LA PARTIDA Y LA NAVEGACIÓN
ENTRE DOS MUNDOS

Los cuadros que nos pintan no los cronistas, sino los narradores contemporáneos sobre las escenas de la despedida son más emotivos que reales: gritos de una multitud, lágrimas de las mujeres y los niños, que temían quedarse viudas y huérfanos —la verdad es que así sería en la mayor parte de los casos—, banderas al viento, y cinco naves que descienden majestuosas por el río rumbo a lo desconocido. Es evidente que hubo expectación, porque aquella empresa no era un viaje de rutina a las Indias, como tantos, sino que se dirigía a un objetivo más lejano, si es que se encontraba manera de llegar al nuevo océano. Y, como a la salida de todas las expediciones, hubo cañonazos de salva, tal como requería la costumbre. No todos los expedicionarios —y menos los extranjeros— contaban con familia en Sevilla, ni tampoco abundaban, después de los incidentes que se habían registrado, los amigos de Magallanes. La escena fue tal vez menos emocionante de lo que se dice. Los navíos no partían juntos, sino con cierto trecho entre ellos, e incluso en distintos días. Así se explica que no estuviesen reunidos en Sanlúcar hasta una semana después. Sevilla era una ciudad importante y un gran centro comercial, que el hallazgo del Nuevo Mundo y el monopolio de su tráfico a través de la Casa de Contratación estaban engrandeciendo espectacularmente. Pero la arribada o salida de su puerto estaban obstaculizadas por su carácter fluvial, a noventa kilómetros del mar (realmente, siguiendo el curso del río, eran ciento diez). El Guadalquivir no era tan ancho ni tan fácilmente navegable como otros grandes ríos de Europa. Los navíos habían de descender aprovechando el lento reflujo de la marea, seis horas de marcha y seis de detención con el ancla echada; o navegar remolcados por barcos a remo, o «al puntal», por medio de largas estacas que se apoyaban en el fondo, o incluso «a la sirga», por obra de mulos que tiraban de gruesas cuerdas desde una y otra orilla. No era el modo más glorioso de navegar. Al fin, la gloria de la mar abierta en Bonanza y en Sanlúcar.

¿Por qué la expedición se detuvo en Sanlúcar durante un mes? He aquí el primer misterio del largo viaje. Pigafetta aclara que se dedicaron aquellos treinta días —cuarenta desde la partida de Sevilla— a adquirir nuevas provisiones. ¿Es que no iban ya suficientemente provistos después de tan laboriosos preparativos? ¿Algunas provisiones habían sido llevadas previamente a Sanlúcar para embarcarlas allí? ¿Es que costó más de cuatro semanas subirlas a bordo? Es fácil sentir la impresión de que se estaba cociendo otra cosa. Tal vez era preciso evacuar todavía nuevos trámites, o que algún personaje importante, digamos Juan de Cartagena, aún no se había embarcado. La Puente y Olea supone que durante aquellos días obraron nuevas y vehementes gestiones cerca de Portugal para evitar su oposición frontal al viaje, o para conseguir que los barcos que se decía fletados por los lusitanos para impedirlo por la fuerza, se retiraran. Tal vez, apunta Fernández Vial, algunos barcos leales al rey exploraron las aguas del golfo de Cádiz o la ruta hacia Canarias para asegurarse de que el camino estaba libre. La conciencia de los riesgos que acechaban desde el mismo comienzo llevó a los navegantes a formular un nuevo voto en el cercano santuario de Nuestra Señora de Regla. Bien sabían que iban a correr todos los peligros del mundo.

Por fin, el 20 de septiembre, salieron las naves a la mar: ¡cuarenta días después de haber zarpado de Sevilla! El agua salada de la mar abierta, el prealisio que todavía sopla en golfo de Cádiz a fines de septiembre, la tierra baja que va alejándose por popa, la aventura de la navegación que se inicia hasta no se sabe cuándo ni dónde. Había mil motivos para mil emociones. Pero aquellos lobos de mar gozaban más entre las olas que durante los interminables preparativos, gestiones y acarreos en el puerto. Habían terminado la burocracia y los trámites; empezaba la verdadera aventura. Fue entonces cuando Magallanes quiso dejar sentada definitivamente su autoridad. De acuerdo con sus instrucciones, los navíos debían navegar cerca unos de otros, siempre bien a la vista, y dispuestos a obedecer. Era preciso mantener disciplinada una tripulación tan numerosa y heterogénea. Cualquier acto de insubordinación sería castigado severamente. No se permitía emborracharse, llegar a las manos, ni siquiera jugar a las cartas. Tal vez el jefe supremo, que conocía la desconfianza de algunos, quiso mostrar más autoridad que capacidad de diálogo. Es llamativo que solo la nao capitana, la Concepción, pudiese llevar un farol a popa, para impartir órdenes; los demás navíos, para comunicarse, podrían encender antorchas, nunca faroles. La Concepción navegaría siempre en cabeza: se conoce que tenía buen andar, y quizá por eso fue escogida como capitana. Las demás irían a su popa, y verían el gran farol del jefe. Magallanes ideó un sistema de mensajes luminosos, que indicaban izar o arriar velas, acercarse, virar en un sentido u otro, o si era preciso detenerse: los demás simplemente obedecerían. También introdujo la fórmula obligada de saludo o «salve» al final de cada jornada: cada nave se acercaría a la capitana, y su responsable diría a voz en grito: «Sálveos Dios, señor capitán general, e maestre, e buena compaña».

