El día empezó a clarear con un tinte naranja-rojizo en medio del gris sucio de las nubes cargadas. A la entrada de la bahía el agua está tranquila pero muy fría. Y yo casi congelado.
Estuve pescando toda la noche. Flotando a cuatrocientos metros de la costa. Sentado en el hueco de una cámara de neumático inflada. En los alrededores hay unos veinte pescadores más. Todos igual que yo. Pero septiembre y octubre no son buenos meses. Hace dieciséis días que no pesco nada. Ya me parezco a aquel viejo de Cojímar que pescaba solo en un bote en la corriente del golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez.
Sólo que aquél fue un viejo heroico al estilo clásico. Destruido hasta la médula pero nunca derrotado. Yo no tengo nada de heroico. Ni yo ni nadie. En estos tiempos nadie es tan obstinado, ni tiene tanto sentido del deber, ni responsabilidad con su oficio. El espíritu de la época es mercantil. Dinero. Si son dólares mejor aún. El material para fabricar héroes escasea más cada día.
Por eso los políticos y los religiosos gastan saliva exhortando a la fidelidad y la solidaridad. Tienen que seguir haciéndolo o cambiar de oficio. Pero los que pasamos hambre, seguimos pasando hambre y nada cambia. Los políticos y los religiosos creen que pueden cambiarlo todo a fuerza de voluntad. Por generación espontánea. No es así. Los seres humanos seguimos siendo bestias: infieles, egoístas. Nos gusta alejarnos de la manada y observar a distancia. Evitar las dentelladas de los otros. Entonces viene alguien invocando fidelidad a la manada.
La ética más sabia que he conocido la predicaba un viejo solitario y anarquista que vivía cerca de mi casa, cuando yo era niño, en San Francisco de Paula. Aquel viejo era vigilante nocturno en la casa de un americano patilludo y grande, que tenía un Cadillac negro y vivía en una buena finca. A veces yo iba allí a mirar La Habana. Desde la loma de aquella finca se ve toda la ciudad. Iba escondido porque el americano era cascarrabias y no le gustaban los intrusos. Me sentaba a conversar con Pedro Pablo, que de día ayudaba a arreglar los jardines, y me decía: «La vida debe regirse por dos cláusulas. La primera dice: cada ser humano tiene derecho a hacer lo que le dé la gana. Y la segunda: nadie está obligado a obedecer la cláusula anterior».
Siempre recuerdo ese principio del viejo Pedro Pablo. Pero lo he podido aplicar pocas veces. El resto del tiempo he tenido que agachar la cabeza. De todos modos, en aquella época, hace cuarenta años, la gente tenía un oficio, y vivía de él. Me da la impresión de que cada quien sabía cuál era su sitio y lo ocupaba, sin ambicionar tanto y sin complicarse.
Ahora hay mucha dispersión. Nadie sabe adonde pertenece ni qué debe hacer. Ni qué quiere exactamente, ni hacia dónde se dirige o dónde debe situarse. Todos vagamos con desespero detrás del dinero. Hacemos cualquier cosa por un poco de dinero y de ahí saltamos a otra y a otra. En definitiva, lo que hemos logrado es una gran revoltura de gente apaleándose unos a otros.
Ahh, pienso demasiado. Además, tengo el culo y los huevos mojados y los huesos se retuercen y me dan latigazos. Es malo pasar la noche solo, pescando en esta balsita. Después de todo, a mí qué me importa si la gente está atolondrada o no. Lo mío es coger peces grandes, y si no los hay, desinflar esta cámara, guardarla con todos los aparejos, dedicarme a otra cosa, y esperar a diciembre. Cuando entren los vientos del norte, de nuevo habrá pesca. Pargos y chemas sobre todo, que son mansos. Fáciles de coger. No como los blue marlins, inteligentes, nobles y valerosos que perseguía el viejo Santiago en esta misma zona, frente a La Habana.
Ya el sol salió por completo. Amarillo, húmedo, neblinoso. Demasiadas nubes cargadas. Tiempo de ciclones. Humedad pegajosa, calor, vientos fuertes del sur. Un tiempo asqueroso que me agota y me produce dolor de cabeza.
