LA EMOCIÓN SUPREMA: ENTRE DOS OCÉANOS

El estrecho de Magallanes es uno de los accidentes más famosos del mundo, y lleva con todo merecimiento el nombre de su descubridor. Une los dos océanos más grandes del planeta, el Atlántico y el Pacífico, y ha sido surcado durante los últimos quinientos años por barcos de todas las nacionalidades. Su papel geopolítico y geohistórico —es el único estrecho que une dos océanos y permite pasar de una parte del mundo a otra muy distinta— le ha conferido un significado excepcional. Es cierto que después de la construcción del canal de Panamá, a comienzos del siglo XX, ha perdido una parte de su papel, evitando un largo rodeo por América del Sur, hasta latitudes peligrosas, prolongadas por las tierras más australes de los cinco continentes. Un famoso militar experto mundial en cuestiones de geopolítica, que luego, por determinadas circunstancias históricas, tuvo la desgracia de convertirse en dictador de Chile, Augusto Pinochet, realizó un trabajo muy reconocido sobre la modificación de las líneas de fuerza del mundo que significó la construcción de dos canales interoceánicos, el de Suez y el de Panamá, que permiten navegar de Londres a Bombay o a Hong Kong, o de Nueva York a San Francisco o a Tokio sin necesidad de atravesar el ecuador. Estos canales desempeñaron una modificación inmensa en las rutas mundiales disminuyeron drásticamente la necesidad de grandes puertos sureños (Ciudad del Cabo, Durban, Buenos Aires, Valparaíso), capaces de mantener estas rutas ahora ya casi innecesarias: en definitiva vinieron a consagrar para siempre la superioridad del hemisferio Norte sobre el Sur, y hasta si se quiere esa desigualdad Norte-Sur de que tanto se ha hablado con respecto a la geopolítica y a la economía de las partes del mundo. Con todo, la importancia del Estrecho de Magallanes aún se mantiene en parte, si bien muy disminuida —proporcionalmente— con referencia a lo que era hasta hace cien años.

Por otro lado, el Estrecho de Magallanes es lo más opuesto a lo que vulgarmente se entiende por un estrecho. No se parece a formaciones tan categóricas como el Paso de Calais, el Estrecho de Gibraltar, los Dardanelos, el canal de Mesina, el estrecho de Bab el Mandeb o el de Malaca. El de Magallanes es un dédalo de islas e islotes muy cerca de la punta del cono sur americano, que obliga a vueltas y revueltas, pasos difíciles, que tiene cientos de salidas válidas o falsas, que marcha en direcciones opuestas, y en el cual es facilísimo perderse, incluso en tiempos modernos, si no se dispone de detalladas cartas náuticas. Es un verdadero laberinto interminable, puesto que se extiende a lo largo de 565 kilómetros. Y es un verdadero milagro que Magallanes supiera encontrar la salida hasta el otro mar que ansiosamente buscaba. Por otra parte, no lo olvidemos tampoco, es un estrecho relativamente inútil, puesto que apenas ciento cincuenta millas al sur se encuentra el cabo de Hornos, abierto limpiamente a los dos océanos, sin estrecho alguno y sin otro peligro que los frecuentes temporales de poniente. Los barcos pequeños y los turísticos suelen preferir el complicado y revuelto trayecto por el estrecho de Magallanes; los grandes y seguros prefieren el más expedito del cabo de Hornos.

El cabo de Hornos fue descubierto por un español, Francisco de Hoces, solo cinco años después de la expedición de Magallanes. Hoces formaba parte de la flota dirigida por García Jofre de Loaysa, que pretendía repetir la ruta descubierta por el portugués y conquistar las Molucas definitivamente para España. En esa flota figuraban varios héroes de la primera vuelta al mundo, entre ellos Juan Sebastián Elcano. El barco de Hoces se desvió demasiado al sur, y sin querer descubrió el imponente cabo rocoso, que, en forma de escudo invertido, señala el fin de América y la confluencia del Atlántico con el Pacífico. Sin embargo, el nombre se lo puso un capitán holandés, que un siglo más tarde, en 1616, exploró la zona con dos barcos, uno de ellos el Hoorn, que por cierto naufragó en aquella costa, y en su honor se bautizó el lugar como Kaap Hoorn. Los que hablamos español —entre los que se incluyen los habitantes de aquellas remotas regiones— llamamos a esa roca cabo de Hornos.

La travesía de Magallanes

Francisco Albo escribe en su derrotero: «el 21 de octubre vimos una bahía abierta, que tiene a la entrada, a mano derecha una punta de arena muy larga, y el cabo que vimos antes de esta punta se llama el cabo de las Once Mil Vírgenes». Son sin duda la punta Dungeness, y el hoy todavía llamado Cabo Vírgenes. La punta es, efectivamente arenosa, y conviene no acercarse a ella, para evitar el peligro de encallar; el cabo es un poco más rocoso, aunque sigue siendo propio de una costa baja. La fiesta de santa Úrsula se celebra efectivamente, el 21 de octubre, y confirma la fecha del descubrimiento[4]. Sin embargo, no deja de ofrecer dudas otro hecho: los expedicionarios no se introdujeron en la bahía que se abre a continuación del cabo Vírgenes hasta el 1.º de noviembre, y por eso la bautizaron como Bahía de Todos los Santos. O bien los vientos contrarios impidieron penetrar en el interior durante varios días, o bien Magallanes, desengañado de tantas bahías inútiles, quiso seguir navegando hacia el sur, en busca de mar abierto. De perseverar en esa dirección hubiera llegado al Pacífico sin necesidad de atravesar ningún estrecho; pero al fin decidió volver sobre sus pasos. Tal vez el tiempo tendía a empeorar. Y por lo que sucedió pocos días después, más valió así.

