LÁTIGO, MUCHO LÁTIGO

El apartamento de Roberto está bien protegido con rejas de barrotes gruesos y candados macizos. Es como vivir en una cárcel. Antes nadie hacía algo tan grosero. Pero desde hace unos años todo el que tiene unos pocos objetos de valor no lo piensa mucho y se encierra entre rejas.

Roberto tiene cientos de adornos de porcelana europea y china, objetos de jade, de marfil coloreado, y bronces. Todo antiguo, legítimo, de excelente factura. Es un conocedor. Lo ha comprado lentamente. A lo largo de toda su vida. Ha aprovechado las oportunidades para comprar barato. Sobre todo a las viejas en decadencia. Esas señoras resisten, con la mayor dignidad posible, hasta cierto punto. Después no pueden aguantar más hambre y comienzan a vender. Barato. Un collar de perlas, un broche de oro, una lamparita de mesa, una muñeca de porcelana, los muebles de roble del comedor, una alfombra. Todo. A precios de ganga, para poder comer y sobrevivir un poco más. Roberto las persigue durante años, las telefonea, las visita, les hace pequeños regalos: medio kilo de leche en polvo, un jabón, una bolsita de té negro, un frasco de salsa de tomate. Todo eso aderezado con chismes, risas y cuentos. Roberto tiene una edad imprecisa por encima de los sesenta. Es un impúdico, cínico, pervertido. Y loca. Muy loca. Algunas señoras en decadencia también son impúdicas. Algunas fueron «damas de compañía», como gustan llamarse, de los caballeros más elegantes de La Habana. A veces Roberto las llama hetairas. Y ellas se ríen y recuerdan aquellos tiempos. Él les lleva revistas porno y se las presta por unos días. Las señoras se deslumbran y se excitan ante esas fotos en colores con bellos ejemplares copulando.

Es decir, Roberto utiliza cualquier recurso. Todo es válido para lograr sus objetivos. Se ha ganado la confianza y la amistad de decenas de señoras solitarias en decadencia. Sobre todo en Centro Habana, en El Vedado. En La Habana Vieja ya no quedan ejemplares de esa especie. Fueron extinguidos totalmente. Roberto siempre ha sido hábil, alegre, chismoso, conversador, confianzudo. Le apasionan las alfombras verdes, las cortinas de terciopelo rojo, los espejos con marco dorado, las luces tenues, los perfumes escandalosos, y la música de zarzuela: se arrebata con El Pichi y con Las Leandras. Las lentejuelas, los encajes, el taconeo, las batas copiosas que hacen frú frú. Guardados entre naftalina, en un escaparate, tiene sus vestidos de baile español, castañuelas, ropa interior de encajes. Hace tiempo que no usa esos vestuarios en aquellas fiestas tremendas que organizaba en su departamento. Imitaba a Lola Flores. Conoce todo su repertorio de memoria. Y se divertían. Después descubría que le habían robado ceniceros, copas, cubiertos de plata, jarrones, figurillas de bronce. Se indignaba con estos robos, hasta que un día se dijo a sí mismo:

—Toda la gente elegante, distinguida, de clase, se ha ido de Cuba. Lo que queda es la furrumalla, la plebe, ¡la mierda, cojones! ¡La mierda es lo que queda! Así que no doy más fiestas. ¡Se acabó!

Casualmente en la radio pasaban aquella canción salsera de moda:

Somos lo que hay,

lo que se vende como pan caliente,

lo que le gusta a la gente…

Somos lo máximo.

—¿Lo máximo? —se preguntó Roberto—. ¿Lo máximo?

Apagó la radio y desde ese momento dedicó todo su tiempo a su oficio de pintor y a su colección de antigüedades. Pintaba unos óleos con colores chillones y trazos desacertados de chinas en kimono cruzando puentes, parejas bucólicas a la luz de la luna bajo un cocotero, imitaciones de La Maja Desnuda y otras muchas tropelías. Sin embargo, los vendía. A bajos precios. En un día podía hacer hasta seis engendros. Pintaba en serie. Colocaba tres lienzos ante él y aplicaba azul para el agua, azul para el agua, azul para el agua. Después era el puente, el puente, el puente. Después la china en kimono, la china en kimono, la china en kimono. Después, a la derecha, rellenaba con un sauce llorón, un sauce llorón, un sauce llorón. Otras veces pintaba durante semanas y semanas decenas de reinas africanas conducidas por mozos esbeltos, negros, pero vestidos de egipcios faraónicos, en palanquines chinos a través de la selva, con anacondas colgadas de las ramas y leones asomados entre los arbustos. A lo lejos ponía elefantes y jirafas. Tenía su clientela. Todo eso se vende bien, a condición de que el comprador jamás haya visto un cuadro. Él era feliz, se autodenominaba un pintor de éxito y estaba convencido de la envidia sin límites y mortal que le tenían en la asociación nacional de artes plásticas:

—Llevo años solicitando el ingreso, pero me tienen tanta envidia que no me quieren aceptar. Saben que los opaco.

