En mi vida siempre se descuartiza el cabrón triángulo: amor, salud, dinero. El amor es una mentira, el dinero un pájaro volando, la salud se arruina en un minuto. Así estoy. Regresando de muchos caminos. Vives en la utopía y la utopía se desmorona. La culpa no la tiene la utopía. En definitiva, siempre proponía la salvación para el futuro, para la próxima generación, para mañana. Tú tampoco tienes la culpa. Es un karma colectivo. Simplemente. Pero de todos modos sucede. Y entonces te dices: ¿qué hago? Puedo escapar o puedo quedarme y sobrevivir entre los escombros. Insistir. Rehacer. O hacer algo nuevo, distinto. Sólo escapan los vencidos. Así. Me lo tomo a pecho. Pero todo eso es la locura de un mariguanazo en el cerebro. Tienes el humo del maní metido en los pulmones. Te das un par de buches de aguardiente y sigues metiendo humo hasta que ya no puedes pensar en el derrumbe de la utopía y en tu propio derrumbe y en qué más podrías hacer ahora para renacer. Piensas que tal vez Dios puede ayudar. Pero el camino de Dios no se encuentra fácilmente. A veces se presiente. Hasta ahí. Lo presientes y te dices a ti mismo: «Oh, puedo recuperar mi fe». Y bueno. Es algo. Un cabo que aparece en alta mar, en medio de la tormenta, mientras todos se canibalean sobre la balsa rodeada de medusas.
Pues sí. Fumo maní dos o tres veces al día, ron, tabaco. Y algo de sexo en grupo. No en grande. Entre los escombros nada es en grande. Todo muy discreto. A Isabel también le gusta. Y lo hacemos entre tres, entre cuatro. Según quienes vengan por la azotea. Pero no voy a contar esas historias porque son demasiado pornos. Aunque absolutamente reales. La vida es así. Lo que más atrae es lo prohibido. Una noche estamos Isabel y yo muy tranquilos en medio de la brisa nocturna de agosto, sentados en el Malecón. En silencio. Escuchando las olitas pequeñas que murmullan sobre los arrecifes de la costa, y mirando a lo lejos, al negro cielo y al negro mar que se aleja, o se acerca. Estamos sumidos en eso: la oscuridad inmensa como un abismo en la lejanía, y el cándido rumor del agua a nuestros pies. De todos modos yo estoy vacío por dentro y aquel abismo negro y aquel murmullo de las olas me traspasa de lado a lado. No permanece dentro de mí. Sólo me atraviesa y sigue su camino. Pero al menos me refresca un poco. Aspiro fuerte y siento el fresco de aquel mundo inmenso invadiéndome. Pero la paz no llega. Es como una merienda rápida. Sólo eso.
Junto a nosotros hay una señora gruesa, negra, de unos sesenta años o más. Muy jacarandosa, muy sonriente, muy pervertida y sensual como una ninfa. Vieja, bandolera y puta. Y oímos que habla con una mujer más joven a su lado:
—Me da igual blanco que negro. Cuando me pongo caliente así, se me sale sola.
A dos metros de la vieja y de su amiga hay tres muchachos jóvenes, blancos, evidentemente no son del barrio. No tienen pinta de vivir entre escombros. La joven habla con ellos muy bajo. Le cuchichea algo a la vieja diabólica y la señora se regodea:
—¿Diecisiete años? Perfecto. Pa' ponerlos a los tres a pasarme el pipi por aquí. Asustaditos con mi bola negra. Jajajá. Tráemelos pa’cá.
La joven vuelve a la carga, pero los muchachos creen que la vieja está loca. O se atemorizan. No sé. Tienen cara de hijos de papá y mamá, con dinerito en el bolsillo. El caso es que se van. Muy educados. Hasta se despiden y dicen hasta luego, señora. Salen disparados. La vieja gorda se ríe a carcajadas. Los asustó. Si los hubiera camelado de otra forma no se le habrían escapado. Yo nunca me había templado a una vieja gorda. Flacas sí. Pero las delgadas son muy ágiles y siempre vigorosas, con deseo, impúdicas y desvergonzadas. Cuanto más viejas más desvergonzadas. Una vieja flaca arriba de una cama es más excitante y más loca que cualquier joven.
