Después de franquear el Estrecho, Magallanes y los suyos se encontraban de nuevo en mar abierto. Después del cabo Deseado, hoy cabo Pilar, terminaba la isla Desolación y ya no se veían más tierras hacia el sur. Por el norte seguían distinguiéndose islas, las llamadas hoy de la Reina Adelaida, muchas y pequeñas, pero un horizonte infinito se abría al oeste. De nuevo el mar abierto. ¿Qué mar? Posiblemente era el mismo Mar del Sur que había visto Vasco Núñez de Balboa desde las montañas de Panamá, pero eso nadie podía asegurarlo. Observemos que tanto Balboa como Magallanes hablan de «mar», no de Océano. El Océano por excelencia era el Atlántico, como se le había llamado sin más apelativos durante siglos de historia. El paso del Cabo de Buena Esperanza por Bartolomeu Dias y Vasco da Gama había revalorizado la categoría del Índico como un nuevo océano, o tal vez como una parte del único gran Océano. Nunca se había aclarado el extremo, y, en el fondo, todo depende de lo que se entienda por océano, si la totalidad de los mares, o si en esa totalidad cabe distinguir mares enormes dignos de una categoría especial. El descubierto por Magallanes obligaría a admitir la realidad de varios y enormes océanos. Pero Magallanes no descubrió el océano Pacífico como tal hasta semanas después, cuando hubo navegado miles y miles de millas sin haber llegado a las tierras e islas del Extremo Oriente. Hasta entonces no se conocían más que dos mares enormes, el Atlántico y el Índico, y los más grandes geógrafos de su tiempo seguían dibujándolos como Reinel o Lopo Homem. Lo que se discutió durante mil quinientos años fue si esos dos grandes océanos se comunicaban entre sí o si eran mares independientes, hasta que los portugueses, a fines del siglo XV, descubrieron la conexión entre ambos. Cuando Magallanes traspuso el estrecho que lleva su nombre, soñó que estaba navegando por el Índico, y que no faltaba mucho trecho para llegar a las islas del Maluco. Lo mismo que Colón, pensaba que el mundo era más pequeño de lo que es en realidad, y no podía imaginar la inmensa extensión de aquel mar Pacífico, que resultó ser el océano más vasto del globo, como que ocupa nada menos que un tercio de la extensión del planeta. Tampoco acertó con el nombre, porque en el Pacífico se desatan ciclones, tifones y tempestades sin cuento. O más exactamente, acertó en cuanto que en aquella larguísima travesía, como observa Pigafetta, encontraron buena mar y no tuvieron que sufrir una sola borrasca. Pero fueron aquellos meses de una travesía que parecía no tener fin cuando por primera vez el hombre descubrió un nuevo concepto de lo que debe entenderse por océano, y, de paso, cuando cobró una idea clara de las enormes dimensiones del mundo.
Las travesuras de El Niño
Es preciso volver a la denominación del nuevo «mar» para tratar de entender algunas cosas. Estamos todos de acuerdo, y ya lo hemos dicho: el mayor océano del mundo no merece el título de mar, ni tampoco los nombres que se le pusieron al principio, porque no está al sur del mundo, ni es pacífico. Tampoco podemos criticar a los bautistas porque tuvieron razones objetivas, bien que coyunturales, para llamarlos con los nombres que le dieron: Balboa vio el gran mar tendido hacia el sur, y Magallanes lo atravesó con vientos apacibles. Este último hecho es bien extraño, aunque obedezca a una momentánea realidad histórica. Es una casualidad que Magallanes no se haya tropezado con grandes tormentas en el tramo final del Estrecho, donde son enormemente frecuentes; ni una tempestad del Oeste en el largo trayecto frente a la costa austral de Chile, cuando allí lo normal es que las tempestades lleguen una y otra vez del lado del mar; fue otra casualidad que la corriente de Humboldt le haya llevado tan tempranamente hacia el centro del océano, en lugar de empujarle hacia Perú o las Galápagos, pero así ocurrió. También fue una casualidad que al atravesar la línea equinoccial no se haya eternizado en las calmas ecuatoriales, pero no se encontró con las calmas. Fue una casualidad que el desplazamiento de la línea de convergencia intertropical no le haya sorprendido con lluvias y tormentas eléctricas, pero la verdad es que no ocurrió así. Como también es una casualidad que el error difícilmente explicable de pasarse al hemisferio norte le haya premiado con unos alisios más intensos que los del sur, que le permitieron navegar a casi doble velocidad que en el otro hemisferio. Cualquiera de estas casualidades es perfectamente posible. Pero que se hayan registrado todas ellas a la vez resulta sorprendentemente inverosímil. La coincidencia nos obliga a buscar una explicación, que aunque tal vez esté de momento insuficientemente estudiada, y parezca en ocasiones un poco tomada por los pelos, podría contribuir a explicarnos las cosas.
Scott Fitzpatrick es un arqueólogo e historiador norteamericano, experto en el estudio de grandes viajes históricos; para el caso de Magallanes se valió de la colaboración de Richard Callaghan, de la universidad de Calgary, experto en modelos informáticos. Entre los dos publicaron un artículo en la revista Science, en 2006, y lo ampliaron en 2008 en el «Journal of Pacific History». El trabajo se titula Magellan’s crossing of the Pacific y es un artículo no muy extenso, basado en fuentes ya conocidas, cuyo único pero nada despreciable mérito es haber determinado mediante simulaciones por ordenador que el viaje de Magallanes por el Pacífico, al menos desde enero hasta marzo de 1521, estuvo condicionado, ¡y más favorecido que perjudicado!, por el fenómeno de «El Niño». Quizá no todas las explicaciones son por un igual convincentes, pero en sus términos generales la tesis de Fitzpatrick-Callaghan es digna de tenerse en cuenta.
Todos sabemos un poco del fenómeno de «El Niño», llamado por los entendidos ENSO, El Niño South Oscillation, porque ahora se habla mucho de él, tenga o no que ver con el cambio climático que se está registrando a fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI. Realmente, El Niño no es un fenómeno de hoy, porque se ha operado, según los paleoclimatólogos, desde hace mucho tiempo, tal vez desde hace milenios. El nombre se lo pusieron los pescadores peruanos tal vez desde hace ciento cincuenta años, porque se inicia con las Navidades, es decir, con las fiestas del Niño Jesús. Lo que interesa a los pescadores, naturalmente, es la pesca, y resulta que cuando viene El Niño, los peces que tanto abundan en la corriente fría de Humboldt se apartan de las costas de Chile y Perú. Vamos a recordar el fenómeno de la forma más breve y sencilla, porque lo único que aquí nos interesa es la influencia que pudo tener en el viaje de Magallanes. La corriente de Humboldt, descubierta por el famoso geógrafo alemán en su viaje a Perú, en 1802, es la mayor corriente marina de aguas frías del mundo. Obedece a un mecanismo similar al de las corrientes de Canarias, de California o de Benguela, pero tiene una longitud de 7000 kilómetros y resulta decisiva en la configuración del clima en las costas de Chile y Perú, y en buena parte de la extensión del Pacífico. Como todas las corrientes frías, es muy abundante en pesca. Algunos curiosos se embarcan en pequeñas canoas tan solo para, en mar abierto, inclinarse sobre las aguas e introducir la mano en la mar. ¡Qué fría! Bajo un sol tropical y una temperatura que invita al baño, el agua parece helada. El grito de asombro es invariable.
