UN NAVEGANTE PORTUGUÉS
Y UNA RUTA ESPAÑOLA

Transcurrieron unos años poco definidos. En España, los problemas ultramarinos quedaron hasta cierto punto relegados por los problemas internos. Es posible que la reina Juana, ya viuda de Felipe el Hermoso, estuviera menos loca de lo que se decía, pero era evidente que no tenía la energía y el talento necesarios para hacerse con el poder. El heredero era su hijo, Carlos de Gante, que residía en Flandes, y que tenía a la sazón más deseos de llegar a emperador de Alemania —y, por dignidad simbólica el más respetable monarca de Europa— que rey de España. Con todo, para entronizarle en Castilla y Aragón era preciso esperar a su mayoría de edad. El regente, cardenal Cisneros, era un hombre anciano, pero inteligente y enérgico. Hubo de esforzarse en contener los deseos de la nobleza que deseaba recuperar parte del poder perdido bajo el dominio de la poderosa y bien organizada monarquía de los Reyes Católicos, y apenas tuvo tiempo de ocuparse de América. Es más, la misión de los Jerónimos para informar de la situación de las Indias fue desfavorable, en cuanto que los colonos solo pensaban en su provecho y no en la evangelización de las nuevas tierras, que tampoco hasta entonces habían rendido en la medida que se esperaba. Llegó a proponerse el abandono militar y político del Nuevo Mundo, para mantener solo la labor misional. Cuando llegó el nuevo monarca, Carlos I, un joven de 17 años, que soñaba en imperios y hazañas caballerescas, fue replanteado el tema de qué cabía hacer con las inmensidades del Nuevo Mundo, la posibilidad de su conquista y de su colonización, sin abandonar la misión evangelizadora. Por otra parte, muchos colonos estaban descontentos por el ambiente que les rodeaba en las tierras descubiertas por Colón. No había llegado el momento de conocer las posibilidades inmensas de América, algunos hablaban de «tierra de perdición», y parecían dispuestos a regresar. Aún no existía un plan concreto sobre América y la tarea que se imponía a España, cuando llegó un hombre con ideas enormemente sugestivas sobre la posibilidad de llegar todavía más lejos que el Nuevo Mundo.

La figura y la idea de Fernando de Magallanes

Más de la mitad de los relatos de la primera vuelta al mundo son intencionalmente biografías de Magallanes. Es natural que dediquen buena parte de sus relatos a contar los orígenes, la formación y la vida del marino portugués. En este libro no parece necesario repetir una vez más todo lo sabido, que es mucho y muy prolijo, y ocupa buena parte de los textos. Basta ahora conocer tan solo en grado suficiente los aspectos más notables de la personalidad de aquel hombre notable, y los motivos que le llevaron a ponerse al servicio del rey de España para realizar una de las más grandes hazañas en la historia de los descubrimientos del mundo.

Fernando de Magallanes nació en 1480, en Sabrosa, una población del interior de Portugal, pero pronto se trasladó a la costa y vivió el fragor aventurero de las grandes expediciones navales que entonces se estaban realizando para descubrir nuevas tierras. Joven todavía, consiguió embarcar en una de las 22 naves que en 1505 llevaba Francisco de Almeida, tripuladas por más de 1500 hombres, todos «gentes de guerra» —jamás se había visto empresa semejante— nada menos que con la pretensión casi cósmica de «conquistar la India». Magallanes tuvo ocasión de combatir en Mombasa, durante el costeo de África, y luego participó en encuentros guerreros de toda suerte en distintos puertos de la India, donde fue herido varias veces. Era un hombre arrojado, valeroso, hambriento de hazañas y dueño de una voluntad indomable. José de Arteche ve en él un hombre «impetuoso e irascible», lleno de «vitalidad y reciedumbre» y de una «inquebrantable tenacidad». Por sus hazañas de juventud diríamos que fue más guerrero que marino, pero la experiencia de repetidas navegaciones acabó haciendo de él uno de los mejores navegantes de su tiempo.

En 1511 participó en la expedición organizada por el virrey Alburquerque destinada a la conquista de Malaca. Desde los tiempos de Marco Polo, ningún europeo había llegado tan lejos. Pero Marco Polo era un simple comerciante y aventurero, en tanto la expedición de Alburquerque —que no dejaba de tener una finalidad comercial— era oficial, militar y conquistadora. Magallanes se portó como un hombre arrojado y fue herido varias veces. Puede decirse que en su carrera militar no hubo acción de armas en que no resultase herido, un hecho que tal vez puede explicar su final. En Malaca encontraron los portugueses un excelente mercado de especias, que los navegantes transportaban desde las islas del Maluco o Molucas, situadas todavía más allá. Fernando de Magallanes pretendió alcanzar aquellas fabulosas islas, acompañando a un grupo de audaces aventureros en que figuraba también su amigo Francisco Serrano. La expedición fracasó, aunque Serrano después de varios naufragios consiguió llegar a Ternate, una de aquellas islas tan buscadas. Desde allí pudo mantener una interesante correspondencia con Magallanes. Las Molucas estaban muy lejos; en sí eran muy pobres, pues producían malas cosechas… excepto las maravillosas especias, que los naturales vendían a buen precio a cambio de los artículos que necesitaban. La zona era peligrosa por sus tempestades, pero valía la pena llegar a ellas.

Magallanes nunca pudo reunirse con Serrano, pero conservó siempre el sueño de llegar un día a aquellas islas remotas, peligrosas, donde se producían las famosas especias. Nunca lo consiguió, ¡ni cuando mandó una escuadra española destinada a conquistar las Molucas! En la India se dedicó a los negocios, y se arruinó. Regresó a Portugal. Ansioso de aventuras, participó en una expedición a Marruecos, y fue gravemente herido en la batalla de Azamor. Quedaría cojo para toda la vida. Acusado de vender artículos para el enemigo, perdió la confianza del rey don Manuel el Afortunado. Pidió una recompensa por sus hazañas, que le fue denegada. Caído en desgracia, decidió correr mejor suerte en España.

