LA TRAVESÍA DEL ATLÁNTICO

La armada de Magallanes había cruzado, de este a oeste, el Atlántico en 1519. Ahora, tres años más tarde, lo que quedaba de ella, una nao maltrecha y menos de cuarenta hombres, hambrientos y agotados que sufrirían nuevas bajas por el camino, volvía a cruzarlo, esta vez de sur a norte. Algunas versiones pretenden que los navegantes se acogieron a una bahía que está al norte del Cabo, y que no puede ser otra que la bahía de Santa Elena, para descansar y recoger las provisiones más necesarias. No debe ser cierto, o cuando menos los testigos directos de la navegación no dicen nada al respecto. Francisco Albo, en su primer día bueno, anota una latitud de 31º 57´, ya al norte de Santa Elena; y en el transcurso se refiere al rumbo y a la distancia recorrida sin alusión alguna a la detención. Solo en una jornada navegan al nordeste, para comprobar si siguen la línea de la costa pero sin hacer la menor recalada. Parece como si tuvieran prisa, y, por supuesto, no sentían el menor deseo de caer en manos de los portugueses. Probablemente fue un error no detenerse, como en 1520 frente a la costa de Chile, no descansar un poco de tantas fatigas, buscar un ambiente más favorable para los enfermos y, a ser posible, algunas provisiones frescas. Por su parte, Pigafetta tampoco habla de paradas de ninguna clase: una vez doblado el cabo, «navegamos hacia el mistral [el norte, o en este caso el noroeste] durante dos meses enteros, sin descanso». Regreso rápido, pero al borde del agotamiento, y, algo más terrible todavía, a punto de morirse de hambre.

Elcano cuenta sus penurias con tal laconismo que puede engañarnos: «apenas teníamos para mantenernos más que arroz, ni para beber más que agua». El arroz no era el plato predilecto de los navegantes europeos, pero era la base de la alimentación de muchos pueblos orientales, que no pasaban penuria por ello; el agua es la bebida que muchos seres civilizados tomamos porque es de absoluta necesidad, todos los días; pero los marinos bebían vino como algo indispensable —entre otras razones porque se conserva en toneles sin corromperse, mucho mejor que el agua— y cuando faltaba el vino parecía como si no hubiese otra cosa que beber. Hay que añadir que el arroz andaba cada vez más escaso, y apenas bastaba para mantener a aquellos treinta y tantos hambrientos, y que el agua que tenían que beber estaba cada vez más estropeada. En fin, concluye Elcano en una frase mucho más expresiva, aunque como todas lacónica: «pasamos penalidades que solo Dios sabe». La falta de alimentos y sus malas condiciones de conservación pudieron ser en parte responsables de la muerte por disentería de más tripulantes en la travesía del Atlántico. Del 1 al 9 de junio murieron cuatro grumetes; tal vez por razón de su edad menos resistentes que los otros; del 21 al 26, tres hombres más, dos sobresalientes y un marinero. No conocemos las fechas exactas ni muchas veces los nombres concretos; pero Elcano cuenta en su carta al emperador que en la travesía del Cabo de Buena Esperanza y en la navegación a las islas de Cabo Verde «se nos murieron de hambre veintidós hombres». Pigafetta cuenta veintiuno: la cifra, cualquiera que sea, es macabra, si tenemos en cuenta que de los cuarenta y siete que habían salido de Tidore quedaban solo de veinticinco a treinta, y sumamente debilitados por la penuria y el agotamiento. Un detalle que nos cuenta el propio Pigafetta, y que puede ser efecto tanto de su afán de señalar casos curiosos como de sus lecturas, es que, en la triste tarea de arrojar al mar a los compañeros muertos, los cristianos llegaban a las aguas boca arriba, mientras los infieles —«indios», más bien moluqueños— lo hacían de espaldas. Posiblemente una pequeña casualidad le permitió generalizar una regla absolutamente carente de verosimilitud. No es original, porque algo por el estilo puede leerse en Plinio cuando se refiere a los cadáveres de los romanos y de los bárbaros. Lo que cuenta no es creíble ni tiene importancia histórica, pero muestra que el italiano era un humanista bastante leído. En resumen, aquella travesía, feliz por lo que se refiere a los resultados técnicos de la navegación, fue tristemente señalada por la pérdida de vidas. Tal vez no todos murieron de hambre, sino como consecuencia del escorbuto, que volvió a asomar por entonces, o de enfermedades provocadas por las condiciones de aquella vida precaria. Con la dificultad añadida de que los supervivientes habían de realizar la función de todos, en las tareas propias de la navegación, izando o arriando a viva fuerza velas, manejando el cordaje, reparando en lo posible las averías del casco, llevando el timón, atendiendo al fuego o a la cocina y subiendo a las cofas para la vigilancia de los mares. A ello se añadió pronto una nueva calamidad: la Victoria, maltrecha por tres años y setenta mil kilómetros de travesía, hacía agua, y era preciso manejar día y noche las bombas. No había gente para todo, y el trabajo de aquellos supervivientes, al borde del colapso total, era agotador.

