaca. Tras la muerte de Magallanes se consideró hombre libre, observó una conducta extraña y desobedecía sistemáticamente. En uno de estos choques, Barbosa le llamó «perro»; Enrique desertó, se quedó en Cebú, y no se sabe a ciencia cierta el papel que jugó en los días siguientes. Los cronistas posteriores, seguramente bien informados, refieren una nueva causa de la defección de Humabón: la amenaza de los otros reyes. Para Fernández de Oviedo, «los reyes enemigos convinieron hacer la paz entre sí con tal de que el rey de Cebú matase a todos los cristianos». Y Herrera llega aún más lejos: «los otros cuatro reyes [de las islas] le amenazaron [a Humabón] que si no mataba a los cristianos […] destruirían su tierra y le matarían». No solo los amigos de Magallanes habían perdido todo su carisma, sino que el mantenimiento de la antigua alianza de Humabón con aquellos extranjeros tan vulnerables le dejaría a él también en evidencia. Los españoles desmantelaron los cobertizos que habían instalado en Cebú para los trueques, y desconfiaron de los indígenas. Con todo, el 1.º de mayo, Humabón invitó cortésmente a todos los oficiales y pilotos a una comida de despedida. Serrano desconfió de las intenciones del grueso reyezuelo, en tanto Barbosa consideró una cobardía no atender la invitación. Al fin acudieron los dos jefes de la expedición y otros 26 oficiales, entre maestres, pilotos, escribanos, capellanes, sobresalientes y demás. Pigafetta, herido, y Elcano, enfermo, no desembarcaron. Humabón se mostró amable y contristado por lo ocurrido, y, terminado el banquete, entregó un lote de piedras preciosas para regalar al rey de España.

Cuando los marinos admiraban el regalo, sobrevino la emboscada. Unos centenares de indígenas, escondidos tras los árboles y las chozas, atacaron a los españoles y realizaron una verdadera matanza. Solo Juan López Carvalho, que llegó con un poco de retraso y vio algo sospechoso, logró regresar a tiempo. Serrano escapó hasta la orilla, pero sus gritos de petición de auxilio no le salvaron. Murieron en la masacre los veintiocho desembarcados; según Mafra, que tal vez no recuerda bien, dice que treinta y siete. Entre ellos estaban Barbosa, Serrano, el cosmógrafo Andrés de San Martín y el padre Valderrama. Quedaban en los barcos 115 tripulantes. La mayor parte de los de categoría superior habían desaparecido. Tanto Pigafetta como Juan Sebastián Elcano, en declaraciones posteriores, acusan a Enrique de Malaca de ser el instigador de la traición; el hecho no está del todo demostrado, aunque el comportamiento del intérprete fue en el mejor de los casos sospechoso. De todas formas, la derrota de aquellos seres supuestamente superiores les había hecho perder todo su ascendiente ante los indígenas. La nueva religión fue abandonada, y los isleños volvieron a sus ídolos. El pacto con el rey de España, por poderoso que fuera —o tal vez, podía pensarse, no lo fuera— quedó roto ipso facto. Lo mejor que podían hacer los españoles era retirarse de Cebú y las islas vecinas cuanto antes.

Desaparecidos Barbosa, Serrano —el único que conocía aproximadamente la ruta de las Molucas— y el cosmógrafo San Martín, los supervivientes eligieron como jefe a uno de los pocos capitanes que les quedaban, Lopes Carvalho, quizá valioso en circunstancias normales, pero que en aquellos momentos no sabía qué hacer. Por de pronto, se retiraron a la isla de Bohol, a 80 kilómetros de la fatídica Mactán. Eran, se ha dicho, entre 110 y 115, después de 72 muertos en la travesía del Pacífico y en los desastres de Filipinas, aparte de los cincuenta y tantos que habían desertado con la San Antonio. En suma, muy pocos para tripular tres barcos. Por otra parte, Elcano, maestre de la Concepción, informó que la nao se encontraba maltrecha y en condiciones precarias para seguir navegando. No sabemos si fue precisamente entonces o un poco más tarde cuando se decidió sacrificarla, llevando de ella todo cuanto pudiera ser útil, y finalmente fue incendiada, para evitar que su casco pudiera ser utilizado por cualquier enemigo. Los cien hombres quedaron reunidos en la Concepción y la Victoria. Elcano pasó a ser maestre de esta última, y ya no habría de abandonarla hasta su regreso a España. Carvalho, el jefe de la expedición, mandaba la Concepción y Gómez de Espinosa la Victoria, con Elcano de maestre.