Le gustaba repetir esas frases rimbombantes. Y quedaba muy satisfecho de sí mismo.

De ese modo, Roberto cada día se concentra más en la pintura y en su avara y loca colección de antigüedades. Nada de sexo, nada de fiestas, salidas ni diversiones. Nunca tuvo una pareja fija. Le gustan los negros. Más que gustarle, le apasionan. Pero ahora les teme, desde el asalto está aterrado. Fue un sábado por la noche, hace un par de años. Llegaron hasta su puerta tres negros grandísimos y seductores. Podía parecer normal porque se sabía que él pagaba bien. Pero le extrañó que fueran tres. A los machos no les agrada tener testigos de sus tropelías con maricones. Por suerte tuvo esa percepción a tiempo y no les abrió la reja. Sólo la puerta. Cuando vieron que él no quería abrirles, se bajaron los pantalones y le enseñaron el material de guerra. A la vista de aquellos volúmenes de músculo y fibra, Roberto se puso nervioso. Se alteró como un cervatillo hipnotizado, incapaz de huir, ante los lobos hambrientos.

Entonces se acercó a la reja y extendió la mano para tocar aquellas pingas de fábula. Nunca pensó en abrir el candado de la reja porque los negros tenían cara de delincuentes y asesinos. No eran los tipos normales del barrio, que iban a verlo de vez en cuando, con mucho misterio, para que nadie supiera que le metían el rabo al viejo maricón por cincuenta pesos. No. Éstos eran tipos duros de verdad. Grandísimos, fuertes, con cadenas de oro al pescuezo, las cabezas rapadas.

—¡Ay, qué locura, déjame tocártela! —le dijo Roberto a uno.

Y se acercó a la reja. Ahí mismo el tipo le agarró el brazo y con la otra mano atrancó a Roberto por la nuca y lo golpeó con furia contra los barrotes:

—Dale, maricón de mierda, saca las llaves. ¿Dónde están las llaves, maricón?

Roberto no dijo ni pío. Perdió el conocimiento y cayó al piso. Eso lo salvó. Los ladrones escaparon corriendo cuando vieron tanta sangre. Cuando Roberto recuperó el conocimiento, unos minutos después, la sangre seguía manando de una herida en la frente, y le corría abundante por el rostro.

Tuvo que ir al hospital. El policía de guardia lo condujo a la estación para que hiciera la denuncia. Después formaron una gran algarabía tomando huellas digitales y reproduciendo los hechos en el apartamento de Roberto. Todo eso lo puso muy nervioso y quedó asustado, impávido, en estado de shock emocional. Nunca pensó que podía sucederle a él. Se encerró en su casa. Temía que los delincuentes volvieran para ajustarle cuentas por haberlos denunciado. Tenía mucho miedo. Pasaba los días sentado, balanceándose en un sillón, fumando tabacos. La nostalgia lo atrapó, el miedo, el terror, la ansiedad, la depresión. No quería moverse del sillón. A su lado tenía un pequeño cofre árabe. Dentro guarda una foto de una hermosa muchacha adolescente. Por detrás está dedicada: «Para Roberto, con amor, de su novia Caruca. La Habana, 12 de septiembre, 1932».

Ambos tenían entonces dieciséis años. A él le gustaba mucho. A los tres meses de noviazgo él sólo le daba besitos. Ella quería más. Al menos que le apretara una teta. Entonces ella se decidió a tomar la iniciativa. En el cine veían Mata-Hari, con Greta Garbo. Ella puso su mano sobre el pantalón de él, en la entrepierna. La corrió lentamente hacia abajo. Buscó, registró bien. No encontró nada. Roberto sudaba frío y temblaba. Ella siguió palpando, esperanzada. No había nada. Entonces decidió llegar hasta el final. Era una mujer decidida. Zafó el cinturón, desabotonó el pantalón, metió la mano. No había pelos. Allá abajo, arrugado y tímido, encontró un pene y unos testículos pequeñísimos, de bebé recién nacido. Se quedó sin saber qué hacer, hasta que se recuperó. Sin pronunciar palabra se levantó y se fue. Roberto arrancó a llorar. A moco tendido. No podía controlarse. Se sentía aplastado. Un tipo que lo vio llorando y solo, se le acercó disimuladamente y se sentó a su lado. Al poco rato se sacó un buen material y se masturbaba. En las penumbras, entre lágrimas y la voz gangosa de la Garbo, Roberto vio aquello. Primero se atemorizó. Se quedó tranquilo enjugando sus lágrimas. Disimuló, como si tuviera mucho interés en Mata-Hari. El tipo le agarró la mano y la colocó sobre su pinga. A Roberto le gustó y se la apretó con fuerza. Nunca había visto algo tan grande y grueso. Y menos tocarla. Le gustó mucho. Y encontró su verdadera vocación terrenal.