La corriente de Benguela

Algo tenía de positivo la situación: caminaban más deprisa que nunca en todo el larguísimo viaje. Quizá en aquella asombrosa velocidad radicó una de las causas por las que no quisieron detenerse. El deseado regreso parecía estar, a juzgar por la marcha que llevaban, a la vuelta de la esquina. El 18-19 de mayo la Victoria había remontado el cabo de Buena Esperanza. El 31 estaba a -12 grados de latitud, ya a punto de cruzar el ecuador. Si tenemos en cuenta que llevaban rumbo NO y NNO, venía a resultar que habían caminado más de 3000 kilómetros en diez días. A ese paso podían plantarse en las costas españolas antes de que terminase el mes de junio. Los navegantes no eran tan lerdos que no supieran que aquellas condiciones extraordinariamente favorables de viento, corrientes y estado de la mar no iban a mantenerse indefinidamente; pero estaban cuando menos decididos a aprovecharlas hasta el último momento.

Hoy conocemos sin dificultad aquellas condiciones, de las que ya sin duda se habían beneficiado los portugueses que regresaban de la ruta de la India. Los vientos soplaban de componente sur, primero del sur franco, luego del sureste, con fuerza constante, siempre moderada, nunca tempestuosa. Tenían cualidades muy parecidas a las del prealisio que sopla de las costas del golfo de Cádiz a las Canarias, pero sin tanta turbulencia. Nunca habían navegado, ni siquiera en los mejores momentos de la travesía del Pacífico, tan a gusto viento en popa. Los marineros sufrían, sobre todo en las primeras jornadas, las mismas bajas temperaturas que habían tenido en la región del Cabo, pero no sentían frío. El aire era más seco, y lo que es mejor, cuando se navega viento en popa, apenas se nota el viento mismo. Cuántas veces se ha dicho que las naves volaban bajo un viento favorable. Ojalá pudiesen hacer como las gaviotas y los cormoranes que veían por encima de sus velas, pero navegar a favor de viento y a buena velocidad supone casi navegar sin viento. Los marineros que se quejaban en las zozobras de la travesía del Cabo del frío que les atería las carnes, dejaron de hacerlo en aquella navegación hacia el norte: y, lógicamente, con una temperatura cada vez más agradable.

Iban, efectivamente, ayudados por una corriente fría, la llamada hoy usualmente corriente de Benguela. Es en realidad la misma corriente del Atlántico sur que choca, a la altura de Cabo, con la corriente de Agulhas, para provocar los torbellinos y los oleajes contrapuestos que ya conocemos. En la costa occidental de Sudáfrica, en la de Namibia, en la del sur de Angola, es en cambio una corriente rápida, pero apacible como un río caudaloso y no provoca turbulencias de ninguna clase. Es, como otras de su género, una corriente fría, de aguas relativamente dulces, que procede de las capas profundas de un Atlántico preantártico, agua que al chocar con la costa surafricana, aflora a la superficie, arrancando de paso una buena tasa de plancton, que hace las delicias de los peces. Como la corriente de Humboldt en Chile y Perú, o la de Canarias, es un rico banco pesquero, aunque esta vez Pigafetta, muy lacónico desde que viaja con Elcano y que tal vez tiene otras cosas más graves de qué preocuparse, no menciona la abundancia de peces. La naturaleza de las aguas permite que se vean focas en las costa de Namibia, algo que sería impensable en las del Sahara. Y es que, efectivamente, la costa del suroeste de África es tan desierta como la norteafricana, pero la procedencia de la corriente marina está ligada a los fríos del Atlántico Sur como no lo está la de Canarias. El desierto de Namibia goza fama de ser uno de los más secos del mundo, con una media de precipitación de 28 mm. al año. Las aguas frías tienen una propiedad, que a primera vista juzgaríamos aparentemente contradictoria: el agua fría se evapora menos que la caliente, y forma menos nubes. Junto a las corrientes frías del mar están los grandes desiertos de la Tierra: Sahara, Atacama, Kalahari. Ciertamente en la costa de Namibia hay nubes y nieblas: llega un ser sediento del desierto ardiente del interior, y ve nubes junto al mar. Sueña con un clima distinto, y con abundancia de agua; desgraciadamente no es así. Las nubes se forman por diferencia de temperaturas, pero muy difícilmente desprenden lluvias; son nubes de desarrollo horizontal, con muy poca carga hídrica, frecuentemente en forma de niebla. Las nubes y las nieblas constituyen una especie de barrera entre la tierra y la mar, de suerte que los navegantes suelen ver esas nubes en vez de la tierra firme. Tal vez fue esto lo único que observaron los navegantes de la Victoria, que no trataron de alcanzar aquella «costa de los esqueletos», bien poco prometedora. Casi desde el primer momento, aquellos hombres prefirieron navegar al noroeste, hasta Sierra Leona, eludiendo el costeo de África, que les hubiera hecho perder más tiempo y hubiera aumentado las posibilidades de que fueran apresados.

