No es fácil explicarse —ni el responsable dio explicaciones— la causa por la cual decidió el capitán general permanecer en aquel lugar cuando el otoño recién llegado aún no amenazaba con hacer imposible la navegación. Se han hecho toda clase de conjeturas, que no pasan de tales. Evidentemente, si no aparecía el estrecho, en algún lugar había que quedarse para pasar el invierno. Tal vez influyó la absoluta seguridad de aquel puerto, el mejor, en orden a una dura invernada, que habían encontrado hasta el momento. Y no era seguro que fueran a toparse con una bahía mejor acondicionada en adelante. Pigafetta oyó decir a Magallanes que estaba dispuesto a llegar hacia el sur hasta el paralelo 75º, una latitud francamente temible, quizás incluso imposible de alcanzar en pleno verano. Sería un disparate seguir navegando hasta aquel punto con días cada vez más cortos, fríos progresivamente intensos y probables temporales de invierno. Había que esperar, por ingrata que pudiera resultar la detención. Y hasta no cabe descartar la posibilidad de que Magallanes estuviese al tanto de una conspiración de parte de sus capitanes, y prefiriese afrontarla en condiciones de poder plantear mejor una lucha por el poder.
En cuanto a los mandos y los marineros descontentos, se barajaban otras soluciones alternativas, seguramente, por lo poco que nos ha trascendido, cuando menos tres. Primera, seguir adelante, mientras fuera posible. Estaban apenas a -50º. El tiempo no era malo del todo, y nada impedía suponer que el deseadísimo estrecho estaba ya muy cerca: (¡realmente estaba muy cerca!). Y si habían recorrido 15º durante cuarenta días, bien podían hacer diez en menos de un mes: si no encontraban nada, darían la vuelta, y verían lo que convenía hacer. Segunda: ya que se trataba de elegir un puerto de invernada, bien valía la pena dar de momento la vuelta hacia el norte, en busca de latitudes más templadas, allí donde fuese posible pasar un invierno benigno y encontrar mejores refugios en tierra y abundante caza. Llegada la primavera, se decidiría si convenía reanudar la aventura hacia aquel sur tan misterioso. Tercera: existía la idea de que, si no aparecía el estrecho, cabía la posibilidad de atravesar el Atlántico aprovechando los vientos constantes del oeste, rebasar el cabo de Buena Esperanza, que solo está a 35º sur, y seguir hacia el extremo oriente, sin molestar a los portugueses, hasta alcanzar el hemisferio español, y en él las codiciadas Molucas. Era una alternativa que no rechazaba abiertamente el rey Carlos, y que permitiría llegar hasta el final con relativa seguridad. Tal vez era una de estas posibilidades la que pensaban presentar a Magallanes, más o menos amistosamente, o en forma de conminación, los marinos descontentos. Realmente nunca lo sabremos.
La rebelión
Se ha escrito mucho sobre la rebelión del Puerto de San Julián, y tal vez con razón. Aquel hecho pudo marcar el éxito o el fracaso de la aventura, o imprimirle un giro completamente distinto. Fue uno de los acontecimientos más dramáticos de aquellos enloquecedores tres años, y para algunos de sus protagonistas habría de terminar trágicamente. También se le puede considerar un paréntesis triste, nada heroico por demás, en que se manifestaron algunas de las debilidades de la naturaleza humana, la desconfianza, la doblez, la traición, la crueldad. Los héroes tienen defectos como todos los seres humanos, y en este sentido la rebelión del Puerto de San Julián es uno de los ejemplos de que los protagonistas de la primera vuelta al mundo, a pesar de su decisión, de su capacidad de sufrimiento, de su arrojo casi sobrehumano, demostraron ser hombres al fin y al cabo. Pero por lo que puede tener de morboso y de conspiratorio —por muy mal que conozcamos la interioridad de los hechos— es un episodio que, debo confesarlo, no me gusta, tal vez porque no parece digno de una gesta que por lo demás apenas suscita otro sentimiento que admiración. Por ello, y aún muy lejos de la pretensión de esconder vergüenzas, que significaría en cierto modo una traición a la historia, no deseo cebarme con todos los detalles posibles en unos hechos que por su naturaleza parecen haber suscitado una atención preferente en determinados narradores. Recordemos esos hechos, porque necesitamos conocerlos, sin concederles con todo una extensión desproporcionada y sin recrearnos en sus flaquezas; y procurando en todo caso la prudencia exigible al historiador, puesto que muchas de las intenciones que obraron detrás de esos acontecimientos no nos son bien conocidas.
