LOS HIERROS DEL MUERTO

Un cáncer lo pudrió por dentro y lo mató en pocos meses. Tenía apenas treinta y dos años y le decían «Santico», pero era un diablo hijo de puta. Vendía aguacates, mangos, cebollas, cualquier cosa, en un carrito de dos ruedas. Con eso sacaba unos pesos todos los días para gastarlos en mujeres, ron, y tabacos.

Danais, su mujer, tenía veinte años, y era linda. Una mulata preciosa. Se enamoró perdidamente de Santico. Cuando él murió casi enloquece. Eran trece personas, entre negros, mulatos y jabaos, viviendo en el mismo cuarto. Ahora tuvieron un poco más de tranquilidad porque Santico llegaba borracho a cualquier hora de la madrugada y golpeaba a Danais primero, para templársela después. Le gustaba verla llorando. Era igual de brutal con todos. Casi todas las noches se repetía: golpes, lágrimas, gritos y después sexo y suspiros. El resto de los hermanos, primos y sobrinos se hacían los dormidos y los dejaban hacer en la oscuridad. Trece personas conviviendo en una habitación húmeda y ruinosa de cinco por seis metros, oliendo a sudor y suciedad, con un baño y una cocina fuera, que tenían que compartir con unos cincuenta vecinos más. Así es imposible guardar secretos ni tener vidas privadas. Y no se inquietaban por eso. Era normal.

Santico siempre fue hijo de puta. Le gustaba la sangre, las peleas con cuchillo. Era valiente y peleador. Tenía el santo hecho por Oggún. En una esquina del cuarto quedó la cazuela con los hierros, los guerreros, los vasos de aguardiente y los tabacos, los platos con aguacate, yuca, pimienta, ají. Las piedras de rayos y los palos de jocuma, carne de doncella, camagua, jagüey y calalú. Una cadena, un machete, un yunque, un cuchillo.

Murió antes de tiempo. Él no quería irse tan joven, con tanta fortaleza y virilidad. El final fue rápido pero rabiando de dolor y vomitando sangre podrida. Una muerte miserable y asquerosa. Danais se quedó con los hierros y los collares verdes y negros. Cuando regresó del cementerio estuvo llorando dos días sin parar, hasta que la madre de Santico la ayudó a levantar el ánimo. La vieja tenía nueve hijos —ahora le quedaban ocho— y siete nietos. Sabía un poco del mundo.

Cuando Danais se recuperó, fue al mercado. Regresó con un gallo, una paloma y un perro vivos y los amarró en aquel rincón. El lunes o el viernes de cada semana mata un pollo y riega la sangre encima de la cazuela y le pone un poquito de miel para endulzarla. Danais sigue muy triste. No habla con nadie. Los hombres la piropean y ella se ofende. Alguno intenta acercarse con buenas intenciones y ella responde con groserías. Una noche Santico aparece en sueños y le dice muy bajo al oído:

—Ven conmigo, Danais. Vine a buscarte.

Ella lo ve riéndose y caminando hacia ella. Se despierta aterrada, temblando, abre los ojos. Sobre ella, en la oscuridad del cuarto, hay una luz roja, gaseosa, girando. Danais reza y se persigna temblando.

—Misericordia, Señor, haz que se eleve su alma, Señor, misericordia.

Pero su alma no se elevará porque, aunque nadie lo sabe, Santico mató a tres hombres en reyertas de callejones y madrugada. Hirió a muchos, hizo demasiado daño. Ahora está penando. Danais no se lo dice a nadie, pero las visitas de Santico se repiten con frecuencia. Ella cada día está más obsesionada con él. Le pone flores, vasos de agua, velas, reza por su alma, pero Santico sigue jodiendo hasta después de muerto. Quiere a Danais con él.

La madre de Santico trata de hacerla regresar con sus padres. Danais es guantanamera. Pero ella se resiste. Quiere seguir un tiempo más:

—Déjeme ayudarlo a que se eleve, vieja. Déjeme ayudarlo. Yo lo quiero mucho.

