VISIÓN SOBRE LOS ESCOMBROS

Berta tiene setenta y seis años. Vive sola, en el octavo piso, penúltimo, de un edificio en la calle San Lázaro, en Centro Habana. Sale al balcón y se deprime. Parece que un bombardeo acaba de concluir. Demasiados escombros. La ciudad derruida murmulla, rumora. Ya hace tiempo que ni abre las puertas del balcón.

Cada día se refugia más en los recuerdos que guarda en el escaparate y en las gavetas de la cómoda. Vestidos, guantes, sombreros con flores, invitaciones para bailes, frascos vacíos de perfumes franceses, ropa interior de encajes holandeses, zapatos de tacón alto, cofrecitos repletos de collares de perlas, pulsas, gargantillas, aretes, colgantes. Todo huele al cedro del escaparate y a naftalina. Todo está ajado, amarillento, frágil. Estas cosas dejaron de usarse hace treinta o cuarenta años. Cuando su marido murió, ella tenía sesenta y tres. Él, noventa y cuatro. Fue un médico reconocido en La Habana. Jamás lo amó. Jamás le gustó físicamente. Cuando se conocieron, ella era una joven encantadora de dieciocho años, y él un hombre viudo, maduro, paternal y elegante, de cuarenta y nueve. Él le prometió el cielo. Ella se encandiló ante tanto brillo y se casaron cinco días después. Desde entonces la vida de Berta fue una sucesión de fiestas, viajes y buena vida: México, Puerto Rico, Miami, Caracas, New York.

Pero todo fue pasando. Lentamente. El barrio dejó de ser lo que fue. Se llenó de gente vulgar, venida de provincias, de negros incultos, de gente mal vestida, sucia, mal educada. Los edificios se arruinaron por la falta de cuidados y poco a poco se convirtieron en cuarterías con miles de personas hacinadas como cucarachas. Personas delgadas, mal alimentadas, sucias, sin empleo, tomando ron a todas horas, fumando mariguana, tocando tambor, reproduciéndose como conejos. Gente sin perspectiva, con un horizonte demasiado corto. Y riéndose de todo. ¿De qué se ríen? De todo. Nadie anda triste o quiere el suicidio o se aterra porque piense que los escombros pueden precipitarse abajo y enterrarlos en vida. No. Todo lo contrario. En medio de la debacle la gente ríe, sobrevive, intenta pasarlo lo mejor posible y aguza sus sentidos y su olfato, como hacen los animales más débiles y diminutos, que aprenden a concentrar energía y desarrollan diversas habilidades porque saben que nunca serán grandes, fuertes y vencedores. Ya que nacieron en las ruinas, se trata entonces de jamás abandonar o permitir que los golpeen tanto que al fin tengan que tirar la toalla y levantar los brazos. Todo es posible, todo es válido, menos la derrota.

Berta lleva muchos años viviendo sola. No tuvo hijos. Conoció el amor reverente de un solo hombre, al que ella siempre miró como a un padre. Un tipo dulce y bueno con el que hacía el sexo pocas veces, brevemente y cerrando los ojos, casi apenada y deseando que terminara de una vez y se quitara de encima de ella. Sin embargo, es una mujer sensual, romántica, que gusta releer La dama de las camelias, Ana Karenina y Cumbres borrascosas.

Hace años que la vista no le alcanza ya para leer ni tejer ni bordar. Así y todo, por las tardes se sienta a mirar las fotos de viejas revistas La Familia. Tiene una colección de varios años de esa revista y mira las páginas de labores, de tejidos a crochet, de calcetines de lana. También le gusta mirar lentamente las fotos de su boda, de sus viajes. Vive en el silencio y el recuerdo. Pasando mucha hambre. La pensión de viuda no le alcanza. Y además, los pocos alimentos que puede comprar no son suficientes. Con frecuencia piensa: «Éstos son tiempos para gente joven y fuerte. Es demasiado. Los viejos no podemos vivir aquí». Pero su pensamiento no va más allá. Nunca entrenó su capacidad de análisis. No la necesitó.

De ese modo, Berta se ha ido encerrando poco a poco en su apartamento. Le da miedo bajar, salir a la calle. Le agota subir las escaleras cuando regresa. El ascensor hace años que no funciona. Apenas camina una vez al mes hasta el banco, a cobrar la jubilación. Un muchacho le alcanza tres o cuatro bolsas pequeñas de alimentos en los primeros días de cada mes. Eso es todo. Ella reza mucho a la Virgen de las Mercedes y se ha acostumbrado al silencio, al hambre, a estar muy delgada y sin dinero, encerrada en su piso, que cada día está más sucio, por dos razones: no tiene dólares para comprar jabón y detergente, y no tiene fuerzas para limpiar. Además, no le importa. Le da igual. Ahora no puede cepillarse el cabello porque se le desprenden mechones y teme quedarse calva. Tiene su dentadura intacta. Sólo ha perdido tres muelas. Y jamás se enferma. En medio de la decadencia esta zona de la ciudad no sufre apagones de electricidad. Por alguna razón técnica aquí no pueden cortar el suministro para ahorrar combustible. Y eso es magnífico porque Berta se aterra en la oscuridad. Duerme con las luces encendidas.