Como Colón, fue un hombre que, desengañado en Portugal, cambió de fidelidad para cumplir sus propósitos. Su idea estaba clara: pedir autorización y ayuda para llegar a las Molucas, la tierra de la especiería. Las cartas de Serrano y las distancias exageradas por los portugueses le permitían suponer, o conjeturar al menos, que aquellas islas caían en el hemisferio español. No se conocía exactamente el tamaño del mundo, y justamente su viaje sería el primero que pudiera precisarlo. Bartolomé de Las Casas dice que Magallanes «trajo un globo bien pintado en que toda la tierra estaba, y el camino que había de llevar, salvo el Estrecho, que dejó de industria [a propósito] en blanco, para que nadie se lo saltase». Quizá demasiado parecido con el famoso mapa de Colón —al que también fray Bartolomé se refiere— para que sea cierto. La polémica sobre el famoso globo o mapa de Magallanes, que ha hecho correr ríos de tinta, más nos desorienta que otra cosa, y muchas veces roza el ridículo. No podía ser el globo de Martín Behaim, trazado en 1491, y basado probablemente en el de Toscanelli, sencillamente porque desconocía la existencia de América. Si más tarde hizo otro globo, no podía saber más que Vespucci, que solo conoció algo de la costa sudamericana, nada de un estrecho. Otra versión: el mapa de Magallanes no era el de Behaim, sino del de Waldseemüller, el primero que escribe «América». Es el que pinta una América muy estrecha, pero que termina, sin escotadura alguna, en el marco del dibujo. Nada permite adivinar.

Pedro Reinel fue el primero que dibujó, en 1504, un mapa con escala de latitudes: qué gran avance; pero de nada pudo servir a Magallanes, porque no representa la punta de Sudamérica, la única que hubiera podido interesarle. Llama a engaño de muchos historiadores una carta de Sebastián Alvarez, agente de Manuel I en Sevilla, que cuenta a su rey que Magallanes pretende navegar «de Sanlúcar a Cabo Frío, dejando Brasil a la derecha, hasta pasar la línea de partición; y de ahí navegar al oeste y oeste-noroeste, derecho a las islas del Maluco, cual están asentadas en la carta que hizo Reinel…». Alvarez adelanta la ruta que va a seguir Magallanes, pero no dice en modo alguno por dónde va a atravesar América, si es que América es atravesable; sino que va a navegar más allá del continente hasta las islas Molucas, allí donde las representa el mapa de Reinel. Reinel había hecho efectivamente un mapa de África y Asia, y coloca las Molucas más allá de Malasia, pero no sabe si hay un estrecho que corte América ni dónde se encuentra… Total, una versión inútil, como todas. Tampoco nos sirve, como se ha dicho, el mapa de Johannes Schoner, discípulo de Waldseemüller, trazado en 1515, que presenta un estrecho… ¡por Panamá!, precisamente donde ya se sabe que no existe. También se habla de la carta mundial de Lopo Homem, dibujada en 1519, al tiempo que Magallanes salía de Sanlúcar. En aquel mapamundi, Brasil enlaza con la Terra Australis, que parece cortada en la costa del Atlántico, pero no se ve ni asomo de la cortadura en la parte correspondiente del Índico, donde la Terra Australis enlaza sin solución de continuidad con Catay, China. Nada de un estrecho continuado de un océano a otro. Lopo Homem, todavía en 1519 no concibe más que dos océanos: el Atlántico y el Índico, solo comunicados por el cabo de Buena Esperanza. Magallanes, que no tuvo tiempo siquiera de ver el mapa, no hubiera sacado nada en limpio.

Y es que los geógrafos conocían el mundo peor que los navegantes. Estos descubrían todos los años nuevas islas y tierras, pero la información de los eruditos marchaba con varios años de retraso. Qué disparate que Colón se hubiese dejado engañar por Toscanelli o Magallanes por Reinel o Lopo Homem. Que Magallanes, como Colón, estuviese movido por una intuición irracional e inconmovible es otra cosa. Ambos se equivocaron y acertaron a un tiempo. Y con sus conocimientos sí que obligaron a cambiar los mapas del mundo.

En España reinaba ya Carlos I, muy pronto emperador, el primer y único emperador europeo-americano de la historia, que dice Menéndez Pidal: un joven de 17 años, que soñaba aventuras caballerescas y destinos maravillosos, como su abuelo Carlos el Temerario. Magallanes consiguió entrevistarse con él, y el monarca se entusiasmó con la idea: ¡prolongar sus dominios hasta más allá del Nuevo Mundo! Muy pronto, el 22 de marzo de 1518, se firmaron en Valladolid las capitulaciones. Magallanes quedaba autorizado a mandar una flota de cinco naves, que buscarían un estrecho por la parte sur de las Indias y a través del nuevo mar habrían de dirigirse a las islas del Maluco. Tendrían sumo cuidado de no penetrar en la zona reservada al rey de Portugal. El jefe de la expedición tendría el título de capitán general, aunque habría de dar cuenta de sus decisiones a los demás capitanes y conferenciar con ellos. Se le concedía derecho a descubrir en la zona durante diez años, sin competidor alguno, obteniendo el beneficio de sus descubrimientos. Si encontraba más de seis islas, podría considerarse señor de dos de ellas, por supuesto, bajo la teórica soberanía superior del monarca español, y percibir sus rentas. Puente y Olea comenta que Fernando el Católico, siempre prudente y sabiamente desconfiado, no hubiera firmado una capitulación así. Carlos I era en 1518 un joven de 18 años, inexperto y soñador, y pudo permitirse un texto concesivo y ambiguo.

Ahora bien, y aquí está la primera contradicción: Magallanes no sería el único director de la operación. Había traído con él a un astrónomo sabio y según algunos medio loco, Ruy Faleiro, con el cual habría de compartir el mando y las responsabilidades. Es un hecho extraño en un hombre tan ambicioso y tan autoritario como Magallanes, y era evidente que Faleiro no poseía sus mismas dotes de mando ni su experiencia como navegante. Apenas se explica semejante dualidad, como no sea por una razón fundamental: Faleiro era un extraordinario calculista, que decía haber descubierto un medio infalible para medir las longitudes geográficas; y esta facultad era imprescindible para conocer si las islas que se descubrieran correspondían a la demarcación española o a la portuguesa. Entonces no existía un método seguro para determinar la longitud, como sí en cambio podía calcularse bastante bien la latitud. Este método no se encontraría hasta el siglo XVIII, y más aún en el XIX, cuando fuera posible llevar relojes precisos a bordo (relojes de volante, no de péndulo, que no soportaban los balanceos y cabeceos del barco). Parece ser que el método descubierto por Faleiro se basaba en medida de la variación de la brújula, que no apunta al norte geográfico, sino al norte magnético, y esta desviación es distinta según la longitud del lugar. Realmente, no conocemos el método de Faleiro, ni lo sabremos nunca, porque no llegó a embarcar; parece que se volvió loco o así se dijo, y acabaría llevándose su secreto a la tumba: si es que realmente tenía un método secreto, que eso tampoco lo sabemos, y hasta no parece muy probable. Faleiro es el primer misterio de la aventura de Magallanes.