Recojo los aparejos y con las patas de rana nado hasta el Malecón. Los compradores ni me miran. Cuando vengo cargado se me acercan sonriendo y son mis amigos. Voy al edificio. Subo hasta la azotea y desinflo la cámara. Ya Isabel está levantada:
—Eh, ¿y eso, Pedro Juan? ¿No vas a pescar más?
—Hace casi veinte días que no cojo nada. Hay que esperar a que lleguen los nortes. Este viento del sur…
—¿Y de qué vamos a vivir?
—Jinetea un poco por el Malecón. Sal esta noche.
—Ah, sí, ¡qué fácil es para ti! Acuérdate que ya tengo dos cartas de advertencia de la policía. Si me agarran otra vez en eso, voy pa’llá.
No contesté. No tengo ganas de hablar boberías. Isabel es luchadora y guapea, pero a veces cansa, hablando mierda sin parar. Me tiré un poco de agua dulce por arriba. Hace días que no tenemos jabón. Si seguimos así vamos a coger sama. Comí un pedacito de pan y un poco de agua con azúcar y me tiré a dormir un rato. Como una piedra.
Cuando desperté eran las dos de la tarde. Abrí los ojos y me quedé un rato mirando el techo del cuarto. Con la mente dando saltos: ¿y ahora qué hago?; el tipo de al lado sigue haciendo cubos de hojalata, pero no quiere ayudantes. No me queda ni un centavo. Si Isabel jinetea un poco vamos tirando hasta que llegue diciembre. Si se va con un yuma mejor. Así me mantiene desde afuera. Y si se olvida de mí da igual. En el fondo no espero nada de nadie. Voy a tener que regresar al jodio camión de basura. Parece que nací para las madrugadas. ¡Cómo me gustaría encontrar una pinchita de ayudante de camionero de carretera! Ésa sería la felicidad. Y después, con el tiempo, me hago chofer y saco la licencia. Esa pincha sí me gusta. Por ahí siempre, en movimiento. Bueno, al menos esta tarde busco al Pollo. Seguro que tiene maní. Le muevo unos cigarritos y con eso me busco unos pesitos pa’ ir tirando hasta que Dios quiera.
Isabel no está. No hay ni café. Salgo un rato a la azotea para no pensar más. El cielo sigue húmedo, plomizo. Me recuerda el campo, cuando yo era niño. En San Francisco de Paula teníamos dos vacas, pollos y chivos. Eso me gusta más que vivir en esta asquerosidad. Si llego a viejo regreso al campo. Busco una vieja y me voy. Y si no aparece una vieja, me voy solo. En las lomas sobra tierra, pero todos queremos estar aquí, amontonados unos sobre otros. Si Dios me da salud, cuando me aburra de esta lucha sin cuartel regreso pa’l campo.
Así estoy. Frente al Caribe. Sin saber qué cojones voy a hacer para sacar unos pesos. Se me acerca un tipo nuevo en la azotea. Vienen de las provincias, del campo. Todos venimos del campo. Que está de tranca. Mucho peor que La Habana, porque no hay de dónde sacar unos pesos. Aquí a lo mejor invento algo esta tarde, aunque sea con el maní. El tipo me planta conversación. Habla con un cantaíto sabroso. Debe ser oriental:
—Eh, nagüe, no te había visto, ¿tú vives aquí?
—Yo vivo aquí hace un cojonal de años, chico.
—Ahh…, es que el nuevo soy yo. Deja presentarme. Baldomero.
Y me da la mano, dura, callosa. Es un hombre de trabajo. Un tipo flaco, patilludo, sucio, con los dientes estropeados. Se ríe y quiere caer bien. Le extiendo mi mano:
—Pedro Juan.
—Ah, pues somos vecinos, compay. Yo vivo con Vivian.
—¿Con Vivian? ¿Desde cuándo?
—Ehh…, no…, hace ya meses, pero… aquí, aquí en La Habana vine hace unos días na más.
—Ahh.