Pues bien: hay momentos —cada cinco, siete, diez años, la periodicidad no es absoluta, por mucho que digan los climatólogos— en que la corriente se interrumpe antes de llegar al norte de Chile, es obligada a derivar al oeste y se va desvaneciendo, sustituida un poco más allá por una invasión de aguas cálidas que procede del oeste. Quizá muchos lectores hayan oído hablar mucho menos de la «Gran Piscina Cálida», la mayor masa de aguas calientes del mundo, que se extiende al este de Indonesia y baña la mitad del Pacífico Sur en su zona tropical. Es un amplio espacio de abundantes lluvias, sobre todo en la época monzónica. Los bañistas que deseen utilizar esta inmensa piscina encontrarán el agua demasiado «caldosa». Pero de vez en cuando este enorme depósito se desplaza hacia el este, y puede llegar hasta las costas americanas, justo allí donde la lluvia es menos frecuente. Caen fuertes aguaceros en el norte de Chile y en la costa de Perú. El desierto de Atacama, el más seco del mundo, se llena de flores, y en las montañas peruanas se desbordan las aguas, a veces hasta consecuencias catastróficas. Por el contrario, en el sudeste asiático, donde son habituales las lluvias, sobreviene la sequía y pueden registrarse hambrunas allí donde la agricultura depende del agua. Los vientos, los anticiclones y las borrascas siguen un régimen opuesto al habitual. En suma, El Niño es una especie de mundo al revés, que para bien o para mal, domina durante unos meses, en ocasiones dos años seguidos, hasta que regresa la «Niña», que es el evento que distingue al clima normal. Los paleoclimatólogos, valiéndose del estudio de los anillos de los árboles y otros vestigios, pueden reconstruir estas oscilaciones con un margen de acierto muy aceptable. Pues bien, se sabe que en los cambios de año 1519-1520 y 1520-1521 se registraron dos episodios consecutivos de El Niño.
Magallanes se encontró con el segundo de ellos sin sospecharlo siquiera. A la entrada del Estrecho por el Atlántico, los barcos sufrieron dos surestadas. Una acabó con la Santiago y la otra hizo temer por la San Antonio y la Concepción. Por el contrario, en el segundo tramo, que discurre entre montañas e islas, el más peligroso por sus tempestades, reinó un tiempo espléndido, y todo salió a pedir de boca. El nuevo océano mostró una bondad que no encaja con sus malas costumbres, la meteorología fue excelente, y gracias a la corriente y al viento favorable, los tres barcos que le quedaban a Magallanes pudieron navegar a muy buena marcha a lo largo de las costas chilenas. Si hubieran continuado costeando un poco más arriba, hubieran tenido que arrostrar vientos contrarios y tormentas; pero la temprana desviación de la corriente de Humboldt les aconsejó derivar al oeste-noroeste siempre con los elementos a favor y sin ningún temporal. Incluso, llegado el momento, pudieron remontar la zona de convergencia intertropical y encontrarse con el alisio del norte, aquel año —lógicamente— mucho más marcado que el del sur, y proseguir su viaje a buena marcha. En suma, concluye Fitzpatrick, Magallanes «se vio favorecido por condiciones inusuales» y gozó de un tiempo «anormalmente bueno». Si no llega a ser así, «el Océano Pacífico no hubiera tenido ese nombre, la navegación no hubiera seguido la ruta que siguió, probablemente no hubiera conseguido superar su propósito y el nombre de Magallanes habría pasado a la historia a lo sumo con una cita a pie de página». Es mucho suponer, desde luego, aparte de que la ruta elegida por Magallanes admite otras explicaciones que dependen no solo del régimen de corrientes y vientos, sino de la voluntad y la capacidad de acierto y de error de los hombres. Pero no podemos infravalorar de ninguna manera la tesis de estos profesores norteamericano-canadienses, porque nos explican la coincidencia de muchas cosas inexplicables.
Cuestiones de rumbo
Escribe Pigafetta con cierta ingenuidad, pero acierta, que «si al salir del Estrecho hubiésemos continuado hacia Poniente… hubiéramos dado la vuelta al mundo, sin encontrar ninguna tierra hasta volver al mismo Estrecho por el cabo de las Once Mil Vírgenes». Efectivamente, no existe ninguna tierra firme en el mundo —exceptuando la Antártida, naturalmente— al sur del estrecho de Magallanes. Ni Australia, ni Tasmania, ni Nueva Zelanda, ni África del Sur alcanzan semejante latitud. Naturalmente, no era esa vuelta al mundo lo que pretendía Magallanes… y si la hubiera intentado, de seguro hubiera fracasado trágicamente, porque los continuos temporales de los «furiosos cincuenta» hubieran hecho zozobrar las naves en algún momento. Lo que hizo Magallanes en cuanto pudo fue dirigirse al norte: al principio, las islas le obligaron a tomar el noroeste, pero ya el 29 de noviembre se fue rectamente al norte. Bien sabía que las islas del Maluco no estaban en esa dirección, pero, como observa acertadamente Mafra, «fue al Norte por meterse en tierra caliente», o, explica en el mismo sentido López de Gómara, «hicieron camino detrás del sol». Naturalmente, en el hemisferio sur el sol se ve en dirección norte. Magallanes, con muy buen criterio, buscaba latitudes más templadas y seguras; luego llegaría el momento de tomar la derrota de las Molucas.