Lo que nos cuentan

No se trata de elaborar o analizar un elenco de fuentes en que se han inspirado los historiadores para contar la extraordinaria aventura de la primera vuelta al mundo. Pero en este momento parece oportuna, más bien necesaria, una breve reseña de los escritos de aquellos que vivieron la odisea, o de aquellos que la conocieron de primera mano cuando los pocos protagonistas que pudieron sobrevivir regresaron a Europa. Sabemos que Magallanes llevaba un detallado Diario de Navegación, sin duda menos literario y emocionante que el de Colón, pero que nos hubiera sido de inestimable utilidad, por más que el director de la empresa muriera antes de poder coronarla. Por desgracia, este relato se ha perdido, y no contamos de él ni la menor referencia. De todas formas, no podemos quejarnos. Cinco de los viajeros dejaron escritos más o menos extensos, pero todos interesantes; y por lo menos una docena de personas interesadas escucharon de labios de ellos o de otros expedicionarios detalles sumamente expresivos, capaces de completar nuestro conocimiento de lo ocurrido. Entre los que oyeron hablar de la aventura figuran varios conocidos cronistas de Indias, que tuvieron trato con los protagonistas o con quienes les habían oído. Valga aquí una somera enumeración, siquiera sea para recuerdo por parte del lector de nombres que con seguridad le sonarán a lo largo de los siguientes capítulos.

El relato más circunstanciado es el de Antonio Pigafetta (Antonio Lombardo en el rol de los tripulantes), un hombre culto y curioso, dos cualidades que le definen muy bien y hacen su relato más interesante. Había venido a España acompañando al nuncio papal, y aquí se manifestó inmediatamente su enorme interés por la aventura de los viajes de descubrimiento de nuevas tierras allende el océano. Tenía solo 28 años cuando conoció a Magallanes y se entusiasmó con su idea. Debió contar con personas de influencia cuando logró enrolarse en la tripulación sin ninguna dificultad, a título de «sobresaliente», es decir, de viajero libre y sin una misión fija. Tal vez debió convencer a Magallanes de su capacidad para escribir una buena crónica de cuanto iba a suceder, y publicarla para conocimiento del mundo. El hecho es que por su simpatía, su fidelidad y su facilidad para conectar con la gente supo ganarse el afecto del jefe —a quien por su parte adoraba— hasta el punto de que en la gesta no parece haber otro héroe que Magallanes.

Pigafetta escribe con soltura, da muestras de una curiosidad sin límites, se interesa por cuanto acontece, y posee dotes indudables de reportero, incluidas algunas tan poco fiables como el sensacionalismo, la exageración o la mezcla de realidades interesantes con leyendas no menos interesantes, pero muy poco creíbles. No solo es un precedente del reportero moderno, tal como hoy lo entendemos, sino que tiene mucho de etnólogo y antropólogo: le interesan extraordinariamente el aspecto físico, las costumbres, las formas de vida, las concepciones y la cultura de aquellos indígenas con los que se va topando a lo largo de su vuelta al mundo. Posee un indudable don de lenguas, hasta el punto de que a los pocos días de entrar en contacto con una tribu, es un intérprete tan valioso o más que Enrique de Malaca, el esclavo que para esa función llevaba Magallanes. Interesado por las lenguas, nos proporciona ricos vocabularios de varias culturas, la de los charrúas y guaraníes, de los tehuelches patagones, de los filipinos, de los moluqueños. Con una cierta dosis de morbo periodístico, gusta de relatar las costumbres sexuales de los pueblos que conoce: pero ese era un detalle sumamente llamativo para la curiosidad del hombre renacentista. Es el momento —qué importante en la historia— en que el mundo europeo conoce otros mundos, otros hombres, otras formas de ser, que hasta entonces, en su concepción unitaria, no podía imaginar; y, asombrado, exagera las diferencias.

Qué duda cabe de que Pigafetta exagera en esto como en todo. No siempre es creíble, y lo malo del caso es que le han creído no solo los lectores de su tiempo, sino otros muy posteriores, incluso algunos actuales. ¿Hasta qué punto busca el detalle sensacional para llamar más la atención? ¿Incluye leyendas imposibles solo para hacer más apasionante su relato, sin ánimo deliberado de engañar? ¿O le engaña su propia imaginación? La verdad es que la literatura de viajes renacentista (y también los dibujos o grabados que se conservan) gustan de representar seres mitológicos, monstruos estrafalarios y hombres gigantes, enanos, con un solo pie enorme, que por cierto les sirve para dormir la siesta a su sombra, o con un solo ojo como los cíclopes, o dotados de grandes orejas que les caen hasta el suelo. Frente a estas monstruosidades, la imaginación y la credulidad de Pigafetta se desatan; no llega a todos los dislates de las viejas mitologías, eso es cierto, pero no por eso deja de representarnos seres peregrinos o animales monstruosos, desde aves capaces de llevar en sus garras un elefante hasta hojas verdes dotadas de vida, que se pasean delante de él como si fueran grandes insectos. Un detalle imperdonable en Pigafetta: su devoción a Magallanes le impide valorar las hazañas de los demás, y sobre todo le hace ignorar al otro héroe de la expedición, Juan Sebastián de Elcano. Se las arregla para no mencionarle siquiera. Como si no existiese. Sin duda por eso, o porque en la nao Victoria no dispone de un lugar adecuado para escribir, su información de la última parte del viaje se queda en unos cuantos párrafos, la mayor parte de ellos más fantasiosos que narrativos. El relato de Pigafetta es el más extenso y en cierto modo, por su sentido «periodístico», valga la palabra, el más interesante de cuantos poseemos de los viajeros o los coetáneos al viaje. Muchas de sus informaciones son de valor inestimable, otras solo satisfacen la curiosidad de los lectores —los de entonces y algunos de ahora— por su valor anecdótico y por su portentosa imaginación. El historiador sabe distinguir entre la realidad y el mito, y por lo general establece esta fundamental diferencia a la hora de utilizar el contenido del relato. Otro inconveniente tiene el texto del italiano, y a él acabamos de referirnos: es la desigual dedicación a los hechos, con una especial preferencia por aquellos que ocurren mientras es algo así como el niño mimado de Magallanes y puede escribir con su complacencia y hasta por su encargo. Comprendámoslo. Pero lo que ocurre es que muchos autores que utilizan preferentemente como fuente primaria el relato pigafettiano, caen inconscientemente en la misma desigualdad informativa. Qué poco se nos dice sobre Timor, sobre la isla Amsterdam, sobre la emocionante travesía del Índico, sobre la lucha a vida o muerte durante el paso del cabo de Buena Esperanza, sobre el larguísimo viaje por el Atlántico sur y la zona ecuatorial hasta la peligrosísima recalada en Cabo Verde. He hecho todo lo posible por complementar estas lagunas lamentables con otras fuentes de información, escritas o naturales, que nos ayuden a reconstruir la realidad histórica con el mismo ritmo y la misma extensión que aquellas que se conocen más por extenso. Si el lector advierte mi esfuerzo por encontrar la debida compensación en el ritmo del relato, no me pesará en absoluto.

