Mientras la Victoria franqueaba la barra de Sanlúcar y se aproximaba al puerto de Bonanza, dos sentimientos contrapuestos se cruzaban a corta distancia. Los que desde la ribera y los embarcaderos contemplaban la escena no podían sentir sino pena y lástima. La nao que se acercaba había padecido muchísimo; estaba medio desarbolada, con las velas rotas, la tablazón estropeada por todos los temporales del mundo y lamentablemente reparada; hacía agua, como podía observarse a ojos vistas y sufría una ligera escora: era toda una ruina flotante. Y los tripulantes, muy pocos al parecer, no ofrecían mejor aspecto, desfallecidos, famélicos, deshechos por el trabajo y el sufrimiento, tostados por los soles de todos los océanos, con las ropas hechas jirones. ¿De dónde venían aquellos navegantes? Nadie podía adivinarlo. Pero evidentemente, su aspecto no podía parecer más triste y miserable. Y por su parte, aquellos navegantes estaban llenos de alegría, presa de un júbilo indescriptible, que parecía superar a todos los júbilos del mundo. Estaban exhaustos como nadie, es cierto. Stefan Zweig adivina la escena: «dieciocho hombres salen de la nave, dando traspiés, doblándoseles las rodillas, y besan la tierra patria, bondadosa y firme…». Pero la alegría era mayor aún que su agotamiento.
No sabemos si todos bajaron a tierra: Bajar a tierra, cuando se regresa a casa después de una larga navegación, es una inesquivable necesidad. Sí sabemos que Juan Sebastián Elcano pasó gran parte de aquel día redactando su famosa carta a Carlos V. Algo tenía que saber que no había sabido hasta aquel momento, cuando la dirige a «Su Alta y Real Majestad», un título que nunca habían ostentado los reyes de Castilla. Muy pronto se supo quiénes eran los llegados, y cómo habían partido de Sanlúcar tres años antes; e inmediatamente se estableció una comunión cordial entre los que venían y los que les recibían: ayudas, parabienes, abrazos, y, por supuesto, alimentos. La documentación, que no suele registrar sentimientos, pero sí cantidades, recuerda cuidadosamente los artículos que subieron a bordo: agua, vino, pan, carne, melones. Todo abundante. Y con la abundancia, el descanso de todas las fatigas. Atracaron sin duda al desembarcadero de Barrameda, nombre que designaba lo que ahora se llama Bonanza. El historiador sanluqueño Antonio Barba Jiménez da por supuesto que los desembarcados visitaron, si no la ermita de Santa María de Guía, de la que no tenemos noticias para aquel tiempo, sí la de Nuestra Señora de Barrameda. Aquellos marinos, con independencia de cual pudiera ser su vida personal, eran buenos cristianos, y es perfectamente admisible que comenzaran nada más llegar a cumplir sus primeras promesas de gratitud.
La detención en Sanlúcar, a diferencia de la de tres años antes, debió ser jubilosa, pero brevísima. Elcano tenía prisa por llegar pronto a Sevilla y rendir viaje ante las altas instancias de la Casa de Contratación. El clavo que llevaba era el más contundente argumento del éxito de su viaje. Así fue como agenció de una manera u otra una embarcación sanluqueña que remolcase la nao río arriba. Probablemente salió de Sanlúcar el 7 de septiembre. Pero al mismo tiempo, por su oficio o el de otros, la venturosa noticia llegó a Sevilla con admirable rapidez: solo así se explica la prontitud con que se movilizaron los agentes de la Casa de Contratación, que enviaron un barco de remolque con quince hombres para traer cuanto antes a la Victoria. La documentación recogida por Fernández de Navarrete constata que el mismo 7 de septiembre, los del barco de remolque que había salido de Sevilla «hallaron la Victoria, que venía de las Orcadas, y los quince hombres ayudaron a traerla al Puerto de las Muelas, porque la gente de ella [de la nao] venía enferma y poca, juntamente con el capitán Cano, a quienes venía ayudando un barco de Sanlúcar». Todo es cierto: la nao fue remolcada por un barco sanluqueño, al que se unió antes de medio camino otro enviado desde Sevilla, y los dos se superaron, tanto que el día 8 la Victoria hizo su entrada en el mismo malecón del cual había salido tres años largos antes. Una pequeña precisión por si hace falta. Alguien puede pensar que la expresión referente a que la Victoria «venía de las Orcadas» es un disparate geográfico o más bien una mala transcripción de otra palabra más correcta. Pues no es así: Cierto que las islas Orcadas (Orkney) se encuentran al norte de Gran Bretaña, y de ellas no venía la Victoria; pero también se llaman Orcadas las revueltas o meandros que describe el Guadalquivir y que acaban dividiéndolo en tres brazos que discurren entre las islas Mayor y Menor.