Parece claro que desde tiempo antes se mantenía una tensión sorda entre Magallanes y una parte de los mandos por el afán del capitán general de no compartir el mando, no reunir como estaba previsto a sus subordinados a la hora de tomar decisiones, ni anunciarles el rumbo que pensaba tomar. También, qué duda cabe, por la prisión, en su forma un poco escandalosa, del director adjunto de la empresa, Juan de Cartagena, detenido ahora en la Concepción, pero probablemente cada vez más libre e influyente. La causa concreta de la rebelión pudo ser la parada repentina en el Puerto de San Julián, poco explicable para muchos, cuando aún podía mantenerse la exploración de la costa, o tomarse otras decisiones tal vez más razonables; amén de un nuevo racionamiento de víveres, que sentó explicablemente mal entre las tripulaciones. Lo que menos podía desearse era perder el tiempo, no hacer nada durante seis meses, consumiendo estúpidamente provisiones dedicadas a una larga navegación. Lo que más encocora a un aventurero es detenerse y permanecer inactivo durante medio año.
La imprevista y posiblemente prematura invernada en San Julián parece haber sido la gota que colmó el vaso; pero no faltan motivos para suponer que la conjuración venía de antes, a juzgar por la rapidez con que se produjeron los hechos. Una rebelión no se prepara de la noche a la mañana, y cabe suponer que, al menos entre los más responsables hubo ya ciertos conciliábulos. El hecho es que el día siguiente a la llegada, 1.º de abril de 1520, era domingo de Ramos. Magallanes ordenó que todos «saltaran a tierra» para asistir a misa, y luego invitaría a comer a los capitanes en la Concepción. Solo asistieron a misa Álvaro de Mesquita, deudo de Magallanes y recientemente nombrado por él capitán de la Concepción, y el que lo había sido de la San Antonio, Alonso de Coca, nombrado precisamente por Magallanes. Los demás presentaron excusas por enfermedad o alegando agotamiento. La situación no podía presentarse más sospechosa. El deber de oír misa en una fecha tan solemne estaba por encima de todos los cansancios. Y por si fuera poco, Coca se excusó después de la misa, y solo comió con Magallanes Mesquita. Que había una conspiración estaba claro. La inasistencia al banquete podía deberse a dos causas: que los conjurados ya habían llegado demasiado lejos en sus planes o que temiesen una encerrona por parte de Magallanes. Mesquita confirmó las sospechas de su jefe, pero no dio detalles de lo que se tramaba, o porque no los conocía o porque no quería comprometerse si la revuelta llegaba a triunfar. Algo más pudo saber Magallanes. Cuenta Ginés de Mafra que una falúa que navegaba de una nao a otra «perdió el rumbo» y fue a dar a la Concepción. ¿Tan difícil es perder el rumbo en una bahía segura? ¿Fue más bien un extravío deliberado? El hecho es que los extraviados fueron muy bien atendidos por Magallanes, que los trató afectuosamente y se los atrajo. Así conoció que Cartagena campaba a sus anchas, y que en el plan estaban comprometidos los capitanes Quesada y Mendoza, y al parecer el maestre Elcano.
Aquella noche, que debió ser la del 1 al 2, Cartagena y Quesada pasaron con treinta hombres de la Concepción a la San Antonio, que era, según Fernández de Navarrete, la nao en que más abundaban los portugueses. Allí prendieron a Mesquita, mientras los tripulantes aceptaban la nueva situación. Solo se resistió, sin duda por sentido del deber, un español, el maestre Juan de Elorriaga; se llegó a las manos, y Elorriaga fue apuñalado: no moriría entonces, pero sí, de las heridas, dos meses más tarde. Había corrido la sangre, y por eso mismo a los sublevados se les hacía más difícil una vuelta atrás. Contaban con una cierta ventaja: tres naos, San Antonio, Concepción y Victoria, frente a dos: la capitana Concepción y la pequeña Santiago. Los rebeldes exigieron a Magallanes «que siguiese las reales provisiones», esto es, que reuniese a los capitanes para tomar decisiones importantes, que facilitase de antemano el rumbo, y que se acordase conjuntamente si convenía seguir, volverse o ir por el cabo de Buena Esperanza, como también estaba establecido. Magallanes se mostró en principio de acuerdo con las peticiones, y propuso una reunión en la Concepción; los amotinados preferían que la conferencia fuese en la San Antonio. Estaba claro que cada bando desconfiaba del otro, y cada cual prefería operar en terreno propio. ¡Qué difícil, en estas condiciones, resultaba llegar a un acuerdo!