La vieja la comprende y la deja hacer. Ya Danais perdió el miedo y le gusta que él aparezca por las noches mientras todos duermen. Él aparece. Se quita la camisa y el pantalón y ya tiene el vergajo tieso y la penetra. Ella suspira con un orgasmo tras otro y él se disuelve. Danais no despierta. Está agotada. A la mañana siguiente se siente húmeda y comprueba que no fue un sueño. Tuvo muchos orgasmos mientras dormía. Le gusta. Santico habla poco o nada en sus visitas.

Ella le pone un vaso de aguardiente y un tabaco junto a la cazuela. A veces él se aproxima sonriendo y se sienta cerca, en el piso, sin hablar. Danais se despierta y ahí está esa luz gaseosa, roja, girando encima de ella. Ya no le teme. Se levanta. Va hasta la cazuela, agarra el vaso de aguardiente y lo bebe de un solo golpe. Cae rendida otra vez sobre la colcha extendida en el piso, donde siempre ha dormido. Y ahí está Santico, riéndose y feliz, saboreando el alcohol. Entonces se acuesta con ella y la monta como un potro cerrero a una yegua. Una hora o dos. Tiene tres orgasmos y sigue con la verga tiesa como un palo. Cuando terminan él quiere más aguardiente y fumar el tabaco. No hablan. No tienen que hacerlo. Pero se entienden. Ella se levanta de nuevo. Va hasta la cazuela. Agarra el tabaco y le da fuego. Se sienta en el piso, recostada a la pared, y fuma, entre dormida y despierta. Santico fuma, pero no tiene aguardiente, le gusta beber duro después de templar. Se pone de mal humor. Le da una bofetada a Danais y ella llora. La golpea más. Se excita de nuevo, y allí mismo, en el piso húmedo y sucio, junto a los hierros de Oggún, sobre la mierda del gallo, del perro y la paloma, revuelca otra vez a Danais. Ella cree que está dormida. No percibe qué sucede. Siente que él la tiene penetrada hasta lo último con su pinga gruesa y larga y potente. Los demás la oyen en medio de la oscuridad, revolcándose, resoplando. Encienden la luz y la ven. Desnuda sobre el piso, con las piernas abiertas y levantadas, el sexo estremecido, bellísima, haciendo el amor con el aire, recibiendo bofetadas en la cara. Todos se asustan. La madre de Santico toma el mando. Agarra un frasco de agua bendita mezclada con perfume de siete potencias. Se acerca a Danais y la rocía con el líquido, pidiendo:

—Misericordia, Señor. Misericordia. Dale paz, Virgen de las Mercedes. Obatalá poderoso. Dale paz. Misericordia, Señor. Haz que se eleve, Obatalá, no lo hagas sufrir más.

Frota la cabeza y la nuca de Danais con el agua bendita. Los brazos y las piernas. Al fin la muchacha vuelve en sí. No sabe qué sucedió. Llorando abraza a la vieja:

—¡Ay, es que viene todas las noches! ¡Viene todas las noches!

Y a mí me gusta.

—Ya pasó, ya pasó.

La vieja la consuela y sabe. Pero guarda silencio. Cuando todos se tranquilizan apaga la luz y siguen durmiendo. Después del susto nadie queda asombrado. Todos sabían que Santico no se iba a ir tranquilo y sin dar guerra. Hay que darle una misa espiritual. Dos, tres, diez misas espirituales para su alma. Las que sean necesarias. Hasta que se eleve. Todos lo piensan pero nadie abre la boca. Es mejor no meterse con el muerto. Sólo la madre de Santico, cuando se está acostando de nuevo, habla consigo misma, muy quedo:

—Él cree que está vivo todavía. Pobrecito. Hay que ayudarlo a que se eleve.

Al día siguiente la madre se levanta temprano para organizar la misa espiritual. Va a casa de una comadre que sabe darlas muy bien. Cuando regresa, dos horas después, se encuentra a Danais acostada en el piso, junto a la cazuela de Oggún.

—Danais, vamos a dar la misa el lunes, que es cuando puede hacerla mi comadre. Así que faltan cinco días. ¿Y a ti qué te pasa? ¿Por qué estás ahí?

—No sé. No quiero salir.

—Oye, deja la bobería. Agarra la caja de aguacates y siéntate en la acera a vender. ¿O tú quieres ahora que yo te mantenga?

—No, vieja, no, ya voy. Es que estoy cansada y triste… No sé ni qué me pasa.