Si salieron del Estrecho el 27 de noviembre, el 29 estaban ya a la altura de la isla de Hannover, a 51º de latitud; el 30 frente a la isla Esmeralda, en la misma latitud que el Puerto de San Julián. Si llegar (desde Santa Cruz) hasta el Estrecho por el Atlántico les había costado ocho días, en tres ya habían hecho el mismo camino por el Pacífico, ayudados por el viento y la corriente. Magallanes descubrió Chile veintitantos años antes que Valdivia, pero inexplicablemente —¡qué gran error!— no quiso tocarlo. El 1.º de diciembre pudieron ver la isla Campana, y el día siguiente el golfo de Penas: al fondo, si las condiciones de visibilidad lo permitían, contemplarían el resplandor plateado de altísimas montañas nevadas de insuperable belleza. De acuerdo con los vientos o con los recortes de la costa, zigzagueaban continuamente, al norte, al noroeste, al nordeste, sin tocar tierra, pero casi nunca sin perderla de vista. El 8 de diciembre navegaban frente a la gran isla de Chiloe. El viento flojeó un poco, y hasta el día 13 no estuvieron a la altura del río Calle, donde treinta años más tarde el conquistador Pedro de Valdivia, después de recorrer centenares de kilómetros por aquella región, encontró «el lugar más hermoso del mundo», y en él hizo la última de sus fundaciones: una ciudad en una isla en medio de un paraje de ensueño. «Héle llamado Valdivia —escribió al emperador Carlos V—, porque pienso que así mi nombre pasará a la posteridad». Qué bien adivinamos la idea de la «tercera vida» de Petrarca y Jorge Manrique, el afán de perpetuación por medio de la fama, del hombre del Renacimiento. Sin duda ese mismo afán sentiría Magallanes, cuyo nombre lleva uno de los estrechos más famosos del mundo y uno de los espectáculos más portentosos del firmamento estrellado.
Los barcos pasaron a la altura de Concepción —hoy una de las grandes ciudades de Chile— el 15 de diciembre, y frente a lo que es hoy Valparaíso el 19. Inexplicablemente, Magallanes no se detuvo en ninguno de aquellos hermosos puertos, ni sabemos que nadie haya saltado a tierra. No digamos para explorar, que no era tal la misión que le llevaba, pero sí para adquirir provisiones, que pronto iba a necesitar. Allí seguro que podrían encontrarlas, sobre todo aquellos frutos frescos que hubieran evitado el escorbuto. Se encontraba ya en regiones templadas, similares a las de Europa, por si fuera poco en pleno verano con un tiempo espléndido; y unos días en tierra, después de las penalidades sufridas hubieran hecho mucho bien a la gente. ¿Por qué no se detuvo? ¿Es que llevaba prisa? ¿Es que deseaba aprovechar los vientos favorables (que él pudo pensar coyunturales)? ¿Es que se imaginaba ya muy cerca de las Molucas? Quién sabe si esto último. Aquel no detenerse iba a resultar fatal para la expedición, mortal para muchos. También es verdad que Magallanes no se imaginaba delante del mayor océano del mundo.
Al fin, el 22 de diciembre, ya a la altura de La Serena, al norte de donde ahora está Santiago de Chile, y a 30º de latitud, Magallanes se decidió a cambiar de rumbo. No para acercarse a la costa, sino para alejarse de ella y adentrarse en el océano. Comenzaba la aventura definitiva, la búsqueda de las deseadas Molucas. Fernández de Oviedo, que pudo conocer el relato de algunos de los supervivientes, deja entender que Magallanes aspiraba a alcanzar el ecuador, para, siguiendo la línea central del mapamundi, dirigirse hacia el oeste hasta llegar a su destino. El camino podía ser así un poco más largo, pero no tenía pérdida, puesto que sabía bien que las Molucas se encuentran justo en la línea ecuatorial. Pero decidió no hacerlo, o no pudo hacerlo. Aquí es donde puede entrar de nuevo en juego el Niño. En años en que ocurre el fenómeno, la corriente de Humboldt no llega al norte de Chile, y la dirección de los vientos se invierte. Desde los 30º de latitud, comenzó a navegar hacia el ONO, incluso, el 22 de diciembre hacia el OSO, como si los vientos hubiesen variado y soplaran ahora de componente norte. El Niño. Justamente por los días de Navidad. Avanzaba con cierta lentitud, pero todos los días progresaba hacia poniente e iba acercándose poco a poco al ecuador. El primer día del año 1521 les sorprendió a 25º sur. Desde la salida del Estrecho habían progresado unos 6000 km, y navegaban por un océano (¿el Índico?), de aguas pacíficas, enorme y sin una sola isla a la vista. Magallanes fue descubriendo poco a poco la existencia real de un piélago mucho más extenso de cuanto hubiera podido imaginar. Aquel descubrimiento tuvo que ser para él una sorpresa[…] una sorpresa interminable, porque no se le veía el fin. En algún lugar estarían las Molucas, u otra tierra desconocida. Jamás se ha visto un océano que no conduzca tarde o temprano a una costa, pero ¿cuándo y dónde? Aquel viaje fue placentero, en cuanto que navegaban con viento favorable, sin asomo de tempestad, buena mar y temperatura tropical, suave, sin grandes diferencias entre el día y la noche. Pero aquel placer quedaba oscurecido por la incertidumbre de no saber a dónde se dirigían ni cuánto tiempo tardarían en llegar a un destino que tal vez no podían imaginar. A aquella zozobra se unía la angustia de saber que los alimentos escaseaban cada vez más, y que los que conservaban se corrompían hasta hacerse incomestibles.
Más de una vez nos hemos preguntado si no podían recurrir a la pesca. El océano Pacífico es rico en peces: sabrosos dorados, lenguados, merluzas, congrios, rayas, agujas, también peces exóticos, y muchos tiburones: no hay océano donde abunden los tiburones como en el Pacífico tropical. Pigafetta recuerda algunos de aquellos peces y alaba al Pacífico como un paraíso de la pesca, aunque no relata escenas de pesca propiamente dichas. Lo que más le admira son los peces voladores. En aquella mar, precisa, «puede practicarse la más dilectísima de las pescas. Hay tres clases de peces largos como el brazo y más, que se llaman dorados, albacoras [atún blanco gigante], y bonitos, los cuales persiguen a otros que vuelan, llamados golondrinas de mar […], de excelente sabor [diríamos que no tanto, aunque son comestibles]. Estos voladores con prontitud saltan fuera del agua y vuelan […] por trechos más largos que un tiro de ballesta. Durante cuyo vuelo córrenle los otros por detrás por debajo del agua a su sombra. No acaba aún de caer el primero en el agua, que ya en un decir Jesús lo han atrapado y comido: cosa en verdad bellísima de ver». Por lo menos el vicentino se sentía divertido por el espectáculo. Algunos de estos peces voladores se estrellaron contra el casco o las velas, y, a juzgar por el gusto de Pigafetta, les resultaron sabrosos. Pero no tenemos noticia de faenas de pesca propiamente dichas, practicadas con los nada menos de quinientos anzuelos que llevaban, ya desde la borda o la popa de los navíos, ya en botes destacados ex profeso. Si pescaron, la captura no parece haber sido en cantidad suficiente como para satisfacer las necesidades de la flotilla.