Magallanes —cuenta Fernández de Navarrete— «no era hombre que se dejase amilanar, y comprendió que solo un rasgo de temeraria audacia podía impedir el triunfo de sus adversarios». Era tenaz y voluntarioso, pero además astuto. Envió al alguacil Gonzalo Gómez de Espinosa a la Victoria con una carta y seis hombres armados. En un segundo bote, que debería abordar la nao cuando todos estuviesen atentos a lo que hacían los del primero, iban quince más. La carta iba dirigida a Mendoza, al cual se juzgaba jefe de los descontentos, y era conciliadora. Magallanes se plegaba a parlamentar en las condiciones que impusiesen los protestatarios. Cuando Mendoza, sonriente, leía el texto, Espinosa le asestó una puñalada en la garganta, que le mató casi instantáneamente. Nadie supo cómo reaccionar en un primer momento. Y cuando todos se hicieron conscientes de lo que estaba sucediendo, desembarcaron los otros quince hombres armados y redujeron a los insurrectos de la Victoria. Los demás, quizá sin un criterio claro de lo que convenía hacer, aceptaron la rendición, o tan siquiera el cambio de bando.
La situación se había tornado a favor de Magallanes: ahora eran tres naos contra dos. La San Antonio trató de huir, pero la Concepción, que se había apostado previsoramente en la angostura de la bahía interior, se le cruzó. Hubo una pequeñísima batalla naval, de las más insignificantes de la historia, porque los dos barcos dispararon su artillería, sin causar grandes daños y menos víctimas. La San Antonio se rindió, y consiguientemente lo hizo la Concepción. Fueran cuales hubiesen sido los planes de los insurrectos, había habido muertos y un encuentro armado. Cartagena, Quesada, Coca, Elcano y otros fueron presos. Magallanes fue duro, y comprendió que necesitaba robustecer su autoridad por encima de cualquier contestación. En el juicio que siguió, dirigido por Mesquita, fueron condenados a muerte cuarenta y cuatro hombres. Magallanes hizo descuartizar el cadáver de Luis de Mendoza, y Gaspar de Quesada, después de decapitado, fue descuartizado también. Juan de Cartagena, por noble y emisario real, no podía ser descuartizado; pero Magallanes ideó para él una muerte no menos cruel: sería abandonado en una isleta cercana al Puerto de San Julián, sin medio alguno de subsistir. La misma suerte corrió otro preso que no podía ser condenado a una muerte infamante, el clérigo Sánchez de Reina, al parecer por haber amenazado a Magallanes con el fuego del infierno. Después de estos castigos ejemplares el capitán general pudo permitirse ser generoso: perdonó la vida a los demás condenados, aunque fueron degradados y por un tiempo al menos perdieron sus cargos. La verdad es que Magallanes tampoco podía permitirse el lujo de quedarse sin cuarenta y tantos de sus hombres, la mayoría de ellos significados, y algunos tan valiosos como el mejor de los pilotos de la flota, Andrés de San Martín o el maestre Juan Sebastián de Elcano. Elcano figuró claramente entre los sediciosos, si bien no tuvo una participación decisiva en los hechos.
Lo ocurrido en el Puerto de San Julián fue, desde el punto de vista formal, una sedición que, sin llegar a los últimos extremos imaginables, rompió la normalidad de la expedición de Magallanes y pudo, de haber tenido otro desenlace, haber dado al traste con ella. Sediciones como esta, aclarémoslo, fueron muy frecuentes en la historia de las largas expediciones marítimas, desde la que estuvo a punto de malograr la aventura de Colón, y que fue dominada por la diplomacia del Almirante, o bien por la energía de los Pinzones; hasta aquella que tuvo que afrontar Francis Drake o la que pudo acabar con el capitán Cook en el civilizadísimo siglo XVIII. «Rebeliones a bordo», muchas de las cuales han pasado a la novela histórica o al cine, hubo muchas, y eso es explicable teniendo en cuenta la dureza de la aventura, la dificultad de mantener la disciplina de una tripulación numerosa formada por hombres de dura naturaleza, sometidos a esa forma de «soledad colectiva» que es la larguísima e inevitable convivencia en alta mar, sobre todo cuando no se sabe a dónde, cómo y por qué. Aquellas ariscas tripulaciones se ven obligadas soportarse durante días y semanas de interminable navegación, sin seguridad de encontrar un día un seguro destino, bajo el mando de un jefe que no da explicaciones y es el único que sabe o dice saber cuál es su verdadero objetivo. Si comprendemos cuál es la dureza de una navegación de este tipo, encerrados, apretujados los expedicionarios en la prisión estrecha, incómoda, monótona y maloliente de sus barcos, en la que apenas se acostumbra a beber más que vino, y de mala calidad, es más fácil comprender la frecuencia de estas rebeliones.
