Chicha estuvo toda la noche cagándose de miedo, escuchando una rata grande y fuerte que trasteaba entre los cacharros de cocinar. La rata actuaba con descaro, como si estuviera en su casa. Subía desde el sótano por una vieja cañería podrida. Ascendía los ocho pisos por dentro del tubo hasta salir a la luz. Entonces saltaba a la azotea del edificio y se dedicaba a escarbar en los montones de basura, o se introducía en alguno de los cuartos.
En total hay unas cincuenta personas o más, hacinadas en los siete cuartos que poco a poco, a lo largo de treinta años, se han construido en la azotea. Eso garantiza suficientes recovecos y restos de comida. Chicha creía que era una sola rata porque una tarde, al crepúsculo, vio por dónde subía y cómo saltaba al piso limpiamente, salvando más de un metro. En realidad, tras aquella atlética rata subían muchas más y de noche se adueñaban de la azotea. En el sótano sólo había humedad, lodo, tablas podridas, hierros y alambres oxidados, tuberías, en fin, nada apetecible. Algunas, en cambio, se arriesgaban a pasear por los portales y aceras cochambrosas del Malecón. Y siempre encontraban algo, a pesar de los sobresaltos que les proporcionaba el resto de la fauna nocturna: putas, borrachos, policías, mendigos.
Al fin amaneció y Chicha, muy nerviosa, se levantó a revisar los estragos. La rata destapó una olla con restos de papas y frijoles. Lo comió casi todo y hasta se cagó sobre la mesa. Dejó sus pequeños mojones junto al caldero. Chicha siempre fue sucia y abandonada pero esto ya era demasiado. Abrió la puerta de su cuarto. Puso la cazuela en el piso de la azotea y la llenó de agua. En ese momento llegó su hermana Tita, alborotando como siempre, con una sonrisa amplia mostrando sus enormes dientes plásticos, que se desencajaban de sus encías y amenazaban con salir disparados y golpear al interlocutor:
—¡Buenos días!
—¡¿Buenos días de qué?! ¡No jodas tan temprano!
—Oye, ¿pero tú estás amargada ya desde ahora?
—Amargá ni amargá. Déjame tranquila.
—Hay que ser educadas, y tratar con cortesía a los demás, aunque uno esté ahogándose en el fondo de un pozo.
—Está bueno ya, Tita. No te hagas la maestra de escuela.
—¿No dormiste bien?
—No dormí en toda la noche. ¿Te acuerdas de aquella rata que subía por la cañería y saltaba a la azotea?
—Sí.
—Anoche se metió dentro del cuarto. Y registró todos los calderos buscando comida. ¡Ay, qué horror!
—¿Qué horror? No, ningún horror. Yo he pasado por cosas peores en la vida. ¿Por qué no te levantaste, encendiste la luz, y la mataste a palazos? Es que tú eres muy inútil, vieja.
—¡Ya, ya!
—Cuando mi marido me abandonó y me dejó sola con cuatro muchachos…
—Tita, ya, por tu madre. Tú estás loca pa’l carajo.
—Y tú sólo sabes expresarte con groserías y malas palabras. No me ofendas. Lo que hiciste tú sí es de gente loca y trastornada. Gente con temores, inmadura…
Siguieron discutiendo, como siempre. Alterándose mutuamente. Chicha quedó viuda y sola seis años atrás. Ahora tiene sesenta y nueve. Tita es su hermana menor y viene un par de veces a la semana a cuidarla. En realidad sólo viene a tomar café y a fumar sin cesar, a gritar y fajarse con Chicha. No se resisten.
—Tita, ¿tú vas a limpiar el cuarto hoy?
—¡No me mandes! No me mandes que no soy tu criada.
—Ay, Tita, por tu madre, me vas a volver loca. ¿Tú no vienes a ayudarme? ¿Para qué tú vienes, Tita?
—Para acompañarte, porque tu familia no te resiste. Empezando por tu hija y tus nietas. Alguien tiene que cumplir con Dios.