Por lo demás, la travesía de Sanlúcar a Canarias, que hacían todos los navegantes que iban a las Indias, con el fin de tomar los favorables vientos alisios, una ruta que todos conocían, no ofreció dificultad alguna. No es que fuera una travesía demasiado cómoda, porque el viento soplaba casi siempre con cierta fuerza, y las naves se sentían impulsadas tanto por el aire como por las aguas verdosas de la corriente fría de Canarias; como ocurre cuando hay conjunción de vientos y corrientes, la mar se agitaba: con especial turbulencia; pero la navegación en sí no ofrecía peligro alguno, y para todos resultaba familiar. Los marinos solían llamar a aquel tramo del trayecto el «Mar de las Yeguas», porque los caballos o bestias de carga que llevaban se mareaban invariablemente, se desbocaban y podían crear problemas La flota se plantó en Tenerife el 26 de septiembre. Algunos autores aducen que fue una travesía francamente corta, señal de que los navíos eran buenos o el viento muy favorable. No es buen argumento: la mayoría de los barcos hacían el trayecto en seis o siete días.

La detención en Canarias, al contrario de lo que se había hecho en Sanlúcar, fue francamente breve. Pigafetta dice que recalaron en Tenerife tres días y medio. Eso sí, como curioso cronista, se informó todo lo que pudo acerca de las islas, y de sus leyendas. Una de ellas es tan llamativa como absolutamente incierta. Pretende que en Canarias no llueve nunca, pero existe un árbol maravilloso que proporciona agua. A mediodía «desciende de los cielos una nube que rodea al árbol, y este destila agua», para bien de los sedientos isleños. La leyenda es un disparate, pero no es original de Pigafetta, porque está copiada de Plinio.

Dejaron los expedicionarios Santa Cruz de Tenerife para dirigirse al puerto de Monterroso, en la misma isla, donde esperaban la arribada de una carabela, que, efectivamente, llegó a su tiempo, se dice que portando una buena cantidad de pez, útil para calafatear los barcos cuando hiciera falta. ¿Es que no llevaban ya la cantidad suficiente? ¿A cuento de qué esta carabela, que parecía objeto de una cita convenida? También se habla de una carta más o menos secreta que recibió Magallanes. Según Bergreen y otros autores, le advertía de la presencia de navíos portugueses que pretendían apresarle y le aconsejaba cambiar de ruta; para Lucena la carta procedía de su suegro Duarte Barbosa, que le prevenía contra el descontento de algunos oficiales españoles, quizá especialmente Juan de Cartagena, y de la necesidad de tener cuidado. El misterio sigue sin resolver. Pudieron existir dos cartas, una o ninguna. Lo único cierto es que el comportamiento de Magallanes tendió a hacerse todavía más desconfiado.

La travesía del Atlántico

Al fin la flota se hizo a la mar el 3 de octubre de 1519. Los viajeros no volverían a pisar tierra hasta pasados dos meses y medio. La ruta prevista, de acuerdo con las instrucciones reales y el plan anunciado con anterioridad, consistía en navegar hacia el suroeste, de las Canarias a Brasil, eludiendo en lo posible la zona de influencia portuguesa para encontrar cuanto antes la española, y costear por lo que hoy son Uruguay y Argentina, hasta encontrar un estrecho que nadie había visto hasta entonces, pero que Magallanes estaba radicalmente seguro de que tenía que existir. Ahora bien, la ruta seguida por el capitán general, y que tuvieron que aceptar todos no fue la del suroeste, sino la del sur, siguiendo, como los portugueses, la costa de África. ¿No era la más peligrosa de todas? ¿No era, además, incumplir el plan establecido? ¿O es que las informaciones recibidas por Magallanes le revelaban que los lusitanos le estaban esperando precisamente en la «ruta española», y quiso despistarles? El hecho extrañó sobremanera a los restantes mandos de la flota, pero Magallanes era de los que no están acostumbrados a dar explicaciones.

Iban, empujados por los vientos constantes del norte, cruzando el banco sahariano, famoso todavía hoy por su abundancia en pesca. Sabido es que los peces escogen las aguas frías no porque disfruten más con las bajas temperaturas, sino porque esas aguas son más ricas en nutrientes. La corriente fría de Canarias, que llega hasta la zona de Cabo Verde, procede de una corriente submarina que al tropezar con la costa africana se ve obligada a subir; en este movimiento, arranca materia del fondo, que contiene pequeños seres orgánicos que son los preferidos de los peces. Pigafetta, siempre curioso y atento a todas las novedades, nos cuenta admirado que desde los barcos se veían «pescados apiñados en tan gran cantidad, que parecían formar un banco en el mar». Exagera sin duda un poco, pero es cierto que los peces constituyen un «banco», y que entonces, sin apenas pescadores, su densidad era sin duda mucho mayor que hoy.

Pero aquella ruta, que no llevaba a América, extrañó a más de uno, y hasta se temió una añagaza de Magallanes. Parece que alguno preguntó «si no les llevaban a tierra de moros». El más molesto fue el director conjunto de la expedición, Juan de Cartagena, que un día preguntó al jefe supremo por qué se había desviado de la ruta prevista en el plan de navegación. La respuesta de Magallanes fue seca y terminante: «seguidme y no hagáis más preguntas». Tal vez el gran navegante tenía sus razones, pero no quiso explicarlas. Sánchez Sorondo llega a cuestionarse si Magallanes pretendía un choque frontal con su segundo, para buscar un motivo que le permitiera degradarlo y dejar en claro quién mandaba en la flota. Magallanes no toleraba competidores, y se sentía dueño de la situación, porque era el único que sabía ciertamente a dónde iba —¡o creía saberlo!—, mientras que Cartagena, que navegaba en la San Antonio y teóricamente la comandaba, era un caballero distinguido y culto, pero no entendía ni palabra de navegación. Sin embargo, Cartagena era un hombre de buena alcurnia, el de más alto rango social de los expedicionarios, y no entendía de humillaciones. El choque era inevitable. Una tarde, su «salve» omitió una palabra esencial: «Sálveos Dios, señor capitán e maestre, e buena compaña». Magallanes se sintió indignado ante semejante falta de respeto, y exigió inmediatamente que se le tratase como capitán general. Se dice —estos diálogos no los conocemos sino por testimonios indirectos— que Cartagena anunció que en adelante gritaría la «salve» un grumete. Pronto dejó de saludar de ninguna manera. La ruptura había alcanzado un grado definitivo, y nadie sabía a dónde podía llegar, o qué consecuencias se derivarían de ello en la marcha de la expedición.