Motivos no dejaban de existir: Magallanes era un jefe autoritario, reticente a toda forma de diálogo, que incumplía las instrucciones reales en lo referente a pedir consejo y anunciar la ruta, que a veces parecía arbitraria e incomprensible. Muchos opinaban que «los conducía a la perdición», y pudieron suponer que estaban a las órdenes de un loco, como también lo opinaron algunos marineros de Colón. Ahora bien, el punto más difícil de averiguar, y aquel que podría en parte al menos valorar la gravedad de la actitud subversiva de los dirigentes de la trama es el referente a cuál era exactamente la finalidad que perseguían. El encausamiento de los responsables corrió a cargo del más fiable deudo de Magallanes, Álvaro de Mesquita (o Mezquita, escriben otros). Los condenados lo fueron por levantarse con violencia contra la voluntad de su rey y de su legítimo capitán general, y merecían por sediciosos la pena capital. Se conserva la copia de un informe de Magallanes que estima la máxima culpabilidad de los conjurados que se habían propuesto acabar con él. Nada nos obliga a aceptar la interpretación de los hechos que aquí se ofrece, porque es a todas luces juicio de parte. Lo mismo cabe suponer de las declaraciones que hicieron a su regreso a España los prófugos de la San Antonio, los cuales denunciaron de la traición de Magallanes y su falta flagrante a las instrucciones del rey: el jefe de la expedición aparecía como un traidor, y como tal se le instruyó en España un expediente que le condenó en rebeldía. Otro testimonio de parte. Un tercer documento, mucho más extenso, es la causa que al regreso de los supervivientes de la Victoria instruyó el licenciado Leguizamo, que al fin absolvió a Elcano y los suyos, aunque los sucesos del Puerto de San Julián nunca quedaron del todo esclarecidos.
Las versiones particulares de los tripulantes no pueden ser más desacordes, desde la de Pigafetta, que afirma que los sublevados intentaban matar a Magallanes, hasta la del piloto Esteban Gómez, que atribuye toda la culpa a la arbitrariedad y la crueldad del capitán general. En cuanto a los historiadores actuales, personas como Lucena Salmoral o Fernández Vial piensan que los conjurados no se proponían en absoluto suprimir a Magallanes, sino «pedirle cuentas» u obligarle a parlamentar, como estaba previsto, a fin de tomar la decisión que correspondiera. Que hubo sedición, y que en ella, aunque en principio no se deseara, se llegó a derramar sangre, es indudable; y estas cosas en la mar hay que pagarlas muy caras. Que Magallanes obró por su cuenta y faltó a su obligación de contar con los demás —por autoritarismo o por desconfianza— es también evidente. Se habla del juicio inapelable de la historia, tal vez incurriendo en un tópico y dando por supuesto que la historia está dotada de la atribución de juzgar o de que al final nos descubre todas las cosas, dos supuestos que distan mucho de ser verdad en la mayoría de los casos. Lo que sí está perfectamente claro es que no vale en absoluto el juicio del historiador, por imparcial que quiera parecer. Un historiador que juzga como si estuviera facultado para establecer un dictamen definitivo, es un mal historiador. Para terminar el desagradable asunto: los sucesos del Puerto de San Julián evidenciaron una grave discordia. Pero es un hecho que en los siguientes e interminables avatares de la expedición no volvió a haber nunca una rebelión a bordo.
Los gigantes patagones
Restablecido el orden, nuestros navegantes hubieron de acostumbrarse a la realidad del Puerto de San Julián. No es un lugar particularmente atractivo, aunque la bahía interior, de unos 12 × 5 kilómetros, está muy protegida de los vientos, que allí soplan casi siempre con fuerza. La vegetación es árida, con pocos árboles rechonchos y numerosos arbustos de aspecto nuevo para los recién llegados, repartidos por suaves colinas y mesetas. La costa es en su mayor parte acantilada, con paredes de color ocre y castaño, algunas de hasta 50 metros de altura. No faltaba pesca, abundante en aquellas aguas frías, ni tampoco caza, consistente en guanacos, zorros y liebres patagónicas, muy apreciadas hoy por la calidad de su piel. Magallanes, que sabía muy bien que el peor enemigo de los tripulantes podía ser el aburrimiento, decidió que las naos fueran carenadas y calafateadas, aunque parece que algunas no necesitaban ese mantenimiento: pero era preciso tener entretenida a la gente. Por fortuna, en el Puerto de San Julián, como en otras zonas de la Patagonia del Sur, las mareas son extraordinariamente fuertes, con desniveles de hasta diez metros, en tiempos de sicigia (luna nueva o luna llena). Fue fácil aprovechar cada una de aquellas espectaculares pleamares para hacer subir los barcos hasta zonas que normalmente quedaban en seco durante días enteros. Aseguradas por puntales, era posible un carenaje adecuado. Se utilizaba la brea o pez embarcado en Canarias.