El 8 de septiembre de 1522, justo cuando en Triana se celebraba la fiesta de Santa María de la Victoria, la nao que llevaba su nombre anclaba frente al Puerto de las Muelas o de las Mulas (que de ambas formas lo encontramos escrito[14]), dando fin a su larguísimo viaje, el primero que había atravesado todos los meridianos de la Tierra, y el más largo también que había descrito jamás navío alguno. En ese punto se colocó el 8 de septiembre de 2010 una esfera armilar de tres metros y medio de diámetro que señala simbólicamente la «milla cero» del planeta. «Fondeamos al lado del Puerto de las Mulas —escribe Pigafetta— y descargamos toda la artillería». Tampoco entendamos mal aquí. No quiere dar a entender que descargaron los escasos falconetes que llevaba la Victoria para aliviar su peso, que poco podía ser, sino que realizaron todas las descargas artilleras que les fue posible. O sea que gastaron toda su pólvora en salvas. Nunca hubieran encontrado mejor ocasión para ello. No parece que les quedara demasiada munición; ni tampoco que aquel estampido —con que se hacía notar un barco que arribaba a puerto— fuera necesario para alborotar a Sevilla, donde las noticias corrían como la propia pólvora, y ya todo el mundo sabía la extraordinaria historia de Elcano y los suyos.
Sin embargo, el desembarco no fue ruidoso ni tuvo solemnes aires de fiesta. Si los jefes de lo que restaba de la expedición de Magallanes conservaban sus vestimentas de gala, las mantuvieron guardadas en el alcázar de popa. «Bajamos todos a tierra en camisa y en pie descalzo, con un cirio en la mano para visitar la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria y la de Santa María de la Antigua, como habíamos prometido hacer en días de angustia». La imagen de Nuestra Señora de la Victoria se veneraba entonces —desde 1517— en el convento de los mínimos, en Triana, y allí, según las versiones, fue justamente donde Magallanes había hecho su juramento de fidelidad al rey antes de emprender la expedición. Y por si fuera poco, era la advocación bajo cuyo patrocinio se había bautizado la nao. Aquella peregrinación, hubiera sido o no objeto de un voto, era perfectamente explicable. También lo era acudir a la Virgen de la Antigua, que se veneraba en una capilla de la catedral sevillana. Era la patrona de los marineros, a la que se consagraron tantas y tantas expediciones (por eso mismo la devoción ha emigrado a América). No se encontraba en el retablo actual, que es posterior, sino en un bello fresco del siglo XIV, que sin duda sustituyó a otro de la época de la conquista de Sevilla. Fernando III, leonés, era muy devoto de esta advocación, propia de la comarca del «Páramo», cercana a León. La corta comitiva, formada solo por dieciocho hombres todavía débiles, pero que consideraban aquel acto como primordial, tuvo que recorrer varios kilómetros y atravesar el río por el puente de barcas, entre la expectación y el respeto de miles de personas. Solo después comenzó la fiesta de bienvenida.
Al fin el descanso, el refrigerio, la alegría general, después de mil días de aventura y de esfuerzos a veces sobrehumanos. Los supervivientes de aquella hazaña habían recorrido una distancia que los distintos autores cifran entre los 72 000 y los 78 000 kilómetros; no se puede precisar más, habida cuenta de las vueltas y más vueltas por los archipiélagos, y las bordadas y las ceñidas a una banda y otra que habían tenido que hacer. Y, sobre todo, habían dado la vuelta al mundo. Es, casi sorprendentemente, el logro más importante que declara Juan Sebastián Elcano a Carlos V: «y sabrá Vuestra Majestad que aquello que más debemos estimar y tener es que hemos dado la vuelta a toda la redondez del mundo». No la hazaña casi increíble, no haber superado todos los obstáculos, no haber cumplido hasta el final la misión que el monarca les había encargado, no la carga de especias que por primera vez en la historia de España habían logrado traer de las regiones de los antípodas, sino el hecho mismo de haber dado por primera vez la vuelta al mundo. Elcano supo comprender la profunda significación de aquel hecho, y Carlos supo asumir la misma idea desde el primer momento.