Carvalho no parecía tener nada claro el panorama. Las dos naos fueron vagando de isla en isla tristemente, de manera errabunda, en zigzags, sin destino seguro. Tocaron en la isla de Negros —por el color oscuro de la piel de sus habitantes—, parte de Mindanao, Cagayan, fueron al mar de Joló, cada vez más desalentados. Cuenta Pigafetta que «estábamos tan hambrientos y tan mal aprovisionados, que estuvimos muchas veces a punto de abandonar nuestras naves y establecernos en cualquier tierra, para terminar en ella nuestra existencia». ¿Tan desorientados estaban? ¿Es que no tenían medio alguno para conocer la derrota de las Molucas, o es que ya no les interesaba nada, como no fuera sobrevivir? Las deserciones en una y otra isla, para quedarse en tierra con los indígenas, en lugar de proseguir una navegación interminable a ninguna parte, se hizo relativamente frecuente. Al fin llegaron a la larga isla de Palauan, al oeste de Filipinas, donde fueron recibidos muy amigablemente por los naturales, con los cuales intercambiaron sus mercancías suntuarias por alimentos que les estaban haciendo mucha falta: arroz, bananas, aves comestibles y sabrosas. Allí permanecieron unos cuantos días agradables. Oyeron hablar de una isla grande, poderosa, gobernada por un monarca riquísimo y espléndido, donde encontrarían cuanto pudieran desear. La localizarían fácilmente, si navegaban al oeste-noroeste, y hacia allí se dirigieron, aunque se estaban alejando cada vez más de las Molucas, si es que esperaban llegar algún día a ellas.

Los esplendores de Borneo

Nuestros navegantes se dirigían a Brunei, Borneo, la tercera isla más grande del mundo, coronada por altas montañas de 4000 metros de altura, selvática, llena de riquezas y de las más variadas producciones, cruzada por caudalosos ríos, uno de los cuales es el río subterráneo más largo del planeta. En cuanto a su fauna, Borneo es uno de los países de más asombrosa biodiversidad, incluyendo elefantes, rinocerontes, osos malayos, y hasta el monstruoso dragón de Komodo, propio solo de aquella isla y tan extraño como si el mundo hubiese vuelto al Jurásico. También en Borneo abundan ranas que viven en los árboles, y hasta Pigafetta habla de una hoja de hierba que anda, como que la tuvo una semana paseando por su camarote. No hay más remedio que suponer que tal hoja no era sino un insecto verde bien mimetizado. Por el contrario, y en contraste con tal exotismo, propio de un país extremo y apartado del mundo conocido, los pobladores de la isla, cuando menos en la ciudad de Brunei y su entorno, no se parecían en absoluto a sus sucesores los cortadores de cabezas que nos describen las novelas de Emilio Salgari en el siglo XIX, sino que en los tiempos coetáneos de Magallanes estaban admirablemente civilizados, y poseían unas costumbres suntuosas que podían sorprender al más cortesano de los europeos del Renacimiento. Borneo, por su posición en la cabecera de Indonesia, estaba relacionada con el imperio chino, y otros territorios del continente asiático.

A punto estuvieron los expedicionarios de no llegar jamás a tan fabuloso país, porque al doblar la complicada punta norte de la isla les sorprendió una tempestad que pudo dar al traste con la cada vez más reducida flotilla. Al fin encontraron los sufridos navegantes un buen puerto de abrigo, y poco más allá vieron la entrada del estuario de Brunei. Antes de que llegaran, se encontraron con que venían a recibirles. Se acercaban tres grandes piraguas pintadas de oro y engalanadas con guirnaldas; en el tope del palo lucía un penacho de plumas de pavo real. En una de las embarcaciones venían varios músicos que tocaban tambores y cornamusas. Los representantes del fastuoso rajá fueron recibidos a bordo sobre un tapiz tendido en el castillo de proa: trajeron presentes del monarca, y fueron a su vez recompensados con algunos de los artículos más lujosos que quedaban a bordo. No cabe duda de que los expedicionarios estaban llegando a un mundo más refinado que cualquiera de los que habían visitado hasta entonces. Los embajadores transmitieron una bienvenida de parte del rey Siripada, y la invitación para que fueran a visitarle en su palacio. Los españoles hubieron de aceptar, aún con la desconfianza sembrada por el recuerdo de lo acontecido semanas antes.

