SALVACIÓN Y PERDICIÓN

En la esquina de Infanta y Jovellar un reportero de televisión, micrófono en mano, asalta a los transeúntes con dos preguntas que dispara a boca de jarro: «¿Qué es la felicidad, usted ha sido feliz alguna vez?». Una pregunta así. O mejor: dos preguntas así requieren meditar un momento, pero el reportero no admite titubeos. El camarógrafo coloca su lente sobre la cara del entrevistado y muchos no saben qué decir, otros declinan contestar, algunos intentan decir algo inteligente para halagar su ego, pero sólo balbucean frases incoherentes.

El plomero sale de su cuarto, dobla la esquina y tropieza de bruces con la cámara, el micrófono y el reportero. Lo asaltan con la pregunta y el tipo sin inmutarse, con resignación y amargura, dice: «¿La felicidad? No jodas, chico, eso no existe». Va a seguir su camino, pero el reportero le insiste: «¿Usted ha sido feliz alguna vez?». El plomero se detiene un segundo y contesta, en un rapto de sinceridad: «Yo fui feliz el día que me casé. Ése fue el único día feliz en mi vida. Después todo han sido desgracias». Y sigue caminando firme, sin prisa, serenamente. Es un tipo corpulento, fuerte, blanco, con mucho pelo negro en la cabeza y en todo el cuerpo. No tiene canas y a pesar de sus cincuenta y dos años tiene el vigor y la fuerza de un toro. Nació en el campo. En una vega de tabaco. Su padre era emigrante. Su madre, cubana. Hace cuarenta años que no sabe nada de ellos, ni de sus once hermanos.

En la mano lleva una bolsa de loneta gruesa con herramientas y trozos de tuberías. Tres cuadras más abajo está terminando un trabajo que comenzó ayer. Es un solar con muchos cuartos. Quince, dieciséis, veinte cuartos. Nadie sabe bien. En cada censo que hacen aparecen y desaparecen habitaciones y nadie sabe por qué. Igual sucede con los habitantes de ese solar. Pueden ser cien, o ciento cincuenta, o doscientos. Aparecen y desaparecen y nadie dice algo con exactitud. Las autoridades del instituto de la vivienda hacen la vista gorda como única alternativa.

El plomero está instalando dos tanques de acero dentro de una habitación. Ha hecho un buen trabajo. Ahora, cuando llega el agua del acueducto, es decir, cada varios días, esta gente puede llenar ambos tanques. Una tubería los conecta con una llave en un fregadero, que también instaló en una esquina del cuarto, junto a la cocinita de kerosén. No es mucho, pero significa un avance respecto a los demás. El baño es colectivo. Dos baños: uno para hombres y otro para mujeres. Por supuesto, siempre hay gente esperando. La mayoría simplemente caga en un cartucho de papel y lo botan en el arroyo junto a la acera o en el contenedor de basura de la esquina.

También hay dos lavaderos, en un patio grande, sin techo. Es un viejo caserón colonial de principios del XIX, semiderruido, atiborrado de ratas y cucarachas, pero todavía es útil y seguirá siéndolo mientras quede alguna piedra.

El nombre del plomero es Pancracio. A él no le importa. No es que no le importe. Es que no percibe lo ridículo de ese nombre. Las nociones de bonito y feo no cuentan para él. Vive solo, en un cuarto independiente, con puerta a una calleja entre la universidad y el cabaret Las Vegas. Ahí vive bien. Bueno, en realidad nunca había vivido tan bien. Ha hecho de todo en esta vida. Desde barrer calles y vender mangos y aguacates hasta albañil en casas de lujo. Pero su oficio de plomero es lo que más le gusta. No sabe por qué ni le interesa saberlo. Le gusta.

Instalar los tanques, las tuberías y el fregadero le ha ocupado trece horas netas de trabajo. Son las doce del día. La dueña del cuarto es una negra de unos cuarenta años, hermosa. Tiene marido, hijos y nietos. Ayer el cuarto era un hervidero de gente entrando y saliendo, pero hoy se las arregló para estar sola con el plomero. El tipo recoge las herramientas, la mira y le dice:

—Bueno, señora. Ya tiene agua en su habitación. ¿Complacida?