—¡Qué Dios ni qué carajo! Vienes a joder y atormentar con tu locura.
—¿Ves? Por eso no te soportan. Por mal educada y por falta de respeto. Respétame. Si tú sabes que yo creo en Dios…
—Eso es mierda. Dios no existe. Si existiera no habría tanta hambre en el mundo y tanta miseria…
—Eso es lo tuyo. Ahí empiezas con el comunismo y la política y las ofensas. ¿Y qué han resuelto, chica, a ver, dime? Dios no ha resuelto, es verdad, pero el comunismo tampoco, porque mira cómo estamos.
—Tita, contigo no se puede hablar porque tú eres analfabeta.
—Y tú sí eres instruida y culta. La capitana…, ahhh…, figúrate.
—Ya, ya. Ve a buscar pan aunque sea.
—Sí, me voy pa’ la calle porque este palomar aquí arriba, contigo hablando mal de Dios y de todo el mundo…
—Está bueno ya, y ve a buscar el pan.
Cuando Tita bajó las escaleras, Chicha recordó un sueño que tuvo la tarde anterior mientras daba un cabezazo en el sillón. Vio a su hermana de limosnera en la calle, pidiendo monedas, muy sucia, sin zapatos, cochambrosa, con una virgencita en la mano izquierda, extendiendo la derecha, viviendo en los bancos de los parques. Sintió que era una premonición. Siempre le sucedió. Podía ver la muerte de todos. Cuando su padre se ahorcó, ella hacía diez años que lo veía en sueños reiterados, ahorcándose con una soga gruesa. Le sucedió igual con su marido. Estaba fuerte aún, a pesar de sus sesenta y cuatro años, pero en un sueño le vio subiendo a un árbol de aguacate. Alegre, riéndose, despreocupado siempre, perdió pie tratando de alcanzar unos frutos y cayó de cabeza al piso. En la realidad, aquella caída le produjo una conmoción cerebral mortal.
Chicha no le prestaba atención a esas premoniciones. «Casualidades», se decía. Pasó demasiada hambre y demasiadas privaciones. Fue humillada hasta lo último cuando cocinaba en casas de gente rica. Dios no existe si permite cosas así. Cuando triunfó la Revolución consiguió un empleo en la policía, le dieron una pistola y un uniforme, y se dijo: «Ahora me tocó a mí.
Y me voy a desquitar». Y así lo hizo. Se dedicó a imponer orden y control a su alrededor. Con mano de hierro. Se jubiló hace ocho años. Poco después murió su marido. Y la invadió un temor incontrolable a salir del cuarto, a la escalera, a la calle, a los vecinos, a todo. Vivía convencida de que todos la asesinarían si sacaba un pie fuera de su cuarto. Sólo se siente protegida encerrada en esas cuatro paredes. El dinero y la comida no le alcanzan. Se puso esquelética, enfermiza, con un catarro perenne que le hacía escupir flemas apestosas en todos los rincones. Entonces comprendió que estaba absolutamente sola. Ni la familia ni los vecinos la resistían. Nadie quería ni siquiera ir a comprarle el pedacito de pan de la cuota diaria. En vez de llamarla Chicha, le decían «la capitana». Y la eludían. Allí estaba sola, con hambre, enferma, rodeada de suciedad, con dos sillones desvencijados y un colchón destripado. En aquel cuarto miserable de cuatro por cuatro metros. Jamás utilizó a la Revolución para apropiarse de nada. Fue honrada a carta cabal. Estaba convencida de que ésa era la única forma correcta de actuar con moral revolucionaria: honradez, autoridad, orden, disciplina, control, austeridad. Ahora, sin dinero, sin comida, se desesperaba a veces. En un rincón, descansaba un pequeño librero atestado de obras de Mao, Lenin, Marx, Kim II Sung, discursos, revistas Sputnik, viejas Selecciones. Miró todos aquellos libros polvorientos, suspiró profundamente, agarró una revista de 1957 y la abrió al azar. Una entrevista a Frank Lloyd Wright: «¿Cuánto tiempo duraremos si nos abandona el principio poético? ¿Cuánto tiempo puede durar una civilización sin alma? La ciencia no puede salvamos: nos ha llevado al borde del abismo. Tendrían que hacerlo el arte y la religión, que son el alma de la civilización».