La bahía de Todos los Santos, llamada hoy Bahía Posesión, es un ancho golfo de tierras bajas, como casi toda la Patagonia atlántica. Tiene una boca, entre el cabo Vírgenes, punta Dungeness, y el cabo Espíritu Santo, de unos 50 kilómetros de ancho, y una longitud de aproximadamente 90. Como la tierra es baja, desde una orilla no se distingue la otra, pero Magallanes ya sabía que se trataba de una bahía. ¿Cómo tantas otras sin salida que había encontrado en el camino? Con prudencia, tal vez con la perspectiva de un cambio de tiempo, destacó a la San Antonio y la Concepción para que exploraran toda la costa de la bahía, mientras él esperaba cerca de la entrada con la Concepción y la Victoria.

Transcurrieron tres días sin noticias. Entretanto, como ya temía, se desató una tempestad, y se vio obligado a temporizar frente a un mar desatado. ¿Qué sería de las naos exploradoras? La espera se hacía cada vez más interminable. ¡La bahía podía recorrerse en un día, y sin embargo la San Antonio y la Concepción no regresaban! Si se habían perdido con la tormenta, la expedición habría fracasado definitivamente. Cien muertos más y dos barcos menos; Magallanes sentía motivos para maldecir aquella bahía de costas bajas y bancos de arena. Cuando mejoró el tiempo, pudo ver un pequeño monte en la orilla opuesta, parecido al que habían divisado en la costa de los charrúas once meses antes. Quizá por eso se llamó Cerro Sombrero. Por lo demás, nada. Cuánto tiempo perdido en búsquedas inútiles y en esperas llenas de ingratos incidentes. El ánimo de Magallanes, y sin duda más aún el de muchos de sus compañeros, estaba a punto del desfallecimiento total.

Cuando ya casi habían perdido la esperanza de ver a las dos naves exploradoras, «las vimos venir hacia nosotros, a toda vela y con los pabellones desplegados […] tirando bombardazos». Aquellas señales eran indicio de noticias venturosas. Y las había, en efecto. La San Antonio y la Concepción habían encontrado al final de la bahía un paso estrecho, de tan poco fondo hasta el punto de que, según Albo hubieron de buscar calado navegable arrimándose a una de las dos orillas treinta o cuarenta brazas. Pero se podía navegar por aquel estrecho, ancho de dos o tres kilómetros y largo de unos quince. Y al cabo encontraron una segunda bahía, algo menor que la primera: es la Bahía Felipe, o San Felipe, de unos quince kilómetros de longitud, de costa tan baja y arenosa como la anterior; la orilla norte se prolonga casi en línea recta, mientras que la del sur se abre en un amplio seno, pero no es por allí donde se abre una salida. En tanto, se desató la tempestad que de tal modo había inquietado a Magallanes, pero que para aquellos pioneros fue una inmensa fortuna, porque las aguas les arrastraron justamente a un nuevo paso. Otra vez un estrecho, en esta ocasión menos angosto que el anterior, y bastante fácil de atravesar, sin otro estorbo que algunas pequeñas islas bajas que esquivaron con facilidad. Y al fin desembocaron en un mar amplio cuyas orillas se separaban a un lado y otro, y que podía ser muy bien el mar que buscaban, más allá del Nuevo Mundo. Jubilosos, dieron la vuelta, atravesaron los dos estrechos y las dos bahías, y vinieron a dar la nueva a Magallanes y los suyos.

Hoy conocemos bien aquella zona del mundo: Bahía Posesión, Primera Angostura, Bahía Felipe, Segunda Angostura y el pequeño mar interior de Bahía Ancha. Hace diez mil años, aquellas bahías eran otros tantos lagos. Luego, la deglaciación del Holoceno, que hizo subir el nivel de las aguas las convirtió en bahías comunicadas con el mar, y unidas entre sí por aquellos estrechos o angosturas. Son juegos de la geografía. Justo en aquella costa baja, pródiga hasta entonces en bahías amplias y sin salida, se opera aquella curiosa combinación de antiguos lagos unidos entre sí por estrechos. Todo es extraño, una continua casualidad de accidentes enlazados que parecen sin comunicación, y es preciso buscarla con paciencia y esfuerzo. Así comienza, desde su embocadura atlántica, el Estrecho de Magallanes, ese conjunto de laberintos y problemas que cuando menos se piensa acaban teniendo solución. Las cuatro naves llegaron al fondo de Bahía Posesión, allí encontraron el estrecho casi cerrado por Punta Delgada pero que, navegando por su zona profunda lleva a la segunda Bahía, San Felipe, y al final de ella vieron claramente el segundo estrecho o Segunda Angostura, que parece que está cerrada por la isla Isabel, pero realmente no lo está. Todo este complicado jugueteo de mares y tierras se encuentra entre el continente americano y la Isla Grande de la Tierra del Fuego, repartida hoy entre Argentina y Chile. Nuestros navegantes no sabían nada de territorios, ni podían saberlo. Lo único que les interesaba y que llenaba su corazón de esperanzas y temores era saber si habían llegado al fin al mar abierto. Si era así, la primera parte del plan de la expedición —encontrar un mar más allá del Nuevo Mundo— había sido coronada con éxito. «Y si no fuera por el capitán general —comenta Pigafetta, admirado como siempre de su jefe— nunca habríamos navegado aquel estrecho, porque pensábamos y todos decíamos que todo se nos cerraba alrededor». El mérito no era solo de la indomable tenacidad de Magallanes, sino de la habilidad de los pilotos de la San Antonio y la Concepción, que habían sabido encontrar las dos «angosturas» por donde nadie hubiera imaginado que había salida. Ahora se encontraban al fin en una mar ancha, aunque en aquel momento tranquila. ¿Había terminado la aventura?