La corriente de Benguela se va desviando hacia el oeste, hasta enlazar con la corriente ecuatorial del sur, que llega a alcanzar las costas de Brasil: así Elcano y los suyos pudieron seguir viento en popa hasta los primeros días de junio, aprovechando la corriente y el propio desplazamiento de la convergencia ecuatorial hacia el norte. Atravesaron el ecuador el 8 de junio, ya con viento flojo y fuera de la corriente favorable. Desde entonces el progreso se hizo más lento, por culpa de las calmas ecuatoriales y cuando la calma no era completa, de los vientos débiles y variables. A diferencia de lo ocurrido tres años antes, no tuvieron tormentas ni fuegos de San Telmo, pero la falta de viento y el asfixiante calor aumentaron la sed de aquellos desgraciados que cada vez tenían menos agua que llevarse a los labios. Era absolutamente preciso que llegaran al Cabo Palmas —hoy entre Liberia y Sierra Leona— si querían subsistir. El 14 de junio, Albo se cree entre las costas de Guinea y las islas Bijagos, pero no ven tierra por ninguna parte. La realidad, comenta en sus breves notas, es distinta a como la representan los mapas, y deduce que «las cartas no las hacen así como están», es decir, que la realidad no es como la representan, y aconseja que «los que van por aquí miren cómo van». Las cartas, evidentemente, no eran precisas; también él, mediante la simple estima, pudo ser confundido por las corrientes, que tendían a alejarle de tierra; con todo, no podían estar demasiado lejos de ella. Por eso iban sondeando continuamente para evitar los bajíos, que por aquella zona son tan frecuentes, y para poder acercarse a la costa de la mejor manera posible. El 14 de junio no hallaron fondo, pero sí el 15: 23 brazas de profundidad. Desde entonces, sondearon día y noche. El 16 de junio la hondura de las aguas disminuyó notablemente, de veinte a diez brazas; pero aún no se advertían señales de tierra. Se encontraban, sin duda alguna, frente a una costa baja y traidora, que era preciso vigilar constantemente para evitar un encallamiento, ¡pero al mismo tiempo era imperioso tomar tierra!

El 17 de junio escribe Albo (tal vez, en estos momentos dramáticos, Elcano): «las aguas me tiran hacia Río Grande» [el Senegal]. La sonda marca solo cuatro brazas, pero la maldita tierra sigue sin aparecer. El 18, al fin, divisan un banco de arena, temen encallar en él, y se desvían hacia el sur para evitarlo; después siguen hacia el noroeste, ya con vientos contrarios, «a un bordo y otro», haciendo continuas ceñidas para ganar un poco de terreno. Al fin, agotados, pero sin desesperarse, el 19 de junio ven la ansiada tierra, o más exactamente, árboles que parecen crecer en el agua. Fondean a no más de cuatro brazas de profundidad y destacan una chalupa, pero por más esfuerzos que hacen, no pueden desembarcar. Una barrera cerrada de árboles les cierra el paso; detrás de ella no se distingue ninguna tierra. Era un manglar. Quizá ninguno de ellos sabía lo que son los manglares, que ya divisó Colón en las costas de Cuba. El mangle es un árbol que tolera muy bien la sal, y no solo crece en las marismas tropicales, sino que hunde sus raíces en los fondos marinos. Un manglar como aquel constituye una barrera entre la tierra y el agua que hace prácticamente imposible un desembarco. Hoy el problema está resuelto por la obra humana, se han talado los árboles y se han construido puertos accesibles a todos los barcos; entonces los manglares se extendían por cientos de kilómetros de costa en lo que ahora es Liberia, Sierra Leona, Guinea Konakri y Guinea Bissau, toda la balconada suroeste de la gran panza de África, en una línea de cerca de 2000 kilómetros, hasta muy cerca de donde hoy está Dakar, la capital de Senegal, casi a la vera del histórico Cabo Verde.