Vivian es una pelandruja blanca, grande, fuerte, con el pelo teñido de rubio, muy negociante. Maneja pesos y siempre anda limpia, perfumada, bien vestida, con su cadena de oro al cuello. No tiene nada que ver con este muertodehambre con cara de limosnero.
—¿Vivian está ahí?
—Sí, está oyendo un novelón por radio y yo salí a refrescar.
—Ésa es mi amiga. Vamos a ver si tiene café.
Vivian me da café y sigue oyendo su novela. Salgo de nuevo con Baldomero a la azotea.
—¿Y qué tú haces aquí, compay? ¿Cómo te ganas la vida? La Habana es dura. En mi pueblo tampoco es fácil, pero esto es más duro todavía.
—No. Al revés. Aquí hay más movimiento. Pero tú acabas de llegar.
—A lo mejor. Primera vez que estoy en La Habana. Y ya no puedo regresar pa’trás porque no tengo pa’ dónde.
—¿Y eso?
—Ah.
—Tú estás fuerte, Baldomero. Puedes trabajar en lo que sea.
—Sí. Estoy flaco porque siempre he sido así, desde niño. Pero estoy fuerte. En el campo hacía de todo.
—Bueno, acere, muévete porque aquí arriba te mueres de hambre.
—Dice Vivian que ella conoce unos tipos del mercado de Cuatro Caminos. Mañana voy a verlos. Si me dejan pinchar con ellos…
—Yo pinché un tiempo allí y me daban treinta pesos diarios. Pero fíjate: es de lunes a domingo y de seis de la mañana o antes hasta las seis o siete de la tarde. Eso es fuerte.
—Pero siempre hay búsqueda.
—Sí. Haces tu negocito por fuera y te buscas algo más.
—Eso es lo mío, nagüe. Voy a llegarme ahora mismo. ¿No es lejos?
—No. Sube por Belascoaín. Camina diez o doce cuadras y vas a verlo.
En los días siguientes el tipo no paraba. Siempre hecho una bola de churre, patilludo, conversador. Lo mismo recogía escombros que cargaba sacos en el mercado. Pero sonriendo siempre, tranquilo. Un mes después nos vimos en la azotea y me brindó un poco de ron:
—Hace días que no hablamos, nagüe. Espérate que tengo ron.
Entró al cuarto. Me trajo un vaso lleno.
—Ahí tengo una botella. Cuando se acabe busco otra.
—Coño, Baldomero, ¿estás en alza tan rápido?
—No tanto. Estoy haciendo unos pesitos…, tengo un negocio que me deja algo.
—Ahh.
—Es con hígado de puerco.
—Ahh.
—Eso no tiene buena salida en el mercado. Yo lo cojo barato y lo vendo por fuera.
—Ahh.
—Ahí tengo, en el frío. Está buenísimo. Si te enteras de alguien que quiera lo mandas a verme.
—El hígado de puerco es bueno.
—¡Y cómo alimenta! Te voy a regalar un pedazo. Tú me caes bien.
—No, no, Baldomero, ése es tu negocio. Cómo vas a regalar el hígado si tú vives de eso.
—Óigame, compay, yo no voy a ser más rico ni más pobre por un pedazo de hígado.
Fue al cuarto de Vivian y regresó con un buen trozo. Isabel lo preparó a la italiana, con mucho ají. Y le quedó rico. Era un buen pedazo y nos alcanzó para comer dos veces. Después le compré en dos ocasiones. No lo vendía caro.
En un par de meses Baldomero levantó presión. Se compró ropa, pero seguía con el mismo aspecto de limosnero muertodehambre y mugriento. Vivian se opacó, como si la mugre y la cochambre de Baldomero se le hubiera pegado a la piel. Ya no hacía negocios. Ni salía de la casa. Siempre fue una mujer alegre, conversadora, con maridos, hacía fiestas hasta la madrugada. Ahora se le veía callada, con los caminos cerrados. Baldomero cada día traía más hígado. Tenía clientes fijos y —para hacerse el simpático— con frecuencia le regalaba un trozo a este o aquel vecino.
