MY DEAR DRUM’S MASTER

Yo tenía una trampa de palomas en la azotea. En realidad eran dos cajas, con un palomo-señuelo para atraer a las incautas. En las azoteas de los alrededores hay muchos palomares de mensajeras.

No me gusta criar. Lo mío es más simple. A diario agarro una o dos palomas y se las vendo a veinte pesos a un tipo que, según dice, las revende para santería. No sé. Ni me importa si las cocina y las vende como pollo. Lo mío es sobrevivir. No hay trabajo y encuentras menos si tienes atrás un arrastre de cárcel.

Con eso paso el día. Entretenido con las trampas y obligando al señuelo a volar un poco. Es un macho fuerte, pero ya lo tengo agotado y medio bobo y no quiere volar. O quizás lo que le sucede es que está cansado y no entiende por qué tiene tan mala suerte: busca una hembra que le gusta, la trae a la jaula para cortejarla y ahí mismo la hembra desaparece y él se queda sin saber qué sucedió. Las primeras veces se ponía inquieto, se agitaba con angustia y desespero. Parecía que se quedaría loco. Ya no. Ahora el tipo entristece, pero no le doy tiempo para depresiones nerviosas y lo obligo a volar de nuevo, encontrar otra hembra y traerla. Al señuelo no se le puede dejar que le coja el gusto a la hembra porque se enamora en un par de horas y es capaz de irse atrás de ella y olvidarse de sí mismo. El amor es así. Por tanto, nada de amor. No hay tiempo para tonterías.

En eso estaba una mañana. Con las trampas, azorando al señuelo, cuando se aparece Isabel con dos europeos rubios, blancos como papel, ojos azules. La mujer era corpulenta y saludable, pero el hombre tenía aspecto de cadáver. Me dio mala impresión. Los dos sonreían y miraban alrededor. Me pareció que están asombrados de encontrarse en esta azotea, frente al mar.

—Pedro Juan, mira, te presento unos amigos. Nos conocimos en el Malecón.

—¿Cuándo? ¿Ahora?

—Sí, hace un ratico.

La mujer hablaba algo en español. El hombre nada. Ella me dijo:

—Buenos días.

—Buenos días. How are you?.

—Do you speak English?

—Very bad. Do you speak Spanish?

—Poquito sólo.

—A lot of English and a lot of Spanish is so much.

—Jajajá. Es bueno esa cuenta.

—Yea. Do you need room or anything?

—No…, bueno…, tal vez, maybe.

—Ahhh. He is your husband, your partner?

He is my friend. Amigo, amigo. Él es músico. Yo antropólogo.

Así seguimos chapurreando un poco más. Él nos miraba a uno y a otro alternativamente. Isabel nos interrumpió:

—En el Malecón me dijeron que él quiere aprender a tocar tumbadora y les dije que tú eres profesor de música.

—¿Yo?

—Sí, tú. Ellos pagan por las clases, cojones, eres profesor de tumbadora.

—Bueno, de tumbadora… le puedo enseñar algo… Sí, sí, como no.

—Eres lento en el oeste, papi.

—Coño, verdad que Dios aprieta pero no ahoga.

—¿Sobre qué hablan ustedes? —indagó Ángela—. Si ustedes hablan rápido yo no entiendo. Por favor, despacio.

—Decimos que sí. Es posible aprender tumbadora. Tambor cubano. Cuban drum.

—Ah, sí. Él desea. ¿Usted es profesor?

—Sí, yo soy profesor. ¿Tú quieres aprender también?

—No. Yo no folklor.

—Ahh… and… What about you?.

—¿Tu nombre cuál es?

—Yo soy Pedro Juan y ella Isabel.

—Nosotros Ángela and Peter.

—Somos tocayos.

—Pardon?

—Nos llamamos igual. Él y yo.

—No entiendo.

—Pedro is similar to Peter. Are the same names.

—Ohhh.