Completamente distinto al librito de Pigafetta es el derrotero de Francisco Albo, piloto de la Concepción, más tarde de la Victoria. Es un relato preciso de situaciones, rumbos, dirección del viento cuando procede, o estado de la mar. Albo calcula la latitud por la altura del sol, una técnica que es necesaria cuando no se ve la estrella Polar. Los navegantes españoles, que casi nunca abandonaban el hemisferio norte cuando tenían que ir al Nuevo Mundo, acostumbraban a tomar medida por la Polar. Albo opera como los portugueses, y acierta con una precisión muy aceptable para aquellos tiempos. Probablemente utilizaba para situarse la técnica del «punto de escuadra». No se equivoca excepto en la espera interminable de la llegada al cabo de Buena Esperanza: ¡era tal y tan dramática la necesidad para aquellos navegantes! Pero en cuanto le es posible, corrige su posición. Nos proporciona pocos detalles sobre la marcha de la expedición, los sucesos ocurridos, la idiosincrasia de los naturales de las islas, las enemistades y reyertas que están a punto de dar al traste con la aventura. Con todo, describe mejor la exploración del Río de la Plata, los escasos hallazgos de islas en el Pacífico, o lo ocurrido en las Molucas o en el Índico, que el mismo Pigafetta: pero está claro que no se propone escribir una crónica. ¡Ni siquiera da noticia de la muerte de Magallanes! Una omisión tan llamativa que hace suponer que no se llevaba bien con él; muy probablemente era amigo de Elcano, y detalla mejor que nadie la extraordinaria aventura de la navegación por el Índico sur, la travesía del Cabo, la recalada obligada y dramática en Cabo Verde: es decir, la odisea de Elcano, que Pigafetta desprecia. En este sentido, puede pensarse que es un complemento de la información de Pigafetta, dentro, por supuesto del laconismo de su estilo y de la escasez de sus detalles.

Lo que falta en Pigafetta ha de ser también complementado por otras fuentes de historia, escritas o naturales. Sin embargo, es curioso, Albo tampoco menciona a Elcano una sola vez, un silencio que, por otra parte, quién sabe, podría ser conjeturalmente revelador. Una explicación un poco audaz, pero sugestiva es la que supone el americanista Juan Pérez de Tudela: el derrotero de Albo es del propio Elcano, o por lo menos es él quien lo concluyó, en colaboración con el piloto. Pérez de Tudela se basa en la concisión del escrito, propia del estilo del guipuzcoano, y en frases como «me tiraron las aguas al nordeste», «debí caminar cuarenta y cinco leguas», o después: «mandé que fueran al oeste», que no pueden atribuirse más que al comandante de la nave. Que Elcano colaborase en la redacción del derrotero —incluido el emocionante rodeo a las Azores— es perfectamente posible, pero seguramente nunca se podrá probar. Ninguna fuente nos permite reconstruir la ruta de las naves magallánicas como este pequeño relato lleno de tecnicismos de la época. Otro detalle curioso: no comienza hasta la llegada a la costa brasileña, en noviembre de 1519. O se perdieron las primeras páginas, o el supuesto Albo no tomó la altura hasta entonces.

Otro piloto, Ginés de Mafra, al parecer jerezano, tal vez pariente de Juan Rodríguez Mafra, que viajó dos veces con Colón, navegó con Magallanes y fue hecho prisionero en las Molucas por los portugueses. Repatriado en 1526, hizo otra descripción del viaje, que no se conserva íntegramente. Tiene puntos interesantes, aunque el relato puede estar interpolado, o con añadidos posteriores. Es curioso, llama al jefe Sebastián de Magallanes, fundiendo inconscientemente los nombres de los dos héroes, quizá por algún error del copista. Su relato es importante para conocer la dura invernada en el Puerto de San Julián, y sobre todo para reconstruir la odisea de la Concepción, en su fracasado intento de regresar desde las Molucas por el Pacífico, que él vivió directamente. Eso sí, no se olvida de recordar la otra odisea que sí fue coronada por el éxito, la de Elcano. También se conserva el relato manuscrito de un piloto genovés, que, probablemente es el llamado Bautista Genovés, o Pancaldo, que escribió «Navegación y viaje que hizo Fernando de Magallanes desde Sevilla para el Maluco en el año 1519»: se equivoca en algunas posiciones, tal vez por mala transcripción del original. También describe la odisea de la Concepción en su intento de regreso por el Pacífico, en que parece haber participado.

El relato más breve, quizá por eso mismo más emocionante, es el que hace el propio Juan Sebastián Elcano en una carta a Carlos V, en 1522, escrita en el momento de la llegada a Sanlúcar. Es imposible mayor concisión. Elcano escribe, contra lo que se ha dicho, con una corrección castellana impecable, pero no se permite el menor floreo literario. En comentario de Mauricio Obregón «es dramático que quien ha logrado la circunnavegación del planeta haga un informe de solo setecientas palabras […], no se da ningún bombo, no exagera nada. Simplemente dice: hemos dado la vuelta al mundo». Eso sí, se adivina todo el dramatismo en frases como «y sufrimos todo lo que puede padecer un hombre». Y dedica una parte del texto a implorar del monarca que, por favor, haga todo lo posible por premiar a sus compañeros y rescatar a los que han quedado prisioneros en Cabo Verde.