Vuelta al mundo
Si Colón no descubrió la esfericidad de la Tierra (como con frecuencia afirma el tópico), tampoco, en sentido estricto la descubrió Elcano. Casi dos mil años antes, Aristarco o Eratóstenes teorizaron la forma de nuestro planeta, y Aristóteles la demostró matemáticamente con tres pruebas admirables. En la Edad Media la teorizó con acierto san Alberto Magno, y desde entonces ninguna persona culta lo puso en duda. Lo que hizo Juan Sebastián Elcano fue comprobarla experimentalmente por primera vez, y su aportación posee un valor incalculable. Una prueba de que los de la Victoria habían dado de verdad la vuelta al mundo fue la cuestión de las fechas. Ya en las Cabo Verde algunos habían comprobado a través de los portugueses que iban un día atrasados. Lo advierte así Pigafetta, mientras Albo se refiere solo a un error de fechas: tal vez lo comprendió también, pero no quiso revelar nada hasta que todo estuvo claro. Era extraño que todos los que habían llevado las cuentas del calendario hubiesen cometido el mismo error; pero al llegar a tierra todo el mundo les hizo ver que estaban equivocados. Al llegar a Sanlúcar y después a Sevilla, ningún tripulante de la Victoria pudo dudar de que marchaban con un día de retraso. Rindieron viaje cuando según sus cuentas —y los marinos llevaban estos conteos muy cuidadosamente— era el siete de septiembre, mientras que según los sevillanos era el ocho. La razón de esta discordancia es bien sencilla, aunque para ellos difícil de explicar: al dar la vuelta a la Tierra, navegando hacia el oeste, el sol había pasado una vez menos sobre sus cabezas. (Lo contrario, si queremos descender a eso, ocurrió al imaginario y excéntrico Phileas Fogg, el protagonista de la popular «Vuelta al mundo en ochenta días»: creyó perdida su apuesta de veinte mil libras esterlinas al regresar a Londres el día ochenta y uno; hasta que su avispado criado Paspartout le hizo comprender su error. Esta vez había viajado hacia el este. Ni siquiera en el siglo XIX era fácil comprender lo que significa dar la vuelta a la Tierra «a favor de sol» o contra él).
El viaje de Elcano y los suyos aportó además una nueva visión del mundo y su verdadero tamaño, de la distribución de mares y tierras —mucho más extensos los primeros— y sobre los problemas de una circunnavegación. Magallanes todavía conservaba una visión parecida a la de Colón sobre las dimensiones del globo terráqueo; a partir de Elcano, la verdad, por el camino de los hechos, se impuso de una vez para siempre. Ya era posible trazar un globo terráqueo, no como Toscanelli, Behaim o Waldseemüller, lleno de errores, capaces de engañar a los más grandes navegantes; sino sensiblemente ajustado a la realidad: lo que ahora entendemos como un mapamundi. No puede decirse, en sentido estricto, como más de un historiador ha hecho, que desde aquel momento comenzara la globalización; sí es cierto que se abrieron sus puertas. La globalización, galopante en los años que ahora vivimos, fue una consecuencia de los viajes de descubrimiento en su conjunto; y ya a fines del siglo XVI con la plata mejicana podían comprarse porcelanas chinas; o Guayaquil se convirtió en la primera ciudad del mundo en que convivieron juntamente americanos, europeos, africanos y asiáticos. Y una visión sensiblemente correcta del globo, sus partes y sus dimensiones la aportaron fundamentalmente los primeros que le dieron la vuelta.
Algo más, una comprobación de un misterio hasta entonces discutido, pudieron aportar Elcano y los suyos: existen los «antíctones» o antípodas, un hecho que muchos hombres del Renacimiento eran incapaces de concebir, por mucho que lo hubieran explicado el viejo Aristóteles o el sabio universal del siglo XIII, san Alberto Magno. Era muy difícil imaginar a los hombres del otro extremo del mundo «colgados» cabeza abajo. Elcano y los suyos habían estado en Filipinas, en las Molucas, en Timor, pisando reciamente el suelo, y con los pies dirigidos «hacia abajo», es decir, en todos los casos hacia el centro de la Tierra. Problema resuelto para siempre.