Siguieron buscando un lugar donde tomar tierra, luchando siempre con los bajíos y con los vientos contrarios. No lo encontraron. Habían tardado un mes en llegar desde el ecuador hasta allí —a 11º Norte—, más que lo que habían tardado en llegar desde el cabo de Buena Esperanza hasta el ecuador. No podían seguir en este trance. Tenían que tomar una decisión. Se planteó una solución de emergencia, aunque se sabía extremadamente peligrosa y no por la hostilidad de la naturaleza, sino por la de los hombres: recalar, ya que era imposible hacerlo en el continente, en las islas de Cabo Verde, donde existían buenos puertos, utilizados desde cincuenta años antes por los portugueses. De alguna forma se las apañarían para evitar su prisión. Elcano era hombre de autoridad, pero a diferencia de Magallanes, solía consultar con sus hombres. Ya lo había hecho a la hora de decidir si se recalaba o no en Madagascar, o si procedía librarse de la carga para conservar la vida en El Cabo. En ambos casos, se había votado valerosamente que no. Pero ahora estaban todos —mejor dicho, estaban los supervivientes— al borde de la muerte. Parece que fue el 1.º de julio —quizá pocos días antes, no lo sabemos exactamente— cuando se decidió el dramático referéndum: Salió «por más votos» —o sea que hubo diferencia de criterios, pero se respetó la mayoría— ir a las islas de Cabo Verde.

De los peligros de la naturaleza a los peligros de los hombres

La expedición de Magallanes-Elcano es un conjunto de contrastes espectaculares y casi siempre de fuerte intensidad dramática, entre largos periodos de soledad en lo infinito de los océanos —como que nadie había surcado hasta entonces de aquella forma los tres mayores océanos de la Tierra— y el encuentro de los aventureros con seres humanos de todas las razas y culturas, desde los placenteros hombres y mujeres de Guanabara, los enormes y extraños patagones, los ladrones inexplicables de las Marianas, los amistosos o traidores de Cebú y de Mactán, los antropófagos «muy feos» de las Molucas del Sur, hasta los refinados y solemnes borneanos, que parecían copiar sus ceremoniales de los pueblos más civilizados. Fueron aquellas unas relaciones amigables u hostiles según los casos, de las cuales los antropólogos podrían obtener las más sorprendentes conclusiones. Pero también los tripulantes de las naos, y muy especialmente los de la Victoria en su tremenda singladura de Timor a España, tuvieron que enfrentarse virtualmente a hermanos entrañables de raza, de cultura y de vocación histórica que, precisamente por la coincidencia de sus miras universales, llegaron a considerarse adversarios. Españoles y portugueses estaban tan relacionados y emparentados, que en ocasiones nos resulta muy difícil distinguirlos unos de otros. Pero al mismo tiempo la rivalidad peninsular, en cuanto vecinos de una misma casa, tan pronto los unía entrañablemente como les separaba a la hora de buscar la hegemonía o de descubrir tierras al otro lado del mundo. España y Portugal se habían puesto oficialmente de acuerdo en repartirse los océanos y cuanto en ellos se descubriese, fijando una línea de demarcación que dividía las zonas de influencia en dos hemisferios. Conviene destacar, porque de lo contrario no entenderíamos nada, que no se trataba de dividir la Tierra entera. Españoles y portugueses no se arrogaron derecho alguno de dominio sobre los países civilizados, y no solo los cristianos, sino que tampoco se sentían con derecho sobre los chinos, los árabes, los tártaros u otros pobladores del mundo conocido o semiconocido; sino sobre los «paganos», aquellos indígenas susceptibles de ser evangelizados y de paso civilizados. De aquí que se atribuyese al romano pontífice el derecho de confiar esta misión a pueblos cristianos capacitados para ello. No está clara desde el punto de vista jurídico o de autoridad universal la competencia del papa para conceder semejantes derechos, ni la autoridad de los dos pueblos más capaces entonces de explorar el mundo, para repartirse sus descubrimientos. Pronto los discutieron, no sin motivos, otras potencias atlánticas como Francia e Inglaterra, que a lo largo del siglo XVI ocuparon territorios en América o la India, como poco más tarde los holandeses, hábiles navegantes y excelentes negociantes, llegaron a fundar establecimientos en el sur de Asia y de África, y en Indonesia. No se trata en este punto de discutir tales extremos, solo faltaba. Lo único que nos interesa recordar es que los dos pueblos ibéricos, lanzados a una política mundial sin precedentes hasta entonces en la historia, hubieron de chocar muchas veces por territorios discutidos en una época en que era muy difícil establecer con precisión un meridiano ¡y más difícil todavía un antimeridiano! La expedición de Magallanes —un marino portugués que navegaba y descubría en nombre de España— estuvo erizada de dificultades y desconfianzas desde antes de partir; y más en su etapa final, en que constaba que los españoles habían tomado posesión de una de las islas de las Molucas y habían cargado miles de quintales de preciado clavo. Se explican los esfuerzos de los portugueses para evitar que ni la Concepción ni la Victoria se escapasen con el botín, o que ofreciesen al mundo un hecho consumado. La incertidumbre geográfica podía ser sustituida por el «ius inventionis», el derecho otorgado por el descubrimiento. Al fin y al cabo, Portugal hubo de consentir la ocupación de las Filipinas, aun cuando se supo con certeza que correspondían al hemisferio portugués, como más tarde España consentiría la expansión de los «bandeirantes» por tierras del interior de Brasil que correspondían al hemisferio español. Portugal era consciente de la mayor potencia demográfica, política y económica de España, y tenía derecho a defender su tradición oriental, muy especialmente las preciadas Molucas, hasta tanto no se delimitasen claramente las zonas de influencia. Su duro proceder con los de la Concepción es una muestra dramática y dolorosa de lo mucho que estaba en juego: y no solo la riqueza, que también.