Pigafetta describe con viveza especial aquella comitiva. Los forasteros —entre ellos, por supuesto, el mismo cronista— entraron en la ciudad montados en elefantes engualdrapados. Jamás pudieron soñar una escena parecida, y es de suponer que hicieron los mayores esfuerzos por no caerse y mantener su dignidad. Les acompañaban hombres armados con lanzas. Brunei era una ciudad de 25 000 casas, muchas de ellas palafíticas, pues estaba edificada sobre el agua. Sin duda el palacio de Siripada era más sólido, puesto que tenía un patio, custodiado por trescientos guardias, y unos amenos jardines. Todo lo que veían los visitantes desbordaba un lujo oriental. Se descorrieron unas cortinas, y apareció en escena el majestuoso Siripada, bajo y gordo, como todos los demás altos personajes que habían visto, pero revestido de una especial dignidad. No se le podía hablar directamente, sino que las palabras habían de ser dirigidas a un edecán, este se las comunicaba a un oficial superior, este a otro, este a otro y así sucesivamente, hasta que el cumplimiento o la súplica llegaban a oídos del monarca. Las respuestas bajaban de boca en boca en sentido inverso y por el mismo camino. Se explica que la conversación no pudiera ser muy fluida. Ya no estaba disponible Enrique de Malaca, pero los marinos tienen una especial facilidad para entenderse con todo el mundo, y en particular la tenía Pigafetta, tan aficionado a las lenguas, que fue el principal intérprete de la expedición desde que desapareció el malayo. Siripada dio la bienvenida a los españoles, les invitó a un banquete (no comerían con él, porque nadie podía hacerlo, sino con su ministro principal). Los forasteros quedaban autorizados para realizar toda clase de comercio con los naturales, en el lugar que les fue señalado.

Los navegantes regalaron al rajá una túnica de terciopelo verde, una silla forrada de terciopelo violeta, cinco brazas de paño rojo, un gorro del mismo color, una fuente de vidrio dorado, y para la reina un par de zapatos plateados, un gran paño amarillo y una caja de plata llena de alfileres. Quizá lo que más agradeció Siripada fue un tintero y cuatro cuadernos de papel. Y es que los españoles se dieron cuenta de que los borneanos de categoría sabían escribir. Trazaban signos, dice Pigafetta, sobre tablillas muy delgadas. La tinta y el papel les servirían para hacerlo mucho más rápidamente y con una perfecta visualidad. Escribirían más deprisa que los chinos, que lo hacían con tinta, pero con pincel. Los jefes de la expedición fueron a su vez obsequiados con perlas y otros objetos preciosos. El banquete con el primer ministro fue espléndido, servido en vajillas de porcelana, con cucharas de oro. Los españoles establecieron un tinglado o mercadillo para el intercambio con los naturales, y los tratos fueron ventajosos para una y otra parte. Los de Borneo no eran salvajes como los naturales de las tierras de dos partes del mundo que hasta entonces habían conocido, pero los venidos de Europa podían ofrecer artículos que los indonesios no tenían, y estos podían ofrecer lo que apetecía a los europeos. Maximiliano Transilvano, que conoció a los supervivientes de la aventura, cuenta al arzobispo de Salzburgo que «la isla de Porné [Borneo] es la más noble y más afortunada de todas las islas que en aquel viaje descubrieron». Y añade que «nadie se atreve a hacer la guerra al rey, y están en paz, tranquilidad y sosiego». «No hay latrocinios entre los moradores, ni muerte de hombres». Las palabras del humanista transilvano mezclan dos ideas muy caras al pensamiento áulico del Renacimiento: la utopía de un paraíso en que todos saben ser felices y una justificación del absolutismo real como base del «sosiego» público y la paz interior y exterior.