No tardó en surgir la decepción. Navegadas unas cuantas millas más por aquel mar abierto, pudieron distinguir una costa que se extendía largamente de norte a sur. Era la península de Brunschwig, la última prolongación hacia el Austro del continente americano. De nuevo una barrera implacable que impedía el paso hacia el oeste; y una costa baja, como todas las que habían visto hasta el momento en la travesía de aquel complicado estrecho. En aquella costa se alza ahora la ciudad de Punta Arenas —el nombre ya da idea de la naturaleza del litoral—, que fue durante muchos años el punto de escala y apoyo de los trasatlánticos y barcos que atravesaban el Estrecho. Hoy, después de la construcción del canal de Panamá, ha perdido parte de su importancia, pero sigue siendo una bella ciudad de más de cien mil habitantes, la más austral del continente americano —la más austral de América y del mundo, Ushuaia, está en una isla—; aún hoy Punta Arenas es centro turístico de primer orden, de donde salen cruceros para quienes se atreven a conocer las bellezas de aquellos parajes. La península Brunschwig, en el lugar en que la abordaron nuestros exploradores, es todavía una costa baja y sin grandes alicientes: pero tenía ya entonces un atractivo muy superior a lo que habían visto desde el puerto de San Julián, el de Santa Cruz, las bahías Posesión o San Felipe y las traviesas «angosturas»: era una tierra verde, cubierta en buena parte de prado, en la cual crecían árboles frondosos. Otro paisaje, mucho más atractivo, comenzaba a ofrecérseles y progresivamente más montañoso. ¿Era, sin embargo, aquella nueva costa un obstáculo infranqueable? El paso estaba cerrado hacia el oeste, pero ampliamente abierto hacia el sur: ¡Aún cabía la posibilidad de que fuera un mar abierto!

Siguieron navegando hacia el austro, por más que no pareciera la dirección más deseable. Qué peligros entrañaba acercarse todavía más al polo. Hasta que ante ellos se alzó la silueta imponente y triangular de la isla Dawson. Estaba perfectamente claro que aún no habían llegado al mar abierto, pero siempre cabía mantener esperanzas. El promontorio de la isla dejaba dos pasos que se abrían, uno hacia el sureste y otro hacia el suroeste. Uno de los dos —o quién sabe si los dos— podía tener salida. Magallanes decidió dividir su flota. Con el mismo criterio que antes, la San Antonio y la Concepción irían a explorar el paso del sureste, y la Concepción y la Victoria se meterían por el del suroeste, que era sin duda el más prometedor. Tal vez Magallanes quería reservarse la mejor parte. Al cabo de una semana o diez días, las dos pequeñas escuadrillas volverían a reunirse en el mismo lugar y se comunicarían lo que hubieran hallado. La aventura continuaba.

La defección de la San Antonio

Ignoramos por qué Magallanes seleccionó las mismas naves para la exploración de las salidas hacia el sureste: la San Antonio —la mayor y no precisamente la más rápida—, y la Concepción. Quizá pensó que la San Antonio, mandada por Mesquita, podía vigilar cualquier travesura de la otra. Él se quedó con la Concepción y la Victoria, para explorar el paso del suroeste, el que ofrecía mayores posibilidades, aunque todas las sorpresas podían esperarse de aquella geografía llena de caprichos. En un principio parece que aguardó un poco a recibir noticias; al cabo de dos o tres días, y al no tenerlas, se adentró en lo que hoy es el Paso Froward, entre la península de Brunschwig y la isla Aracena. El paso era amplio y prometedor. Hacia el sur empezaban a verse montañas nevadas y profundos fiordos que recordaban a los mares polares. Tal vez llegaron ya entonces a un estuario que llamaron río de las Sardinas, por la gran cantidad de peces que vieron. Se detuvieron un tiempo, y luego regresaron al lugar de la cita. Podía haber salida: algo, no sabemos qué, permitía adivinarlo. Entretanto, la Concepción y la San Antonio realizaban su exploración por el otro camino. Pronto descubrieron que este otro camino se duplicaba a su vez: una escotadura ancha a la izquierda, y a la derecha otra más estrecha, pero más profunda. La Concepción fue por la ancha y la San Antonio por la que ofrecía aguas más hondas. La exploración de la primera bahía resultó un fracaso. La Concepción recorrió cerca de un centenar de kilómetros, hasta comprobar que la tierra se cerraba por un lado y otro hasta formar al fondo una suave playa. No había salida por ninguna parte. Todavía hoy se la sigue llamando Bahía Inútil. Los tripulantes regresaron al punto de cita un poco desalentados. Allí no había nadie; ni la San Antonio ni los dos barcos de Magallanes habían regresado. Al fin encontraron una cruz plantada por los de la Concepción, y una nota en que se daban pistas sobre la ruta del oeste, y la Concepción logró unirse con los otros dos barcos que venían del río de las Sardinas. Entretanto, la San Antonio navegaba por un paso que se había hecho bastante ancho y francamente largo, el estrecho Whiteside, con altas montañas nevadas a un lado y a otro. Iba hacia el sudeste, indudablemente en mala dirección, pero quién sabe si conducía a alguna salida útil. Luego se metió entre un dédalo de islas rocosas, entre las cuales el paso más factible era el hoy llamado canal del Almirante, o del Almirantazgo. No sabemos hasta dónde llegó la San Antonio. El estrecho brazo de mar se encaminaba derechamente al este, justo la dirección que llevaba al Atlántico. No tenía sentido volver al punto de partida. Tal vez acabaron comprobando que el canal del Almirantazgo se cierra completamente, tal vez no; ni hacía falta.