Por lo demás, la navegación era tan apacible como interminable y tediosa. A veces, los marinos a vela necesitan algo que hacer en las vergas, en los cordajes, en los masteleros, para distraerse un poco. Pero no hacían falta más maniobras que las de rutina. Seguían casi siempre el rumbo oeste-noroeste, aproximándose lentamente al ecuador. Si esta era la ruta que Magallanes estimaba correcta hacia las Molucas, hubieran debido alcanzar las fabulosas islas que constituían el objeto de su viaje hacia la longitud geográfica 165º oeste, todavía en el hemisferio de derecho español, y, naturalmente muy cerca del ecuador, en una fecha cercana al 12 o 13 de febrero. No encontraron nada. Evidentemente, el mapa del mundo era muy diferente a como lo imaginaban. De haber sabido o tan siquiera sospechado la inmensa extensión del Pacífico, Magallanes o no se hubiese aventurado a aquella navegación, o bien —porque conocemos sus arrestos— se hubiese preparado recogiendo en las costas americanas las provisiones precisas para una travesía tan interminable, o hubiese carenado las naves. Pero una vez engolfado en la aventura, era ya demasiado tarde para volverse atrás, desafiando vientos y corrientes contrarias que podían hacer la travesía —eso era absolutamente imposible de calcular— todavía más interminable que la que estaban intentando: sin contar con que, a los ojos de todos, semejante vuelta atrás hubiera sido interpretada como la confesión de un vergonzoso fracaso. Había que seguir adelante, hacia lo desconocido.
Islas infortunadas
El viaje de Magallanes por el Pacífico tuvo una especial mala suerte por lo que se refiere al avistamiento de nuevas tierras, siquiera fueran pequeñas islas. Es cierto que el inmenso océano está casi vacío, como que las tierras comprendidas entre la costa americana y el área del Extremo Oriente no llegan a ocupar ni la milésima parte de la superficie total. Si clavamos un puntero sobre el mapa del Pacífico propiamente dicho (no contamos Indonesia ni las Filipinas, que ya se consideran parte de Asia, ni tampoco el continente de Australia), de cada mil intentos apenas acertaremos una vez sobre una isla. (Sí, es fácil, sobre los rótulos que las anuncian). Sin embargo, el número de islas del Pacífico es de muchos miles. Lo que ocurre es que en su mayoría son islas pequeñísimas, algunas no pasan de ser simples atolones de coral, prácticamente inhabitables. Sin embargo, todos los navegantes que atravesaron el Pacífico se encontraron con algunas o con muchas islas. Magallanes tuvo en este sentido una particular mala suerte, o, si se quiere, un desacierto en la elección de la ruta. Si hubiera seguido los mares tropicales del sur (la ruta más conveniente en un año normal), hubiera topado por necesidad con varios archipiélagos. Tampoco sabía que los navegantes posteriores se guiarían por las nubes. Cuando a partir de media mañana y especialmente a mediodía, se ve en un cielo azul una nube solitaria, es casi seguro que se encuentra encima de una isla. La tierra se calienta más rápidamente que el mar; sobre tierra, el aire sube y el vapor se condensa: hoy es ese un fenómeno perfectamente conocido, y con frecuencia fue utilizado por los navegantes europeos, y no digamos por los polinesios, para descubrir islas nuevas. Las islas son generalmente tan pequeñas que no se divisan hasta pocas millas de distancia; cuando se las tiene casi encima; en cambio, las nubes sí se distinguen desde muy lejos, y son en este sentido de una incalculable utilidad. Pero aún no se había adquirido esa experiencia.
Ya frente a las costas de Chile pasaron los de Magallanes entre el continente y la isla de Juan Fernández (la de Robinson Crusoe); luego no pudieron adivinar la isla de Pascua. Más tarde la flota dejó por poco al sur las islas Marquesas, las Cook, Gilbert, Marshall; pasó exactamente entre el archipiélago de Tuamotu y las Marquesas, entre las Espóradas Ecuatoriales y las de la Sociedad; en cuanto a las Marshall también las esquivó por muy poco. Cierto que Magallanes no buscaba pequeñas islas, sino las maravillosas Molucas, que imaginaba muy grandes, aunque no lo eran tanto; pero cuando menos, cualquier trocito de tierra de Polinesia le hubiera permitido proveerse de cocos u otros frutos capaces no solo de servir de alimento —el coco puede aprovecharse lo mismo como comida que como bebida—, sino de remedio para impedir o curar una terrible enfermedad que padecieron casi todos. En el fondo, tiene razón Bergreen cuando observa que Magallanes eludió, «como de intento», todas las islas del Pacífico.
Sin embargo, aunque casi nadie se haya molestado en recordarlo, encontró dos islas; y el hecho es digno de ser consignado, aunque no sea más que por lo que tiene de anecdótico. El 24 de enero de 1521 dieron nuestros navegantes con una pequeña isleta, a la que bautizaron con el nombre de San Pablo. Se conoce que la vieron por la tarde, porque era costumbre de los marinos de entonces poner a sus descubrimientos vespertinos el nombre del santo del día siguiente (25 de enero, conversión de San Pablo). Iban navegando casi hacia el oeste, con viento flojo, según se deduce de los derroteros. «Era una isleta con arboleda encima, y es deshabitada, y sondamos en ella y no hallamos fondo». No cabe duda de que se trataba de un atolón de coral, una formación que puede surgir casi bruscamente de las aguas, sobre un basamento de probable origen volcánico, como un escollo de poca altura de color gris o parduzco. En sus inmediaciones pueden hallarse grandes profundidades. Nuestros navegantes no pudieron abordar aquel pequeño pedacito de tierra, porque se hubieran estrellado contra los escollos. Mafra dice un poco desolado que es «una isla muy pequeña, tan cercada de arrecifes que parecía que la naturaleza la había armado para defenderse del mar…». Y para defenderse de los hombres que pretendieran abordarla. Permanecieron en torno a aquel diminuto pedacito de tierra que se les ofrecía a la vista mientras duró la luz del sol; luego reanudaron la navegación tristemente resignados. No hubieran encontrado gran cosa entre aquel arbolado —sin duda cocoteros—, pero algo hubiera significado, y tocar tierra serviría siquiera de parvo consuelo en la inmensa extensión del océano. Era probablemente la isla Puka-Puka, aunque otros, como Speke, han propuesto Fangahina o Angatau, todas ellas al borde del archipiélago de las Tuamotu, o Islas Bajas, porque apenas sobresalen unos metros de las aguas (los corales no pueden vivir largo tiempo en seco). Magallanes iba rozando el archipiélago por el norte. Un grado o dos más al sur, y hubieran encontrado multitud de islas, muchas de ellas abordables. Puka-Puka mide unos dos por dos kilómetros de extensión, gran parte de la cual esta cubierta por la laguna central, y se encuentra a 15º 23´ Sur y a 133º 30´ Oeste: las medidas del derrotero de Albo y las del piloto genovés (¿Pancaldo?), son bastante precisas; no tanto las del anónimo piloto portugués; de aquí las dudas sobre la identificación exacta de la isla.