La estancia de los navegantes en Borneo duró veinte días, del 9 al 29 de julio de 1521. En la mañana de aquel último día, los de las naos vieron llegar de cien a doscientos praos (canoas con balancín), tripuladas por cerca de mil hombres que parecían en pie de guerra, y que avanzaban sobre la bahía con gran rapidez. Se alarmaron sobremanera, porque interpretaron que venían contra ellos. La verdad, preciso es reconocerlo, era que nuestros marinos, después de los ocurrido en Cebú y Mactán, tenían motivos para sentirse desconfiados. Pero también hay derecho a suponer que Carvalho, hombre nervioso y de decisiones tan inesperadas como las de Magallanes, mostró ser de los que primero disparan y después preguntan. Obró con imprudencia cuando ordenó izar todas las velas, salir de estampida, y disparar a discreción sobre los que se acercaban. Tanto, que llegaron a abordar un prao y a hacer prisioneros a sus ocupantes, entre los cuales se contaban algunos hijos de Siripada. Los disparos provocaron varios muertos. Al fin se deshizo el malentendido: los de los praos venían de una misión de guerra, jubilosos, pero sin la menor intención de atacar a los españoles. Fue un error que acabó con todas las amabilidades habidas hasta el momento: hubo un intercambio de detenidos —pues varios españoles estaban aún en tierra—, pero no completo. La jornada de Borneo, comenzada con tanto éxito, terminó de mala manera.

Elcano toma el mando

De nuevo en la mar, con muy pocos beneficios obtenidos en la larga temporada de Borneo, sin un rumbo fijo que tomar, navegando de isla en isla, buscando intercambios favorables y en ocasiones operando en corso, casi en plan de piratas, tomando prisioneros de las pequeñas embarcaciones que encontraban, y liberándolos a cambio de suministros. Era una forma de vivir muy poco fructífera y no demasiado honrada. Para Amando Melón, «el mando de Carvalho adolecía de los mismos vicios y defectos que el de Magallanes: el de no consultar a los demás, no querer compartir el mando, entretenerse en pequeñas operaciones y no esforzarse en cumplir las instrucciones reales», es decir, el no buscar ante todo el objetivo final de las Molucas, mostrando procedimientos absolutamente provisionales, limitados a ir tirando de momento, y subsistir, no siempre con comportamientos ejemplares, a través de las islas del mar de Joló que se les estaba haciendo familiar, y con muy poco provecho. Se acusaba además a Carvalho de mantener prisioneras a tres princesas de Borneo «y hacer con ellas harén». El descontento de los capitanes y maestres y de la tripulación entera iba haciéndose mayor ante el proceder errático y poco ejemplar del nuevo capitán general.

El derrotero de Albo es una demostración de la caótica ruta que iban siguiendo: «Partimos de Borney y volvimos por el camino mismo por donde vinimos, y así embarcamos por el cabo de la isla de Borney y Poluan; (Palawan); luego fuimos al oeste y fuimos a dar a la isla de Quajayan, y fuimos de la misma derrota a buscar la isla de Quipit de la parte del sur; y de este camino entre Quipit y Quajagan vimos la parte sur de la isla que se llama Solo (Joló), y andando por este camino topamos con dos islas pequeñas […]; y luego en medio por entre otras trece islas…». Qué locura: nadie sabía exactamente a dónde iban, ni parece que la derrota a tomar importara gran cosa. Dominaba la estación de las lluvias, pero no hay noticia de que tuvieran que soportar ningún huracán. Y parece que disfrutaban de tiempo no demasiado malo cuando a comienzos de agosto, a las diez de la noche, mientras navegaban descuidados, «encalló la Concepción en un arrecife, y dio tantos golpes que pareció que se hacía pedazos». Nos lo comunica el cronista Herrera, que a juzgar por la precisión de los datos, debió tener un conocimiento bastante exacto de lo ocurrido. Afortunadamente la nao capitana pudo librarse de los escollos al subir la marea, pero con tales desperfectos, que necesitaba de una reparación urgente. También debió encallar la Victoria, tal vez al tratar de auxiliar a su compañera, puesto que se le abrió una vía de agua. No podían seguir navegando en tales condiciones, y al fin, días más tarde, parece que el 15 de agosto, encontraron una isla, en la que se abría una amplia bahía, y en ella una playa muy favorable para arrastrar a tierra las naos. Trabajaron los carpinteros y los calafateros, carenaron los fondos y costados de los barcos, y allí permanecieron 37 días en continuas faenas. Fue otra lamentable pérdida de tiempo, en este caso absolutamente necesaria, si es que querían estar preparados para una larga navegación. La isla estaba cubierta de selvas impenetrables, pero por las cercanías encontraron jabalíes y tortugas, que les sirvieron de alimento.