Los llegados de los antípodas fueron, en aquel mes de septiembre, dieciocho:
—Juan Sebastián de Elcano, capitán
—Francisco Albo, piloto
—Miguel de Rodas, piloto
—Juan de Acusio, piloto
—Antonio Lombardo (Pigafetta), sobresaliente
—Martín de Yudícibus, marinero
—Hernando de Bustamante, marinero y barbero
—Nicolás el Griego, marinero de Nauplia (Peloponeso).
—Miguel Sánchez de Rodas, marinero.
—Antonio Hernández Colmenero, marinero
—Francisco Rodríguez, marinero («portugués de Sevilla»).
—Juan Rodríguez de Huelva, marinero
—Diego Carmena, marinero de Bayona
—Hans de Aquisgrán, cañonero (artillero).
—Juan de Arana, grumete
—Vasco Gómez Gallego, grumete
—Juan de Santandrés o de Santander, grumete
—Juan de Zubieta, paje.
Tal es la versión que más comúnmente se nos da, aunque existen ligeras variantes. Es posible que Miguel de Rodas y Miguel Sánchez de Rodas sean la misma persona; pero uno aparece como piloto y otro como simple marinero. La duplicidad es necesaria para completar la lista de los dieciocho. El origen de muchos de ellos es mal conocido, y contribuye a configurar la personalidad transnacional de los marinos de aquellos tiempos. Francisco Rodríguez es «portugués de Sevilla», y Vasco Gómez Gallego es «el portugués de Bayona», de procedencia todavía más indescifrable. A Francisco Albo se le ha hecho gallego de cerca de Bayona, portugués, francés, griego. Yudícibus es la latinización de un apellido italiano bien conocido. Los Rodas pueden llamarse así por un apellido español también conocido, o por la isla de Rodas, en el Dodecaneso. No es necesaria en este punto discusión alguna. Los que dieron la primera vuelta al mundo fueron un conglomerado internacional —españoles, portugueses, franceses, italianos, griegos, un alemán— que enaltece el nombre de Europa en una hazaña que coronaron gentes de tantos países, aunque su jefe y la mayor parte de los supervivientes fueran españoles, y todos habían navegado en nombre del rey de España. No llegaron solo ellos: la documentación alude a unos «indios» —moluqueños— que habían viajado en la Victoria. En principio embarcaron en las Molucas catorce —dos, «pilotos de aquellas islas», pudieron quedar en Timor o volverse a su tierra—: el número de los que llegaron es incierto, dos, tres cuatro. El resto fueron devorados por la muerte en la tremenda travesía. Por supuesto, no dieron la vuelta al mundo, pero nos hubiera gustado saber algo más de estos seres humanos, que llegaron a ser presentados a Carlos V en Valladolid.
Otros dieron la vuelta al mundo, aunque la completaron más tarde. Tenemos los trece prisioneros en Cabo Verde, que fueron liberados por las activas gestiones del Emperador Carlos. Dieciocho más trece son treinta y uno. Sumemos los de la Concepción, que, después de infinitas penalidades, fueron repatriados en 1527 por el «camino portugués». Son por lo menos cuatro, pueden ser más. También ellos dieron la primera vuelta al mundo, aunque con retraso. Y fueron igualmente recompensados. Tendríamos por lo menos treinta y cinco. Cabe igualmente algún caso más. Citemos, cuando menos en plan de anécdota, un sucedido curioso. Cuando los supervivientes de la expedición de Loaysa llegaron a las islas Marianas ya no fueron recibidos por ladrones, aunque sí por seres curiosos, que se encaramaron a todas las estructuras de los barcos. Una especie de comisión de notables de la isla fue a cumplimentar a los recién llegados; y uno de ellos, algo menos tostado que los otros, pronunció el siguiente saludo: «Sálveos Dios, señor capitán general, e maestre, e buena compaña». La fórmula de Magallanes. ¿Humor gallego? El que así hablaba era Gonzalo de Vigo, tripulante de la Concepción, que se había quedado en la isla cuando el barco, destrozado por los temporales, retrocedía de nuevo hacia las Molucas bajo el mando de Espinosa, y amenazaba con hundirse. Gonzalo, que se había retrasado o había desertado de la Concepción cinco años antes, se unió a la nueva expedición y esta vez llegó de nuevo a las Molucas, y sirvió de intérprete. Si figuró entre los veinticuatro miembros de la flota de Loaysa que fueron repatriados a España en una fecha tan tardía como 1538, fue el último de los navegantes de la flota de Magallanes que dio la vuelta al mundo. Treinta y tantos, en total. No fueron tan pocos al fin y al cabo, aunque la mayoría se habían quedado por el camino.