Se explica perfectamente que Elcano y los responsables de la Victoria hiciesen lo posible y lo imposible por evitar a los portugueses: y lo consiguieron con un éxito sorprendente hasta el último momento, cuando ya se consideraban casi a las puertas de casa. Pero la situación insostenible de junio-julio de 1522, a las puertas de casa, sí, pero también a las puertas de la muerte, hizo inevitable lo que hasta entonces se había eludido hasta el heroísmo. Había que recalar en las islas de Cabo Verde para requerir los auxilios más indispensables. Elcano y los suyos fingieron con la mayor habilidad posible una historia verosímil: la Victoria formaba parte de una flota española que regresaba de tierras americanas; en la travesía había sufrido una tempestad que le había roto el mastelero y la verga del trinquete —los desperfectos estaban bien a la vista—, y se había retrasado del resto de la flota, condenada a una lenta navegación que la había dejado sin provisiones. Y la ficción surtió sus efectos.

Las islas de Cabo Verde constituyen un archipiélago volcánico situado en pleno Atlántico, a unos 800 Km. al oeste de las costas de Senegal. El nombre de Cabo Verde se lo deben a la punta occidental de África, inmediata hoy a la ciudad de Dakar, y no al revés. Colón, que visitó aquellas islas en su tercer viaje, en 1500, dice con cierto sarcasmo que de verde no tienen nada. (En cambio, el cabo está y estaba cubierto de palmeras, y su verdor animó a los portugueses que habían costeado las desoladas tierras del Sahara occidental y Mauritania a seguir adelante). Bien, no es que las islas sean mucho más secas que Senegal, sino que están cubiertas de oscuras cenizas volcánicas que son las que les proporcionan su tono sombrío. Agudos pitones negros se levantan aquí y allá, animando el perfil del paisaje. Solo algunos pequeños vallecitos fértiles permiten el cultivo. En otras zonas crecen bosquecillos de laurisilva (árboles o arbustos cuyas hojas recuerdan las de laurel), de modo que no todo es árido, como le pareció a Colón. Justamente la isla de Santiago, a donde llegaron nuestros navegantes, es la más fértil de todas. El archipiélago está formado por diez islas de mediano tamaño, y buena cantidad de islotes, distribuidas en dos filas: al norte las seis de Barlovento y al sur las cuatro de Sotavento. Una denominación que nos revela que hasta allí llegan los vientos alisios del norte y nordeste. Poco más abajo empiezan los vientos variables o periódicos y las calmas ecuatoriales. Estaban deshabitadas cuando en 1462 llegaron allí los portugueses y se establecieron en la isla de Santiago, la mayor (y menos seca) de las de Sotavento, y fundaron la ciudad de Ribeira Grande, muy accesible, en la entrada de un arroyo seco; hoy sus ruinas, visitadas por los turistas, son conocidas como Cidade Velha. Los colonos trataron de cultivar caña de azúcar con muy poca fortuna, y se dedicaron a otro oficio menos noble pero más lucrativo como fue la compra de esclavos, para venderlos luego. Conviene saber que la mayoría de estos desgraciados no fueron esclavizados por los portugueses sino por los propios naturales africanos, que los vendían a los blancos, que pagaban por ellos. Luego los blancos los revendían. Hoy las islas de Cabo Verde son una república independiente poblada indistintamente por descendientes de esclavizadores y esclavos, mulatos en su mayor parte, que hablan portugués y son sumamente acogedores. Viven del cultivo del algodón, de la pesca, el comercio y el turismo. Las Cabo Verde son las islas más «auténticas» y menos europeizadas —aunque sus habitantes se vuelven locos por el fútbol europeo— de toda la Macaronesia, ese conjunto de islas de origen volcánico que se alzan frente a la costa occidental de África.