—Sí, Pancracio, te ha quedado perfecto. ¿Quedamos en que son doscientos?

—Sí, señora, doscientos pesos.

—Esto…, Pancracio, tengo un problemita con el dinero.

—No. Usted no puede tener problemita con nada porque yo lo desarmo todo en diez minutos y me lo llevo.

—Espérate, no te pongas bruto.

—No me pongo. Yo soy bruto. Llevo dos días trabajando aquí y si usted no me paga, lo desmonto todo y me lo llevo. Y si usted me echa un negro guapo atrás me lo como vivo.

—Espérate, papito. Vamos a hablar. Podemos llegar a un arreglo.

—Arreglo ninguno. Arreglo son los doscientos pesos.

—Pancracio, ¿qué tiempo hace que tú no tienes mujer?

—¿Y eso qué le importa a usted?

—A mí sí me importa.

En el cuarto hay mucho calor. No tiene ventanas ni hay ventilador. La humedad de las paredes y el techo lo invade todo. Olor a humedad mezclado con polvo, sudor, orina, suciedad, cucarachas, hierbas podridas. Ambos están sudando, pero Santa va hasta la puerta, la cierra, pasa el pestillo y enciende un bombillo solitario y mortecino que cuelga del techo. Se vuelve hacia el plomero y se abre la blusa. No usa ajustadores. Tiene unos pechos grandes, fuertes, hermosos, levemente caídos, con unos pezones negrísimos. La piel le brilla con el sudor. Se sonríe. Avanza hacia Pancracio y se quita por completo la blusa. Tiene un vientre leve, con un ombligo bellísimo donde nacen pelos negros y enroscados que bajan provocativamente hasta el pubis. Se abre la falda y muestra su monte de Venus. Lo exhibe todo con desenfado, con seguridad en su belleza perfecta de diosa africana. Sabe que sólo con mostrarse puede excitar al más frío e insensible, y se convierte en un animal felino, seductor, cálido. Pancracio se queda sin saber qué decir. El sexo nunca le ha interesado mucho. Y cada día le interesa menos. Hace tres años, o más, que no tiene relaciones sexuales. Pero la visión de esa negra maravillosa y espléndida acercándose a él, ofreciéndose, lo pone nervioso:

—¡Señora, por su madre!

—Dime Santa. No me digas más señora.

—Santa, vístase. Sus hijos pueden llegar. Su marido…

—No va a llegar nadie, papi. No te preocupes. Tenemos toda la tarde para nosotros.

—No. No. Deme mi dinero y me voy. Yo…

—Olvídate del dinero, papi, y vamos a gozar un rato. Tú verás que te va a gustar y vas a querer más.

Santa se quitó la falda y el bloomer. Tiró a Pancracio sobre la cama y se colocó a horcajadas sobre su cara. Cuando el hombre olió aquel aroma fuerte y acre y lo probó con su lengua, Santa gimió como si fuera una adolescente deliciosa que se entrega por primera vez. Y comenzó la fiesta. Santa es una maestra. Experta entre expertas. Movió la cintura y la pelvis con un estilo muy original, y en cuatro minutos Pancracio se vino como un torrente. La leche se salía de la vagina. Y eso arrebató a Santa:

—¡¿Pero qué es eso?! ¡Tú eres un salvaje! ¡Ay, qué rico!

Pancracio ve a esa mujer desquiciada debajo de él, se descontrola también y le entra a bofetadas. A Santa le gusta que sus machos la golpeen por la cara, con la mano abierta, que le pique en la piel. Eso la excita más aún, y tiene así un orgasmo. Llega al clímax y Pancracio sigue dentro de ella, con la pinga aún muy dura. Y continúa golpeándola. Ya le duele. Intenta detenerlo pero él está descontrolado. Trata de penetrarla más, de invadirla a mayor profundidad mientras la golpea sin cesar. Le tritura los huesos de la cara, le hace daño. Ella intenta agarrarle las manos, pero él es un hombre muy fuerte. Va a tener un segundo orgasmo y la agarra por el cuello con la mano izquierda mientras sigue golpeándola con la derecha. Casi la ahorca mientras le repite en un paroxismo de furia lujuriosa:

—¡Toma leche, puta! Toma leche. ¡Coge pinga, puta!