Entretanto, se había construido un abrigo de piedra en un lugar seco y seguro cerca de las naves. Allá fueron llevadas las herramientas de trabajo y se construyó también una fragua. Asimismo, la mayor parte de las provisiones fueron trasladadas a tierra y guardadas en depósitos más secos que los de los navíos. Hacía frío, pero no excesivo; las temperaturas, en otoño, oscilaban entre los 8 y los 20 grados, eso sí, con continuos cambios y vientos no siempre gratos. Llovía poco: en el Puerto de San Julián las precipitaciones no suelen pasar de 200 milímetros al año, menos que en Almería; casi siempre el agua —no tenemos noticias de que haya nevado— viene con las «surestadas». Tampoco tenemos información sobre si algunos expedicionarios se atrevieron a adentrarse en las colinas y mesetones del interior, hasta que ocurrió la pérdida de la Santiago.
Durante dos meses no tuvieron noticia de la presencia de indígenas. El lugar parecía desierto. Hasta que «un día —cuenta Pigafetta—, cuando menos lo esperábamos, se nos presentó un hombre de estatura gigantesca. Estaba en la playa, casi desnudo, cantando y danzando, y echándose arena sobre la cabeza…». Era, si hemos de creer al imaginativo narrador, un gigante de verdad, «pues apenas le llegábamos a la cintura […]» (algunas traducciones, sin duda mal hechas o exageradas, pretenden que «apenas le llegábamos a las caderas»). Y añade que «tenía el rostro teñido de rojo, y el cabello de blanco, por obra de algún polvo. Iba armado de un arco corto y flechas con puntas de pedernal jaspeado», un tipo de piedra que, ciertamente, abunda en la comarca. Un marinero, por encargo de Magallanes, salió a su encuentro cantando y bailando algo muy parecido. El patagón se acercó a los europeos, y sobrevino un curioso encuentro entre culturas. El recién llegado aceptó las chucherías que se le ofrecieron, y tomó sin repugnancia algunos alimentos de los que traían las naves. Pero cuando Magallanes le mostró un espejo de gran tamaño, el indígena dio un enorme grito, se sintió aterrado ante su propia imagen, que evidentemente no había contemplado en su vida, y huyó despavorido, según Pigafetta «derribando por tierra a cuatro de los nuestros». No hubo forma de alcanzarle. Si el hecho es cierto tal como nos lo cuentan, aquel hombre era no solo enorme, sino de una fortaleza extraordinaria.
La estatura de los patagones, si todo eso es cierto, resultaba muy superior a la de cualquier otra raza existente entonces o ahora en el planeta. Tal supuesto ha sido muy discutido, sin que las cosas se hayan aclarado del todo. Que era alto frente a los europeos parece un hecho indiscutible. Que su estatura fuera del orden de los dos cincuenta a tres metros tiene que parecer absolutamente inverosímil. Pigafetta tan pronto habla con una precisión admirable como desfigura la realidad hasta extremos difíciles de admitir —en este caso como en muchos otros—, ya sea por efecto de su portentosa imaginación, ya sea por el afán de sensacionalismo ante la curiosidad del lector renacentista, siempre interesado por las novedades admirables del mundo que estaba siendo descubierto. Si la estatura de los patagones descrita por Pigafetta sobrepasa todo lo hasta entonces conocido, se queda chica ante los entusiastas indigenistas de hoy, que, tras el hallazgo de un supuesto fémur de hace 500 años en la Tierra del Fuego, deducen que aquellos hombres podrían sobrepasar los tres metros de estatura. Ni los mitos más disparatados de otros tiempos han podido imaginar tamaños semejantes.