Nuestros navegantes iban muy bien orientados cuando en nueve días llegaron de las costas de Guinea Bissau directamente a la isla Santiago y su capital Ribeira Grande (hoy la capital, a 13 kilómetros, es Praia, defendida por un islote). Ribeira Grande fue destruida por los piratas en el siglo XVII, y apenas se conservan más que las patéticas ruinas de su catedral, algunas pequeñas edificaciones y los muros de un fuerte. Era el 9 de julio de 1522 cuando Elcano, prudentemente, fondeó frente a la costa, sin entrar en el puerto, y tal vez después de un tiempo de exploración, sobre el 10 o 12 de julio destacó un esquife para adquirir lo más indispensable, alegando la historia que ya conocemos. Mandaba el esquife el contador Martín Méndez, el más hábil para los negocios de los treinta y tantos navegantes que sobrevivían. Volvieron muy contentos con provisiones, especialmente arroz, y algunos de los materiales que consideraban más indispensables. No sabemos por qué tardaron algunos días más en pedir nueva ayuda. Según Albo, fue el 14 de julio cuando enviaron de nuevo el batel en busca de más provisiones. Puede que a partir de entonces adoptaran la datación correcta de los días, y por eso nos parece que se demoraron una fecha más: pronto nos referiremos a este aparente misterio. El batel regresó aquella mañana cargado otra vez con excelentes provisiones. En vista del buen resultado, lo enviaron de nuevo por la tarde para embarcar más cosas, y tal vez para recoger a algunos hombres que se habían quedado unas horas en la isla. No volvió. Algo había ocurrido. Ninguna de las versiones que circularon es segura, y hasta es posible que coincidieran varias. Lo cierto es que alguien se fue de la lengua. Parece que ese alguien se refirió a la muerte de Magallanes en los mares de Oriente. ¿Cómo podían saber lo que había ocurrido en Oriente aquellos españoles que venían de América?

Otros pudieron referirse al cargamento de clavo que llevaban en sus bodegas, y Fernández de Oviedo recoge una idea que debió circular después: faltos de dinero y de artículos que intercambiar, los desembarcados quisieron comprar algunos esclavos para que manejaran las bombas de achique, mientras los marineros bastante tendrían con dedicarse a sus faenas. Y ofrecieron como trueque una cierta cantidad de clavo, que otra cosa no tenían para tamaña operación. Si así fue, no parece que la iniciativa haya partido del prudente Elcano ni de Martín Méndez u otros compañeros más responsables. Pero alguien habló de lo que llevaban entre manos, y la cosa trascendió a las autoridades de la isla. Qué torpeza inaudita. Los españoles de la nao quedaban comprometidos sin remedio. Según otra versión que tuvo que circular forzosamente, puesto que fue objeto de instrucción judicial, fue que un marinero portugués, que había tomado el nombre español de Simón de Burgos para poder embarcarse en la expedición magallánica, traicionó a sus compañeros en Cabo Verde y contó toda la historia. Sin embargo, consta que cuando fueron rescatados los presos de Cabo Verde, dos testigos alegaron en favor de la inocencia de Simón de Burgos.

Fuera cual haya sido la causa exacta, el hecho es que la hazaña del viaje a Oriente, los tesoros de las Molucas y el regreso por el Índico trascendió, y los portugueses de la isla apresaron a los de la chalupa, que aquella vez eran nada menos que trece: tal fue el deseo de todos de pisar tierra, y bien que la pisaron, durante muchos meses. Los de la Victoria, entretanto, esperaban con creciente impaciencia el regreso de los desembarcados; cada vez era más extraño el retraso, y la desconfianza fue creciendo conforme declinaba la tarde. Y mientras los temores se convertían en certeza, se despertaban a su vez las alarmas sobre la suerte de la propia nao. Según Albo, «fuimos a ver cerca del puerto [por saber la suerte de la chalupa], y vino una barca y dijo que nos rindiéramos». Elcano obró rápidamente: hizo levantar todas las velas y se dio a la fuga a toda prisa. En su carta a Carlos V cuenta que cuatro navíos portugueses salieron en su persecución. A todos los burló. La Victoria estaba desvencijada, parcialmente desarbolada y para mayor desgracia hacía agua; pero seguía siendo rápida y segura como lo había sido en medio de todos los peligros de los océanos y de los hemisferios. No fue alcanzada, ni entonces ni más tarde. Elcano, inteligentemente, navegó hacia el sur, donde menos podían imaginar que pudieran encontrarle sus perseguidores. Y para mayor fortuna, había caído la noche. Al día siguiente, 15 de julio, siguió al sur, después al suroeste. Apenas pudo ver muy a lo lejos la silueta de la isla Fogo, un tremendo cono volcánico puntiagudo y negro, con frecuencia en actividad. Solo el 17 arrumbó al oeste. Nada de recalar en las Canarias. Irían por una ruta nueva, más larga, pero menos peligrosa, y, de paso, menos batida por los alisios. Quizá pudieran, incluso, llegar antes que por la línea más corta, y regresar casi milagrosamente —o milagrosamente— a España.