Entretanto, los barcos cruzaron, siempre rumbo sur, entre Cabo Verde y sus islas, y mantuvieron el costeo de la enorme panza de África hasta el cabo Palmas y Sierra Leona. ¿Hasta dónde iban a llegar? ¿Es que se disponían a adentrarse en el golfo de Guinea? Qué locura si se mantenía semejante ruta. Al fin, cuando ya navegaba frente a la costa de Sierra Leona, Magallanes hizo virar al oeste-suroeste, y puso proa a Brasil. Con indiferencia de la finalidad psicológica o de los posibles motivos de fondo de aquella maniobra, cabe preguntarse por el acierto o el error de aquella derrota. Aspecto positivo: había navegado hacia el sur siempre con viento favorable y a buena velocidad. Se encontraba a solo ocho grados del ecuador, y para llegar a América le bastaba atravesar justo la franja más estrecha del Atlántico, aquella en que el saliente brasileño apunta hacia el extremo del vientre africano. Brasil y África se tocaron una vez, hace más de cien millones de años, formando parte de un antiguo continente, llamado Gondwana. Wegener ideó la teoría de la deriva de los continentes al darse cuenta de que ambas partes, Sudamérica y la costa central africana «coinciden» casi perfectamente, como piezas de un rompecabezas. Hoy no se admite la teoría de la deriva continental, sino el desplazamiento de las placas tectónicas; pero para los efectos viene a ser casi lo mismo. Todavía hoy Sudamérica y África siguen separándose varios centímetros por siglo. El tramo más estrecho de esa S gigantesca que dibuja el Atlántico se encuentra justamente entre el cabo Palmas en Liberia y la punta Natal, en Brasil. Pero no es tan fácil llegar a vela entre esos dos puntos relativamente cercanos. Y aquí radica el aspecto negativo: la flota magallánica tenía ahora que afrontar la zona de calmas chichas y la de las tormentas de la convergencia intertropical justo en su peor momento. Tardaría tres veces más en hacer aquel trecho que lo que había necesitado para llegar de las Canarias al cabo Palmas.

Las calmas ecuatoriales fueron enervantes. Ya habían desesperado a Colón en su tercer viaje, cuando temió perder sus navíos agrietados por un calor ardiente, sin poder avanzar. Lo mismo ocurrió diecinueve años después a Magallanes, en un trecho todavía más desfavorable. Según el cronista Herrera, las calmas duraron veinte días. Y cuando al fin tornó a soplar el viento, lo hizo en rachas violentas, y casi siempre en dirección contraria a la que convenía. Era preciso arriar las velas, mantenerse al pairo y esperar vientos favorables. Parece que solo tuvieron que sufrir una tempestad fuerte, pero caían las lluvias, mientras las rachas eran molestas e intermitentes. El tiempo transcurría casi en vano. Terminó el mes de octubre, avanzaba noviembre, y la flota apenas se había movido. Magallanes, previsoramente, ordenó el racionamiento de los víveres, con el descontento consiguiente de las tripulaciones. ¿No llevaban vituallas suficientes para dos años? De pronto, se había llegado a una situación de desconfianza, en que se palpaba el malhumor de la gente y el temor creciente ante un futuro incierto. Muchos pensaban en un error a la hora de elegir ruta. ¿Cuándo llegarían aquellos inquietos navegantes a las costas americanas?

El nerviosismo general quedó potenciado por la tensión eléctrica. Los barcos estaban atravesando la zona de convergencia intertropical, que entonces derivaba hacia el sur. Sepamos o no sepamos en qué consiste esa zona, todos hemos visto en los mapas del tiempo tomados por satélite, cuando se nos ofrece un panorama de casi todo un hemisferio, una franja extensa y vigorosa de nubes que abrazan gran parte de los océanos y hasta de los continentes, al norte del ecuador durante el verano boreal, al sur durante el verano austral. Se levantan enormes nubes tormentosas justamente allí donde cae el sol a plomo. Estas franjas de nubes arracimadas pueden producir lluvias torrenciales, y en determinados casos ciclones, tifones y tormentas tropicales.

Pigafetta, siempre expresivo, cuenta que «así tuvimos que navegar durante sesenta días de lluvia, con los mástiles desnudos a merced del viento». Y lo más enervante de todo era, junto con el calor tórrido, la fuerte tensión eléctrica. Con frecuencia lucían en lo alto de los mástiles los «fuegos de San Telmo». Muchos marinos conocían ya el fenómeno, que para el cronista italiano debió ser un espectáculo casi sobrenatural. Recuerda con espanto «una antorcha encendida en lo alto del mástil» de la Concepción, que duró horas y horas. Y exagera la intensidad de su luz blanco-azulada, ante la cual «quedamos como ciegos». No es tanto, en realidad. Los fuegos de San Telmo, interpretados por unos como signo ominoso, y por otros como una señal intercesora del santo, y por consiguiente promesa de salvación, impresionaron por espacio de siglos a los marinos que cruzaban zonas de tormentas eléctricas, y especialmente en aguas tropicales. Están provocados por un fuerte diferencial de la tensión, y se originan en una zona de aire ionizado en torno a un objeto puntiagudo: se han visto «fuegos» de este tipo en pararrayos, en postes elevados, en el extremo de las alas de los aviones, y hasta dicen que en la cornamenta de los ganados, sin que las reses sufran daños por eso. Estas chispas que parecen aletear no son en sí peligrosas —en el fondo, contribuyen a descargar la tensión—, pero tienen algo de fantasmagóricas cuando se las contempla en la oscuridad de la noche. ¿Es de extrañar que aquella situación hubiese provocado entre los tripulantes de los cinco barcos una peculiar sensación de desasosiego?