Miro a la vieja, me agarro los cojones y los traqueteo un poco para que cojan volumen. La vieja me vacila directamente:
—Uhmm…, ahí sí hay material. ¿Qué tú quieres, nené?
—Vamos a darle.
—Ah, tienes cara de loco. ¿Y ella también? Uhmmm…, esto se puso bueno.
La joven no quiere acompañamos. Es vecina de la vieja y dice que la quiere como si fuera su mamá. No tiene cara de querer a nadie, pero es dramática. Ella se lo pierde. La vieja vive sola en un cuarto amplio, en un solar. Cerca del Malecón. Vamos con ella. Tiene una botella de ron. Y está bien. Es una gran pervertida. Una gran gozadora. Estamos tres o cuatro horas allí y la vieja no se sacia. Siempre quiere más. Pero ya. Hay demasiado calor. Todos sudando. El baño colectivo no tiene agua de noche. Nos vamos pa’l carajo. Y la vieja reclamando que volviéramos, que somos dos locos. En fin. Regresamos al Malecón.
Nos sentamos un rato a la brisa. Hay mucha gente todavía tomando el fresco. Estamos extenuados. Subimos a la azotea. Nos bañamos y dormimos como piedras. Al amanecer nos tocan en la puerta. Isabel duerme, ronca, grita, tiene pesadillas, se ríe, ronca más. La despierto.
—Oye, ¿tienes pesadillas?
—No, argffd, déjame, cojones, no me despiertes.
Me levanto. Siguen tocando en la puerta.
—¿Quién es?
—Susi.
—¿Qué tú quieres a esta hora, Susanita, por tu madre? No jodas, chica.
—Oye, abre. ¿Isabel está ahí?
—Está roncando como una puerca.
—Abre, abre.
Le abro. Y la puta entra, vestida todavía de faena: unos shorts mínimos, con media nalga afuera, dorados, brillando como si fueran de oro. Una blusa ajustada, pequeñita, transparente, enseñando sus hermosas tetas sin ajustadores. Y unos botines blancos, de tacón alto y bien fino. Es un vacilón esta loca, con su pelo negro, suelto. Pero la muy cabrona es una caja contadora. Si no hay dinero no se acuesta con nadie. He tratado de enrolarla un par de veces en las pequeñas orgías de la azotea, pero qué va. Está traumatizada con los yumas y los dólares. Si alguna vez tiene un orgasmo con sus clientes será cuando le introducen un billete en la vagina.
—¿Qué tú quieres, teta gorda?
—Oye, respétame, Pedro Juan.
—¿Qué respeto de qué?
Va hasta Isabel y la despierta a empujones.
—Isabel, dale. El yuma del plástico llegó ayer.
Cuando Isabel oye eso, se levanta enseguida:
—¿Cuándo, muchacha?
—Ayer. Y dale que me dijo que fueras pa’llá.
Trato de meterme porque aquí hay billetes por medio:
—¿Qué es eso del yuma del plástico?
—Un yuma que viene cada unos cuantos meses. Después te explico.
En diez minutos Isabel se viste con su licra blanca, su mochilita de cuero, mucho perfume, muchas gangarrias, peinado loco, me da un beso riéndose, alegre, y me dice:
—Ni me esperes, papi, que ya hicimos el pan. Pero es hasta mañana por lo menos.
—Bueno, chau. Cuídate.
Y pasa el día. Tranquilo. Sofocante. Cada año hay más calor. Vendí unos tabacos que me quedaban y me comí una pizza y un refresco. Buena dieta. Estoy en setenta kilos. De noventa, que debe ser mi peso.