El bucle de las Azores

La derrota seguida por Elcano no fue en absoluto original. Ya la practicaban los portugueses cuando regresaban de África o de la India. También aprendieron a practicarla los españoles, aunque describiendo una curva más suave, cuando volvían de América. Era preferible seguir aquella curva que afrontar directamente los vientos alisios, siempre fuertes frente a la costa del norte de África —más que nunca precisamente en verano, por culpa del mínimo barométrico sahariano—, sumando a todo ello la corriente contraria de Canarias. A aquella ruta alternativa se la llamaba la «Vuelta de Poniente», y ningún buen marino la ignoraba. Es curioso: más del noventa por ciento de los mapas que dibujan la ruta de Elcano ignoran la derrota real, y representan una línea recta que va de las islas de Cabo Verde a Sanlúcar. Es un dibujo completamente falso. Tampoco parece que ningún autor se extrañe de que los navegantes hayan empleado casi dos meses, del 15 de julio al 6 de septiembre en navegar de Cabo Verde al golfo de Cádiz, ni trata de buscar alguna explicación. Si Elcano y los suyos pensaron alguna vez en aprovisionarse en Canarias antes de regresar a la Península, hubieron de desechar la idea. Para otro momento quedaba el cumplimiento de la promesa de peregrinar a la Virgen de Guía: las circunstancias mandaban, y tal vez la sustituyeron por la de rendir viaje a los pies de la Virgen de la Victoria, en Triana, la patronímica de la nao que tripulaban.

Como hemos visto hace un momento, el 15 de julio navegaron al sur, después al suroeste, y solo el 17 lo hicieron al noroeste, la ruta normal de la Vuelta de Poniente. Es perfectamente posible ir al noroeste con viento del nordeste, —y cada vez más del «nordeste por este» conforme el navío se adentra en el Atlántico—. El bucle que estaban describiendo casi triplicaba el camino directo, pero eludía la trabajosa tarea de ceñir continuamente a una banda u otra, y encima con la corriente en contra. Por lo general ahorraba tiempo, y, por supuesto, trabajo. En este caso no fue exactamente así por la terquedad del anticiclón veraniego. Irían hasta más allá de las Azores, y luego, para abordar las costas españolas, buscarían los vientos dominantes del oeste y los típicos «nortes» de verano frente a la costa portuguesa. Probable pregunta del lector: ¿no correrían los de la Victoria un peligro inmenso si navegaban frente a la costa portuguesa? No, en absoluto, porque ese camino lo hacían todos los barcos españoles que volvían de América. La Victoria era un barco español más y podía arbolar orgullosamente las armas del monarca Carlos. Aparte de ello, tampoco iba a navegar paralelo a la costa portuguesa, sino a cierta distancia; solo se acercaría en el último momento, como hacían todos, para tomar la altura del cabo San Vicente y valerse de la última referencia sobre el mapa.

No por eso fue aquella última etapa un viaje de placer. Es cierto que en Cabo Verde se habían hecho con algunos abastecimientos indispensables que les servirían para no morir de hambre, aún manteniendo un riguroso racionamiento; pero trece de sus compañeros habían sido retenidos en la isla, y solo quedaban veintiún hombres útiles y por supuesto agotados, para atender a las maniobras de la navegación y sobre todo para manejar las bombas, porque la Victoria hacía agua, y cada vez en mayor proporción. La ventaja material que suponía la presencia a bordo de menos bocas quedaba desgraciadamente contrapesada por la falta de hombres necesarios para tantas operaciones simultáneas. Si es cierto que en la isla Santiago se quiso reclutar gente para accionar las bombas, el intento resultó por doble razón un trágico fracaso. El sobrio Elcano se lo cuenta con una frase raramente dramática en él a Carlos V: «[…] resolvimos de común acuerdo morir antes que caer en manos de los portugueses, y así, con grandísimo trabajo de la bomba, bajo la sentina, que día y noche no hacíamos otra cosa que echar fuera el agua, estábamos tan extenuados como ningún hombre lo ha estado». La travesía costó tres muertos más, seguramente no de hambre, porque, aunque parvamente, estaban abastecidos, sino de la debilidad anterior, de un exceso de trabajo y falta de sueño, o de enfermedades explicables por las durísimas condiciones de vida que aquellos marineros tuvieron que soportar.

Algunos relatos pretenden que el 28 de julio Elcano y los suyos avistaron Tenerife. Es uno de tantos disparates que han pasado a la historia. Bueno sería que, cuando menos, hubiesen llegado a aquel territorio español. En Canarias se hubiese reparado la Victoria y se hubiese organizado de alguna manera el viaje definitivo a la Península. Pero no fue así ni pudo ser. Alguien ha interpretado mal la anotación de Albo, en la entrada correspondiente al 28 de julio: «me hago al oeste-suroeste de Tenerife». Hace una referencia respecto de la rosa de los vientos con el fin de situarse en el mapa respecto a un punto fijo, pero la isla canaria estaba aproximadamente a 1500 kilómetros; más lejos estaba todavía el 2 de agosto, cuando se supone «a la altura de Tenerife», es decir, a 28º de latitud. Seguía rumbo noroeste, aprovechando el viento del nordeste, que le obligaba a ceñir más o menos según los días. El avance era lento, para desesperación de todos; más lo hubiera sido, probablemente, si tratasen de acercarse a las Canarias. Cuando Albo menciona Tenerife, Hierro, Pico o Fayal, que lo hace frecuentemente en estos días finales de su derrotero, señala direcciones, no posiciones. No tenía la intención de recalar en ninguna de estas islas. Se dirigía de hecho hacia las Azores, pero su idea —y la de Elcano— era la de soslayarlas, pasando al oeste de todas ellas, o bien entre las más apartadas, para buscar al fin los vientos favorables. La idea era buena, pero esos vientos favorables, ¡cuánto tardaron en venir!