De aquellos que conocieron a los supervivientes y escucharon el relato de su hazaña, apenas cabe citar aquí más que la carta de Maximiliano Transilvano. Se llamaba en realidad Maximilian von Sevenborger: un nombre y un apellido clásicamente germanos, aunque fuera natural de una tierra hoy rumana, poblada por alemanes ya desde la baja edad media. Maximiliano fue un hombre culto, escritor, humanista, que conoció a Carlos V en Flandes, y con él vino a España. Se dice que fue secretario del emperador; más bien diríamos consejero áulico. Conoció personalmente a Elcano, y se emocionó con la aventura tanto como el monarca. Su relato es una carta al arzobispo de Salzburgo, luego publicada. Correcto en su estilo, sin entrar en los detalles, recoge las peripecias del periplo y las valora de manera muy objetiva. Este otro humanista rechaza todas las quimeras y fábulas. Para él, el descubrimiento de nuevos mundos contribuye a su unidad y comprensión. «Nadie creerá de aquí en adelante que hay monstruos, ni gigantes o cíclopes, y otros semejantes. […] así que todo lo que los antiguos dijeron se debe tener por cosa fabulosa y falsa». Seguramente no leyó a Pigafetta, y sí siguió con detalle las realistas descripciones de Elcano. Qué fácil es de adivinar.

Citemos, sin necesidad de detenernos, a cronistas de Indias, como Fernández de Oviedo, que conoció a Elcano a su regreso en Valladolid, y que obtuvo muchas noticias directas de la expedición, que tal vez otros no llegaron a recibir; o López de Gómara, que de seguro conoció informaciones de buena mano, y tal vez de testigos directos; ambos transmiten algunos detalles útiles, que otros no nos dan, de aspectos o vivencias de la expedición. A su tiempo, podremos aludir a ellos, lo mismo que a cronistas posteriores, como Herrera o Fernández de Navarrete, que consultaron documentos y pueden enriquecer lo que sabemos.

Los preparativos

Si la mayor parte de los libros sobre la primera vuelta al mundo son biografías —más de Magallanes que de Elcano—, también es cierto que en su mayoría dedican casi tanto espacio a los preparativos como al viaje mismo. La razón es bien sencilla: existe mucha más documentación sobre las gestiones y las incidencias previas que sobre la navegación propiamente dicha; y los historiadores, en su deseo —nada criticable en sí, reconozcámoslo— de contarnos todo lo que saben, se extienden preferentemente en aquellos temas sobre los que poseen más información.

El lector comprenderá que mi propósito es dedicar la mayor parte de este libro a la aventura de la primera vuelta al mundo y me perdonará esta preferencia: hasta tal vez, quién sabe, me la agradecerá.

Los preparativos de una expedición destinada a cruzar el océano recorriendo enormes distancias eran inevitablemente complicados y no se podían improvisar de un día para otro; nada digamos de un viaje que iba a atravesar varios océanos (aún no se sabía cuántos), y tenía una misión complicada por la naturaleza de sus objetivos y por los posibles conflictos diplomáticos con la otra potencia colonizadora. Había que elegir, adquirir y carenar los barcos adecuados para una empresa de tal calibre, encontrar y contratar las tripulaciones capaces de soportar la prueba, llevar las vituallas correspondientes a una muy larga travesía, los artículos a intercambiar con los naturales de las islas que se iban a explorar, reunir todo el material de navegación y los instrumentos de orientación y determinación de puntos y rumbos necesarios, desde mapas hasta cuadrantes, rosas de los vientos y correderas (Faleiro proporcionó una buena parte de este material); armas, pólvora, y, en fin, habían de disponer los miles de detalles necesarios para una navegación de altura como hasta entonces no se había intentado. Frente a toda la leyenda —iniciada especialmente por Zweig— sobre las dificultades puestas una y otra vez a Magallanes para entorpecer su proyecto, Ignacio Fernández Vial y Guadalupe Fernández Morente, en un reciente estudio (2001), precisan que en líneas generales existió una franca colaboración, y los únicos retrasos se debieron a la falta de dinero. Por lo que se refiere a la duración de los preparativos, que para el tópico fueron «interminables», Manuel Lucena (2003) observa que entre la firma de las capitulaciones en marzo de 1518 y la salida de la expedición en agosto de 1519 transcurrieron diecisiete meses, un lapso que dada la complejidad de la misión, puede calificarse —dice— como «un tiempo récord».

Cierto que hubo dificultades, derivadas en parte del carácter autoritario de Magallanes, que quería hacerlo todo por su cuenta, y el detallismo de Juan Rodríguez Fonseca, principal responsable de la Casa de Contratación en Sevilla, hombre en extremo puntilloso y celoso de los derechos de la corona: chocaron con frecuencia, como era perfectamente lógico suponer. Las principales dificultades procedieron muy probablemente —y no es paradoja— de los portugueses, que hicieron lo posible por impedir la salida de la expedición; intervinieron el embajador Álvaro da Costa, el factor de Portugal en Sevilla, y otros agentes, encargados de entorpecer la marcha de los preparativos. Quizá fueron los portugueses los que fomentaron la enemistad entre Magallanes y Faleiro —al que acusaban con razón o sin ella de loco—, hasta el punto de que los personajes acabaron rompiendo entre sí y poniendo en peligro la expedición misma. Que hubo desconfianza de muchos que consideraban la empresa de Magallanes disparatada e irrealizable (en realidad casi lo era) es evidente; como pudo plantear problemas el hecho de que la misión estuviese encomendada a un portugués que pretendía reclutar pilotos y marinos portugueses para una empresa dirigida y financiada por España. Es explicable: los representantes de Portugal hicieron todo lo posible para impedir la misión de Magallanes, porque le consideraban un traidor que se ponía al servicio de los españoles; en tanto los españoles se oponían al propio Magallanes porque se sentía portugués y trataba de llenar sus barcos de portugueses.

Un incidente grave se produjo el 28 de octubre de 1518, cuando Magallanes hizo arbolar en la nao capitana su pendón de armas. Muchos de los que presenciaron la escena creyeron ver en aquella bandera las «quinas», los cinco escudos en forma de cruz que eran y siguen siendo el motivo emblemático de Portugal, presente todavía hoy en su bandera nacional. La protesta degeneró en desórdenes y violencias, de que resultaron heridos. Las autoridades acabaron dando la razón a Magallanes, pero desde entonces se generalizó una rivalidad, sorda o declarada, entre españoles y portugueses, que no solo enturbió la organización de la flota, sino que habría de manifestarse varias veces durante la propia travesía. Es preciso adelantar, y lo examinaremos siempre que convenga, que no todo se redujo a una tensión entre los súbditos de ambas coronas, sino entre magallanistas y antimagallanistas. La fácil irascibilidad del jefe de la expedición, su desconfianza ante la menor posibilidad de que le traicionasen, o su prurito de nombrar para los puestos más responsables a personas adictas a él con independencia de su capacidad o su prestigio, le ganaron abundantes enemigos. Tal vez se puede dar algo de razón a José de Arteche cuando piensa que «el mayor enemigo de Magallanes fue Magallanes mismo». Por su parte, Magallanes también supo ganarse buenos amigos, como Diego Barbosa, nacido portugués, pero afincado y muy bien situado en España, con cuya hija acabó casándose, y que le dio prestigio y dinero; Juan de Aranda o Cristóbal de Haro, un rico negociante, que fue tal vez su principal colaborador financiero. Sea lo que fuere, parece que los incidentes no retrasaron de una manera sensible la organización de la armada.