La tormenta estalló también de otra manera, aunque pudiera estar relacionada indirectamente con el ambiente caliginoso de aquellos días. Aprovechando una de esas calmas chichas, en que los navíos estaban casi juntos, Magallanes convocó un consejo general. Al parecer iba a tener lugar la conferencia prevista por las ordenanzas reales, que hasta entonces no se había cumplido. El pretexto, fingido o no, era juzgar a un grumete acusado de delito de sodomía. En aquellos tensos momentos los ánimos estaban fuertemente agitados. Pronto salió a relucir el tema que muchos estaban dispuestos a discutir. ¿Por qué no se había seguido el rumbo previsto? ¿Qué decisión había metido a los navíos en inesperados peligros? El más airado de todos era Juan de Cartagena, que ya había roto de hecho con Magallanes. Cuando protestó por las alteraciones realizadas sin consulta previa, el capitán general insistió en que la toma de rumbo era cosa que solo a él le correspondía. Cartagena recordó su condición de «adjunta persona» y de alto oficial real. La discusión se generalizó hasta que Magallanes, en un momento dado, decidió dramáticamente jugarse el todo por el todo. Aquella jugada podía costarle muy cara o asegurar para siempre su autoridad. De un salto, puso sus manos sobre los hombros de su contrincante, y dijo con voz firme: «daos preso». El golpe resultó. Todos pudieron quedar asombrados, pero no hubo resistencia, ni siquiera que sepamos por parte del propio Cartagena. Fortalecido psicológicamente por su éxito, Magallanes ordenó ponerle un cepo en los pies y grilletes en las manos. El segundo de la expedición —o codirector, según se quiera interpretar— quedaba detenido de la forma más infamante. Solo más tarde los oficiales españoles alegaron que un hidalgo no podía ser sometido a semejante trato, y hasta hubo quien se ofreció a ser colocado en su lugar en el cepo. El capitán general pudo entonces permitirse el rasgo de parecer condescendiente, y ordenó que quitasen los grillos. Cartagena fue trasladado como simple preso a la Concepción. El mando de la San Antonio fue entregado a Alonso de Coca.

Había terminado la competencia, y aquella especie de puñetazo sobre la mesa deparó a Magallanes una autoridad indiscutible y de hecho por un tiempo indiscutida. La tensión sorda no amainó por eso, pero tardaría en volver a manifestarse.

El reconocimiento de América del Sur

El viento al fin refrescó, y el 29 de noviembre la flota vio un cabo —probablemente el de San Agustín— que señalaba la costa brasileña. Aquí empezó a tomar sus anotaciones Francisco Albo, y desde entonces resulta más fácil recomponer la ruta. Magallanes, con todo, no quiso tomar tierra en la zona concedida a Portugal, para evitar cualquier incidente. Era absolutamente humano que después de más de dos meses de difícil y tensa travesía atlántica, la gente deseara con toda el alma tomar tierra, siquiera por una jornada; pero las órdenes son órdenes. Siguieron la costa, casi siempre invisible, a cierta distancia, hacia el suroeste; después doblaba todavía un poco más al oeste, a partir de cabo Frío. ¿Era posible que estuviera cerca el paso que tanto se deseaba? Magallanes lo hacía un poco más lejos, pero no podía desperdiciarse el menor indicio. El 13 de diciembre llegaron los barcos a una amplia bahía, hermosa, rodeada de pintorescas montañas y bellas islas. Era un paraje encantador, —se pretende que uno de los más encantadores del mundo—, y aquí la gente no pudo resistir más. El capitán general dio permiso para desembarcar. ¡Al fin tierra, después de setenta días de navegación ininterrumpida! Era la bahía de Guanabara, un nombre que aún se conserva; aunque el 1.º de enero de 1502 el navegante portugués Nicolás Coelho, que ya había estado con Cabral en el descubrimiento de Brasil, llegó a aquella bellísima bahía, y la llamó Río de Janeiro (de enero), otro nombre hoy igualmente conocido. Allí, según el relato de Ginés de Mafra, había estado alguien más, Joâo Lopes Carvalho, que había entrado en la bahía en 1511… y hasta allí había tenido un hijo de una mujer indígena. Ahora Carvalho era piloto de la Concepción, y se dice que fue él quien instó a entrar en aquel espléndido puerto. Por cierto que el hijo apareció, convertido en un niño mestizo de ocho años: y naturalmente, también apareció la mujer. Aquel encuentro, que tenía en el fondo algo de entrañable —y es de suponer que de efímero— parece que influyó en la cordialidad de los naturales con los recién llegados. Por si fuera poco, aquellos días llovió, después de una larga sequía: otro supuesto regalo de los navegantes, que fue igualmente agradecido. Falta hacia: llegaban las lluvias de verano, que son en Río más frecuentes que las de invierno.