El 28 de julio la nao se encontraba a 22º de latitud, con un rumbo NNO; el 2 de agosto alcanzó los 28º, con dirección NO; el 4 de agosto a 29º 13´, y seguía al NO. Albo se refiere a sus posiciones respecto de Hierro, en Canarias, y Pico en Azores. El 6 solo avanza trece leguas. La lucha es enconada, persistente. La nao hace agua, y la mayor parte de los hombres han de estar trabajando denodadamente, día y noche, en las bombas. Elcano está atento a todo, buscando la solución más correcta, y Albo trata de determinar la ruta más breve posible: ha de escoger entre un rodeo largo y lento o una navegación en zigzags, con viento más fuerte y poco aprovechamiento del espacio ganado. A veces hasta se atreve a navegar hacia el NNE; luego ha de volver más al oeste. La situación es casi desesperada, pero parece que, como en otras ocasiones, nadie pierde la serenidad. Hacia el 16 y 17 de agosto, la Victoria se encuentra entre Fayal y Flores. Al fin se decide atravesar por aquel amplio espacio entre las dos islas más alejadas de las Azores, y hacer rumbo norte, en espera de vientos del oeste, o cuando menos vientos favorables. Ninguna nave apareció a la vista, porque aquellas islas occidentales eran las menos visitadas por los portugueses. Estaban entre 39 y 40 grados de latitud; los vientos eran más flojos, pero no tenían aspecto alguno de cambiar. Oh, desesperación.

No hay más que una explicación posible, pero absolutamente lógica, a tanta falta de viento: a fines de agosto (en días equivalentes a comienzos de septiembre en nuestro actual calendario gregoriano), el anticiclón que solemos llamar de las Azores y que no siempre se encuentra sobre estas islas, se mantenía pertinazmente en su posición de verano, más al norte que de ordinario, y era preciso seguir navegando hasta más al septentrión todavía para poder luego virar hacia España. El 18 estaban Elcano y los suyos a una latitud de 42º 50´, ¡a la altura de Finisterre!, pero, naturalmente, a casi dos mil kilómetros de la costa. Tal vez hubiera sido preferible tratar de acercarse a Galicia, para buscar la salvación más pronta. La Pinta, la carabela de Martín Alonso Pinzón, había arribado desde las Azores a Bayona de Galicia y había sido la primera en anunciar el descubrimiento de América, mientras Colón, con la Niña, llegaría poco después a Palos. Francisco Albo, que había vivido en Bayona, lo hubiera agradecido; pero el viento comenzaba a cambiar, y Elcano, a lo que parece, era partidario de recalar en Andalucía. Del 23 al 28 de agosto los vientos fueron desesperantemente lentos, pero ya pudieron navegar hacia el ESE, acercándose poco a poco a la costa peninsular. Día tras día, sin prisa, fueron robusteciéndose los vientos, casi nunca de poniente, pero que permitían en todo caso progresar al sureste. El 28 estaban de nuevo a 40º, entre Azores y la Península. Y el 30 realizaron la singladura más amplia desde comienzos del mes: avanzaron treinta leguas. Ya soplaban los típicos «nortes» paralelos a la costa portuguesa, tan frecuentes en verano, y nuestros aventureros comprendieron que por fin podían cantar victoria. El 1 de septiembre la nao se acercó al este para columbrar la costa. Sí, era Portugal. Ya no existía peligro. Ningún navío de Cabo Verde podía haber llegado a Lisboa antes que ellos, y la ruta que estaban siguiendo, al sur de Lisboa y marchando hacia el sur, era la propia de un barco español procedente de América: eso sí, muy estropeado. Solo por eso pudiera llamar la atención. Nadie se hubiera detenido a examinarlo, a no ser que pidiera auxilio. Albo sabía orientarse bien; el 4 de septiembre se aproximaron de nuevo a la costa, y escribe lacónicamente: «vimos tierra, y era el cabo San Vicente». Viraron a levante y siguieron más o menos la línea de la costa. El 6 de septiembre, deshechos y sin fuerzas para casi nada, pero inmensamente jubilosos, entraban en Sanlúcar.