Barcos, pertrechos y hombres

Ante todo, era preciso elegir los navíos. Estaban previstos cinco, de cierto porte, apropiados para un viaje largo por mares difíciles. Ya por entonces las ágiles carabelas, aquellos bellos navíos ligeros que parecían volar sobre las aguas, muy aptos para los primeros descubrimientos, estaban siendo sustituidos por las naos, menos ligeras, pero más sólidas y de mayor capacidad de carga. La era de los descubrimientos estaba siendo sustituida por la era de las conquistas, y lo que más interesaba eran los transportes de hombres y mercancías. De los cinco barcos obtenidos por Magallanes, cuatro por lo menos eran naos; la quinta y más pequeña de las embarcaciones, la Santiago era probablemente una carabela, y sería utilizada para exploraciones por estuarios y estrechos de poco fondo. En general, no llegaban al tonelaje requerido por Magallanes, pero tenían el porte suficiente. He aquí los cinco barcos destinados a la gran aventura:

San Antonio, 120 toneladas.

Concepción, 100 toneladas (según versiones, 110).

Concepción, 90 toneladas.

Victoria, 85 toneladas.

Santiago, 75 toneladas.

Prescindimos de la diferencia, que muchos señalan, entre toneladas de arqueo y toneladas de desplazamiento. El detalle es interesante para los eruditos y para los especialistas. Con saberlo ahora ganaríamos poco.

Colón, en su primer viaje, hubiera envidiado estas naves. La Santa María —la única nao con que contaba— apenas llegaba al tamaño de la Santiago. Las demás eran bastante más pequeñas. Colón había llevado de 100 a 120 tripulantes; Magallanes de 235 a 250, aparte de una buena carga, artillería y armamento. Fernández Vial, que ha estudiado con detalle todas las embarcaciones, estima que se encontraban en buen estado. Quizá la más vieja era la Concepción, la única que hubo de ser abandonada en la travesía a la altura de Borneo; la más nueva, y la más cara en proporción a su tonelaje era la Victoria: quizá no fue una casualidad que haya sido, de las cinco, la única que logró coronar con éxito la vuelta al mundo. Una pregunta: ¿por qué, si la San Antonio era la nao de más tonelaje, no la escogió Magallanes como capitana, sino la Concepción, la segunda en envergadura? Sin duda porque la Concepción era más reciente, tenía un puente de mando más vistoso, y una cámara para el capitán más amplia y casi regia. Un marino dotado de una elevada conciencia de su dignidad, como Magallanes, o como Colón, aprecia estas cosas.

La diferencia fundamental entre una carabela y una nao es que esta última tiene dos castillos, o partes más elevadas y cubiertas, uno a proa y otro a popa, en tanto la carabela no tenía más que un castillo y por lo general poco elevado. La figura de una nao, vista de costado presentaba por consiguiente un aspecto que a un observador de hoy puede extrañar, con una parte delantera y otra trasera notablemente más elevadas que la central. Para acceder al barco hay, naturalmente, que subir por esta parte central. Los castillos sirven para establecer camarotes permanentes para los principales miembros de la tripulación, el capitán, el maestre, el piloto, el capellán cuando lo hay, o el escribano, cuando lo hay también. En los puentes se guardan los instrumentos de navegación, y los útiles de más valor. El resto de los tripulantes dormían en la cubierta principal, por lo general hacinados: todos eran necesarios para las operaciones difíciles del manejo de las velas, pero no había sitio para establecer un habitáculo cómodo para todos. Los marineros acababan acostumbrándose a esta incomodidad. La función de los altos puentes no era solo la de hacer una distinción de jerarquías. Eran necesarios para guardar la brújula, los cuadrantes y demás instrumentos delicados, los tesoros, el dinero o los artículos de valor que se querían transportar y por supuesto para mandar y dirigir la navegación o las maniobras. Puede extrañarnos que el puente de popa sea por lo general más elevado y digno que el de proa, cuando en una embarcación actual es la proa siempre la parte más elevada, la que corta las aguas y puede sentir más fuerte el embate de las olas; y el mismo puente de mando está situado más cerca de la proa que de la popa. Pero es que no se pueden dirigir las maniobras de una nao sin dar órdenes directas al timonel, y el timón, como es bien sabido, ha de ir siempre a popa. Hoy el capitán de un barco dispone de altavoces, teléfonos y todos los medios de comunicación que puede apetecer; pero entonces era preciso comunicar las órdenes a viva voz.

Las naos arbolaban tres mástiles gruesos, trinquete, mayor y mesana, prolongados por masteleros más finos, y cruzados por vergas que sostenían las velas. Una buena nao tiene tres «pisos» o niveles de velas, las mayores de las cuales son las más bajas, y las más altas, por regla general, las más pequeñas. Una nao tiene más velas, por lo general, que una carabela, y con su mayor superficie de trapo compensa en parte su mayor pesadez. La vela de mesana, la más trasera, suele ser única y triangular, más fácil de volver de un lado a otro. Las otras son velas «cuadras», cuadradas o rectangulares, que también pueden girar para que den cara al viento. Se comprende el esfuerzo que requiere izar, arriar y mover, junto con sus vergas, aquellas masas enormes de lona, y de aquí la necesidad de una tripulación numerosa. Los palos servían de algo más. Desde lo alto se divisa un horizonte más dilatado que desde cubierta, o desde el nivel del mar. El secreto de este mayor alcance se debe, como casi todo el mundo sabe, a la curvatura de la Tierra, y de niños se nos enseñaba con dibujos prácticos que desde lo alto del palo de un barco se ve mucho más lejos, e igualmente, que desde la costa solo se ven los palos de la nave que se aproxima, hasta que, a menor distancia, se distingue toda su estructura. Cuando se navega en una pequeña embarcación por el Mediterráneo, a la altura de Málaga o incluso de Fuengirola, el Peñón de Gibraltar, si la visibilidad lo permite, se ve como una isla, y hubiéramos jurado que la salida al Atlántico se encuentra al norte, que no al sur de aquel peñón. ¡Qué útil es un mástil para distinguir a distancia! Los marinos, aparte de poseer una especial destreza para mantenerse en pie desafiando los más fuertes bandazos y cabeceos de la nao, poseían una gran agilidad para trepar por los palos. Para ello se pintaban solos los grumetes, muchachos jóvenes, a veces adolescentes, capaces de sostenerse sobre la cofa o simplemente sobre una cruceta. Las cofas, plataformas o especie de semihuevos abiertos en la parte alta de los palos, estaban casi siempre servidas por vigías, serviolas o jóvenes grumetes. Casi siempre el emocionante grito de «¡Tierra!», no venía de la proa, sino de arriba.