La San Antonio regresó sin muchos ánimos a la zona de la Bahía Ancha, frente a la península Brunschwig. Allí no había nadie: Magallanes aún no había regresado del río de las Sardinas y la Concepción había ido a su encuentro. Al menos eso es lo que se nos cuenta. Se nos dice también —siempre por parte de los de la San Antonio— que estuvieron navegando cuatro o cinco días por los contornos, y al no encontrar a ninguna de las naos, decidieron volver a España. Los hechos son evidentemente más complejos. Pigafetta nos relata que, llegados al Estrecho, posiblemente a la zona abierta de Bahía Ancha, que pensaban ser mar abierta, el piloto de la San Antonio, Esteban Gómez[5] había discutido con Magallanes sobre la conveniencia de regresar a España. Allí se daría cuenta del descubrimiento del Estrecho, y solo entonces podría organizarse en forma una expedición capaz de llegar a las islas de la Especiería. Se basaba en el texto de las instrucciones de Carlos I: «Cuando a Dios pluguiere que tengáis descubiertas algunas islas o tierras que a vos parecieren cosa de que se debe hacer mucho caso…», el capitán habría de «destacar uno o dos navíos» que fueran a dar la noticia a España. ¿Acaso no era el descubrimiento del Estrecho una noticia sensacional? Magallanes se negó terminantemente a la propuesta. Y es Pigafetta el que nos cuenta la firmeza del capitán general: «aunque tuviera que comer los cueros de los mástiles, había de pasar adelante y descubrir lo que había prometido al Rey». Es claramente una profecía del pasado, intercalada por Pigafetta cuando conocía las penalidades que iban a sufrir los expedicionarios en el Pacífico y lo que habrían de comer. Pero la disputa entre Magallanes y Gómez es cierta, y pudo resultar desabrida. También es cierto otro hecho que nos cuenta el mismo Pigafetta: Esteban Gómez odiaba a Magallanes porque «había pedido, y estaba a punto de conseguir permiso para hacer una expedición descubridora de nuevas tierras, al mando de unas carabelas». Parece que lo que estaba gestionando Gómez era justamente lo mismo: la búsqueda de un paso a través de América para llegar al mar que debía estar más allá. La llegada de Magallanes y el entusiasmo que supo despertar en el monarca había echado por tierra el proyecto de Esteban Gómez, y a este no le cupo otro recurso que enrolarse en la armada magallánica como simple piloto.

Hasta aquí los hechos explicativos. No parece que Magallanes desconfiara gravemente de Gómez, y menos de la nao San Antonio, donde contaba con varios de sus mejores amigos, incluido el fiel Álvaro de Mesquita, que era su capitán. Y sin embargo, parece que después de la infructuosa exploración del estrecho Whiteside y el canal del Almirantazgo, se impuso el criterio de Gómez. Consta, aunque no conocemos los hechos con precisión, que se discutió airadamente a bordo de la San Antonio, y hasta se llegó a las manos, con el resultado de dos heridos; pero al fin se impuso la idea de regresar a España. Mesquita fue preso, y Jerónimo Guerra, uno de los más cualificados entre los rebeldes, tomó el mando de la nave. Naturalmente, Esteban Gómez, al que tal vez no le convenía significarse demasiado, mantuvo el cargo de piloto, pero fue quien de hecho señaló el rumbo de la nave. Volverse a España por el Atlántico tendría la ventaja que supone adelantarse a los acontecimientos, dando cuenta antes que nadie del gran descubrimiento del Estrecho, y de paso poder acusar a Magallanes como traidor a las instrucciones reales y por haber impuesto despóticamente su autoridad. La deserción era, qué duda cabe, una traición —quizá no tanto un acto de cobardía—; pero podía cohonestarse alegando la infidelidad de Magallanes al rey, su locura al condenar al veedor Cartagena, al no consultar a los demás capitanes, e intentar llevar adelante una navegación con tres barcos estropeados y faltos de víveres, que probablemente habían naufragado ya, si no estaban a punto de hacerlo. El mismo hecho de que la San Antonio hubiese esperado largo tiempo a los demás en el lugar de la cita, sin que apareciesen los barcos, solo se podía explicar suponiendo que el orgullo del portugués los había llevado a estrellarse en los escollos. La idea general, varias veces expuesta en el proceso que iba a seguirse, era la de que Magallanes había traicionado a aquellos buenos españoles y «los llevaba a perderlos». Esteban Gómez esperaba que el rey le confiaría el mando de una nueva y mejor pensada expedición, capaz de llevar a buen término los fines para los que se la había concebido.

