CASINO ESPERANZA

Un jeep verde corría por la calle San Lázaro, con dos banderas rojas y dos altoparlantes. Hacía agitación política. Pero tan rápido que no se entendía nada. Sólo pedazos de frases: «Estamos haciendo historia», «escalinata de la universidad», «se levanta para todos los tiempos».

Pasó como un bólido y la calle de nuevo quedó silenciosa, tranquila, bajo el sol implacable de las doce del día. El cielo sin una nube.

En el Malecón nadaban los muchachos del barrio. Se tiran en el agua sucia del litoral, mezclada con petróleo y grasa de los barcos, y mierda y orina de la ciudad. Las aguas servidas van a parar al mar, pero de todos modos allí van los muchachos y algunos adultos. Pasan horas bajo el sol, tomando ron y granizado de hielo. Ignoran la peste a cloaca y se divierten. Los turistas les toman fotos y ellos se quedan inmóviles, hipnotizados, riéndose o haciendo alguna payasada ante la cámara. Después de cada foto rompen la inmovilidad y los niños corren a pedir monedas.

Estuve un rato mirándolos, pero no había nada que reclamara mi atención. Sólo mujeres flacas, sucias, pelandrujas, llenas de hijos. Me quedé un rato más, mataperreando por allí. A veces aparece algo apetecible. Un hombre solo en la selva tiene que cazar continuamente. Día a día. No es mucho lo que necesita: algún dinero, comida, un poco de ron, un par de tabacos, y una mujer. La falta de mujer me pone neurótico. Pero una mujer torpe y bruta permanente a mi lado es irritante y me abruma. Y todas quieren lo mismo: empiezan templando alegres, toman ron y se ríen de todo lo que uno dice, muy cariñosas. Después desean todo eso, pero además exigen que uno se despate todos los días buscando dinero y comida para ella y tres o cuatro hijos, paridos de tres o cuatro maridos que pasaron por encima de ellas y siguieron de largo.

No puede ser. Conmigo no. Que se mantengan como puedan y que les retuerzan el pescuezo a sus hijos. En definitiva, ya somos demasiados. Pero no. Empiezan a templar a los doce. A los catorce paren el primero. Y con veinticinco años ya tienen cuatro o cinco muchachos jodiendo, pidiendo y chillando por todo el vecindario. A veces creo que soy pobre en contra de mi voluntad. El pobre no puede analizar tanto los alrededores porque se vuelve loco o se cuelga de una viga. Y yo, de estúpido, me paso la vida mirando el tenebroso paisaje y pensando. Mala costumbre. Puede ser mortal.

Entonces se me alumbra el bombillito: coño, voy a jugar dominó en casa de la vieja Esperanza. Allí se juega a cinco pesos. Si tengo suerte me levanto un poco. No hay que pensar que voy a perder. Lo malo no se puede pensar porque trae mala suerte. Me quedan veinte pesos en el bolsillo.

La vieja vive en el segundo piso de mi edificio. Es santera. Entro y ya siento algo raro. Trabaja con muchos muertos. No le tengo miedo a eso porque no se me pega nada. Pero aun así es pesado estar con tantas corrientes de muertos rondando.

Esperanza está muy vieja y parece que perdió la gracia. Por tanto ha perdido clientes en sus consultas. Tenía que sacar dinero de algún sitio y hace un año puso una mesa de dominó y otra de dados. Cobra a dos pesos la entrada, y los que jugamos nos entendemos entre nosotros. A veces tiene cerveza fría. Ron y cigarros no faltan. Y, por supuesto, apunta números para la bolita. Por la lotería de Venezuela, que aquí se oye bien todas las noches por Radio Margarita. En fin, la vieja hizo un buen invento con este garito. Los jodedores del barrio ya le dicen «Casino Esperanza».

Las dos mesas están ocupadas y ocho hombres esperan turno. Me pongo en cola para los dados, porque en el dominó las partidas se demoran más. Esperanza está en la cocina. Voy hasta allá. Le pago los dos pesos de la entrada. Compro un doble de ron y conversamos un poquito. Ella me quiere convencer para que me consulte, y cada vez que puede me mete miedo:

—Te hace falta registrarte, Pedro Juan. Yo veo al lado tuyo un negro muy fuerte pero de espalda. Y a veces un indio, pero de espalda también. Tienes que comprarte un indio y traérmelo para trabajarlo y que lo pongas en tu cuarto. Primero te consulto y después hacemos esos remedios.