Por lo que se refiere a la tripulación, estaba previsto que embarcaran 235 hombres. Según las fuentes más inmediatas, fueron 237; para algunos llegaron a 250, parte de los cuales pudieron subir en Sanlúcar o en Canarias. Es difícil conocer el número exacto de tripulantes, porque siempre en estas aventuras se cuelan algunos. Para una misión difícil y arriesgada como la que Magallanes se proponía emprender, era preciso escoger hombres no solo valerosos, sino avezados a la vida de la mar, a sus exigencias, a las maniobras, a la capacidad de aguante, un día tras otro, de navegación de altura, a la dureza de los más fuertes temporales. Eran hombres duros, en efecto, pero habían de ser también disciplinados. En alta mar no existe una jerarquía de autoridades a la que pueda recurrirse conforme a las leyes para evitar o castigar desmanes. Es el comandante quien ha de establecer los reglamentos, obligar a cumplirlos y castigar las faltas. La propia dureza de la mar conduce a veces a motines, riñas, embriagueces (los marinos consumían más cantidad de vino por día que el resto de los mortales). El hecho es humanamente explicable, pero es que además existía la creencia de que el vino aporta fortaleza y aguante. Se comprende que un capitán necesite poseer una autoridad indiscutible, y que los castigos a la indisciplina fueran más duros en los barcos incluso que en la milicia. Magallanes, que había empezado su vida como militar y la estaba consumando como marino, fue especialmente exigente, a veces particularmente duro, a la hora de ejercer su papel como «capitán general» de la flota. Lo comprobaremos con frecuencia.

Lo que más sorprende es la cantidad de extranjeros que se enrolaron en la misión, cuando lo normal era reclutar casi exclusivamente españoles. También es difícil precisar cifras, porque entonces las nacionalidades eran más fáciles de disimular, y unos se hacían pasar por otros. Los marineros conocían distintos países y hablaban diferentes lenguas; entre ellos se entendían en una jerga casi común. Viajaron unos 150 españoles, más de 30 portugueses, unos 25 franceses —un hecho sorprendente en aquel momento—, otros tantos italianos, siete griegos, cinco flamencos, tres alemanes, dos irlandeses, un inglés y un malayo, (esclavo e intérprete de Magallanes). Nunca había partido de España a las Indias una tripulación tan internacional: parece un símbolo de la importancia cósmica que el evento iba a tener. La pregunta es, ¿fueron tantos extranjeros porque los españoles no quisieron acompañar a Magallanes? No cabe duda de que para muchos era aquella una expedición disparatada, y también es cierto que aquel marino portugués, pretencioso y desconfiado, no concitaba muchas simpatías. Para algunos era un traidor a Portugal y para otros un potencial traidor a España, que acabaría recalando en las colonias portuguesas. Su prurito de reclutar compatriotas es indudable; como que, advertido de ello Carlos I, dio instrucciones para que no embarcaran más de «cinco o seis portugueses». De hecho, se colaron por lo menos unos treinta, por más que sea difícil precisar el número, dada la similitud de apellidos, los datos falsificados y los fáciles emparentamientos de marinos de las dos naciones. Entre ellos figuran, no solo como favoritos, sino también por su experiencia y valía, muchos de los capitanes, maestres, pilotos y responsables, de las cinco naves: entre ellos Estevâo Gomes (cartógrafo y capitán de la San Antonio), Joâo Serrâo, capitán de la Santiago, Álvaro de Mesquita, pronto también capitán y muy protegido por el jefe; Duarte Barbosa, hijo de Diego y por tanto cuñado de Magallanes, Joâo Lopes Carvalho, que por un tiempo sería director de toda la expedición; Francisco de Fonseca, Cristóbal Ferreira, Pedro de Abreu, Antonio Fernandes, Luis Alfonso de Beja, Joâo de Silva. Unos fueron excelentes pilotos y marinos, otros debieron su embarque a razones de nepotismo o amiguismo. Consta que el arcediano Fonseca, de la Casa de Contratación, evitó que se enrolaran más portugueses. En general, puede que las tripulaciones no fueran la flor y nata de la marinería de entonces, pero los pilotos —mencionemos también a Andrés de San Martín, Juan Rodríguez Serrano, Ginés de Mafra, Francisco Albo— demostraron una notable competencia, y eso conviene recordarlo.

Solo parece necesario añadir dos nombres de momento. Uno, es el de Juan de Cartagena, un noble castellano recomendado por Fonseca y nombrado por Carlos I «adjunta persona» de la expedición, para sustituir a Ruy Faleiro, descartado al final por sus histéricos enfados, sus riñas con Magallanes y su creciente fama de loco (Fernández de Oviedo dice de él que «perdió el seso», y según un informe del contador Sancho Matienzo se volvió «loco furioso»). Naturalmente, Cartagena no estaba destinado a sustituir a Faleiro como científico, y en este sentido la expedición pudo padecer una deficiencia técnica irreemplazable, aunque todos los sofisticados instrumentos de Faleiro fueron embarcados. La misión del hidalgo castellano era la de actuar como jefe conjunto de la expedición y vigilar a Magallanes por si se extralimitaba en sus funciones: el papel de Cartagena en este punto no quedó específicamente configurado, y este hecho tuvo, como pronto veremos, trágicas consecuencias. El otro expedicionario cuyo nombre debemos recordar es Juan Sebastián de Elcano, un ya prestigioso marino vasco, que, precisamente por su valía fue nombrado de partida maestre de la Concepción. Pero no embarcó por capricho, sino por necesidad. Estaba perseguido por la justicia; porque, arruinado en un mal negocio, hubo de vender su barco a unos banqueros genoveses, cuando estaba prohibido a los marinos españoles enajenar sus naves a extranjeros. Elcano era un hombre honrado, pero las leyes son así. Participando en una misión arriesgada en servicio del rey, quedaba automáticamente redimido. Lo que no sabía ni podía saber Elcano era que su nombre iba a ser famoso, tanto o más que el de Magallanes. De momento apenas se habló de él.