Sea cual fuere el juicio —para casi todos los historiadores desfavorable—, los argumentos de los rebeldes se fundaban en medias verdades, y las denuncias que preparaban podían tener su efecto. Esteban Gómez, sea cual haya sido su comportamiento en aquella deserción, mostró ser un extraordinario piloto. Llevó la San Antonio desde las cercanías del círculo polar austral, pasando por el ecuador, hasta las costas españolas en una navegación de seis meses, sin perder un solo hombre. En el Puerto de San Julián buscó al abandonado Juan de Cartagena: ¡qué triunfo si hubiese podido llevarlo a España y contar con su influyente testimonio! Hay versiones que aseguran que repatriaron al hidalgo y al clérigo Sánchez de Reina. No es cierto: en 1522, tras el regreso de Elcano y sus diecisiete compañeros supervivientes, consta que el arzobispo Fonseca intentó organizar una expedición para rescatar a Cartagena. Los de la San Antonio buscaron en la isla Justicia, pero no encontraron a los confinados, ni sus huesos. Tal vez el hidalgo y el sacerdote escaparon de la isla, se establecieron en tierra y cayeron en manos de los indígenas, ya muy enfadados con aquellos navegantes blancos pequeños y orgullosos. Nunca más se supo de ellos. Semanas más tarde, los de la San Antonio encontraron unas islas, que difícilmente pueden ser otras que las Malvinas; a las que se dio el nombre de islas de San Antón, por lo que cabe inferir que llegaron a ellas el 17 de enero de 1521; pocas veces se les ha atribuido la gloria de ser sus descubridores. Atravesaron el Atlántico aprovechando bien el giro de los vientos, y en marzo llegaron a Guinea, donde se reabastecieron. Allí esperaron el momento favorable, aunque tuvieron que remontar los alisios. El 6 de mayo de 1521, la San Antonio y sus 55 tripulantes sanos y salvos llegaron a Sanlúcar de Barrameda. Durante año y medio se los tuvo por los únicos supervivientes de la expedición de Magallanes.

En la instrucción que siguió, se creyó en líneas generales su testimonio, se reconoció su comportamiento a Jerónimo Guerra y Esteban Gómez, se mantuvo en prisión a Mesquita. Magallanes, a quien se juzgaba muerto —y había muerto, efectivamente, en Filipinas, un mes antes de la llegada de los de la San Antonio—, fue juzgado en rebeldía como traidor al mandato del rey, y hasta se retiró la pensión que disfrutaba su viuda. Esteban Gómez logró al fin el mando de una flota destinada a descubrir el Estrecho por el Norte. Zarpó en septiembre de 1524, costeó Canadá mientras pudo, y encontró la desembocadura del San Lorenzo. Después de una invernada superada más o menos felizmente, exploró toda la costa de lo que hoy son los Estados Unidos, deteniéndose en varios puntos notables, entre ellos el que hoy forma el puerto de Nueva York. Al Hudson le dio el nombre de río de San Antonio, y luego siguió hasta terminar la costa de Florida. Apenas hace falta decir que no encontró estrecho alguno, pero fue el primer navegante que siguió toda la costa de Norteamérica. Con independencia del juicio que nos merezca su comportamiento, no cabe duda de que fue uno de los mejores marinos de su tiempo.

La odisea final del Estrecho

Volvamos a nuestra historia. Magallanes, inquieto por la suerte de la San Antonio, regresó una vez más a la punta de la península Brunschwig, allí donde había colocado una gran cruz, visible desde larga distancia. Esperó en vano. Al fin dejó, con una marca en tierra, una olla con indicaciones y una carta, señalando la ruta hasta el río de las Sardinas, y dejando instrucciones para Álvaro de Mesquita. Al fin reemprendió camino hacia el oeste. Se le vio contristado como nunca por la pérdida del mayor de sus navíos, su tripulación más numerosa, y también, cómo no, por el hecho de que la San Antonio guardaba la mayor parte de las provisiones. Pero su preocupación tenía más alcance, y tal vez este matiz es el que ha sido menos resaltado por la historia. Magallanes era hombre de una intuición extraordinaria. Adivinó que la San Antonio no se había extraviado, sino que la tripulación se había levantado contra Mesquita, y en aquellos momentos navegaba por el Atlántico en demanda de España. ¿Qué iban a contar Esteban Gómez y sus amigos al llegar? Nada bueno, sin duda. Podían acusarle, podían calumniarle y sembrar su perdición. Él conseguiría tal vez llegar al Maluco y descubrir nuevas tierras para el Rey, pero podía haber caído en desgracia. Se le juzgaría, quizás todos sus denodados esfuerzos y sus descubrimientos quedarían sin premio, si no se le imponía un castigo vergonzoso. Ginés de Mafra, que no es un buen psicólogo, sí un buen conocedor de los mares, no pudo menos de notar algo raro: cuando atravesaban el segundo tramo del Estrecho: «Aquí estaba Magallanes muy pensativo, a ratos alegre, a ratos triste, parece que algo imaginaba…». Su zozobra es tal vez la única explicación de su comportamiento por aquellos días. Esta vez sí que recabó consejo de los demás capitanes y pilotos, con una humildad que tuvo que sorprender a todos. «Hago saber —decía en su convocatoria— como tengo entendido que a vos conviene, si os parece que es cosa grave […] ir adelante […]. Y como yo soy hombre que nunca desechó el parecer de ninguno [!!!], os ruego y encomiendo me deis vuestros pareceres, declarando por qué debemos de ir adelante, o volvernos […]». Jamás se vio a Magallanes tan dubitativo y esclavo del parecer de sus subordinados. Tal vez se sentía presa de una fuerte depresión. La inseguridad le atenazaba. ¿No sería quizá preferible sacrificarlo todo y regresar cuanto antes para defenderse de las casi seguras acusaciones de Esteban Gómez y los suyos? Y curiosamente, cuando se adivina la intención de Magallanes de desistir de su empeño y dar marcha atrás, son ahora sus capitanes y pilotos los que muestran su desacuerdo y le instan, le animan a seguir adelante. La opinión que acabó prevaleciendo fue la muy prudente del más científico de los pilotos, Andrés de San Martín. Nada de seguir hacia el sur, hasta latitudes como la de 75º, que Magallanes había propuesto semanas antes como límite; pero estaban a 54º, y sería un disparate dar la vuelta precisamente ahora, «en la flor del verano», a fines de noviembre, cuando se encontraban en la estación más favorable para seguir la exploración. A mediados de enero, según lo que encontrasen, se vería lo que convenía hacer. No cabía formular una opinión más sensata. Y así fue como se continuó la exploración del Estrecho y se alcanzó el océano Pacífico. Por obra de aquella decisión iba a cambiar la historia del mundo.