Aquellos indígenas eran tehuelches, («gente brava»), una raza que entonces poblaba las regiones de la punta del Cono Sur, raza hoy prácticamente extinguida, o mezclada con los actuales mapuches, cuya estatura es por lo demás normal. Los antropólogos estiman, que, efectivamente, los tehuelches eran altos, tal vez de un promedio de 1,80 metros, superior a la talla de los europeos de entonces, singularmente de los latinos. No sabemos cómo y por qué se extinguieron, dominados por los mapuches, que debieron llegar a la zona más tarde, quizá a fines del siglo XVII, o en el XVIII. Posiblemente los nuevos dominadores eran, si no más fuertes, más numerosos. Los tehuelches que vieron Magallanes y los suyos eran nómadas, se dividían en pequeños grupos y clanes familiares, cazaban con flechas y no parece que dominaran todavía las técnicas propias del neolítico. Otro punto que conviene aclarar es el referente a la denominación que entonces recibieron de los europeos. Refiere Pigafetta que «nuestro jefe [Magallanes] les dio el nombre de patagones». Con este nombre han pasado a la historia, y con el nombre de Patagonia se sigue designando la región que entonces habitaban. No imaginamos a Magallanes como un hombre letrado, pero pudo haber conocido la palabra, a la que enseguida nos referiremos. O bien fue el propio Pigafetta o algún capitán más o menos culto o aficionado a la lectura el autor de tan sonora palabra.
¿Precisamos más todavía? Quizá convenga hacerlo. En muchas versiones, e incluso en algunos libros que encontramos aún hoy en los escaparates, se relaciona la palabra «patagón» con «individuo de pies grandes». Y de ello puede tener una culpa inconsciente el propio Pigafetta, cuando cuenta de un segundo gigante que apareció después, que «saltaba tan alto […] que sus pies se enterraban varios palmos en la arena». Otra probable exageración, que inspiró la leyenda. En efecto, se dice que los patagones se llamaron así porque las huellas de sus grandes abarcas hicieron suponer un pie enorme. No necesitaban más los mitólogos para relacionar a los patagones con los monópodos de que se habla en leyendas antiguas. En algunos dibujos fantasiosos del Renacimiento se los representa con un pie de tal tamaño que pueden dormir la siesta tumbados a la sombra de su propio pie. Nada de esto parece que pensaran Magallanes, ni Pigafetta ni ningún otro expedicionario de aquella odisea, tan increíble en sí como la de Homero, pero que nunca se encontró con monstruos dignos de nuevas leyendas. Al contrario, como observa con indudable acierto Maximiliano Transilvano, la gesta de Magallanes sirvió para unificar la imagen universal del ser humano. No hay hombres monstruosos. En realidad, el origen más probable de la palabra patagón viene de un personaje, también mítico, pero moderno y muy conocido por los lectores de entonces, el gigante Pathoagon que aparece en un libro de caballerías, Primaleón, continuación del Palmerín, y publicado en 1512 por Francisco Vázquez. Era un libro reciente, que encontró muchos lectores entusiastas, uno de los cuales bien pudo llamarse Alonso Quijano. Pathoagon o Patagón era un nombre relativamente popular en la época, un poco rimbombante, y bien pudo ser aplicado con cierto sentido humorístico a los tehuelches por un navegante aficionado a la lectura que no necesitaba ser excesivamente culto. Lo cierto es que la palabra prosperó.
Sigamos con nuestra historia. Seis días más tarde apareció otro gigante, «más grande y mejor conformado que los otros». (¿Hasta dónde podía llegar su estatura? Es probable que la «buena conformación» permitiera distinguir a los jefes). Fue este segundo indígena el que daba saltos tan descomunales, que dejaba unas huellas muy profundas. Solo al cabo de quince días se dejaron ver cuatro más. Los de Magallanes consiguieron apresar a uno de ellos, con un recurso malicioso que las leyendas nos presentan como frecuente en la captura de gentes salvajes: le ofrecieron como distinción unos grilletes, que el ingenuo indígena, complacido, aceptó con gusto que se los pusieran en los pies. Cuando se dio cuenta, no podía andar. Sus contorsiones no sirvieron de nada. Vivió durante meses y atravesó gran parte del Pacífico. Pigafetta se hizo amigo de él, y ambos aprendieron palabras de su lengua respectiva. Así se escribió el primer vocabulario tehuelche de la historia, y el único tomado boca a boca. Se entiende perfectamente que desde entonces los indígenas se mostraran mucho menos amistosos, y hasta hubo un breve combate en que un marinero murió víctima de una flecha envenenada.
Un último detalle del Puerto de San Julián. Pigafetta nos dice que los naturales se valen de las pieles de un animal curioso, «con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello y cola de caballo». Sin duda tuvo que contemplar vivo aquel animal tan gráficamente descrito: era sin duda un guanaco, aunque en otras latitudes andinas hubiera podido tratarse de una llama, una alpaca o una vicuña: todos artiodáctilos, nada monstruosos ciertamente, finos y elegantes como pocos, propios de la fauna sudamericana.