En los bajos, en el séptimo piso, hay vecinos nuevos. Los anteriores se fueron a Miami. La casa estuvo sellada unos meses, y finalmente otra familia la ocupó. Son muchos. Forman algarabías, hablan muy alto, se fajan, gritan, discuten, se llaman a voces por la escalera, escuchan música bien alta, se ríen y beben y bailan hasta por la madrugada. Se hacen sentir. Ahora derriban paredes a golpe de mandarria y construyen nuevas divisiones dentro de su apartamento. Hacen pequeños cuartos. Son muchos y no caben, aunque el piso es amplio, pero siempre son más y más. Cada año nacen nuevos niños.

Berta al principio les teme, los evade, trata de no encontrarse con ellos. Parecen una tropa de gitanos alborotando, arrasando con todo a su paso. Pero pasan los meses y poco a poco la vieja hace confianza con Berta. La saluda, le comenta algo, va a comprarle el pan, un día le lava la ropa sucia, otro le alcanza un plato de arroz con leche, una de las muchachas le limpia la casa, la vieja le regala un jabón. Berta no lo percibe. Todo es lento. Sin prisas. «Son buenas personas», se dice Berta, que va perdiendo la desconfianza y el recelo que tenía antes, cuando vivía absolutamente sola. Ahora casi siempre está acompañada. Alguna de las muchachas le lava el cabello con shampú, le hace las manos, le pinta las uñas, le prepara el baño con agua tibia, le trae un poco de agua de colonia. Y en su casa se miden. No gritan, no vociferan, no discuten entre ellos, no ponen alto el radio, procuran no molestarla. Ya Berta no pasa tanta hambre ni anda sucia, sin bañarse durante semanas. Además, se acostumbró de nuevo a conversar con alguien. Ahora se atreve a abrir las puertas del balcón. Los escombros siguen ahí, pero la gente joven no los ve. Los jóvenes se fijan en las personas. En un hombre hermoso que pasa, en una jinetera que regresa a casa vestida aún de noche a las diez de la mañana, en algún auto bonito y moderno, en una boda que se exhibe en un Chevrolet del 57 descapotable cubierto de globos de colores, en los viejos borrachines de la esquina. La alegría simple de la juventud la impregna.

Y los días son más entretenidos. Una mañana aparece Omar. Es uno de ellos. Hermano de fulano, primo de fulana, sobrino de la vieja. ¿De dónde salió? ¿Ya vivía ahí, en el séptimo? Sí, pero estaba en otra ciudad. Regresó ahora. Explica poco, impreciso. No se entiende bien. La vieja se lo presenta como un sobrino. Omar tiene veintitrés años, es bonito, moreno, con un hermoso pelo negro peinado hacia atrás, tiene hombros anchos, aunque es delgado. Y sabe hablar. Sabe seducir:

—Tú eras linda de joven. Se te ve.

—Sí, yo era preciosa. ¿Se me ve todavía?

—Claro que sí. Tienes la piel fina, cuidada.

Ella saca fotos de su infancia, de su juventud, de la boda. Quiere que él la vea bonita. Es un muchacho gentil, en medio de tanta vulgaridad. Y él la halaga:

—Si yo hubiera sido de esa época, nos habríamos casado. Me gustan las mujeres finas y elegantes.

—No te habrías fijado en mí. Habrías sido un dandy.

—¿Qué es eso?

—Un dandy, un snob, un tipo bonitillo, un picaflor.

—Bueno, hubiéramos tenido un romance inolvidable.

Berta no sabe qué decir. Halagada. Después de tantos años sola y silenciosa, es emocionante este príncipe de hadas piropeándole.

—Ah, muchacho, tú puedes ser mi nieto.

—Pudiera ser, pero no lo soy, Berta. Así que ni pienses en eso. Piensa en cosas hermosas.