Fue en aquella isla donde hubo un nuevo consejo de capitanes y maestres, en el que se decidió por unanimidad la destitución de Carvalho por incompetente, por su conducta reprobable y por quedarse personalmente con las piezas de los rescates. No podemos conocer exactamente la verdad, pero sí es evidente que Carvalho no tenía las ideas claras y hacía las cosas sin contar con los demás. Posiblemente también pecó de egoísta. No fue castigado, pero se le privó del mando. En su lugar se formó un triunvirato, formado por el contador Gonzalo Martín Méndez, que como oficial real representaba una instancia superior, el capitán de la Concepción, Gonzalo Gómez de Espinosa, y el de la Victoria, Juan Sebastián de Elcano. Las competencias no se cruzaban: Marín Méndez desempeñaría una función administrativa, y cada capitán mandaría su respectiva nao. Sin embargo, la mayor experiencia de Elcano y su sentido común se impusieron desde el principio. No tenía ni pies ni cabeza seguir buscando islas a tontas y a locas. Habían salido en busca de las Molucas, y todos sus esfuerzos tenían que concentrarse en buscar la ansiada tierra de las Especias. No conocían exactamente su posición, pero como sabían que el objetivo se encontraba prácticamente en la línea del ecuador, se dirigieron desde el primer momento hacia el sur.

Se dice que Elcano tenía la misma edad que Magallanes, y todo es posible. Sabemos sin embargo que en 1553 vivía su madre, de manera que en 1520 no podía ser muy viejo, sino todo lo contrario. Arteche encontró un documento del Archivo de Simancas en que se dice que «tenía treinta y dos años poco más o menos» cuando en 1519 embarcó en la expedición. Natural de la villa guipuzcoana de Guetaria, había pasado toda su vida como lobo de mar. No era un cualquiera en 1519, cuando de buenas a primeras fue nombrado maestre de la Concepción. Mostró en todo momento sentido común, y en el puerto de San Julián, aunque se puso del lado de los rebeldes, no tomó parte en hechos violentos. Sus relaciones con Magallanes nunca fueron cordiales, y a ello se debe su tardío ascenso en la armada. También es evidente que Pigafetta, dilectísimo del capitán general, no debía llevarse ni medio bien con Elcano, puesto que ni siquiera le menciona una sola vez en su relato, a pesar de que escogió embarcarse con él en la Victoria para ser de los primeros en dar la vuelta al mundo. José de Arteche interpreta que el silencio inexplicable del cronista italiano fue una «refinada venganza» contra un hombre que no se había entendido con Magallanes, y que el capitán general había tenido cuidado en mantenerle apartado de mayores responsabilidades. Elcano era hombre recto, poseía dotes de mando y un sentido especial, muy propio del buen marino, para saber por dónde iba y a dónde tenía que dirigirse. De pocas palabras, lo arreglaba todo con presteza y sin perder el tiempo. A pesar de su carácter seco, con lo que contó a su regreso entusiasmó al emperador Carlos V.

Los barcos navegaron hacia el sur y hacia el este, puesto que habían rebasado el meridiano de su objetivo, y trataron de encontrar el camino de las Molucas. El 28 de octubre tocaron por última vez Mindanao —su punta suroeste—, en Zamboanga. Adquirieron provisiones y se hicieron con dos pilotos que decían conocer la ruta del Maluco. Pasaron por las Célebes del Norte, aunque no llegaron a ver la gran isla principal, tan retorcida sobre el mapa. Después cruzaron frente a Sangir y otras, sin detenerse nunca, como no fuera para recabar nuevas informaciones. Sí, se decía que los portugueses ya se habían establecido en las islas de las especiería, aunque no en todas, ni mucho menos. Siguieron hacia el sureste. No vieron barcos portugueses, sino pequeños praos. El 7 de noviembre divisaron montañas lejanas, que los pilotos indígenas aseguraron que pertenecían a las islas de las Especias. Poco a poco se fueron divisando varias islas, todas coronadas por uno o varios picos volcánicos. El 8 de noviembre fondearon frente a la isla de Tidore, la primera productora de clavo de todo el mundo. El objetivo del interminable viaje había sido cumplido, dos años y tres meses después de su comienzo y ocho meses después de la muerte de Magallanes.