Siempre me dice lo mismo. No le contesto, pero no me interesa su consulta. Yo tengo lo mío, con mi madrina. Esperanza sabe muy bien que estas cosas no se pueden cruzar y hay que respetarlas. Pero, por buscarse unos pesos, consulta a Mahoma, y es capaz de decirle que le va a preparar un collar porque es hijo de Changó.

En realidad lo que me interesa es hacer negocio en este garito. Hace días que trato de convencerla, pero ella me elude. Quiero poner otra mesa de dados, profesional. Y yo seré el dealer. Todos los días practico. Cada día tengo más habilidad y más rapidez.

—Esperanza, atiéndeme. Yo puedo conseguir una mesa con tapete verde y un juego de dados chinos, de marfil. Todo nuevo y profesional. Una cosa elegante, para darle nivel a este garito zarrapastroso y clandestino.

—Déjate de falta de respeto conmigo, Pedro Juan, que tú eres un tipo serio. ¿Cómo se llama ese juego?

—Monte y dado. Tú tienes que acordarte. Se jugaba en todos los casinos de La Habana hasta el 59.

—Sí, pero se me olvida el nombre. Además, yo no iba a los casinos.

—No, tú tenías otros vicios.

—Tú no eres tan viejo, Pedro Juan. ¿Cómo tú sabes de eso?

—Esperanza, te estás poniendo arteriosclerótica.

—Oye, más respeto. Estamos hablando en serio.

—Señora mía, te he dicho veinte veces que un tío mío fue dealer en el Montmartre y tiene los dados y el tapete. Me está entrenando y el dealer de esto voy a ser yo. Pero te voy a decir más, pa’ que te chupes los dedos: mi tío tiene una caja con cien juegos de naipes, sellados. Así que después voy a abrir una mesa de Black Jack y otra más de póquer.

—Ah, tú me quieres enmarañar demasiado.

—No te voy a enmarañar. Lo que vas es a ganar pesos en tranca.

—Pon los pies en la tierra, muchachito. Aquí hay demasiado control y no se puede hacer nada en grande. Métete eso en la cabeza para que no fracases. Lo del Monte y dado sí me gusta porque esa mesa la controlas tú personalmente.

—Mañana traigo la mesa y rompemos.

—¿A cómo salimos?

—Hay que ver lo que deja y después te digo lo que te voy a dar diario.

—Bueno, métele. Pero te voy a advertir una cosa y que quede bien claro: aquí no puede haber discusiones ni broncas ni puede entrar nadie armado. A estos negros les gusta andar siempre ensillados con un cuchillo o con un punzón. Esto tiene que seguir como siempre. El radio o la grabadora con música, bien alto. Y todos entran y salen discretamente. Sin borracheras y sin guapería. Aquí la única guapa soy yo, y el que me alce la voz no entra más nunca en esta casa. Y tampoco quiero putas aquí porque las mujeres enredan las cosas y hacen fajarse a los hombres. Todo tranquilo y decente, como hasta ahora.

—¿Ésa es toda la cartilla, señora, o falta más?

—Ésa es la cartilla. Y no falles porque a la primera te boto para la calle con mesa y dados y una patá por el culo. Yo no espero a la segunda.

—Correcto, señora. Mañana empezamos.

—¿Y la mesa?

—La traigo esta noche. No te preocupes que yo sé hacer las cosas. Ya estuve guardado dos años y difícil que vuelva a caer en la reja.

—Yo sé que tú eres un filtro. Ser blanco es una profesión.

—Jajajá. Pon otro doble que esto hay que celebrarlo.

—Sí, pero la curda vas a cogerla a otro lado.

—Esperanza, tú eres rígida. ¿Tú nunca te ríes, vieja?

—Ya me reí bastante en esta vida.

—¿Es verdad que tú eras del barrio de Colón?

—Si lo sabes, ¿pa’ qué lo preguntas?

—Esperanza, cuando cerraron los bares tú tenías ya como cuarenta años.