Por desgracia, contamos con pocas descripciones de la travesía de la segunda parte del Estrecho, sin duda la más interesante y también la más llena de sorpresas y la más bella. Ginés de Mafra advierte que «la entrada de este Estrecho por la parte del este es de tierra llana y buen parecer […]; la salida hacia poniente es de tierra nublada, muy angosta; en él la salida no tiene ninguna señal, tanto que saliendo de él tres leguas a la mar, no se divisa la boca». Mafra prefiere el primer tramo simplemente porque es más navegable, las bahías o «boquerones» como donosamente las llama, son amplias y no ofrecen problemas, excepto las «angosturas» o estrechos entre unas y otras. En lo que no tiene razón es en que se trata de tierras de «buen ver»: son en realidad costas bajas, abundantes en bancos de arena, carentes de ríos y de pequeños abrigos, y francamente desoladas, con muy poca vegetación y casi sin árbol alguno. El segundo tramo, en cambio, es, ciertamente, una zona más abundante en nubes, más húmeda, más borrascosa, pero por eso mismo más frondosa, más grata a la vista, y es hoy la preferida por los turistas y, no hace falta decirlo, por los amigos de las exploraciones y aventuras. Para Maximiliano Transilvano, que habla por los relatos de Elcano y de sus compañeros, es «tierra muy fragosa, llena de montañas con nieve», digna de conocerse. Pigafetta recuerda «puertos segurísimos, inmejorables aguas, leña aunque solo de cedro [coníferas,], peces, sardinas, mejillones, hierba dulce [apio], montañas nevadas»… y concluye «no creo que haya en el mundo estrecho mejor». Todos se quedan cortos. La mitad occidental del estrecho de Magallanes es un lugar de sobrecogedora belleza, en que se arremolinan las islas, los bosques frondosos de araucarias, los glaciares colgados, las montañas esbeltas y cubiertas de nieve, las cascadas que se precipitan desde las alturas, los fiordos audaces de aguas profundas y transparentes, paisajes en suma en que se combinan el salvajismo de una de las zonas más remotas del mundo y la armonía de las formas; rincones maravillosos que asombran al viajero más indiferente. Los hombres de Magallanes estaban más pendientes de encontrar un paso entre aquel cúmulo de obstáculos inesperados y no pudieron gozar como los turistas de hoy, pero no pudieron dejar de admirarse, eso parece indudable, ante el prodigioso espectáculo de la naturaleza.

Si la parte oriental del Estrecho, con sus entradas o «boquerones» y sus «angosturas» que parecen abiertas a propósito, está formada por tierras bajas y estériles, en algunas de las cuales apenas crece la hierba, la occidental está cruzada por las últimas estribaciones de los Andes, que en aquel extremo del cono sur americano se retuercen en formaciones de singular fortaleza, como dobladas por obra de titanes. El estrecho de Magallanes es como dos mundos distintos, y, por supuesto son dos estrechos distintos enlazados por los caprichos de la geografía; el primero formado por antiguos lagos comunicados por pequeños canales, el segundo por enormes bloques de rocas dislocadas en forma de islas entre cuyos vericuetos, aunque parezca mentira, siempre se encuentra camino. La primera mitad se dirige hacia el suroeste, va a regiones cada vez más antárticas: si nuestros navegantes hubieran tenido que seguir invariablemente ese rumbo, se hubieran encontrado con los hielos eternos; la segunda mitad del Estrecho, aunque muestra hielos en las montañas que la cercan y algunos glaciares que cuelgan de las alturas, ofrece aguas limpias y se dirige hacia el noroeste, de forma que la salida se encuentra curiosamente —y así lo observa acertadamente Francisco Albo en su derrotero— en la misma latitud que la entrada. El Estrecho describe así una V muy abierta.