Omar no trabaja, no estudia, no hace nada. Apenas tiene un pantalón corto y una camiseta desteñidos y viejos y un par de sandalias de caucho desgastadas. Es la miseria en persona. Su aspiración es irse a Estados Unidos y hacer su vida en alguna de esas ciudades con nieve y frío, donde se puede andar bien vestido. Le gustaría trabajar de camionero o de chofer de bus. Casarse con una americana rubia de ojos azules, y andar por ahí, en su camión supermoderno, y tener tres o cuatro hijos bien blancos, aunque a veces salen a los abuelos. En ese caso pueden nacer más negros que él. Omar es muy racista. Es mestizo. Tiene el pelo enroscado, la boca grande, la piel oscura, pero no llega a ser negro. Es una mezcla, como todos en su casa. Desde niño le dicen «El Moro» porque parece árabe. Él sabe que es hermoso, pero le gustaría ser blanco, educado, tener dinero, vestirse bien y tener auto y casa cómoda. Como todos, anhela lo que no tiene. En cuanto vio la casa de Berta, cubierta de muebles antiguos, alfombras, adornos de porcelana y bronce, cortinas, se dijo: «Ésta es la mía». Omar es seductor por vocación. No sabe hacer otra cosa. Es su medio de vida. Le gusta que las mujeres lo mantengan. O los hombres, da igual. Además, le gustan las mujeres y los hombres maduros, que al mismo tiempo son amantes y mamás y papás. Así no tiene que preocuparse por el dinero. Dedicó horas a hablar con Berta. A escuchar sus relatos, mirar juntos las fotos una y otra vez. La vieja del séptimo piso y las muchachas se ocupaban de limpiar la casa, de lavar, de traer comida. Omar y Berta conversaban cada vez más. Se hacían compañía y la pasaban bien.

Una tarde, Omar tocó a la puerta. Había bebido. Traía un plato de comida en una mano y un vaso repleto de ron en la otra:

—Berta, aquí te manda mi tía.

—Ah, espaguetis, qué rico.

—No comas todavía. Date un trago.

—Ay, no, muchacho. Hace muchos años que no pruebo el ron.

—Bebe un poquito nada más. Pruébalo.

—Yo siempre tomé cocktails. Pero déjame probar.

Berta apenas se moja los labios. Está nerviosa. De un tiempo acá sólo anhela estar con Omar. Se le acelera el corazón cuando lo ve. Y se pone ansiosa cuando pasan las horas y él no llega.

Omar enciende la radio. Busca una estación con música suave, y se acerca por atrás a Berta, que está sentada en una butaca. Le pone las manos en los hombros. Berta se estremece y el corazón se le desboca. Suavemente, con manos expertas, Omar le da un masaje:

—Relájate, Berta, relájate. Ponte bien suave.

Berta ha olvidado por completo el contacto humano. No recuerda cuándo la tocaron por última vez. Su marido dejó de hacerlo diez o doce años antes de morir. Tal vez más. Y ella jamás ha estado con otro hombre. Hace un esfuerzo y logra articular unas palabras:

—Estoy muy nerviosa, Omar. ¿Por qué me haces esto?

—Porque me gustas.

—Yo soy una vieja.

—No eres vieja. Y me gustas.

—Dios te va a castigar por decir mentiras.

—Yo no digo mentiras. Me gustas.

Muy lentamente le bajó el vestido. Dejó al descubierto los hombros mientras la seguía masajeando y besando. Quitó los ajustadores y le acarició los pechos caídos y ajados, pero todavía con grandes y lujuriosos pezones rosados.

—Uhmm, esos pezones son una locura.

—Ay, por favor, Omar, me da pena. Déjame vestirme.

—Bebe un trago.

Y él mismo posa sus labios en los de Berta y pasa un chorrito de ron a la boca de ella. Le muerde los pezones, se los chupa. La va calentando lentamente. Y la disfruta como si fuera una mujer de piel tersa y elástica, y no una anciana arrugada y flácida de setenta y seis años.

Él se baja un poco el short. No tiene calzoncillos. Y le muestra su monte de venus, negro y copioso. Ella cada vez está más nerviosa. Pero se queda mirando, hipnotizada, aquella maravilla grande, gruesa y casi negra. Su marido tenía la mitad de ese aparato. Y pálido y blando. Jamás estuvo tan duro y tan grande.

Omar sabe que la ha hipnotizado. La levanta de la butaca. La besa y aprovecha para pasarle otro poquito de ron a la boca. La conduce al cuarto. Por el camino le acaba de quitar el vestido. Omar se queda asombrado. Esta vieja tiene una vulva rosada, con labios rojo granate, rodeados de pelos canosos. No tiene ni un pelo negro, todos son blancos, pero son muchos. Su monte de Venus es copioso, intacto, y su vagina parece intocada y virginal. Lo que Omar pensó sería un sacrificio se convierte en una tarea grata y apetitosa. Besa aquella vulva, la succiona, la penetra cuidadosamente. Es estrecha, húmeda, y huele muy bien. Se da gusto y complace a Berta, que en silencio, disfruta como jamás supuso que era posible. Usa todos los ardides que conoce hasta que al fin, hora y media después, tiene su orgasmo. Quiere hacerle un regalo adicional a la vieja, y se viene sobre sus tetas. Le embarra de leche los pezones y después se los chupa.