Danais hace un acopio de voluntad. Se levanta. Coge los aguacates y unos limones, los coloca en una tarima de madera, en la acera, frente al solar. Ella vive de eso. Todos los días tiene algo que vender. Está entretenida con su venduta cuando una vecina le llama la atención:

—¡Danais, qué hinchadas tienes las piernas! ¿Y eso por qué?

Ella sigue trabajando y no presta mucha atención. Los jóvenes no hacen caso a las enfermedades. Por la tarde tiene muy inflamados los pies, piernas y muslos. Recoge su tarima y entra al cuarto: —Mañana voy al médico. Esto parece linfangitis.

Esa noche Santico no viene. Ella lo ve pasar entre los bejucos del monte. Lejos. Se escabulle. No le da el frente. Ella está de pie, desnuda, en un claro, al pie de una ceiba. Santico le da vueltas, pero no se acerca. Le muestra su falo erecto y hermoso y se pierde, riéndose entre los arbustos. Después ella camina toda la noche. Hay humedad y frío hasta que amanece con niebla y ella desnuda, sin zapatos, bellísima, con el cabello suelto, pero agotada de tanto caminar y con la piel arañada por los espinos y la maleza. Danais sabe que está sola y perdida en el monte. Al día siguiente casi no puede pararse. Está cansada y más inflamada aún. Tiene la piel irritada y tensa y le arden los arañazos. Es una mulata hermosa, con la piel canela oscuro, pero está descalabrada, ojerosa, se ha desgastado mucho en unos días. La madre de Santico se asusta porque ella no es vieja por gusto. Ha visto mucho en esta vida:

—No, Danais, no vas al hospital. Vamos conmigo.

En el cuarto de al lado vive Rómulo. Un babalao de sesenta y cinco años. Sabe mucho y es serio. No es un jodedor cualquiera, como estos jóvenes de ahora que no saben ni dónde están parados, pero tienen maldad suficiente para seducir a los incautos y quitarles dinero. La gente respeta a Rómulo. Cuando las ve llegar las saluda y se dirige a la vieja:

—Yo sabía que ustedes venían a parar aquí. Pero esperaron demasiado. ¿Por qué no la trajiste antes? Tú sabes. Tú no tienes veinte años.

—Rómulo, es que tus remedios son caros, y yo pensé…

—Lo bueno es caro. Vamos a ver qué puedo hacer. Vengan para acá.

Detrás de un biombo, Rómulo tiene los santos. Los tres se sientan en el piso. En medio él pone el tablero de Ifá. Tira los caracoles. Y no habla. Los tira lentamente, meditando, dos, tres veces. Y no habla.

—Ya todo está hecho. Llévala al médico a ver qué puede hacer por ella.

—¡Rómulo, por tu madre! —dice la vieja.

—No se asusten, pero hay que rogar mucho por ella. Llévala al médico. Yo no puedo hacer nada.

Danais no entiende qué sucede. Es muy joven para comprender. Sabe muy poco de la vida. Santico se enamoró de ella y la sacó de un bohío de madera y guano, donde vivía con sus padres y ocho hermanos, en medio del campo, en lo alto de una loma rodeada de cafetales, destruidos por las malezas y la falta de atención. Ella tenía dieciocho años. Hacía nueve que no iba a la escuela y su única ocupación era recoger café en cada cosecha, junto con sus padres y los hermanos que quedaban allí. Los varones se habían ido de aquellas montañas, cerca de Baracoa, a buscar trabajo en otro lugar. Gracias a ellos no se morían de hambre. Literalmente. El café cada año rendía menos. Cuando Santico la vio ella hacía muchísimo tiempo que no tenía zapatos ni ropa interior, ni jabón. Nada. Se enamoró de aquella muchacha medio salvaje, inocente, dispuesta a enamorarse del primero que pudiera sacarla de allí para siempre. Cuando Santico se la templó a su modo, desesperadamente, incesante como un torrente incapaz de detenerse durante cuatro días, ella quedó boquiabierta. Lo había hecho muchas veces con tres o cuatro novios anteriores, pero nunca de aquel modo. Quedó capturada para siempre en las redes metálicas de aquel negro hermoso, fuerte y macho como ninguno. Le habían enseñado a admirar a los machos hasta la veneración. A entregarse íntegramente y convertirse en esclava. Así ha sido siempre en aquellas montañas y así seguirá siendo.