—Bueno, bien. No importa. Entonces él quiere aprender tumbadora y yo le enseño. Después arreglamos los precios. ¿Y tú qué? ¿Tú sólo turismo?

—No, no. Yo estaré un año. De estudios. Él sólo quince días. Le queda poco tiempo.

—Tú estarás de estudio. ¿Y qué estudias?

Buscó en su mochila y sacó una revista cubana de dos años atrás. La hojeó y mostró un artículo titulado «Amor en blanco y negro», sobre el racismo en las relaciones amorosas en Cuba. Era una encuesta y sólo hablaban parejas formadas por un negro y una blanca. O viceversa. Todas se quejaban de que sufrían humillaciones por parte de la familia y los amigos.

—¿Qué es esto, Ángela?

—Racismo. Estaré un año aquí estudiando el tema. Y después escribiré mi tesis. ¿Sabes qué es? ¿Una tesis?

—Sí. ¿Y a qué aspiras? ¿Al doctorado?

—Ah, you know. Sí, sí. Hago doctorado aquí en Cuba, pero examen en Europa.

Desde ese momento Ángela nos acribilló a preguntas a Isabel y a mí. Isabel es mulata y yo parezco totalmente blanco.

Al mismo tiempo, Peter agarró la tumbadora, que estaba en un rincón, y no dejó de golpearla. Pero sin consideración, como si la estuviera castigando. Era un crimen contra la pobre tumbadora que no podía defenderse. Yo intentaba enseñarle algún toque, pero era inútil. Me escuchaba con atención, me miraba fijo, y después hacía otro toque. Ángela nos explicó que era un genio musical. Tocaba perfectamente piano, violín, saxofón, guitarra, oboe y los instrumentos folklóricos de su país. Bueno, aquí no parecía tan genial. A partir del segundo día, decidí que era un caso perdido. Le cobraba por la clase, le enseñaba algo nuevo y me iba lejos. Lo dejaba solo, aporreando los cueros. Al menos me ahorraba el sufrimiento de escuchar aquella atrocidad sin ritmo.

El tipo sólo comía vegetales, té de hierbas secas, anotaba en una libreta gruesa y miraba al mar. No fumaba, no bebía, nada de café. No pudimos hablar ni una sola palabra en todo ese tiempo. Sólo nos mirábamos y sonreíamos. A veces sacaba una cámara y tomaba fotos.

A los pocos días de convivir con nosotros, Ángela estaba aburrida y silenciosa:

—Al fin se te acabaron las preguntas.

—¿Cómo dices? Habla despacio, por favor.

—¿Ya no tienes más preguntas para Isabel y para mí?

—Ah, no. No más.

—¿Qué vas a hacer?

—Reflexiono.

—Tú eres muy teórica.

—Teoría es necesaria.

—Sí, pero la práctica es más sabrosa.

—Pardon?

—Busca un negro que te guste y vete a vivir con él.

Aquel rostro medio aburrido y medio triste se alegró con una gran sonrisa:

—Oh, sí. ¿Eso es posible?

—¡Claro!

—¿Qué debo hacer?

—Nada. Buscas un negro que te guste y vete a vivir con él y después escribes.

—Sí. Investigación participativa. Sí, sí.

—No te vayas sin pagarme tu hospedaje.

—Sí. Yo pago mi parte y mañana marcho a otro sitio.

—¿Tan rápido? ¿Ya tenías algún negrón entre manos? Tú eres buena jodedora.

—No entiendo. Habla despacio, por favor.

—Digo que haces bien. Estudia, estudia mucho con los negros.

Ángela cogió su mochila al día siguiente, pagó y se fue. Nunca habíamos tenido tanto dinero junto. Solté al señuelo para que volara libre y se perdiera por ahí con alguna hembrita. Pero no. Ya le había perdido el gusto a la vida. Se quedó solo y triste en la azotea. Y se murió, porque a mí hasta se me olvidó que existía y jamás me preocupé de su comida y su agua. Nada. Se había convertido en un imbécil y ése es el final de los imbéciles.