El Puerto de Santa Cruz y la pérdida de la Santiago
A veces es extraño el comportamiento de Magallanes. En el mes de mayo, una vez librado de sus enemigos, y casi a las puertas del invierno, se decidió a hacer lo que aquellos le habían pedido: seguir explorando hacia el sur. El tiempo era bueno, los vientos habían amainado, y nada impedía navegar y averiguar la existencia de un estrecho que —Magallanes era tenaz, pero poseía una extraña intuición— tenía que estar ya muy cerca. No suspendió la invernada, sino que envió por delante a la Santiago, una carabela ágil, capaz de entremeterse por todos los entrantes posibles. La mandaba un buen piloto, Rodríguez Serrano. A los pocos días de navegación encontró un profundo golfo, que llamó Puerto de Santa Cruz (era posiblemente el día de la Santa Cruz, 3 de mayo). Podía ser la embocadura del estrecho, y Serrano siguió con ansiedad aquella entrada que se introducía hacia el oeste, luego hacia el sudoeste, en un panorama lleno de esperanzas; pero al final resultó ser el estuario de un hermoso río, que se llama todavía hoy río de Santa Cruz. En la Patagonia atlántica no nacen ríos propiamente dichos, por la aridez del terreno y el escaso régimen de lluvias; a lo sumo algún arroyo sin importancia. Pero desembocan ríos poderosos —el Colorado, el Negro— que nacen en los Andes, donde el clima es mucho más lluvioso y las montañas están cubiertas de nieves perpetuas. El Santa Cruz nace más cerca, pero también en los Andes, y procede del hoy llamado Lago Argentino, un paraje maravilloso por su belleza y por sus glaciares. Era aquel un río de buenas aguas, mucho mejores que las del Puerto de San Julián. Animado por su descubrimiento, Rodríguez Serrano siguió adelante. ¡No lo sabía, pero estaba ya a poco más de cien millas del Estrecho de Magallanes! Entonces vino una surestada, y se perdió la ocasión de hacer el más sensacional descubrimiento de la expedición nada menos que en el casi invernal mes de mayo. La Santiago retrocedió ante los fuertes vientos contrarios, se estropeó el timón y la carabela quedó momentáneamente a la deriva, empujada por el viento, y las mareas, en ese momento particularmente fuertes. Cuando trataba de arribar al puerto de Santa Cruz encalló en un banco. El frágil barco no se hundió, pero pronto se vio que no tenía salvación. Los treinta y siete tripulantes pudieron saltar a tierra sanos y salvos, llevándose lo más indispensable, pero la fina y ágil carabela estaba perdida.
Vino entonces una de las muchas odiseas de aquella extraordinaria aventura. Los de la Santiago se vieron confinados en una tierra desconocida, en la que apenas podían valerse. Se mantuvieron cazando focas y otros animales, soportando la soledad en un ambiente frío, a las puertas del invierno, con unos días que duraban seis horas y las noches dieciocho. No podían sobrevivir si no conseguían volver a reunirse con sus compañeros, en el Puerto de San Julián. Caminaron hacia el norte, pero pronto tropezaron con el río, ancho y profundo, que no había forma de vadear en muchos kilómetros. De cualquier manera, consiguieron construir con los pocos materiales que encontraron en aquella costa árida, sin apenas más que arbustos, o con algunos de los restos del barco, una pequeña balsa, en la cual solo podían montar dos o tres personas. En continuos viajes fueron transportando al otro lado del río todas las provisiones y útiles que consiguieron reunir, pero la tarea iba a exigirles muchos días. Decidieron que dos de ellos prosiguieran el viaje a pie, mientras los demás seguirían rescatando el material de la carabela en tanto pudieran, y transportando cargamento y hombres al norte del río en continuos y lentos viajes.
Los dos náufragos pioneros emplearon once días en atravesar aquel terreno áspero y lleno de espeso matorral hasta llegar al Puerto de San Julián. No era parva hazaña cuando tenían el calzado destrozado, dificultades para orientarse en un paisaje cortado, o para seguir la costa, frecuentemente acantilada y fracturada también por barrancos, en días muy cortos e interminables noches frías. Un día cualquiera los hombres de Magallanes oyeron a lo lejos sus gritos, y pronto supieron que no eran indígenas. Al fin vieron venir a dos hombres. ¿Habían perecido todos los demás? Cuando se supo lo ocurrido, Magallanes organizó una expedición de socorro que pudo recoger a los náufragos, y en un tráfago que duró semanas, rescatar todo lo aprovechable. La Santiago no volvió a flotar, pero sus despojos fueron arrastrados de un lugar a otro durante largo tiempo. Todavía cabe la posibilidad de que hoy mismo nos quede algún resto de aquel pequeño navío. En abril de 2011, el buceador e investigador argentino Daniel Guillén encontró en los fondos del Puerto de Santa Cruz un madero perteneciente a una nave antigua, y junto a él un ancla que por su factura cabe suponer del siglo XVI, y que por tanto sería lo poco que queda de la Santiago. Si los entendidos llegan a acreditar su identidad —y tal vez haya de transcurrir un tiempo antes de que puedan hacerlo con fundamento— el hallazgo no tendría un excepcional valor arqueológico, pero sí un significado moral inapreciable, porque sería el único testimonio físico que conservamos de la extraordinaria aventura histórica de la primera vuelta al mundo.