Llegó diciembre y yo estaba esperando a que soplara el primer norte para tirarme al agua otra vez. Tenía un poco de mariguana escondida en mi cuarto. Sobrevivimos con eso porque a Isabel le dio por hacerse la esposa y me decía que los yumas le daban asco.
—Aunque te den asco. ¿A ti qué te importa eso? Tiémplate a alguno porque nos vamos a morir de hambre.
—Ah, chico, no seas penco. El macho que me gusta eres tú.
—No te hagas la nueva conmigo. Llevas tres meses jugando a las casitas. Cuando yo te conocí tú eras tremenda jineta.
—Sí, pero todo pasa. Y ya. Deja el tema que todos los días vienes con el mismo cuento. Prepara un cigarrito para los dos. Total, no hay más na' que hacer.
—Bueno…, sí, es mejor…, ¿y por qué no te pones a lavar y planchar para alguien, o te buscas una colocación en Miramar?
—Ya te dije que dejes el tema porque vamos a terminar fajados.
—Cierra la puerta.
Nos gusta fumar juntos y metemos unos tragos de ron. Volamos y echamos unos palos de horas y horas sin parar. La tranca se me pone como un hierro. Saqué la hierba y me puse a armar un cigarrito. Tocaron fuerte:
—Abran la puerta. Policía.
Los cojones se me subieron a la garganta. Lo escondí todo debajo del colchón. Fue lo único que se me ocurrió. ¡Ahora sí la cagué! ¡Tengo dos kilos de hierba!
No me dejaron pensar. Volvieron a tocar fuerte. Isabel empezó a temblar. Pero abrió. Se asomó un policía.
—¿Ustedes tienen nevera?
—No. ¿Por qué?
Tenían a Baldomero esposado y cargando un saco plástico. Lo agarraron por el cogote y lo empujaron:
—¿Este ciudadano les ha vendido hígado?
—¿A nosotros? No.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿Han comido hígado procedente de este ciudadano?
—No.
—Mejor para ustedes.
Los cojones bajaron de nuevo a su sitio. Me quedé en la puerta observando el panorama. Los policías siguieron preguntando de cuarto en cuarto. Todos negaron. Nadie había comido hígado procedente del ciudadano. Los dos policías decidieron cambiar la táctica. Se pararon en el medio de la azotea, con Baldomero esposado y el saco plástico. Todos los vecinos veíamos la operación desde nuestras puertas, desconfiados y recelosos. El mismo policía habló. El otro no hablaba, sólo ponía cara de «cuídate-de-mí-que-tengo-un-palo».
—Compañeros, atiendan acá. Este ciudadano fue sorprendido por una patrulla esta tarde en el momento en que salía de la morgue con este saco de hígados humanos…
El murmullo de los vecinos interrumpió al policía.
—Déjenme terminar. Este ciudadano es trabajador de la morgue hace dos meses y sospechamos que ha sustraído hígados de los cadáveres en otras ocasiones para venderlos en bolsa negra, como si fueran hígados de puerco. Necesitamos testigos…
Otra vez el murmullo de la gente. Una vieja fue la primera en saltar:
—¡Ay, hijo de puta! ¡Me has desgraciado! ¡Es verdad, policía, es verdad que nos vendía hígado! ¡Este hijo de puta no tiene madre!
Isabel y yo nos miramos. Me eché a reír a carcajadas. Isabel hacía muecas de asco.
—Oye, Isabel, ya está comido y cagado. Olvídate de eso. Además, te quedaba rico. Tenía buen sabor.
—¡No seas animal, Pedro Juan!
—Allá las viejas con Baldomero. No voy a acusar a nadie. Lo que voy a hacer es inflar la cámara y arreglar los aparejos. Me parece que esta noche me tiro al agua.
—Ah, menos mal. Le voy a encender una velita a la Virgen de La Caridad para que te ayude.
Agarré la cámara y bajé a inflarla. Baldomero miraba a los policías tomando notas y a las viejas indignadas acusándolo. Y se sonreía. El muy imbécil se sonreía. No sé de qué. Sería de miedo.