Más tarde, el 4 de febrero, navegando casi siempre con rumbo ONO y con viento flojo, avistaron una segunda isla, a la que pusieron por nombre Isla de los Tiburones, por la gran cantidad de estos grandes y fieros peces que vieron por sus costas. Tanto Pigafetta como Transilvano cuentan que allí se dedicaron a la pesca, ya fuera de aquellos tiburones o más bien de peces de menor tamaño: ya es sabido que allí donde abundan los peces, acuden los tiburones a buscar su presa. Y más todavía, si recogemos el testimonio de Transilvano: «saltaron a tierra, para dar alguna recreación a sus cuerpos… y estuvieron allí dos días pescando y recreándose, porque había muchos y buenos pescados». Esta versión la recoge casi literalmente Fernández de Navarrete. Si es cierta, sentimos hasta deseos de compartir el gozo de aquellos hombres que pudieron encontrar semejante «recreo» en medio de su miseria y su soledad. Con todo, no parece que pudiera ser verdad aquella pequeña dicha, porque las fuentes más directas, como Pigafetta, Mafra, Albo o el piloto genovés, apenas hablan más que de unas horas de pesca, probablemente desde botes. Albo, que es el que nos proporciona la posición más verosímil de la isla el 4 de febrero, mide el día 5 un punto situado unas cincuenta leguas más al noroeste, un dato que nos proporciona una certeza casi absoluta de que no es cierto que en la isla de los Tiburones pasaran unos días de recreo, sino que siguieron adelante.
¿Cuál es la isla de los Tiburones? Su identificación ofrece todavía más dudas que la de San Pablo. Puede ser la Caroline, la Vostok o la Flint. Todas son atolones de forma alargada y de tamaño no mayor, más irregular, que la isla vista el 24 de enero, a la que no pudieron abordar. Caroline es muy alargada, más bien un rosario de islotes más o menos enlazados entre sí por las rocas coralinas. Está situada a 10º, 0 Sur y 150º 25´ Oeste, y su mejor relación con lo ocurrido es el hecho de que cuando en 1606 la descubrió (o redescubrió) Pedro Fernández de Quirós la llamó «isla del Pescado». Desde 2001 lleva el nombre mucho más solemne de Isla del Milenio, porque fue la primera tierra del mundo que, por encontrarse justamente en la línea de cambio de fecha, vivió el siglo XXI[7]. Con todo, parece que la posición de la flota de Magallanes el 4 de febrero de 1521 estaba más de un grado más al sur. La isla Vostok, cuyo nombre nos recuerda una famosa nave espacial soviética, y sigue llevando una base rusa en la Antártida, es el nombre de uno de los barcos comandados por un marino alemán, Gottlieb von Bellinghausen, al servicio del zar de Rusia, que descubrió la isla en 1820. Es, como todas, un atolón coralino que apenas sobresale de las aguas, y tiene kilómetro y medio de diámetro; como sus congéneres, es rico en pesca y en aves marinas. Una dificultad presenta esta hipótesis: si Magallanes hubiera llegado a Vostok, no hubiera tenido más remedio que encontrarse poco más allá, al O. y ONO., con una de las zonas más ricas en islas de las Espóradas del Sur, estado de Kiribati, y no hubiera dejado de verlas: es absolutamente imposible que no se topase con ellas. Puesto que no las vio, parece que hemos de desechar la hipótesis de Vostok.
Lo más probable, y lo más conforme con el derrotero de Albo, que produce la impresión de ser el más fiable, es que la islita descubierta el 4 de febrero fue Flint, 190 km al oeste de Vostok, una isla en forma de barco, pero menos alargada que Caroline, de 4 × 0,8 km, y una altura máxima de solo ocho metros sobre el mar. Lleva el nombre de un pirata tan inexistente como conocido, porque es el «sanguinario monstruo del mar» que escondió su fabuloso botín en un isla también imaginaria, «La isla del Tesoro», en la novela de Robert Louis Stevenson que leyeron tres o cuatro generaciones de adolescentes en los siglos XIX y XX. La isla Flint fue descubierta por el honrado capitán Keen, y pertenece como todas al exótico estado de Kiribati. Abunda en pesca y en tiburones, pero es menos abordable todavía que las anteriores, de modo que es difícil de imaginar que nuestros navegantes pasasen bajo su frondosa vegetación tres días de asueto. Se limitaron a pescar desde las embarcaciones secundarias, que ya fue una suerte de recreo, aunque no sirvió de mucho. Al día siguiente, ya estaban a cincuenta leguas al noroeste. Fue otra mala casualidad que no vieran la isla Phoenix, la única que se pudieran topar desde allí; pero no tenemos la menor noticia de nuevos hallazgos. Otra vez el mar infinito, semanas y semanas, como si no existieran más tierras en el mundo. Tiene un poco de razón Pigafetta cuando comenta: «pienso que nadie más se atreverá nunca a cruzar este Océano». No fue buen profeta, porque la historia está tan llena de valientes aventureros como los que hicieron la travesía por primera vez; y los sucesores, en cuanto a sus hallazgos, tuvieron mejor suerte.
Penuria extrema y muerte
Pigafetta (y a su remolque, casi inevitablemente la mayor parte de los autores que relatan la odisea de Magallanes-Elcano) dedica las cuatro quintas partes de su relato sobre la travesía del Pacífico a contarnos las penalidades extremas a que los viajeros se vieron sometidos en aquellas singladuras interminables. Es un episodio profundamente humano al cual no tenemos más remedio que referirnos si queremos recordar la realidad viva y presente de aquellas jornadas, aunque es poco lo que por nuestra parte podamos añadir. Por otro lado —también es preciso tenerlo en cuenta— la travesía del Pacifico vino siempre acompañada, en los tiempos de la navegación a vela, desde el viaje casi inmediato de Loaysa-Elcano, pasando por el de Drake, hasta los de Cook y Bougainville en el siglo XVIII, de penalidades semejantes hasta que en el primer tercio del siglo XIX empezaron a aplicarse nuevas medidas que hicieron la tremenda travesía, si no mucho más rápida, al menos más llevadera.