No debemos olvidar a los que dieron la segunda vuelta al mundo, que habían iniciado sus singladuras en la expedición de Loaysa-Elcano, que pudieron ser los veinticuatro mencionados o algunos más. Y por si la cuestión merece la pena recordarse, que seguramente la merece, mencionemos el caso del primer hombre que dio dos vueltas al mundo: fue otro español y también vasco, Martín Ignacio Mallea de Loyola, sobrino de san Ignacio. Misionero franciscano, viajó a México en 1581, fue a Filipinas en 1582, de allí a China en 1583; meses más tarde a Malaca, y de Malaca regresó a Portugal por el oeste (pacíficamente: Felipe II era ya rey de Portugal). En 1585 partió de nuevo de Lisboa con veinte misioneros con destino a China. En 1588 embarcó en Macao para Acapulco, México, y en 1589 regresó a España. Había dado dos vueltas al mundo, una en sentido inverso de la otra. No pararon allí sus andanzas. En 1594 partió para América del Sur, donde recorrió miles de kilómetros por diversos países, hasta ser nombrado en 1601 obispo de Asunción, Paraguay. Fue el hombre que viajó más por el mundo hasta su tiempo, escribió numerosos libros, algunos tan interesantes como el que describe las costumbres de los chinos, tuvo ocasión de presidir un sínodo americano, fue en todas partes un celoso misionero, que convirtió a miles de almas, aprendió el guaraní, y murió en Buenos Aires en 1606.
Un aparte: ¿qué fue de la Victoria?
La llegada de la nao Victoria fue celebrada como una de las más grandes gestas —o la más grande— de la historia de la navegación. Se explica que nadie quisiera verla desaparecer. Hay testimonios de las demandas que se hicieron sobre la conveniencia de su conservación, para eterna memoria de la primera vuelta al mundo. Fernández de Navarrete recuerda que la idea «mereció todos los plácemes», pero añade que el hecho de que realmente la Victoria haya sido conservada como una suerte de monumento «lo afirman algunos autores con mejor voluntad que acierto». No existen pruebas documentales de que tal conservación, que todos hubiéramos agradecido, se haya realizado, ni en Sevilla, ni en Sanlúcar. La tradición sanluqueña es muy antigua, y la afirma todavía Fernando Guillamón cuando pretende que «la Victoria, por orden de Carlos V, quedó varada en Sanlúcar para memoria del suceso, hasta que se fue haciendo pedazos y desapareció». Hermosa leyenda que recientemente Antonio Barba, autor de un buen trabajo sobre el tema, estima que «no pasa de ser una fantasía, carente en absoluto de fundamento». Parece muy difícil que los sevillanos, después de haber traído con el máximo empeño la nao hasta el Puerto de las Muelas, donde desembarcó su precioso cargamento y mereció todas las admiraciones del mundo por su admirable periplo, consintieran que se la llevasen río abajo para vararla en Sanlúcar.
Las noticias de que se la mantuvo en Sevilla, y concretamente en las Atarazanas, son numerosas, aunque todas ofrecen dudas. José de Vargas Ponce asegura que la Victoria «se custodió en Sevilla para eterna recordación». En el Jardín de flores curiosas de Antonio de Torquemada, 1599, se refiere que la nao está en las Atarazanas. En 1628 se publicó la «Silva de la Nao Victoria, que está en la Taraçana de Sevilla», obra poética extensa de Fernando de Soria, que mezcla con afán barroco referencias a los clásicos y a tópicos de la mitología, absolutamente inútiles, con recuerdos muy valiosos de las principales peripecias marineras de la nao, que conviene recordar como una interesante tradición que perduró. Otros poetas, incluso Góngora, dejan entender que la Victoria es una realidad aún presente en su época. Y Martínez de la Puente, todavía en 1681, sigue afirmando que «los fragmentos de esta nao Victoria se conservan en Sevilla». Todo pudiera ser. Pero la historiografía se fía más del testimonio de un cronista de Indias tan relacionado con el tema y tan amigo de los protagonistas de la aventura como Gonzalo Fernández de Oviedo, para quién la Victoria «se perdió en un viaje de vuelta de Santo Domingo, que nunca más se supo de ella ni de los que en ella iban». Parece que los intereses, como tantas veces en la vida y en la historia, prevalecieron sobre los sentimientos, y la nao, debidamente reparada, sirvió en la ruta de Indias, hasta su desaparición definitiva. De todas formas, quién sabe. Es un poco aventurado suponerlo, pero pudieron existir dos naos con el mismo nombre.