Jamás supo de Caruca. Sin embargo, cada vez que se siente solo y triste busca esa foto. Fueron tres meses de amor. La única vez que sintió amor en la vida. Y no puede olvidarla. O no quiere. Se aferra a esa foto y a dos breves cartas de amor que Caruca le envió en aquellos días. Eso es todo.

Los días pasaron y la depresión aumentaba. Sólo fumaba tabacos, hacía café y bebía una taza. Ya ni pensaba. Seis días después la vecina le tocó a la puerta. Él no contestó.

—¡Roberto, estás vivo o te moriste! Dime, porque voy a avisar a la policía para que rompan la puerta.

Él se sonrió. A duras penas se levantó, fue hasta la puerta y abrió. La vecina se sorprendió:

—Roberto, por tu madre, qué demacrado estás. ¿Qué te pasa?

—Nada, nada.

—¿Tienes miedo de aquellos delincuentes? Ay, viejo, ésos no vuelven más por aquí. Te voy a traer un plato de sopa.

—No, no.

—La acabé de hacer para darte un plato. No voy a dejar que te mueras de hambre ahí solo. Espérate un minuto.

La vecina regresó enseguida, con el plato de sopa y con Glenda, una sobrina recién llegada de provincia. Era una muchacha muy flaca, desnutrida, con expresión al mismo tiempo dulce y perversa en el rostro, y la piel manchada de un parásito que le dicen wity. El pelo sucio, largo y enredado, la ropa desteñida y sucia, las manos maltratadas. En fin. Tenía aspecto mugriento y miserable. Pero, a pesar de todo, era alegre, conversadora, cordial. Se quedó un buen rato y acompañó a Roberto mientras tomaba la sopa. Le platicó de muchos temas y le contó su vida:

—Mi vida ha sido aburrida en ese pueblecito hasta que me escapé con un circo. Estuve cuatro años trabajando.

—¿Qué hacías?

—Empecé de rumbera. Bailando rumbitas. Éramos tres. «Las Mulatas del Fuego». Íbamos cubriendo entre un número y otro, alternando con los payasos.

—Cuatro años bailando rumba.

—No. Eso fue al principio. Después… me junté con El Zorro, que es un viejo hijo de puta. Y me puso a trabajar con él. Con el látigo. Nos anunciaban como El Zorro y la Mujer Plateada.

—Buena onda. ¿Salías desnuda y te pintabas de plateado?

—¡Qué novelero tú eres! No. Yo salía con un bikini chiquitico, envuelta en una capa grande. Todo plateado, de lamé. En medio de la pista la dejaba caer al piso, como provocando al Zorro. Entonces él me perseguía dando latigazos y yo corría. Le ponía barquillos de papel, cigarros, trocitos de cartón, y todo lo destrozaba con la punta del látigo. A veces me daba algún cuerazo, no te creas. No tiene tan buena puntería.

—Coño, qué buen número. Me gusta eso.

—Tenía su pimienta. Yo estaba más gordita. Con el culo y las tetas más rellenitas.

—Ahora estás matá.

—Sí. Me hace falta un tembita rico como tú, que me cuide.

—Ay, mi niña. ¿Tú estás loca? A mí me gustan los machos, igual que a ti. ¿No ves que somos iguales?

—No somos iguales. Yo te puedo hacer gozar con todo. Ni te lo imaginas.

—Ay, no. Le tengo asco a las mujeres.

—Ah, tú verás…, espérame un segundo, ya regreso.

Glenda fue un momento a casa de su tía, y regresó en un minuto con una bolsa plástica. Sacó un látigo y un consolador de goma.

—Mira. Esto era del Zorro. Yo le daba cuero con esto y después gozaba con el consolador.

—¿Qué le pasó? ¿Se murió?

—No. Se lo robé y me fui. Ya me tenía cansada. Todas las noches después de la función, yo tenía que darle latigazos y meterle esta pinguita por el culo. Era un vicioso. Insaciable el tipo.

—Ah, pero qué loca eres.

—Sí, desde niña.

Glenda fue hasta la puerta. La cerró bien. Se desnudó y puso carita erótica, con la lengua afuera, lujuriosa al estilo barato, pero le quedaba bien. Desnudó a Roberto y le dio unos cuantos latigazos suaves.

—¡Ay, esto no me lo habían hecho nunca! ¡Qué rico!

Roberto lloraba de dolor y placer, entre el látigo y el consolador del Zorro. Al día siguiente Glenda fue a vivir con Roberto. Poco a poco fue controlando la situación. Ya el viejo estaba demasiado cansado. Confiaba en la mujer del látigo. Y así vivieron juntos. Glenda tenía sus amantes, hombres y mujeres, y hacía disfrutar a Roberto como nunca. Ella lo dirigía todo, como un director de orquesta controla una sinfonía. Se acoplaron muy bien. Y fueron felices.