La orilla norte del segundo tramo por el que ahora navegan nuestros aventureros, está formada por la zona más fértil y pintoresca de la península de Brunschwig, y más tarde por una serie de islas alineadas por las líneas de fuerza de un plegamiento que se curva con violencia: la isla Riesco, con alturas cubiertas de nieves perpetuas, de la cual se desprende la inverosímil península Córdoba, de costas acantiladas; luego la isla Gamero, más recortada por profundos entrantes por donde caen rugiendo ríos y cascadas; y entre otras islas que van dejando cada vez más espacio, Muñoz, Rodríguez, Parker: el Estrecho se va haciendo más ancho por el norte (¿en qué isla de las muchas que siguen termina realmente?), mientras que en la orilla sur el fin del Estrecho se prolonga implacable por la isla Desolación, que con sus acantilados imposibles bien merece su nombre. Esta orilla del sur se distingue en principio por una serie de islas pequeñas, entre las que se abren temerosos pasos, algunos de los cuales, aunque peligrosos, llevan al mar abierto: la isla Aracena, cubierta de altas montañas nevadas, la de Clarence, la de Santa Inés, y la larga y estrecha Desolación. Debió ser en Clarence donde nuestros navegantes distinguieron lejanos humos y de noche rojizas hogueras, encendidas por los indios alacalufes, una raza que no se sabe cómo pudo establecerse allí, pero que encontró abundantes yacimientos carboníferos que aquellos hombres primitivos utilizaban para calentarse y asar sus alimentos cuatrocientos años antes de que los occidentales aprendieran a utilizar el carbón de piedra. Los navegantes llamaron a aquella isla «tierra de los fuegos»: y de aquí viene el nombre de Tierra del Fuego con que hoy es conocida toda la región. No llegaron a entrar en contacto con aquellas tribus. Hoy la isla Clarence está deshabitada.

La navegación —¡sobre todo entonces la navegación a vela!— era difícil por la gran aglomeración de islas que obligaban a continuos rodeos, pero que siempre permiten algún paso. Navegaban de día y anclaban de noche, como aconsejaba lo estrecho y fragoso de las costas fronteras: por fortuna, en aquella época del año las noches duraban solo cuatro o cinco horas, y los días casi veinte. Magallanes y los suyos acertaron con el camino más viable en cada caso, y es ese camino el que sigue constituyendo el Estrecho que hoy se entiende como tal. Dieron de una vez para siempre con la ruta definitiva. Ante una isla que se alzaba casi justo en medio se detuvieron por un momento, dudando dramáticamente: ¿estaría el camino cerrado? Al fin se convencieron de que era mejor rodearla por el norte. La dificultad mayor estaba poco después, en el hoy llamado Paso Tortuoso, en que un enorme promontorio, negro o blanco según la estación, parece impedir toda salida. Hay que escoger muy bien la ruta. Hoy, un sistema de boyas luminosas indican el único paso posible, pero entonces había que adivinarlo todo. En algún momento se dieron cuenta, antes de llegar al final, de que el estrecho tenía salida. Cómo lo supieron no lo sabemos exactamente, ni tal vez lo sabremos jamás. Pigafetta habla de que desde el río de las Sardinas —a lo que parece en la esquina suroeste de la península Brunschwig— destacaron una falúa para explorar el camino: y la pequeña embarcación regresó a los tres días anunciando que había encontrado el mar abierto, con el júbilo perfectamente explicable de los expedicionarios. Esta versión es la más generalmente admitida, por más que resulte difícilmente creíble que un bote —a remos o a vela— pueda recorrer los trescientos kilómetros que restaban (seiscientos en viaje de ida y vuelta) por uno de los pasos más difíciles y peligrosos del mundo en solo tres días. El llamado «piloto genovés» deja entender que un grupo de hombres subió a un monte, y desde allí vio mar abierta. Es otra versión difícil de admitir —aunque algunos autores lo hacen— que aquellos hombres, más acostumbrados a la mar que a las dificultades de la montaña, pudieran ascender al único observatorio posible, el nevado monte Warthon, glaciar incluido; y desde allí pudiesen divisar el mar, casi siempre cubierto por las nubes que hasta en los días buenos empañan la vista hacia el oeste. ¿Fue la Victoria la nave destacada? Tanto Pigafetta como Mafra permiten adivinar esta exploración, aunque ninguno lo aclara debidamente. Sabemos, eso sí, que los marinos, contra la opinión de Magallanes, que pensaba que el Estrecho se abría entre dos continentes —el que llamamos América y el que llamamos la Antártida— intuyeron que los canales que separaban las islas del sur conducían por pasos peligrosos y estrechos, a un mar abierto, que rugía al otro lado: oír tal cosa es demasiado disparatado para ser cierto, pero su intuición resultó acertada. Otra posibilidad: a partir de Paso Tortuoso, cuando baja la marea, la corriente va hacia el oeste: ¡el Estrecho tiene que tener salida, otra cosa sería imposible! Una última hipótesis, que tal vez no ha sido formulada. Sabemos que el 21 de noviembre los navíos se detuvieron en un paso estrecho —parece el Long Reach— y allí conferenciaron sobre lo que convenía hacer. Pudo ser en aquel punto, ya cerca del final, donde destacaron la chalupa. Reanudaron la marcha el día 23. El 27 se encontraron en mar abierta.