En fin, aquel rincón del mundo fue siempre un lugar deleitoso, y los tripulantes lo disfrutaron más de todo lo que se puede imaginar. Por unos días, los marineros imaginaron encontrarse en el paraíso. Los indígenas, de la familia tupi-guaraní, se mostraron francamente obsequiosos. Pigafetta probó un plato de mijo «que ellos llaman maíz» (es curioso, los españoles hemos tomado el nombre de los naturales, mientras los brasileños siguen diciendo «milho»). Y algo que los europeos no conocían en absoluto, papas o patatas, «nombre que dan a ciertas raíces que tienen más o menos la forma de nuestros nabos y cuyo gusto se aproxima al de las castañas»: es de suponer que Pigafetta probó patatas crudas. Allí encontraron abundante alimento, amén de frutas, aves, carne, pescado, y una provisión nueva de agua fresca. Se habían acabado los racionamientos. Por otra parte, los expedicionarios hicieron magníficos negocios con los naturales: por un anzuelo o un cuchillo, obtenían cinco o seis gallinas, por un peine dos gansos, por un espejo o unas tijeras, pescado para diez hombres. Otra moneda que los indígenas aceptaban con gusto eran los naipes. Especialmente por un as de oros daban lo mismo que por un espejo. Pigafetta dice que aquellos hombres viven entre 120 y 140 años. ¿Exageración del vicentino, o es que como aquellos hombres contaban por medio de guijarros, es posible que amontonaran demasiados? Lo cierto era, según lo visto, que en la misma casa vivían los hijos, los padres, los abuelos y los bisabuelos. Tampoco son demasiado creíbles otras afirmaciones, como la que cuenta la existencia de pájaros que no tienen patas.

En fin, los más de doscientos navegantes pasaron unas Navidades maravillosas. Eso sí, algunos se quejaban del calor, porque el sol caía a plomo, como no había ocurrido en las regiones ecuatoriales. Estaban a 23º sur, según midió puntualmente Francisco Albo, y justamente en los días del solsticio del verano austral. Pero en una expedición como aquella no se podía estar demasiado tiempo en el paraíso. La aparición de una flota portuguesa en tan apetecible bahía podía producirse en cualquier momento, y la expedición de Magallanes hubiera fracasado. Quizá el capitán general hubiese sido ahorcado por traidor. Zarparon de Río de Janeiro el 27 de diciembre. El 31 recalaron en la bahía de Paraguaná. La exploraron con cuidado, porque todavía se encontraban en la zona de influencia portuguesa.

Todo cambió en los primeros días de 1520. La costa, hasta entonces montañosa, se hacía más baja, y derivaba cada vez más al Oeste. Podía ser el entrante que se buscaba. Y Carvalho, el único que había navegado por Brasil y al que por esa causa se concedía crédito, opinaba que ya no se encontraban lejos del estrecho. Estaban penetrando en el mar del Plata, la más fuerte escotadura de la costa de América del Sur. Forma un enorme triángulo entre los países que hoy se llaman Uruguay y Argentina, y tiene una longitud de 300 kilómetros. En la desembocadura de los dos grandes ríos Paraná y Uruguay su ancho no pasa de tres kilómetros, y las costas se van abriendo hasta distar una de otra unos 280. Como es sabido, aquel enorme golfo había sido explorado cinco años antes por Solís, que no había hallado paso hacia otro océano, y sí la muerte a manos de los guaraníes. Magallanes y otros muchos de la expedición lo sabían también, como que llamaron a aquel mar cada vez más dulce «mar de Solís». ¿A qué explorarlo de nuevo ahora? Magallanes, ansioso como nadie de hallar el paso entre dos mares, tenía dos razones, no muy fuertes, pero aceptables. Primera: en el globo de Behaim —si es el que le había inspirado— se dibujaba un entrante muy significativo hacia aquella latitud —digamos 35 grados sur—, que podía representar una cesura en las costas del Nuevo Mundo. Segunda: a Solís se lo habían comido los indios antes de que pudiese demostrar con absoluta seguridad que no había salida. Era preciso aprovechar todas las posibilidades. Motivos para opinar en contra: el mismo Solís había bautizado aquel lugar como «Mar Dulce»; y efectivamente, las aguas perdían salinidad conforme se penetraba en aquel enorme golfo. Todo hacía suponer la desembocadura de un gran río: (realmente son dos grandes ríos, el Paraná y el Uruguay), ríos caudalosos, que aportan cada año millones de toneladas de barro fino, y hacen crecer varios metros el delta. Hoy las fotos desde satélite nos muestran el Río de la Plata como una masa de agua terrosa. No solo la disminución progresiva de la salinidad, sino aquel color turbio, tan distinto del azul habitual, obligan a admitir que el mar se va convirtiendo cada vez más en río. ¿Cómo Magallanes no fue consciente de ello? Era tan tenaz y propenso al autoconvencimiento como Colón —aunque más bronco y guerrero que él—, y necesitaba comprobarlo todo hasta agotar la última posibilidad. Cometió un error, no cabe duda: eso es fácil decirlo a estas alturas.

El 8 de enero de 1520 los navegantes se encontraban ya frente a lo que hoy es la estación veraniega más conocida del Uruguay, Punta del Este, ya claramente en aguas de jurisdicción española. Francisco Albo, que nos proporciona en este punto más detalles que Pigafetta, denomina a este paraje cabo de Santa María. Por lo demás, «la tierra es arenosa», menos acantilada que la brasileña. Solo el 10 de enero vieron «una montaña como un sombrero, al cual pusimos el nombre de Monte Vidi». Es la primera versión que tenemos de Montevideo[2]. De acuerdo con el texto de Albo que acabamos de citar, el nombre se lo pusieron los propios hombres de Magallanes. Y la explicación más lógica, aunque no pase de conjetura, es la de que el vigía de la cofa era portugués, y dijo algo así como «monte vide eu» (he visto un monte). Los uruguayos siguen discutiendo la etimología del nombre de su capital. Como en una corrección al manuscrito de Albo se dice que el lugar se llama Santo Vidio (por san Ovidio, obispo de Braga), esta es otra posibilidad. O se ha barajado una derivación de la palabra «vidi» de los guaraníes. No hay motivos para considerar a Albo un mentiroso, pero más vale que no entremos en discusiones. Lo único que debe interesarnos es que el 10 de enero de 1520 los expedicionarios de Magallanes estaban ante lo que hoy es Montevideo.