Danais se fue con él. Santico la trajo para La Habana y la encerró en aquel cuarto. La guantanamera está demasiado linda para exhibirla mucho en este barrio de fieras. Además, no ha visto mundo. No sabe nada y cualquiera le puede hacer un cuento, engatusarla, y quitársela. Por tanto, sólo puede salir a la calle con Santico. El resto del tiempo ahí. Entre cuatro paredes. Le puso una mano sobre los ojos y no la dejó moverse. Y ella lo aceptó sin chistar. Es más, vivía bien así. Estaba complacida con aquel amor esclavizante. Eso más o menos era lo que ella había visto siempre a su alrededor.

Salieron de la casa de Rómulo directo para un hospital. La vieja iba escéptica. Los médicos dedujeron una flebitis avanzada. La ingresaron para aplicarle algunos antibióticos. No eran exactamente los indicados para un caso tan avanzado. Pero en el hospital no tenían otros, así que no se podía escoger. Esa noche Danais se inflamó más. Las manos, los brazos, todo el tronco. A la mañana siguiente la pasaron a una sala de terapia intensiva. Los médicos no decían claramente qué enfermedad tenía aquella paciente. Para eludir las preguntas de la vieja le decían:

—Es un caso delicado. Lo estamos estudiando.

Le pasaron sueros con antibióticos directos a venas. En unas horas más cayó en estado de coma. Le aplicaron oxígeno. Santico apareció riéndose y se le acercó. Cuando ella lo vio comenzó a reírse también y se quitó la ropa. Un enfermero a su lado no entendía de qué reía y trataba de aguantarla para que no se desnudara. Si estaba desmadejada y sin conocimiento, ¿por qué y cómo hacía aquellos gestos? Los dos estaban en medio del monte. A la sombra de un árbol de jagüey. Un árbol grandísimo y viejo. Santico se desnudó y se puso un collar de cuentas negras y verdes y le puso otro a ella en el cuello. Su falo era un vergajo de campana, duro y grande. Santico está alegre, pero insatisfecho, como siempre. Nunca podrá descansar, ni de día ni de noche. Cerca de ellos, detrás de unos arbustos, los observa el orisha de los caminos y las maldades, el que vigila siempre con sus ojos de caracol. Es amigo de Oggún. Andan juntos, haciendo de las suyas, violando a las mujeres que encuentran a su paso, armando broncas en todas partes. Santico entierra un clavo ensangrentado en la tierra. Valiente, borracho, turbulento. Derrama sangre a chorros. Ha hecho mucho daño. Desconfiado, teme que se la cobren. Siempre da el frente y se cuida la espalda. Teme y es temido. Vive furioso. Nunca ha sido feliz. Perpetuo y magnífico jefe de guerreros. Cuando toca a Danais, ella siente su mano dura y fría, con un sello metálico de muerte. Huele a acero enfurecido. Dueño de los metales y de la fragua, hierro y fuego. La penetra sin contemplaciones ni caricias previas. Ella, nerviosa, enamorada como una doncella, se entrega y disfruta. Apenas de tocarla con la punta de la verga ya tiene el primer orgasmo. Y después muchos más. Se revuelcan sobre la tierra y la hierba húmeda. Oggún necesita los jugos de esa doncella hermosa, inocente, que se entrega por amor. Ella convulsiona. El enfermero intenta mantenerla sobre la cama, pero esa muchacha tiene una fuerza sobrenatural. Salta encabritada y mueve la pelvis como si hiciera el amor, suspira y muerde y grita. Cae al piso estrepitosamente. La muerte la abraza y todo termina. Resopla y suspira, desfigurada, atravesada por un viento que se levanta de repente en aquel monte copioso. Santico, con la verga aún enhiesta, la deja, acostada en la tierra, y la abofetea. Entonces se va, entre las ceibas, los árboles de jocuma y camagua. Un perro, un gallo y una paloma corren y vuelan detrás de él, alborotando y metiendo ruido. La deja seducida y abandonada, llorando, sufriendo sin consuelo, sola en medio de aquel monte poderoso, con un ciclón que la envuelve y la arrastra, viento, lluvia, truenos, relámpagos. Ella no entiende qué sucede. Nunca lo sabrá.