En el Puerto de San Julián quedaban cuatro barcos y unos 220 hombres. La expedición de la Santiago no había resuelto el problema y había costado la pérdida de un navío; pero Magallanes no menospreció el hallazgo, y proyectó ir al Puerto de Santa Cruz en cuanto fuera posible. Tal vez sería aquella una buena base para seguir la empeñada búsqueda del estrecho. Entretanto, la invernada continuaba. El 21 de julio, en el corazón de un invierno más soportable de lo que en un principio se había temido, se permitió saltar a tierra al cosmógrafo Andrés de San Martín, perdonado ya de su participación, bien poco activa por cierto, en la rebelión de abril. El cielo estaba despejado y San Martín, desde la playa, tomó la altura del sol. De aquella medida dedujo la latitud del lugar: 49º 18´ Sur. Era un valor más preciso que el que pudiera obtenerse desde los balanceantes navíos. Jamás hombre alguno, hasta aquel momento, había medido una latitud tan austral.
El 24 de agosto, todavía en pleno invierno, Magallanes decidió zarpar del Puerto de San Julián con las cuatro naves que le quedaban. Fue una decisión, como tantas, inesperada y hasta contradictoria con su anterior criterio. ¿Es que estaba reconociendo que la invernada era excesiva y que se podía navegar en invierno? ¿Es que deseaba explorar el Puerto de Santa Cruz y averiguar si estaba ya muy cerca del Estrecho? ¿O es que deseaba salir cuanto antes de aquel escenario en que se habían vivido cinco meses tan azarosos e ingratos? Un motivo psicológico puede resultar francamente explicativo: el 11 de agosto se dictó la sentencia final contra el hidalgo Juan de Cartagena y el clérigo Sánchez Reina. Habrían de quedar confinados y abandonados para siempre en una pequeña isla de la bahía, llamada aún hoy isla Justicia. El acto, como todos los que gustaban a Magallanes, fue público y solemne, pero pudo molestar a muchos, y recordar hechos que tal vez empezaban a ser olvidados. Cumplir la sentencia y mantener a los condenados prácticamente a la vista, en aquella isla delante de sus ojos, podía despertar nuevos rencores. Era preferible alejarse de allí cuanto antes.
Salir y desatarse una nueva tempestad que, según versiones que se conservan, produjo en Magallanes «un miedo grandísimo» (¿temor de conciencia?: no olvidemos que el marino había sido amenazado por el clérigo con el fuego del infierno) fue todo uno. Afortunadamente, tenían a mano el Puerto de Santa Cruz, donde se refugiaron y permanecieron, esta vez al parecer sin protestas de nadie, aconsejados por la prudencia, cinco semanas más. No realizarían exploraciones por mar hasta bien entrada la primavera. Cazaron, pescaron, recogieron maderas de lo que restaba de la Santiago o de lo que encontraron por los alrededores, hasta hacer una buena provisión. El 11 de octubre, Andrés de San Martín tenía previsto en sus efemérides un eclipse de sol, que hasta podría servir para calcular mejor la longitud geográfica (la latitud ya la tenía medida: 50º 18´Sur). Algunos tripulantes se interesaron también por el fenómeno. Se nos dice que vieron «un sol más oscuro». Tal vez hubo un poco de neblina o un mucho de sugestión. El eclipse se produjo efectivamente, como estaba previsto, «a las diez y ocho minutos de la mañana», pero solo fue visible en Europa, y a la hora europea, no en la punta de Sudamérica, donde todavía era de noche. Por allí tampoco pasaba la trayectoria del eclipse. Pocos días más tarde, probablemente el 18 de octubre de 1520[3], Magallanes dio la orden definitiva de zarpar. Hacía catorce meses que habían salido de Sevilla, de los cuales siete —¡la mitad!— habían perdido agazapados en aquel rincón del mundo. Todos los capitanes y pilotos oyeron misa y comulgaron devotamente. Comenzaba el momento cumbre de la aventura.