Fernández de Navarrete, valiéndose de una fuente o de una interpretación de los hechos que no conocemos, nos dice que ya desde la altura de 25º Sur, es decir, desde poco después del paso frente a las costas de Chile, nuestros expedicionarios comenzaron a sufrir fuertes penurias, de suerte que tenían que beber agua hedionda y comer arroz cocido con agua salada, aparte de las privaciones inherentes a una disminución drástica de la ración de alimentos que les estaba permitido tomar. En este sentido, resulta una vez más inexplicable que Magallanes no se haya detenido siquiera unos pocos días en algún lugar de aquellas costas llenas de seguros y amables abrigos, para hacer provisión cuando menos de agua fresca y conseguir, por medio de la caza o del intercambio con los indígenas, nuevas provisiones. Pedro Mártir de Anglería, que trató de informarse cumplidamente de lo sucedido en aquel extraordinario viaje, relata que «la penuria de agua potable era tal, que habían de mezclarla con un tercio del líquido que orinaban» y «si alguno trataba de beberla en estas condiciones, tenía que cerrar los ojos y taparse las narices, tan asqueroso era su aspecto». La sed era una de las torturas mayores de aquellas jornadas interminables, agravada por las altas temperaturas del trópico, el sol implacable de los alisios y las aguas calientes de alta salinidad de la famosa «piscina» del Pacífico, que, por un avatar de los elementos climáticos de aquel año hubieron de soportar desde muy pronto.
Es Pigafetta, con su prosa expresiva, quien también desde los primeros momentos, antes de narrarnos otros aspectos de la travesía, recae en el tema de las penurias que los expedicionarios iban a sufrir —sobre todo— después. Recordemos cuando menos lo más fundamental: «Pasamos tres meses y veinte días sin probar alimento fresco. El bizcocho que comíamos ya no era pan, sino un polvo mezclado de gusanos que habían devorado toda su sustancia, y que además tenía un hedor insoportable por hallarse impregnado por orina de rata. El agua que nos veíamos obligados a beber estaba igualmente podrida y hedionda. Para no morirnos de hambre nos vimos todavía obligados a comer pedazos de cuero con que se había forrado la gran verga para evitar que la madera destruyera las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro, que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco; para comerlo lo poníamos luego sobre las brasas. A menudo estábamos reducidos a alimentarnos de serrín, y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre, habían llegado a ser un manjar tan delicado que se pagaba medio ducado por cada una…». El ducado era una moneda de oro que no estaba al alcance de todo el mundo. Es posible que el reportero Pigafetta, que siempre gusta de lo más sensacional y atractivo para el morbo de sus lectores, exagere un poco los aspectos extremos de la penuria que los expedicionarios hubieron de padecer durante aquellos ciento diez días de mar; pero el sufrimiento de aquellos hombres, por endurecidos que estuvieran por la exigente vida en medio del océano, ha de ser comprendido como una atroz tortura: y más si tomamos conciencia de que nadie sabía hasta cuándo aquella situación iba a durar.
El problema, aclarémoslo para los que han entendido otra cosa, era menos la falta de víveres que su mal estado. Llevaban carne o pescado, ciertamente, pero la materia orgánica estaba podrida y en la mayoría de los casos incomible. El hecho de que para conservar los alimentos no hubiera entonces otro medio que salarlos, aumentaba más el tormento de la sed. En otros mares, los tripulantes utilizaban el recurso de recoger el agua de la lluvia mediante velas tendidas en cubierta; pero en aquel viaje, bajo los alisios y las excepcionales condiciones climáticas a que estaban sometidos, no tenemos noticia de que haya llovido una sola vez. Muchos tripulantes enfermaron, no solo por la pésima alimentación, sino por deshidratación, el tifus o la disentería provocada por las ratas: o por la transmisión de las enfermedades previas de las ratas, tan propensas a contraer infecciones como a transmitirlas a los humanos. Pigafetta nos habla de diecinueve muertos y de más de treinta enfermos: en realidad la mayoría de las tripulaciones se encontraban en un deplorable estado físico. Entre los fallecidos figuró el gigante patagón que llevaban a bordo, que se había hecho especial amigo de Pigafetta, el cual pudo recoger un amplio vocabulario de la lengua de los tehuelches. Ambas partes se enriquecieron en sus respectivos conocimientos, porque el indígena podía entender y hablar lo fundamental del castellano. Sintiéndose morir, quiso hacerse cristiano y fue bautizado.
«Pero nuestra mayor desdicha —sigue diciendo Pigafetta— era vernos atacados de una enfermedad por la cual las encías se hinchaban al punto de sobrepasar los dientes de las mandíbulas superior e inferior; los atacados por ella no podían tomar ningún alimento». La enfermedad era apenas conocida hasta entonces, aunque ya la habían padecido algunos marineros portugueses en el viaje a la India, sobre todo cuando navegaban contra los vientos monzónicos y los días de mar se prolongaban. Esta enfermedad se llama escorbuto, y fue identificada bastante bien en 1752 por James Lind, que recomendó con éxito el uso de cítricos para combatirla. Hoy sabemos que el escorbuto es una forma de avitaminosis, concretamente la carencia de vitamina C, que se encuentra presente especialmente en frutos frescos, verduras y hortalizas, difíciles de conservar en una larga navegación. Su falta en el régimen alimenticio disminuye radicalmente el índice de coagulación, debilita los capilares y provoca hemorragias internas y externas. Las heridas no curan, se producen con facilidad hematomas por la menor causa, las encías se hacen sangrantes, surgen hemorragias nasales, púrpura en los pies, a veces en los músculos y órganos internos. Son frecuentes fenómenos de edema, fiebre, convulsiones, hasta coma. Los afectados por escorbuto pierden los ánimos, sufren depresión, se sienten incapaces de nada. En su nivel extremo, la enfermedad puede producir la muerte. Pigafetta menciona solo la hinchazón de encías, que era sin duda el síntoma más espectacular por la dificultad que comportaba de tomar alimentos; dice que procuraban curar el mal lavando la boca con agua del mar, por cierto sin grandes resultados; el resto de los síntomas podían ser atribuidos a otras enfermedades, y tal vez por eso no son mencionados. Eso sí, estaban casi todos agotados: por fortuna, los vientos constantes y moderados hacían innecesarias las maniobras más fatigosas.