Cerró de un golpe la revista y la tiró a un lado:
—¡Estos americanos comemierdas!
Se sentó un rato a la puerta de su cuarto, en su sillón destrozado. Un tipo iba y venía acarreando ladrillos. Subía los ocho pisos de escaleras cargando diez ladrillos, los introducía en su cuarto y volvía por más. Vestía sólo con un pantalón recortado por las rodillas, sin zapatos. Su piel negra y sudada estaba completamente cubierta por un polvillo finísimo blanco-grisáceo, de cal y cemento. A Chicha le pareció una escultura con vida. Una escultura de escayola o de cemento, o de piedra sin pulir. Era negro joven, alto, musculoso. Una visión extraña. Una escultura caminante. El hombre cargaba ladrillos desde algún edificio derrumbado y los acumulaba en su cuarto para hacer un muro clandestino, o un entrepiso. Todos lo hacían. Añadían muros por aquí y por allá. Rompían paredes, abrían huecos, agregaban habitaciones, usaban tablas podridas, pedazos de plástico, trozos de ladrillos, lo que apareciera. Siempre más y más gente en los pequeños cuartos de tres por cuatro o de cuatro por cuatro metros. Como cucarachas. A veces lograban vivir hasta doce o trece en uno de esos cuartuchos sucios y oscuros. Estaba prohibido hacer modificaciones en los edificios. Pero todos las hacían. Sin pedir permiso. Ocupaban todo el espacio posible y traían más familiares del campo. O parían más y más y se apiñaban unos sobre otros.
Chicha no abrió su boca. Unos años atrás hubiera ido a ver qué hacían. A imponer orden. A exigirles que buscaran un permiso oficial del municipio para aquella obra, o de lo contrario ella traería a la policía y a los inspectores de la Dirección Municipal de Arquitectura y Urbanismo para que la destruyeran. Todo con los permisos y el orden imprescindibles. Ya no. Ya dejaba hacer. Le daba igual. Ningún vecino la miraba ni le hablaba en la azotea. Y ella no miraba ni hablaba con nadie. Así de simple.
Agarró una vieja revista Sputnik de 1982 y empezó a leer un reportaje reconfortante sobre La Obra del Siglo: El Ferrocarril Baikal-Amur. Se sumergió en aquellas heladas estepas, entre los jóvenes héroes que desplegaban banderas rojas junto a su puesto de trabajo. En la panadería, Tita descubrió que no tenía ni los cinco centavos para comprar el pan. Y la invadió aquella depresión que la hacía sentirse como el ser más desgraciado del mundo. Se le salieron unas lágrimas. Y la dependienta le regaló el pan:
—¿No tienes los cinco centavos? Llévate el pan, pero no llores aquí que eso es malo y me trae mala suerte.
Tita agarró el pan, pero al escuchar aquello rompió a llorar de verdad. Con sollozos y mocos.
—Vete de aquí. Vete de aquí.
La dependienta la botó. Todos en el barrio sabían que estaba desquiciada. Lo que nadie conocía es que el marido la abandonó con sus cuatro hijos, siendo ella joven y bonita porque se ponía perfumes y se lavaba la cara, pero no se bañaba jamás, ni limpiaba la casa, ni atendía a los niños. Era una puerca con cara de mariposa. Todo el dinero se iba en café y cigarrillos. Cuando se vio abandonada, le dio un acceso de locura y estuvo tres años absolutamente deprimida sobre una cama. Los siquiatras creyeron que el único modo de salvarla era con electroshocks.
Ahora, al cabo de treinta años, Tita esboza su mejor sonrisa, saca afuera sus grandes dientes plásticos, los controla con la lengua para que no salten de las encías, abre mucho los ojos, y se regodea en contar su historia a todo el que quiera escuchar:
—Me han dado treinta y dos electroshocks, pero me siento muy bien, muy bien, muy bien. Yo me siento muy bien, muy bien. Y si hay que darme más, que me los den, aunque yo estoy muy bien, muy bien, muy bien.