No tenemos por qué recordar todos los artículos embarcados, que fueron muy abundantes, habida cuenta de la longitud desmesurada del recorrido y la ignorancia sobre la posibilidad de nuevos abastecimientos en ruta. Se calculaba que las provisiones llegarían para dos años. Se cargaron 253 toneles de vino y 417 pellejos, 21 000 libras de galleta, única forma de pan que era posible conservar durante mucho tiempo; harina en barrillas para amasarla con agua del mar; quintales de tocino, jamón, cecina y hasta animales vivos, entre ellos siete vacas, para sacrificarlos en su momento; 112 arrobas de queso, sacos de arroz, lentejas, alubias, garbanzos, amén de mermeladas, membrillo, pescado seco y salado, ciruelas, azúcar, miel, vinagre, pasas, ajos. En cuanto al agua, en opinión de Lourdes Díaz Trechuelo, que ahora comparte Fernández Vial, parece que se embarcó en barricas de Sanlúcar, muy bien preparadas para su conservación, y en ese caso también se puede suponer que el precioso líquido procedía de pozos de la bahía de Cádiz y no de Sevilla. La experiencia permitía prever las necesidades y la forma de conservar los suministros mucho mejor que en los tiempos de Colón. Con todo, aquellos aventureros no podían imaginar el hambre asesina que habrían de pasar.

Entre los instrumentos de navegación, llevaban también una cantidad increíble de útiles que consideraban necesarios para situarse y orientarse en medio del océano o en las islas y tierras que descubriesen. El aparataje era fundamental, no solo para orientarse, sino para situar correctamente sobre el mapa las islas que descubriesen. Consta que disponían de 23 cartas de marear (casi cinco por barco), seis pares de compases, 21 cuadrantes para determinar la altura y siete astrolabios para medir grandes ángulos; nada menos que 35 brújulas y 18 relojes de arena. También disponían, según las versiones que tenemos, de correderas que llamaban «cadenas» o «escalas a popa», que servían para calcular la velocidad del barco en cualquier momento, y que parece que mejoraban las cuerdas con nudos que hasta entonces se usaban. Determinada la latitud del barco por medio del cuadrante o si era preciso el astrolabio, por la altura de determinadas estrellas o la del sol a mediodía, no disponían de instrumento alguno para conocer la longitud exacta, ni parece que la inventiva de Faleiro hubiese podido proporcionarla. Algo podían hacer con un poco de ingenio: conociendo la latitud, por medio del cuadrante, el avance del navío por medio de la corredera y la dirección por medio de la brújula, era posible dibujar el «punto de escuadra». Un ejemplo muy sencillo: si navegaban exactamente con rumbo noroeste y avanzaban un grado de latitud hacia el norte, sabían que habían avanzado también un grado de longitud hacia el oeste…, eso si estaban cerca del ecuador. En otras latitudes, en que la distancia entre meridianos es menor, se podían hacer correcciones por medio de una esfera, o sobre un mapa que representara la curvatura de los meridianos (entonces se hacían muy mal, con meridianos simplemente convergentes o divergentes). En suma, no era fácil situarse en un mapa, sobre mares o tierras que ni siquiera se conocían; pero los pilotos, por lo poco que sabemos de los que acompañaron a Magallanes y a Elcano, supieron ingeniárselas relativamente bien, supuestas las tremendas limitaciones de los medios de su tiempo, para precisar en qué parte del mundo se encontraban, y en qué rumbo tenían que navegar para llegar a su destino (excepto, es curioso, y el hecho merecería una detenida discusión, en las erráticas navegaciones entre las Filipinas y las Molucas). Quizá el más admirable logro de aquella empresa, y la más grande aportación a la geografía y a la historia, fue precisamente el de fijar de un modo muy aceptable las dimensiones del mundo que habitamos y la disposición de tierras y mares.

Algo más llevaban también nuestros navegantes. Una enorme cantidad de chucherías de escaso valor para un europeo, pero que para los indígenas de otros continentes eran preciosas. Ya hemos indicado antes que estos intercambios no pueden considerarse en absoluto inmorales o fraudulentos. Cada cual valora las cosas de acuerdo con su criterio, y para la otra parte el negocio podía ser tan ventajoso como para la de acá. Entre otros artículos, los expedicionarios llevaban miles de cuentas de vidrio ensartadas en hilos, paños y telas de colores, cuanto más chillones, mejor; gorros también coloreados, brazaletes, collares, peines, cincuenta docenas de tijeras, 900 espejos pequeños y 19 grandes, estos últimos para regalar a los jefes más importantes, y nada menos que «cuatrocientas docenas de cuchillos de Alemania, de los peores»: un detalle que ahora nos hace sonreír, pero es que para los recipiendarios todos los cuchillos capaces de cortar algo resultaban igualmente inapreciables. El negocio, en sí, fue magnífico: los supervivientes que lograron terminar la aventura traerían productos que valían en Europa un millón de veces más que todo lo que habían llevado.

En el último momento, ya a punto de partir, Carlos I reclamó a Magallanes algo que este había prometido y no había cumplido hasta entonces: la distancia real a las Molucas, para dejar en claro que estas islas correspondían al ámbito de hegemonía española. Quería quedar a salvo de todas las reclamaciones de Portugal. Magallanes salió del caso lo mejor que pudo: facilitó la posición del cabo de Buena Esperanza de acuerdo con lo que ya sabía, a 35º Sur y 65º al este de la línea de demarcación, y a partir del Cabo dedujo la distancia en leguas a la India, de la India a Malaca y de Malaca a las Molucas, de acuerdo con la distancia que había calculado su amigo Serrano: todo un poco exagerado. Midiendo todas estas distancias, las Molucas deberían corresponder al hemisferio español, si medimos en línea recta hacia el este desde el cabo de Buena Esperanza. Pero la línea trazada por Magallanes no es recta ni está estimada más que sobre la latitud del Cabo, a 35º Sur; no sobre el ecuador, donde se encuentran las Molucas. El artificio es evidente, pero el monarca, lo advirtiera o no, no puso obstáculo alguno para que saliera la expedición. Al fin y al cabo, nadie sabía el tamaño del mundo.