Siguieron navegando hacia el oeste. Días más tarde se encontraban frente a una punta donde posiblemente se alza hoy Colonia del Sacramento, donde la costa hace una fuerte escotadura. Posiblemente fue allí donde vieron un grupo de indios que gritaban, tal vez charrúas. Uno de ellos, según el sensacionalismo de Pigafetta, era «un gigante con voz de toro». Parecían decir algo a los españoles, y Magallanes destacó un grupo de marineros: «para no perder ocasión de hablarles, y de verlos de cerca, saltamos a tierra cien hombres…, pero escaparon a enormes zancadas…». No hubo forma de alcanzarlos. Tal vez los desembarcados aspiraban a tener noticias de un paso entre dos mares, por más que no hubo forma de conseguirlas. Más allá comenzaba una tierra de hombres muy guerreros, y las dificultades de entendimiento crecieron.

Una tempestad, posiblemente la típica «surestada» del Mar del Plata, o tal vez una fuerte tormenta, como en aquellos parajes son frecuentes en verano, obligó a los barcos a resguardarse y esperar unos días. Magallanes, con todo, quería cerciorarse hasta el extremo sobre la desembocadura de aquel golfo. Desde el punto que habían alcanzado, la anchura entre las dos orillas disminuía, y la profundidad se hacía cada vez menor. Se destacaron las naves más ligeras, la Victoria y la Santiago, mientras las demás esperaban o exploraban la costa sur. Los que habían descubierto el lugar donde se alzaría Montevideo descubrieron más tarde aquel donde se alzaría Buenos Aires. Desde poco más allá ya se divisaban una a otra las dos costas opuestas. La Santiago disfrutó del privilegio que le otorgaba su menor calado, y fue introduciéndose cada vez más en el estuario. Los marineros fueron sondeando el fondo: cuatro brazas, tres brazas, al fin solo dos brazas. Hasta que la Santiago encalló. Era de prever. Se abrió una vía de agua, y hubo que repararla. El río, ya de agua completamente dulce, doblaba hacia el norte: era indudablemente el Uruguay. Veinte días se habían desperdiciado en la exploración del estuario.

Siguieron la costa hacia el sureste, ya sin esperanzas de encontrar el paso. Era una costa baja, en la que desembocaban algunos ríos, procedentes de lagunas interiores, pero sin la menor posibilidad de que abrieran camino a otro mar. Doblaron la punta Piedras, y se encontraron con una nueva bahía amplia, la de Samborombón, ya frente al mar abierto. No había ningún estrecho ni nada que permitiese adivinarlo. El 6 de febrero salieron definitivamente del río de la Plata y continuaron viaje hacia el sur, tal vez bastante desalentados. Había que seguir adelante, pero ya nadie sabía si la expedición iba a obtener ningún resultado útil. O quizá solo lo esperaba un hombre tan indesmayable como Magallanes.

Más allá de lo conocido

A partir de aquel momento, los cinco navíos comenzaron a surcar un escenario histórico absolutamente desconocido. Al estuario del Plata había llegado Juan Díaz de Solís. Posiblemente también Sebastián Caboto y Américo Vespucci, ambos al servicio de España. Pero al sur de Punta Piedras no había navegado jamás barco de vela alguno, ni español, ni europeo ni de ninguna otra parte del mundo. La aventura cobraba todo el misterio de lo absolutamente nuevo. Los barcos navegaban hacia el sureste frente a una costa baja y por lo general monótona. Cuando hacía falta, se aproximaban a tierra, para explorar la posibilidad de una abertura; por lo general, preferían costear a bastante distancia, para evitar bancos de arena o la posibilidad de encallar en un mar de escasa profundidad. El 9 de febrero, Francisco Albo mide la latitud y denuncia la existencia de «muchos fuegos», es decir, de hogueras encendidas por los indígenas. Ningún otro detalle llama la atención de los navegantes.

Hacia el 12 o 13 de febrero, doblaron el cabo Corrientes, un saliente rocoso cerca de la actual ciudad de Mar del Plata (que ya no está en el Plata); a lo lejos, desde el mar, podían divisar la lejana silueta azulada del Tandil, el primer perfil montañoso que divisaban desde las costas del Brasil. Superado el cabo, vieron con cierta esperanza que la costa dobla al suroeste, después ya claramente al oeste, hacia el gran entrante de Bahía Blanca. ¿Estaría allí el final del Nuevo Mundo? ¿Habría paso libre hacia el océano dónde se encuentran las verdaderas Indias? Magallanes hacía explorar todos los accidentes de la costa, y durante un tiempo, para evitar cualquier accidente, los barcos fondeaban de noche y reanudaban el reconocimiento al alborear el día. De pronto, sobrevino una tempestad, que dispersó los navíos y aconsejó meterlos en alta mar, para evitar el peligro de que se estrellasen contra la costa. No volvieron a ver tierra en tres o cuatro días. Y cuando lo hicieron comprobaron que el litoral seguía extendiéndose hacia el oeste. No parecía sino que allí se acababa América del Sur, y se abría un amplio paso libre hacia el país de la Especiería. Los motivos de optimismo eran allí mayores que en el Río de la Plata. No solo la prolongación de la costa hacia el oeste era tan profunda o más que en el estuario descubierto por Solís, sino que en esta ocasión no existía una orilla frontera. Aquello no era el estuario de un río, sino una inflexión de la costa sudamericana hacia el oeste. Una inflexión que tenía todos los visos de ser definitiva. Por desgracia, si tal era lo que esperaban los expedicionarios, se equivocaban tanto como los portugueses que setenta años antes costeaban la orilla del golfo de Guinea pensando que allí terminaba África.