Sale de la panadería llorando y terriblemente deprimida. Ni se acuerda de Chicha ni del pan. Camina lentamente. Deja de llorar. Sopla los mocos directamente sobre la acera, apretando con el índice una fosa y botando por la otra. Sale por Ánimas hasta Galiano. Sube un par de cuadras más y se sienta en el parque de Galiano y San Rafael, con la mirada perdida. Por un instante se fija en el antiguo Ten Cent de Galiano y San Rafael, y recuerda aquellos diez años juveniles y felices en que fue dependienta allí, de cosméticos y perfumes. Era linda, alta, con hermosos pechos, morena. Su atractivo, su sonrisa perenne, su cortesía, eran una fuente de donde brotaba tranquilidad, dulzura, candidez. Y gracias a eso vendía mucho. Tuvo novios. Decenas de novios que le regalaban flores, chocolates, perfumes. ¿Por qué se enamoró de aquel energúmeno? Ella fue miliciana, cerraron el Ten Cent, los americanos salieron chancleteando, y ella se casó porque estaba embarazada. ¡Cómo la golpeaba aquel imbécil! Hasta con las barrigas grandes la golpeaba. Ella nunca se ha explicado por qué jamás tuvo un aborto. ¿Qué hay ahora en el Ten Cent?
Por allí hay otros locos y locas, vagabundos sin casa, limosneros, mujeres que intentan vender cualquier porquería a los transeúntes, dos o tres pajeros que muestran sus artefactos medio erectos a las locas y limosneras y se excitan con ellas. Tita no ve toda esa morralla. Está en letargo. Extiende su mano y pide a los que pasan. Quiere comprar cigarros y café. Es lo único que necesita. Y lo repite muy bajo:
—Deme unas moneditas, por amor de Dios. Para cigarros y café. Sea cortés. Las personas deben ser educadas con los demás. Deme unas moneditas, pero con educación. Sean amables. No me traten mal.
Nadie le entiende. Habla muy bajo, pronunciando correctamente cada palabra, y con una sonrisa continua y relajada, como le enseñaron en aquellos cursos del Ten Cent. Chicha terminó con el reportaje heroico del Baikal-Amur y se preguntó por qué Tita no regresaba con el cabrón pedacito de pan. Pensó que tenía que botarla pa’l carajo:
—Tengo que decidirme y botarla de aquí. Que no venga más. Me voy a trastornar igual que ella. Me enloquece, y ella sigue tan campante, como si nada, fumando y tomando café. ¡Qué va! ¡Tengo que salir de ella! Y yo entrego este cuarto y me voy para un asilo.
Se quedó un rato de pie, en medio del cuarto, pensando. Hacía meses que pensaba hacerlo, pero no se atrevía: «Sí, voy a salir de eso. En definitiva, ya ni me hace falta ni tengo fuerza para manejarla». Fue hasta un pequeño armario. Abrió una gaveta. En el fondo, bajo unas ropas sucias, encontró una pistola americana, una Colt. Un alto oficial se la regaló. Muy al principio de la Revolución. Era un arma ya en desuso, de las reglamentarias del ejército anterior, pero en perfecto estado. Ella siempre la limpiaba y la engrasaba. Tenía treinta balas en una caja de cartón. Las puso en un jarro y las cubrió de agua, para que se oxidaran y destruyeran poco a poco. Escondió el jarro bajo la cama y pensó que necesitaba un martillo para romper en pedazos la pistola. Pero ¿de dónde podía sacar un martillo? Volvió a guardar el arma, la cubrió con la ropa, cerró la gaveta y se sentó en el sillón desvencijado, en la puerta. Aquel hombre seguía cargando ladrillos. Una escultura caminante esculpida en piedra y cemento. Una escultura inalterable, cargando ladrillos incesantemente.