La gloria final
Lo primero que hizo Juan Sebastián Elcano nada más llegar a Sanlúcar fue escribir una carta al rey Carlos, ya emperador de Alemania. Tenía prisa por dar la noticia de primera mano, quizá, por adelantarse a otros que pudieran ofrecer una versión distinta. Este deseo de dar a conocer los hechos por sí mismo puede conducirnos a suposiciones muy sugestivas, aunque sea preferible no pasar de ahí. Elcano, pese a las reiteradas afirmaciones sobre su rudimentario estilo, lleno por lo que dicen de vasquismos, escribe en un castellano más que aceptable, bien que con su laconismo de siempre, y con frases un tanto coloquiales, como tantas personas semicultas de su tiempo. «Sabrá vuestra Alta Majestad como hemos llegado dieciocho hombres solamente, con una de las cinco naos que V. M. envió a descubrir la Especiería, con el capitán Fernando de Magallanes, que haya gloria; y porque V. M. tenga noticia de las principales cosas que hemos pasado, con brevedad escribo esta». Elcano anuncia brevedad, entre otras razones porque no tiene tiempo de escribir una larga narración de lo ocurrido y desea, más que nada, anunciar el costoso pero en el fondo definitivo éxito de su empresa. No cuenta nada en absoluto sobre lo sucedido en San Julián, ni sobre su escasa amistad con Magallanes, ni sobre la defección de la San Antonio, que sabe que ha llegado un año antes y comunicado determinadas noticias. Prefiere hablar de los logros y del tremendo esfuerzo que ha costado traer las especias hasta España. Las frases más expresivas de la carta están ya transcritas en su momento, y no es preciso repetirlas. Lo más significativo, y eso no debemos ocultarlo, es la preocupación de Elcano por los suyos. No pide nada para sí, pero solicita el reconocimiento real para sus compañeros.
«Suplico a V. M., por los muchos trabajos, sudores, hambre y sed que ha padecido esta gente al servicio de V. M., les haga merced de la cuarta y de la veintena de sus efectos, y de lo que consigo traen…». Y se acuerda también de los que quedaron atrás: «… Suplico a vuestra Alta Majestad que provea con el Rey de Portugal la libertad de los trece hombres que tanto tiempo le han servido…» y que están presos en Cabo Verde. Finalmente recuerda a Carlos V con especial énfasis, el más alto logro de la expedición: «hemos dado la vuelta a toda la redondez del mundo». El joven emperador respondió inmediatamente, a juzgar por la fecha de su misiva, el 13 de septiembre. «Capitán Juan Sebastián del Cano[15]: Vi vuestra letra […] de que he holgado mucho por vos haber traído Nuestro Señor, y le doy por ello infinitas gracias. Y porque yo me quiero informar de vos del viaje que habeis hecho […] vos mando que luego que esta veáis, tomeis dos personas de las que han venido con vos y os partais y vengais con ellos a donde yo estuviere […]». Y promete premiar a la tripulación (que fue ampliamente recompensada, y se respetaron íntegramente las cargas que cada uno había traído); y añade que ya ha comenzado las gestiones para la repatriación de los retenidos en Cabo Verde.