El entrante de Bahía Blanca es el más profundo de toda la América del Sur, más extenso incluso que el Río de la Plata. Es un golfo abierto, cuyo recodo final no se ve hasta el último momento. Hacia el 20 de febrero llegaron nuestros navegantes hasta el recodo. Altas montañas, la sierra de la Ventana, se distinguían a distancia hacia el norte. Por el oeste, la tierra se cerraba de nuevo: América no terminaba allí, seguía prolongándose hacia el sur. Pero aún había esperanzas: una escotadura, que podía ser un estrecho, se adentraba en tierra. Magallanes quiso ser prudente; la entrada parecía angosta, y se veían varias islas bajas, propensas a un encallamiento. Soplaban vientos fuertes, propios ya de la Patagonia, y la temperatura, como si el otoño se adelantase a aquellos días finales de febrero, era ya fresca. Al fin, tal vez el 22 de febrero, se adentraron en aquel golfo (justo allí se alza hoy el puerto de Bahía Blanca,) «y vieron todo cerrado», anuncia el manuscrito del piloto genovés. Es decir, no había estrecho, ni allí, ni un poco más abajo, donde está la desembocadura del importante río Colorado, que aporta aguas procedentes de los Andes a aquella tierra más bien seca y un tanto desolada.

Hubieron de seguir hacia el sur, evitando islas molestas y costas con frecuencia pantanosas. ¿Hasta dónde iba a continuar la terquedad de aquel continente, que como una barrera se prolonga más que ningún otro del mundo hacia latitudes australes? Se encontraban ya a 40º sur, y no se divisaba la posibilidad de un paso. La tierra seguía siendo baja y con frecuencia marismática —Bahía Anegada—, pero salvo algunos ríos, no existía entrante alguno hacia el interior. El estrecho, sin embargo, aseguraba Magallanes, tenía que existir, aunque ya no se atrevía a asegurar en qué latitud. Tal vez el ánimo de las tripulaciones iba disminuyendo, a la vez que la desconfianza en aquel hombre tan firme en sus convicciones como Colón, pero de carácter más duro y menos dispuesto a dar explicaciones; la verdad es que en ninguno de los pocos relatos directos que poseemos existe un testimonio claro de un descontento que acabaría estallando un día de repente, pero que pudo y hasta debió de irse incubando a lo largo de aquella costa baja, de fuertes vientos —más que de mal tiempo propiamente dicho— y carente de mayores perspectivas.

Después de un cabo de tierras bajas —hoy Punta Rasa— pudieron navegar al suroeste, y una jornada después otro cabo más elevado —Punta Bermeja— abría la costa hacia el oeste: ¡otra vez la esperanza! La verdad es que la orla atlántica del cono sur americano está formada por una serie de entrantes sucesivos, desde el mismo Río de la Plata en adelante, pero una y otra vez niega el paso definitivo. Llegaron los navegantes a un amplio golfo, que ahora se llama golfo de San Matías, y allí, según relato de un piloto portugués, «estuvo a punto de perderse la nao capitana», no sabemos si por un golpe de mar o por una mala maniobra cerca de la costa: lo cierto es que Magallanes la llamó, quizá por este motivo, «bahía de los Trabajos». Ciertamente el golfo de San Matías es famoso por sus mareas, que alcanzan desniveles de siete metros y más, y las corrientes tuvieron tal vez que ver con el percance. (Tan fuertes son las mareas, que en algún punto cercano se ha proyectado construir una central maremotriz: hasta el momento no se ha realizado el proyecto por la oposición de los ecologistas). Los navegantes de Magallanes no encontraron salida alguna, y al final tropezaron con un gran saliente de tierra, que los desengañó por completo, y que es hoy la famosa Península Valdés. Famosa por la abundancia de ballenas que se acercan a sus costas, sobre todo en la primavera (septiembre a noviembre). Hay quien ha llegado a contar hasta quinientas en un día. La Península Valdés es ahora uno de los atractivos turísticos más solicitados de la costa atlántica de América del Sur. Los curiosos no solo pueden ver ballenas, sino cachalotes, orcas, delfines, lobos marinos (o leones marinos), aves de todos los plumajes, y sobre todo los graciosos pingüinos, que forman abundantes colonias. Vale la pena acudir a aquella península (los argentinos dicen simplemente Península) para admirar tan gran variedad de animales antárticos, la mayoría de los cuales no son frecuentes o son totalmente inexistentes en nuestras latitudes.