Peter siguió dando batacazos a la tumbadora, bebiendo té de hierbas, inspirándose en el mar y leyendo un pequeño librito titulado John Cage. Siempre nos pareció que andaba mal de salud, pero no podíamos preguntarle. Sólo nos sonreíamos. Yo le indicaba un toque y allá iba él muy serio y lo deformaba con algún ritmo celta o vikingo. El tipo era un cafre. Ni modo de corregirle. Me miraba buscando mi aprobación, yo le sonreía y le decía:

—Oh, ¡good, good!

Las muchachas del edificio lo acosaron. Todas trataron de jinetearlo. Se le insinuaron. Él sólo sonreía, miraba al mar y las ignoraba.

—¿Será maricón? —me preguntó Isabel.

—No lo parece.

—Tú tampoco lo pareces y te gusta que te meta el dedo por el culo.

—Oye, te voy a dar cuarenta patás por relambía.

—Pero si es verdad.

—Ya, ya. No te hagas la graciosa.

Cuando se fue me compró la tumbadora y se la llevó. Después, durante seis meses recibimos postales desde su ciudad. Siempre comenzaban: «My dear drum’s master:». Y a continuación algunas palabras en su idioma.

Las tengo guardadas. Son seis postales. Una mensual. Unos meses después me encontré casualmente con Ángela. Iba en una bicicleta, sudando. Hablaba muy bien el español. Nos abrazamos con alegría en medio de la calle y me pareció que se había aplatanado un poco. Estaba alegre, risueña y más abierta de carácter.

—Peter me mandó postales, pero hace un tiempo no sé nada de él.

—Pedro Juan, te lo puedo decir ahora. Peter estaba muy enfermo cuando vino a Cuba. Supongo habrá muerto.

—¿De qué?

—AIDS.

—Oh. ¿Por qué ese interés en aprender a tocar tumbadora si ya le quedaba poco?

—No sé. Era mi amigo. Me pidió venir juntos y sólo lo acompañé. No quiero saber más.

—No. Yo tampoco. Bueno, hablemos de cosas más alegres. ¿Y tu negro?

—¿Mi negro?

—¿No te empataste con un negro? Para tu tesis.

—No con uno. Con muchos.

—Te diste gusto. Y eso que eres antropóloga.

—Sí, sí. Por eso. Estuve con treinta y dos negros. Tengo fichas y fotos de cada uno. Hice un buen estudio participativo.

—¿Y ahora qué haces? ¿No te llevas a ninguno? ¿No te enamoraste?

—No, no. Era un estudio sólo. Ellos mucho amor, mucho sexo conmigo, son fuego puro. Pero yo no. Sólo un estudio.

—Yo pensé que te enamorarías en Cuba. Pensé que te gustaban los negros.

—Oh, sí. Me gustan. Pero nada de amor. No tengo tiempo. Es mucho problema para mí tener un novio en Cuba.

—Entonces sigues sola.

—Sí, sí. Ya regresaré. Veré a alguno. Haremos el amor y stop.

—Ah. Bien. Entonces todo bien.

—Sí, todo bien.

—Cuando vuelvas ve a vernos a la azotea.

—Seguro. Voy a tu casa.

—Chau, Ángela. Buen viaje.

—Chau, Pedro Juan. Buena suerte.

Nos dimos un abrazo y cada uno tomó su rumbo. Aquel dinero ya se había esfumado hacía tiempo y no aparecía otro extranjero que quisiera aprender a tocar tumbadora. Es un buen negocito pero escasean los alumnos. Entonces estoy vendiendo algo fuerte, aromático, de buena calidad y me deja unos pesos para vivir. Aunque las clases de música son menos peligrosas y gano más dinero. Ésa es mi vocación, sin dudas, drum’s master.