Las Nubes de Magallanes

Quizá la llegada al océano Pacífico no fue tan espectacular y gloriosa como habitualmente se nos describe. Fernández de Navarrete toma de un escrito de la época que cuando los navegantes salieron del Estrecho, «vieron mar oscura y gruesa, que era indicio de gran golfo»: es decir en palabras más claras y actuales, no vieron nada por culpa de la bruma que suele velar aquellos parajes; pero por el fuerte oleaje comprendieron que estaban en alta mar. Por fortuna, sortearon los islotes Evangelistas, el mayor peligro para la salida. Al cabo de veintisiete días de azarosa navegación, habían vencido los peligros constantes del estrecho. Al día siguiente, con casi seguridad, vieron la isla Desolación a popa, y las islas del norte cada vez más apartadas entre sí. Al frente, la inmensidad de las aguas. El júbilo de aquellos ciento cincuenta marineros fue indescriptible, y las pocas narraciones directas que nos quedan así lo permiten confirmar. Dieron todos gracias a Dios por la fortuna, realmente increíble, de haber salido con bien de tantas pruebas. El primer objetivo de la empresa, el hallazgo de un paso a través de América, había sido coronado por el éxito: ahora quedaba el segundo, el hallazgo de las fabulosas islas del Maluco, que tal vez no se encontraban demasiado lejos. De nuevo el océano, un océano desconocido y en él todas las maravillas que se pudiesen encontrar. Se comprende el júbilo de aquellos hombres y sus infinitas esperanzas.

Por otra parte, la mar gruesa y la fuerte nubosidad de los primeros días fue sustituida muy pronto por aguas tranquilas y cielo claro. Tal fue la causa por la que se llamó a aquellas aguas «mar Pacífico». Y bastante pacífico fue, sorprendentemente, y contra su costumbre, durante tres meses de navegación. En su momento trataremos de examinar una posible causa. El buen tiempo permitió ver claramente las estrellas en las frías y muy cortas noches australes. Sin duda ya las había visto antes, pero es ahora, después de superado el Estrecho, cuando Pigafetta describe dos detalles sorprendentes del los cielos del Sur. Ante todo se fija en dos «nubéculas» o nubecillas, que como objetos luminescentes adornan el firmamento nocturno. Se parecen por su aspecto a las zonas más densas de la Vía Láctea, como la Nube del Escudo, o la Nube de Sagitario, pero son más grandes, mucho más luminosas, y, además, como están lejos de la Vía Láctea, destacan mucho más en medio de la oscuridad del cielo como objetos singulares y llamativos, parecen un milagro. Sobre todo la Nube Mayor es el objeto celeste que más llama la atención de todo el que lo observa, y no pudo menos de admirarse ante él Pigafetta, como el mismo jefe de la expedición. Con justicia sin duda se llama a aquellas joyas luminescentes Nubes de Magallanes.

El europeo o americano del norte que viaja por primera vez al hemisferio sur, no puede menos de sentir un asombro similar. Un astrónomo aficionado que estrenó esta visión una noche en el sur de Argentina, se quedó contemplando largo rato aquel espectáculo exótico y peregrino para quien está familiarizado con la observación de otro cielo muy distinto. ¡Una galaxia barrada!, exclamó entusiasmado. Hasta que quiso apartar su ojo del telescopio, y no pudo hacerlo, porque no había telescopio. El efecto es escenográfico[6]. Las Nubes de Magallanes son dos galaxias muy cercanas a la nuestra y también cercanas entre sí, perfectamente visibles a simple vista. Es un privilegio vedado a los habitantes del hemisferio Norte. No fue Magallanes quien las descubrió, como que ya las menciona el astrónomo árabe Al Sufí en el siglo X, que tenía su observatorio en Ispahan, Persia, pero parece que pudo verlas desde Yemen. También, sin duda, las vieron los portugueses que traspasaban el cabo de Buena Esperanza, pero el primer europeo que nos da noticia cierta y detallada de aquel espectáculo es Pigafetta.

También vio Pigafetta la Cruz del Sur, y fue probablemente el primero que le dio tal nombre. «Estando en alta mar, descubrimos al Oeste cinco estrellas muy brillantes, colocadas exactamente en forma de cruz». Tampoco fue el cronista italiano su descubridor, pues ya mencionan esta pequeña y brillante constelación varios astrónomos antiguos, y el mismo Dante en su Divina Comedia le confiere un significado místico, cuando en su viaje del Infierno al Purgatorio llega al otro lado de la Tierra:

Io mi volsi a man destra e posi mente

all’altro polo, e vidi quattro stelle

non viste mai fuor ch’alla prima gente…

¿Cuatro o cinco estrellas? Son cuatro las principales que forman la Cruz, pero existe una quinta, algo menos brillante, pero también bien visible. Pigafetta no se equivoca. Lo hacen bastantes historiadores que confunden las constelaciones, atribuyen mal las estrellas que divisó Pigafetta entre las dos Nubes, y hasta hay quien cree que lo que vio no fue la Cruz, sino Orión. Incluso un ilustre autor afirma que el cronista no pudo ver al mismo tiempo las Nubes y la Cruz. Eso puede ocurrir en Buenos Aires, Santiago de Chile o Ciudad del Cabo. En el Estrecho de Magallanes todos los objetos celestes que describe Pigafetta son circumpolares, y pueden verse todas las noches despejadas del año, por breves que sean estas noches, como sucedió en diciembre de 1520. La Cruz del Sur es otro prodigio del cielo, en ningún otro lugar de la bóveda celeste se ven juntas tantas estrellas de brillante fulgor. Y justo al lado, como en un símbolo, las tinieblas, un espacio oscuro en que no se ve estrella alguna. Le llaman «el Saco de Carbón». En fin, no se trata de dar más explicaciones, absolutamente innecesarias en este caso, sí de recordar con emoción, como si se tratara de un cumplimiento de la profecía bíblica, del descubrimiento en aquellas regiones del globo, de un cielo nuevo y una nueva tierra.