Elcano probablemente deseaba esta entrevista tanto como don Carlos. Escogió para acompañarle al que casi parece haber sido su otro yo, Francisco Albo, y a Hernando de Bustamante, que como «barbero» no solo practicaba esta profesión, sino, tal como era costumbre, la cura de las heridas y el tratamiento de los enfermos. Sin duda eran hombres de la máxima confianza, se entendían bien entre sí, y podían charlar más ampliamente con el emperador sobre los detalles de la travesía y sus aspectos humanos. Carlos, a lo que parece, deseaba hablar con varios, para enriquecer su conocimiento, y refrendar con otras voces lo que cada uno prefería decirle. Así fue como Elcano, con sus dos compañeros, partió inmediatamente de Sevilla para viajar a Valladolid, donde se encontraba el emperador, «y llevó consigo los indios que traía, los regalos de sus reyes, pájaros raros, producciones exquisitas, y, más que todo, las preciosas especias…». Es una de las versiones que nos hablan de los «indios» que llegaron también en la expedición. Habían embarcado catorce en las Molucas; dos, que eran «pilotos» (digamos guías) ya hemos conjeturado que pudieron quedarse en Timor. De los doce restantes murieron la mayor parte, pero, aunque solo a veces se menciona un nombre, debieron ser varios, a juzgar por el empleo del plural: posiblemente tres o cuatro. Los regalos procedían con probabilidad de Humabón, y sin duda de Siripada y Almansur, que bien conocían los gustos de los europeos: oro, perlas, maderas preciosas; más las «producciones exquisitas» a que se refiere Navarrete, muchas de las cuales habrían sido recogidas por los propios navegantes. Entre los «pájaros raros» figuraban sin duda las aves del paraíso, a las que tantas propiedades atribuían los hombres del Renacimiento. Elcano no pudo transportar los seiscientos quintales de clavo, que ya se dedicaban a pesar cuidadosamente los oficiales de la Casa de Contratación; pero sí llevaba una muestra de canela, clavo, pimienta y nuez moscada, para que las admirara y disfrutara el emperador.
Las entrevistas que Elcano y sus dos compañeros sostuvieron con don Carlos parece que hicieron las delicias de este, que como hombre de su tiempo sabía disfrutar de las noticias de lejanos países, y de las aventuras extraordinarias que aquellos hombres venían a contarle. El joven Carlos, idealista, valeroso y amigo de empresas esforzadas y descomunales, debió quedar maravillado de todo lo que pudo escuchar. Muy pronto decidió conceder a Elcano una pensión vitalicia de quinientos ducados anuales, y toda suerte de distinciones. Sin embargo, pronto recibiría otra visita. Antonio Pigafetta se las ingenió para ver a tres reyes en un mes, y consiguió que le recibieran. Lo que comunicó a Carlos V —y tal vez Elcano ya lo estaba temiendo— debió sembrar ciertas dudas en el ánimo del emperador, de suerte que el juez de Casa y Corte, Santiago Díaz de Leguizamo, instruyó una información judicial, en la cual fueron interrogados por separado Elcano, Albo y Bustamante. Posiblemente en aquel momento Pigafetta ya había desaparecido, deseoso de entrevistarse con don Manuel el Afortunado en Portugal. Las trece preguntas sobre el motín de San Julián, los muertos en aquellos sucesos, la defección de la San Antonio y las causas del fallecimiento de Magallanes fueron contestadas con absoluta unanimidad por los interrogados (que probablemente ya adivinaron lo que les iban a preguntar y se pusieron previamente de acuerdo). Quitaron hierro al asunto, y de nada se les acusó.
Otra cuestión vino a turbar por otro lado la fama de absoluta honradez de Elcano. Los de la Casa de Contratación denunciaron que el peso del clavo traído por la Victoria sumaba quinientos setenta quintales, cuando la cantidad consignada era de seiscientos. ¿Quién había detraído los treinta que faltaban? La respuesta de Elcano fue perfectamente válida: el clavo, cuando seca, pierde una parte de su peso. Y eso es lo que ocurre efectivamente, como habría ocasión de comprobarlo más tarde. El argumento fue admitido. Si alguien, con su consentimiento o sin él, pretendió en Cabo Verde algunas compras necesarias con una cierta carga de clavo —que otra riqueza no tenían los navegantes— no se mencionó el asunto en absoluto. (Por supuesto, desembarcar treinta quintales de clavo en aquella isla era materialmente imposible). Elcano fue plenamente reivindicado, contó con la absoluta confianza del emperador, que le confirmó su pensión vitalicia, lo llenó de honores y lo ennobleció concediéndole un escudo de armas, en que campaban en el cuartel superior un castillo de oro sobre campo de gules, y en el inferior unos palos de pimienta, clavo y nuez moscada, justo los que había portado personalmente a don Carlos; y en la cimera un globo terráqueo con la leyenda que conoce todo el mundo y con la que suelen concluir todos los relatos: primus circumdedisti me. La vuelta al mundo, en eso estaban de acuerdo don Carlos y Juan Sebastián, era el logro más grande de su hazaña, con haber obtenido otros muchos logros admirables. Elcano había alcanzado la cima de su gloria: era rico, noble, famoso y concitaba la admiración de todo el mundo. Una novela histórica hubiera terminado aquí.