Pigafetta se ufana de no haber sufrido la extraña enfermedad. Tampoco tenemos noticias de que la padecieran Magallanes, los capitanes y la mayor parte de los pilotos. Hay una pequeña explicación: los miembros importantes de la expedición comían carne de membrillo. Este pequeño lujo, aunque ellos no lo sabían, era un remedio eficaz para prevenir el escorbuto. Una vez llegados a Filipinas, escogieron una isla para reponerse. Muchos estaban enfermos y no podían más. Curaron todos en cosa de una semana como por ensalmo. Tampoco lo sabían, pero la salud la recuperaron no por el descanso, sino por los frutos frescos que pudieron tomar.
¿Por qué al Norte?
Desde el hallazgo de las pequeñas islas de San Pablo y los Tiburones, siguieron navegando hacia el noroeste o el oeste-noroeste, según los días, sin encontrar tierra alguna. Parece increíble que no dieran siquiera con las islas Marshall, tan coincidentes con su trayectoria, pero el viaje de Magallanes está lleno también de casualidades negativas. Entre el 12 y el 13 de febrero de aquel 1521 cruzaron el ecuador, a la altura del meridiano 165º o 168º oeste. Lo lógico, si querían llegar a las Molucas —y así estaba, por lo que sabemos, previsto en el plan—, era seguir el ecuador hacia el oeste, para dar directamente con su destino. Y, sin embargo, no lo hicieron: continuaron su rumbo entre NO y ONO. Desde un punto de vista técnico acertaron. En aquella época del año cazaron muy pronto los alisios del norte, y se ve que la velocidad de los navíos se duplicó por lo menos. Si continuaba operándose el fenómeno de El Niño, se libraron de él, y aprovecharon la deriva de la convergencia intertropical para librarse del cinturón de las calmas. No fue como en el Atlántico: ni un día de atosigante falta de viento, ni un día de tormenta. Ahora bien, por aquella derrota no hubieran llegado jamás a las Molucas: quizá hubieran tocado el norte de la isla de Luzón, en Filipinas, o en todo caso, después de larguísimo recorrido, la isla de Hainan, o la costa del sur de China, no muy lejos de donde ahora se encuentra Hong Kong.
Qué es lo que pretendía Magallanes con esta ruta es un misterio muy difícil de resolver. No podía pretender la llegada a las Molucas, ciertamente. Tampoco sabía, como hoy comprendemos mejor, buscar los vientos más favorables, aunque los encontrara por casualidad. Una explicación que no nos convence demasiado es la de que necesitaba abastecerse cuanto antes, y sabía que en las Molucas no podía hacerlo, porque «había recibido noticias» de que en las islas de la Especiería escaseaban los alimentos. Algunos autores que no hace falta mencionar recuerdan esta «noticia» de modo demasiado literal. ¿Cómo supo Magallanes que aquel año había sido fatal para las cosechas en Molucas? Ni que existieran comunicaciones por radio o por satélite. Hay quien ha caído en una lamentable confusión entre los fenómenos climatológicos que entonces se registraron y lo que sabía Magallanes de las Molucas, que databa de bastantes años antes, en la época de su correspondencia con Serrâo, que, efectivamente, le informó de que en las Molucas se producían muy malas cosechas. Pero si deseaba proveerse de víveres antes de rendir viaje, ¿a dónde quería ir? Una pista: al llegar a la latitud 12/13º, dejó de derivar al norte y tomó decididamente la ruta del oeste. Un camino que le llevaría a las islas Marianas y después a las Filipinas. Naturalmente que ni Magallanes ni nadie tenían la menor idea de la existencia de estas tierras. Pero Pigafetta, en una de sus digresiones, nos dice que su jefe quería llegar al cabo Gaticara. Se trata, qué duda cabe, del cabo o península de Cattigara, que en la geografía de Ptolomeo aparece como un paso fundamental entre la Sérica (China) y la India propiamente dicha. Los mapamundis renacentistas la representan una y otra vez, sin saber muy bien dónde está. Es preciso repetirlo: ¡cómo engañan estos mapas supuestamente obra de sabios a los verdaderos navegantes! Colón se volvió loco buscando Cattigara en América Central. Magallanes, mejor orientado, lo buscó al final del Pacífico, a 13º Norte. Se aseguró que esta península o cabo famoso era la punta sur de Malaca; hoy se piensa que es la punta sur de Indochina o Vietnam, situada a 9º 30´ N. No iba del todo desencaminado, aunque nunca encontró aquel lugar famoso en los mapas, ni falta que le hizo. Encontró las Marianas y las Filipinas.
Pigafetta, en otro inciso todavía más extraño, habla de que estaban navegando muy cerca de Cipango (Japón) y Sumbdit-Pradit, una isla que pudiera ser Hainan o Formosa, que algunos geógrafos situaban también por aquella zona del mundo: qué mal conocían los supuestos expertos europeos los parajes a donde aún no habían llegado los portugueses. Evidentemente, el capitán de la flota no estaba buscando la Molucas, sino otra cosa. Fernández Vial, advierte que con ello estaba incumpliendo las instrucciones concretas de Carlos I. ¿Es que pretendía descubrir o tomar posesión por su cuenta de tierras legendarias? ¿Es que no tenía una idea clara de dónde se encontraban las Molucas? ¡Pero si se lo había dicho Francisco Serrano desde las mismas islas de las Especias, y el propio Magallanes había declarado al joven monarca español que se encontraban «sobre la línea equinoccial»! No sabemos de dónde toma Bergreen la información de que Magallanes tiró por la borda el mapa que llevaba al comprobar que las cosas no estaban en su sitio. El hecho no parece ser cierto, sí lo es el desconcierto del jefe de la expedición. La explicación que puede absolverle es la de que Magallanes quería orientarse, llegar a un lugar de gentes cultas y enteradas, como podían ser China o Japón, o tierras cercanas a ellas, donde pudiesen informarle con seguridad. El gran navegante no tenía ni podía tener la menor idea del océano Pacífico ni de sus descomunales dimensiones. Ni tampoco, por lo visto, conocía muy bien la latitud de China o de Japón. El descubrimiento, que lo fue, del mayor océano del mundo, vino a echar por tierra todos sus cálculos. Podía estar buscando referencias seguras. Tal vez no sabremos nunca con exactitud lo que pretendía Magallanes 1500 kilómetros al norte de las Molucas. Por desgracia para él y para la historia se llevó el secreto a la tumba.