Los marinos de la flota de Magallanes no eran turistas, y apenas nos dan noticias de aquellos animales tan distintos a los que ellos conocían. Sin embargo en la Concepción viajaba un turista puro, curioso por todo lo exótico que pudiera encontrar, y es él quien nos cuenta: «vinimos a dar con dos islas llenas de ocas y de lobos marinos —escribe Pigafetta—. El número de ocas es mayor de todo lo que se pueda contar. En una hora abarrotamos los cinco navíos. Estas ocas son negras, y tienen el cuerpo cubierto de plumitas, pero no pueden volar. Su pico es como el de un cuervo, y viven del pescado». No hace falta precisar que tales «ocas» son pingüinos, que seguramente los hombres blancos veían por primera vez. A Pigafetta le llamó la atención su aspecto, su gregarismo, su andar patoso y simpático, sus finas plumas y su pico prominente. Como aves pescadoras, nadan mucho mejor que andan. Nos cuenta que llenaron las naves, tan fáciles de cazar eran aquellos «pájaros bobos» que no huían del hombre; pero no nos dice que como alimento no rindieron a sus captores tanto como imaginaban, porque su sabor es casi tan salobre e ingrato como el de las gaviotas, aparte —eso sí nos lo cuenta Pigafetta— de que resultaban muy difíciles de despellejar. «En cuanto a los lobos marinos, los hay de diversos colores, gordos como terneros […]; orejas pequeñas, largos dientes; no tienen patas, sino unos pies que les arrancan del mismo cuerpo, parecidos a nuestras manos […]; resultarían ferocísimos si pudieran correr. Nadan y se alimentan de peces». Los lobos o leones marinos —confundibles entre sí para un no experto— son enormes mamíferos pinnípedos, que tienen un peso de hasta trescientos kilos, y un aspecto monstruoso que Pigafetta describe muy bien. Como los pingüinos, nadan ágilmente y andan muy mal; arrastrándose sobre sus aletas: de aquí que en tierra sea fácil eludirlos, pero en cambio son peligrosísimos en la mar. No tenemos noticias de que los expedicionarios hayan cazado ninguno. Pigafetta no nos habla de las ballenas, cuya abundancia no hubiera dejado de llamar su atención; pero el otoño —estaban ya en el mes de marzo— no es época de apareamiento, y las ballenas suelen preferir en verano y en otoño aguas más australes donde abunda el krill —diminutos crustáceos— que les sirve de principal alimento.

Después de la Península Valdés encontraron los navegantes otro seno —Golfo Nuevo—, también abundante en animales raros y liebres patagónicas, pero tampoco dieron con la salida que buscaban. La empresa se estaba haciendo infinitamente más laboriosa de lo que habían supuesto, la navegación era a veces difícil por los bajíos y las islas, el viento de Patagonia soplaba siempre con fuerza, las corrientes eran contrarias y el frío, sin ser todavía insoportable, iba aumentando. El europeo que llega por la costa argentina a latitudes de 40º equivalentes a las de Madrid, Lisboa o Valencia, se extraña del frío que hace, y ya en los 50º, a la altura equivalente de París o Londres, se siente en regiones antárticas, como si el polo estuviese más cerca, que realmente no lo está. Ocurren dos hechos complementarios, aunque contrapuestos en sus consecuencias. Los europeos están —o estamos— acostumbrados a la influencia templada de la Corriente del Golfo, que eleva la temperatura de las costas de España, Francia, Inglaterra, Escandinavia, de tres a cinco grados por encima de los normales para su respectiva latitud; por su parte las zonas del cono sur americano están relativamente cerca de ese frigorífico inmenso que es la Antártida, y por si fuera poco en la mar impera una corriente fría, de suerte que Patagonia siente una temperatura mucho más baja que Francia, aunque ambas se encuentren a la misma distancia del polo. Con todo, no es que nuestros navegantes estuviesen sometidos a un frío como el que tuvieron que padecer Amundsen, Scott, Ross o Shackleton en la Antártida. Lo que ocurre es que la mayoría de ellos estaban acostumbrados a mares tropicales, y ante temperaturas de catorce grados centígrados sentían frío, y tal vez ni siquiera llevaban ropas de abrigo. El hecho de que se quejen del frío, una y otra vez, en lugares donde habitualmente no lo hace (se quejarán de nuevo de frío en el cabo de Buena Esperanza) es significativo. Y aunque en la travesía del Estrecho verían glaciares y montañas nevadas, la temperatura que hubieran podido medir los termómetros en la cubierta de sus barcos —en pleno verano austral— no parece haber alcanzado nunca a los cero grados centígrados.

El enorme golfo de San Jorge, de más de cien kilómetros de amplitud, no ofreció grandes esperanzas de encontrar la abertura esperada. La costa es más bien acantilada, sin cesuras, excepto el lugar donde hoy se alza la ciudad de Comodoro Rivadavia, base naval y zona de producción petrolífera, que nuestros navegantes del siglo XVI no pudieron imaginar. El lugar estaba lleno de pequeños cerros ariscos y playas en que abundaban más los pedruscos que la arena. No valía la pena detenerse siquiera en aquella tierra de aspecto poco acogedor. Remontado el cabo Tres Puntas, la costa seguía impertérrita su camino hacia el sur. El 12 de marzo llegó, de acuerdo con el calendario juliano, entonces vigente, el otoño austral. El estrecho seguía sin aparecer. Y los vientos comenzaban a soplar del sur o del oeste, cada vez más frescos y a veces molestos por sus rachas intermitentes. El río Deseado se llama hoy así porque (aunque nace en un lago de los Andes) cruza una zona seca. Patagonia es ventosa y fresca, con frecuencia se ven nublados de desarrollo horizontal, pero llueve relativamente poco. Siguieron los exploradores una costa desolada, con algunas mesetas y lomas, pero sin grandes alicientes. Hasta que el 30 de marzo llegaron a un profundo golfo, resguardado por una estrecha boca. Se abría de nordeste a sudoeste, y por tanto protegía bien frente a los vientos más destemplados. Realmente eran dos golfos consecutivos, uno exterior abierto al mar, y otro interior, separado del primero por un estrecho. En aquel golfo interior las naves estarían absolutamente seguras de las más furiosas tempestades. Varias islitas garantizaban aún más la seguridad. El lugar fue llamado por sus descubridores Puerto de San Julián. Por supuesto, aquel sistema de bahías tampoco conducía a ningún estrecho. Allí, el 31 de marzo, ante la sorpresa de todos, decidió Magallanes detenerse y establecerse en régimen de invernada durante seis meses.