Increíblemente Berta sobrevive. Se siente feliz y complacida. Está exhausta. Omar también. No estuvo mal. Esa fiestecita la repiten una tarde tras otra, durante una semana. Berta va aprendiendo a hacer algunas cosas que jamás se le ocurrieron. Cada día disfruta más y más. Una noche, después de hacer el amor con la misma abundancia de siempre, Berta le dice:

—¿Por qué no te mudas para acá?

—Me vendría bien. Pero no.

—¿Por qué no?

—Yo soy un hombre, Berta. No me gusta depender de las mujeres.

—Pero…

—No, no. Te lo agradezco, pero sigo ahí, en casa de mi tía, durmiendo en el piso.

—¿Tú duermes en el piso?

—Sí. Pongo una frazada y duermo ahí. Estoy acostumbrado, no te preocupes.

Berta se queda en silencio un rato. Al fin se decide:

—Mira, Omar, por ley de la naturaleza, a mí no me quedan muchos años de vida.

—Ah, no hables de eso.

—Mañana podemos ir a un notario y yo hago un testamento a tu nombre. Con todo lo que tengo. Esta casa, muebles, todo.

Omar se queda en silencio.

—Pero quédate esta noche, Omar. Y quédate siempre.

—Está bien, Berta. Tú eres mi felicidad. Me mudo para acá contigo.

Al día siguiente Omar la llevó a un notario. Hicieron el testamento. La regresó a la casa. La dejó allí y se perdió dos días. Tenía otra mujer. Una mulata hermosa, de cuarenta y ocho años, que lo mantenía. Ya Omar tenía ropa y zapatos y la mujer le había prometido una cadena de oro.

Berta estaba muy ansiosa. Llevaba una semana disfrutando la presencia de él cada noche, haciendo el amor hasta dos veces. A las dos de la mañana no pudo más y llamó a la tía de Omar. Ella le alcanzó un sedante, la tranquilizó y se quedó a su lado hasta que se durmió.

Al día siguiente fue peor. Omar no apareció. Por la noche hubo un apagón de electricidad de varias horas. Algo increíble en aquel barrio. Una rotura en el sistema de transmisión. Aterrada, Berta llamó a la tía de Omar. La mujer subió corriendo. Estaba temblando en la oscuridad. No tenían linternas, ni lámparas de kerosén. Una prima de Omar agarró un pedazo de vela que tenía encendida a los santos, pero ni esa pequeña luz tranquilizó a Berta:

—La oscuridad me da mucho miedo. Desde niña. ¿Y Omar? Si Omar estuviera aquí.

—Ya lo mandamos a buscar. Ya viene.

—¿Dónde está?

—Fue a hacerme un mandado. Ya viene. No se apure.

—Seguro que tiene otra. Una joven.

—No, Berta, no crea eso.

—Sí lo creo. Seguro que tiene otra. Y yo sola aquí.

—No. Él la quiere mucho a usted.

—No, no. Me voy a vestir. Llama al chofer, quiero ir a bailar esta noche. ¿Dónde hay baile esta noche?

—¿Cómo?

—Tráeme el vestido de tafetán. El de color flamingo. No voy a quedarme aquí en la oscuridad y él con otra mujer.

—Berta, ¿qué le pasa?

—No me pasa nada. Pongan música. Preparen el baño con sales, quiero perfumarme con Channel. Quiero oler bien cuando llegue Omar.

—Sí, sí.

—Pero hazlo, mujer. Y busca el vestido. Me voy sola en el auto si él no llega a tiempo.

Berta se levanta de la butaca, pero está mareada y cae al piso. Inconsciente, pero viva. Respira con mucha agitación. Murió a las tres de la madrugada en el hospital, sin recuperar el conocimiento. El médico preguntó si había sufrido algún shock emocional fuerte. La tía de Omar es la única que ha quedado en el cuerpo de guardia junto al cadáver. La juventud habla demasiado y prefirió quedarse ella sola. Le contesta al médico suavemente, apesadumbrada y compungida:

—¡Qué va, doctor! Nosotros la cuidamos mucho. Yo la quería como si fuera mi mamá.

—Murió de derrame cerebral, por eso pregunto.

—No, doctor. Ella llevaba una vida serena y tranquila. Con nosotros no le faltaba nada.

—¿Quiere que le practiquemos una necropsia? Así definimos con más exactitud la causa de la muerte.

—Sí, doctor. Se lo agradezco. Usted sabe cómo es la gente de chismosa y son capaces de pensar que nosotros la envenenamos.