Los ladrones
La navegación siguió su rumbo, siempre hacia poniente a primeros de marzo. Era ya difícil precisar hasta cuándo aquellos marineros enfermos y agotados podrían resistir. También es difícil adivinar si el descontento contra Magallanes, aquel capitán que parecía llevarles a ninguna parte, cundió entre ellos. No tenía sentido sublevarse como en el Puerto de San Julián o como cuando la deserción de la San Antonio. Entonces existían alternativas, se sabía a dónde se podía ir. Ahora no tenía sentido protestar o exigir, cuando nadie sabía exactamente dónde se encontraba ni qué rumbo era el más conveniente. Quizá lo mejor era continuar hacia donde les empujaba el viento, y el viento soplaba justamente de levante: iban en popa y a buen andar, a cosa de cincuenta o sesenta leguas por jornada. ¿Habían perdido las últimas esperanzas? Si hubieran lanzado la sonda al azar, para tantear la posible cercanía de alguna tierra, el plomo no hubiera encontrado fondo por brazas y más brazas que añadieran. Estaban justamente por aquellos días navegando por encima de la fosa Challenger, la más profunda del mundo, 11 050 metros por debajo del nivel del mar. Un violento proceso de subducción en aquella zona tan activa en el «cinturón de Fuego del Pacífico» ha abierto ese espantoso abismo. Sin duda fue una suerte para nuestros intrépidos pero desanimados navegantes que no conociesen la profundidad de aquellas aguas. Diríase que estaban más lejos que nunca de cualquier tierra conocida o por conocer.
Pero la geografía de los mares es tan desconcertante como la de las tierras. Muy cerca de la fosa se encuentra una cordillera submarina que emerge en quince puntos distintos sobre las aguas en forma de islas volcánicas. En la madrugada del 6 de marzo de 1521, los vigías de la flota vieron dos, luego tres montañas que parecían romper a lo lejos el horizonte marino. ¡Tierra al fin!, y no tierra baja, como la de las dos diminutas islas Infortunadas que habían encontrado en el camino, sino tierra sólida y montañosa. Es fácil adivinar la alegría inmensa de aquellos hombres que ya desesperaban de toparse con costa alguna en lo que les quedase de vida, una vida que por cierto ya no hubiera podido prolongarse mucho. Tierra: «con esta súbita palabra todos se alegraron tanto que al que menos señales de alegría mostraba le tendrían por loco». Son las palabras más expresivas que escribió en su sobrio derrotero Francisco Albo. Eran dos islas, una mayor que otra. Estaban más cerca de la pequeña, pero al fin decidieron abordar la mayor, más al norte. Eran las islas Rota y Guam, esta última la más extensa del archipiélago de las Marianas, de forma muy alargada, de 45 kilómetros de longitud, con una anchura de 5 a 10.
Tierra y hombres. Eran los primeros hombres que veían desde sus contactos con los patagones, siete meses antes. Extraño encuentro entre dos culturas tan distintas que merecería un serio estudio por parte de algún antropólogo. Aquellos indígenas estaban desnudos y tenían largos cabellos que se ataban sobre la frente, y muchos de ellos largas barbas; llevaban sus dientes teñidos de rojo. Otros pueblos habían manifestado ante los europeos y sus enormes navíos admiración, miedo y hasta una sumisión sacral, como ante seres venidos del cielo. Aquellos hombres no recibieron a los recién llegados, sino que fueron ellos los que se acercaron sin miedo con sus innumerables piraguas con balancines, treparon por los costados o las anclas de los navíos, entraron por todas partes, se mostraron incontrolables y se llevaron todo lo que pudieron, cuerdas, herramientas, armas, vajillas, anclotes y hasta el esquife de la Concepción. Unos arcabuzazos les detuvieron por momentos, pero pronto reanudaron su labor de saqueo.
Los españoles, asombrados al principio, se organizaron y lograron expulsarles, unas veces con lucha, otras simplemente empujándoles a las canoas. El comportamiento de los indígenas fue para los marineros inexplicable. Por los relatos, se deduce que por su parte los isleños ofrecieron cocos y pescado, como si se tratase de una transacción en que se trocaba una cosa por otra. Una frase de Pigafetta: «no conocen ley alguna, no hay entre ellos rey ni jefe», ha dejado entender a algunos intérpretes de hoy, tal Bergreen, que los isleños practicaban el comunismo, o más bien que eran unos perfectos anarquistas, y no tenían sentido alguno de la propiedad. No robaban, sino que se quedaban con lo que era tanto de ellos como de los navegantes. Y, muy probablemente, no poseían una clara noción del valor de las cosas, como tampoco la tenían aquellos que trocaban oro por cascabeles o trocitos de espejos. Es muy difícil penetrar en el orden de valores de aquellos naturales, como tampoco sabemos si estaban dispuestos a apoderarse unos de las cabañas de otros, de sus mujeres e hijos, sin protesta de los perjudicados. Tenemos derecho a suponer, solo a suponer, que entre ellos no hubieran tolerado semejantes desmanes. Sabemos que vivían en cabañas de madera sin labrar, cubiertas de paja u hojas de palma.
Si su comportamiento pudiera tener, al menos a ojos de los viajeros, un algo de desvergonzado, una disposición que en todo su recorrido por el mundo entero no habían encontrado ni volverían a encontrar, la actitud de Magallanes no fue menos dura e impositiva: desembarcó en la isla con 44 hombres, mató a siete indígenas e incendió cuarenta o cincuenta casas. Recuperó casi todo lo robado, incluido el bote de la Concepción. Esta vez los isleños mostraron una actitud hostil, sin causar apenas daño, pues estaban armados de palos con un hueso en la punta, que, además, según parece, empleaban no para combatir —quizá desconocían la guerra—, sino para pescar. Los expedicionarios desembarcaron en otro lugar protegido, y recogieron cocos y frutos diversos: remedio milagroso, porque muchos sanaron en pocos días del escorbuto. Pronto fueron descubiertos por los indígenas, que venían en sus ágiles piraguas, y los desembarcados decidieron marcharse cuanto antes. Cuando las naves zarpaban, los isleños les persiguieron, y esta vez se habían provisto de piedras, que lanzaban sobre los barcos, al mismo tiempo que ofrecían nuevas viandas. Nunca supieron los expedicionarios si realmente podían hacer o no buenas migas con ellos. Llamaron a aquel archipiélago de no muy buenos recuerdos, Islas de los Ladrones.
Luego, en el siglo XVII, tomaron el nombre de islas Marianas, en nombre de la reina Mariana de Austria, esposa de Felipe IV. Fueron españolas hasta 1899, y hoy conservan una extraña, pero al parecer fructífera combinación de aquellas dos culturas que tan mal se entendieron en 1521. Los nativos son en su mayoría católicos, hablan el chamorro, una lengua que es peregrina combinación del castellano y el habla indígena, mantienen antiguas canciones españolas, y, al parecer poco partidarios de la propiedad privada, organizan su economía por medio de cooperativas.