—Sí, pero era un pollo. Tenía cuarenta y dos años, pero si me ves te vuelves loco conmigo. En ese momento yo tenía un bacán de veintiséis. Un blanco, lindo, que parecía un actor de cine, y lo mantenía vestido de blanco de arriba abajo y con oro hasta en las muelas.

—Todavía se ve que eres hermosa.

—Déjate de burlas. Ya no se me ve nada. En septiembre cumplo setenta y siete.

—Pero estás fuerte. Parece que tienes sesenta.

—Parece. Tú lo has dicho.

—Mi tío tuvo un bar ahí. En Consulado y Virtudes.

—Ése era tranquilo. Todavía está ahí.

—¿En cuál bar tú trabajaste?

—En todos, mi hijito. Yo estuve en eso desde los catorce años. Y hasta trabajé cuatro años en casa de Marina.

—Ésa era famosa.

—Sí, de mucho peso. Allí no iba gente farrullera. El que iba allí era con traje y corbata y regalaban perfumes, te mandaban flores al otro día. Gente de clase, con estilo. Y las muchachas también teníamos clase. Ahh, esos años fueron los mejores de mi vida.

—¿Por qué te fuiste de allí?

—Ya, ya. Tú eres muy seductor y me haces hablar de más. El secreto de mi vida me lo llevo a la tumba.

Katia, la hija de Esperanza, nos interrumpió:

—Con permiso, compañero, que ustedes se están divirtiendo, pero yo tengo que alimentar a mis hijos.

—Coño, qué fina estás hoy.

—Igual que siempre. Yo soy negra, pero fina. No como esa jabaita tuya que se las da de blanca y es tremenda chusma.

Katia lleva un año presa en la casa. La agarraron robando en una shopping y le echaron dos años, pero tiene un hijo de seis años y una niña chiquita. Cuando le celebraron el juicio estaba barrigona. Eso la salvó de las rejas. No puede salir de la casa. Un policía le toca en la puerta a cualquier hora para chequearla. Y no puede estar ni siquiera en casa de la vecina. Si la cogen fuera de base la guardan.

—Te ha venido bien estar guardaíta en casa.

—¿Tú crees?

—¿Que si yo creo? ¡Muchacha!

Katia siempre fue una negrita flaca. Ha engordado por lo menos treinta libras. Pero no tiene grasa sobrante. Todo se le ha ido para el culo, las tetas, los muslos. Una distribución perfecta. Está dura, maciza. El padre de sus hijos es un delincuentón que vive en el solar de enfrente. Demasiado delincuente. Esperanza no lo deja entrar en esta casa. Antes templaban en la escalera, tarde en la noche. O por ahí, donde podían. Ahora no sé qué harán porque el negro no puede entrar en la casa y ella no puede salir. A veces le hago un disparo a Katia a ver si muerde. Ella satea un poquito conmigo, menea el culo delante de mí, pero de ahí no pasa. Le gusta calentar, pero está metida con su marido y sabe que el tipo no es fácil. Si la sorprende en un brinco extraño le pica una nalga con una sevillana y le mete cuarenta patás.

Estoy recostado a la mesa de la cocina, vacilando a Katia. A lo mejor la convenzo aunque sea con la mirada, sin caerle atrás. En eso entra Isabel:

—Eh, ¿tú aquí?

—Yo sé que la cabra tira pa’l monte, papi, y lo que es de una hay que cuidarlo.

Katia hizo una mueca desdeñosa y soltó un petardo:

—En esta vida nadie tiene nada, Isabel. Cuando estás más segura te levantan al marido y te quedas en el aire.

—Sobre todo si no puedes salir de la casa para cuidarlo.

—Oye, ¿qué te pasa?, ¿y esa burla?

Intervine para cortar porque ya se estaba alterando:

—Ya, ya. Dejen eso. Isabel, ¿tú viniste a buscar bronca? Vete pa’llá arriba y tranquila.

—No me voy. ¿Tú no estás tomando ron? ¿Y yo qué? ¿Tengo la boca cuadrá?

—Estoy esperando para jugar a los dados.

—¿A los dados? ¿En la cocina y con Katia? ¡Coño, qué juego más raro ése!

—¡Oye, tranquilízate! Déjate de brete.