Y pasa la noche. Sin un centavo en el bolsillo, sin ron, sin comida, sin maní pa’ echar humito y ponerme sabroso. Pasmao ahí, en el muro del Malecón. Por suerte no se apareció de nuevo la vieja gorda con sus perversiones. Me acosté temprano, pero dormí muy mal. Angustias, hambre, cucarachas rondando, un ratón royendo, y además, en el cuarto de Isabel hay algo. Esto hay que despojarlo, hay que limpiar con un coco y unas hierbas. Esto no anda claro, pero Isabel es abandonada. Por eso hay tanto enredo alrededor. Así logré dormir un poco, entre pesadillas y angustias y tremenda peste a mierda, que viene del baño colectivo porque hace dos días que no sube agua. La gente la carga en cubos para cocinar o para bañarse, pero la mierda está desbordándose en el baño, y somos, ¿cuántos? Yo no sé. Esto se mueve, pero ahora no somos muchos, entre los siete cuartos seremos cuarenta más o menos. Está bien. Bastante mierda y orina. Al fin amanece. Me quedo un rato más tirado en la cama. Estoy rendido. Me duermo. En eso llega Isabel. Muerta de sueño y cansancio.
—Ay, papi, ese yuma no me dejó dormir en toda la noche. Vengo rendida y con el bollo ardiendo. ¡Coño, qué estúpido y qué imbécil es!
—Bueno, explícame: ¿el tipo tiene la pinga plástica?
—No, no. La cabeza na más. Toda la cabeza es de plástico. Es una prótesis. Pero tampoco se vino. Ni con Susi ni conmigo.
—¿Las dos al mismo tiempo?
—Sí, sí. La noche entera luchando con él y no se vino. Lo dejé con Yakelín. Hace falta que se meta diez días sin venirse.
—¿El plástico no lo deja venirse?
—Claro, si na' más que siente en el tronquito de atrás. Y los berrinches que coge. Hay que aguantarle pesadeces…
—¿Cuánto te dio?
—Cien fulas. Él paga cien fulas por noche. ¿Nunca te había hablado de él?
—No.
—Ah, porque hacía como un año que no venía. Ese yuma…, bueno…, somos… Susi, Yakelín, Mirtica, Lili, Sonia y yo. Somos seis. Y nos vamos avisando y turnando hasta que al fin se viene con alguna de nosotras. Y entonces, vamos todas a la recurva de nuevo, porque el tipo es incansable. A veces está tres semanas aquí, y es noche por noche, sin perder una. Cuando al fin se viene, entonces se relaja, se calma y nos invita a cenar, a bailar.
—¿Y te soltó cien fulitas?
—Sí, papi. Aquí están. Pero, además, voy a la recurva dentro de tres o cuatro días. A ese yuma nos pegamos nosotras y no dejamos que se acerque más nadie. Muchacho… de ahí pa’l cielo.
—Isabel, voy a comer algo porque me desmayo.
—Yo vengo con la barriga llena. Desayuné como una dama. Hasta tostadas con mantequilla y pastelitos. Toma, agarra cinco y ve resolviendo.
—¿Y lo cambiaste tan rápido?
—Ah, ¿y qué tú quieres? ¿Que te suelte el billete gordo? ¿Pa que lo desaparezcas en el día? No, papito, no. Yo tuve que dar mucha cintura con el trozo de plástico metido pa’ que ahora lo desprestigies en un día con el maní y el ron. De eso nada. Resuelve con eso. Voy a dormir. Y no me despiertes… Coño, ese baño está en candela…, ¡qué peste a mierda!…, aquí no hay quien duerma.
—Hace dos días que no hay agua.
—Bueno, al carajo. Estoy rendida. No me despiertes por gusto, papi, cuídame.
Me fui a buscar una pizza y un refresco. Menos mal que cayó algo en el jamo. Dicen que Dios aprieta pero no ahoga.