—Bueno, te voy a dar suerte. De aquí no me voy si no es contigo. Yo sé que te gustan las negritas culonas, pero eso no es tan fácil, papi.

—Ah, carajo.

Me la llevé para el cuarto donde estaban las mesas de juego y nos pusimos a mirar. Estas mujeres son difíciles. Te las tiemplas un par de veces y ya se creen las esposas. Y si te pones a comer mierda y no las controlas a tiempo, te meten el dedo por el culo.

Isabel se recostó a una ventana, a mirar la calle. Yo agarré el cubilete y me puse a jugar con otros tres. El garito se estaba calentando. Había doce tipos del barrio dando vueltas y esperando tumo. A partir de mañana pongo a gozar a todos con el Monte y dado.

Apenas tuve tiempo de hacer tres tiros. En el cuarto de al lado se formó una gritería tremenda. Primero escuchamos a una vecina que gritaba:

—¡Descarao, pajero! Se lo voy a decir a mi hijo pa’ que te parta la cabeza, hijo de puta.

Y ahí mismo empezaron a vociferar Esperanza y Katia. Y los golpes. Más los berridos de los hijos de Katia. Esperanza salió histérica de aquel cuarto, gritando, con un cinturón en la mano, dándole cintazos a Katia. En medio del pasillo le dio un ataque como si le faltara el aire. De negra pasó a gris ceniciento. Se desplomó y la cabeza resonó como una piedra contra el piso. Quedó tendida a lo largo, y se estiró, bien tiesa. Katia se le tiró arriba llorando y gritando:

—Mamá, ¿qué te pasa? ¡Mamá, no te mueras! ¡Ayyy, ayúdenme!

Aproveché el barullo y guardé el cubilete y los dados en mi bolsillo. Nadie me vio. Todos salían de allí como alma que lleva el diablo. En un segundo Isabel me agarró de la mano. Salimos a la escalera y fuimos para la azotea, donde está mi cuarto y el de ella.

Subimos corriendo los ocho pisos y llegamos sofocados.

—Creo que Esperanza estiró la pata —le dije.

—¿Tú crees? Yo estoy segura.

—¿Tú viste lo que pasó?

—El negrón de Katia estaba en la azotea del frente y se iba a bañar.

—Y tú con tu putería, lo estabas vacilando.

—¿A ti te gusta vacilar a las negras culonas? A mí me gusta vacilar a los negros pinga larga.

—¿Y pa’ qué estás conmigo entonces?

—Ya, papi, ya. Él no me había visto. Me puse de ladito en la ventana.

—¡Mirahuecos!

—Tú también eres mirahuecos y pajero, así que no te hagas el decente.

—Bueno, sigue.

—Katia se asomó por la otra ventana y empezó a calentarlo sacándole la lengua y enseñándole las tetas.

—Y el negro se disparó.

—En un segundo. Tenía puesto un calzoncillo chiquito. Se lo quitó y se botó una paja. Pero a toda leche. Tiene un niño entre las patas. Yo no sé cómo Katia puede con eso. Se la agarraba con las dos manos y todavía sobraba pinga.

—¿Y la gritería por qué fue?

—Porque la vieja Ofelia, del tercer piso, se asomó, vio al tipo en su paja, y empezó a gritarle descarao y qué sé yo. Pero ya él estaba soltando la leche, volao como un cohete, con los ojos saliéndosele de las órbitas. ¡Qué feo se pone ese negro pa’ venirse, carajo! Entonces Esperanza oye la gritería de Ofelia, viene a ver lo que pasa y ahí mismo forma la bronca y le entra a golpes a Katia.

—Esperanza no resiste a ese tipo.

—No lo resistía. Ahora Esperanza va pa’l hueco y él se va a vivir con Katia y sus hijos. Deja el solar y el cuartico morronguero y se hace el dueño de la casa, porque él lleva a Katia en un puño.

—Bueno, se me jodió el negocio.

—¿Qué negocio?

—Un negocito que tenía cuadrado con Esperanza.

—Estás salao, papi. No levantas cabeza ni a jodía.

—Por lo menos me llevé el cubilete y los dados en medio del tropelaje.

—Menos mal. Algo es algo.

—Sí. Con esto levanto cabeza. Tú verás. Hay que hacerles un trabajito para que jueguen pa’ mí nada más.