Santa está aterrada. Casi ahogada logra desprenderse de aquel cepo en un momento en que Pancracio se abandona, boca abajo en la cama, relajado tras el segundo orgasmo. Ya ella está de pie y lo golpea por la espalda:

—¡Hijodeputa, por poco me matas! ¿Tú estás loco o qué cojones te pasa?

Cuando Pancracio siente que lo golpean, se levanta de un tirón de la cama y le da un puñetazo por la cara. Uno sólo. Santa cae al piso, inconsciente. Entonces Pancracio reacciona. Trata de despertarla. Trae un jarro de agua y se lo tira por la cara, la sacude. Al fin Santa vuelve en sí. Abre los ojos y comienza a gritar para que los vecinos la oigan:

—¡Ay, este hombre me quiere matar! ¡Aléjate de mí, hijo de puta! ¡Aléjate!

De la nariz y la boca de Santa mana sangre. Pancracio se viste aprisa y recoge sus herramientas. Santa no ha dejado de gritar ni un instante. Él abre la puerta y un soplo de aire fresco le permite respirar mejor. Una viejita y unos muchachos están allí, con cara de susto, mirándolo. Él ni los ve. Sale aprisa y se va mientras sigue oyendo la gritería de esa mujer. Nadie intenta detenerlo. Sale del solar a la calle y sube unas cuadras hasta su cuarto. No tiene miedo. Él no sabe lo que es el miedo. Sólo está alterado.

Su habitación es un caos de hierros viejos y oxidados, tuberías, lavamanos, jaboneras, urinarios. Es un rastro de plomería de segunda mano que se ha ido acumulando con los años. Todo cubierto de polvo, óxido y telarañas. En una esquina tiene su cama, perfectamente vestida y limpia. Adosado en la pared, un pequeño altar con una Virgen de la Caridad del Cobre. Al fondo hay un cuarto de baño mínimo. Eso es todo. Pancracio lanza al piso la bolsa de loneta y va hasta un pequeño fogón de kerosén junto al baño. Hace café. No quiere pensar en lo que ha hecho. Siempre es lo mismo. Cada vez que está en un aprieto a su mente vienen las mismas imágenes: su padre dándole con un azadón por la cabeza, en medio de un campo arado. Él tenía doce años. Esa noche, con las heridas aún frescas, escapó de la casa y de sus once hermanos. Jamás volvió a ese sitio. Fue dando vueltas y trabajando en cualquier cosa hasta llegar a La Habana. El otro momento importante fue cuando se casó. Ése fue un día feliz, pero a la mañana siguiente comenzaron las broncas con su mujer y se separaron en una semana. Desde entonces no le interesa nada. Por eso ya ni el sexo le atrae. Y además, siempre ha sucedido lo mismo de hoy: cada vez que se acuesta con una mujer pierde la cabeza y la golpea sin control.

Por eso fueron las broncas con su esposa. Ninguna mujer lo resiste.

Y él no puede controlarse. Le gusta golpearlas y gritarles puta y no puede resistirse. Por suerte, él no piensa, no habla, no teme, no se preocupa. Se desliza por la vida como puede. Sin esperar nada, sin ansiar nada. Su vida es simple: un poco de comida frugal, cocinada de cualquier modo en el fogoncillo de kerosén, café, tabaco y mucho trabajo. Se embota con el trabajo. Nada de alcohol, ni mujeres, ni juego, ni amigos. Nada de vicios costosos. Ya tiene demasiado gasto con el café y el tabaco. Bajo una losa del piso, en un rincón debajo de esos tarecos polvorientos, excavó un hueco, lo revistió cuidadosamente con cemento, y allí esconde miles de pesos. Ésa es su pasión única. Quita las tuberías oxidadas y todos esos cacharros, levanta la losa del piso, saca el dinero y lo cuenta y añade más. Jamás retira un billete, aunque pase hambre. Anhela sentir los billetes en sus manos. Son tres sus placeres: el dinero, el café y el tabaco. Ni sabe por qué puso a la Virgen en aquel altar. Jamás le pide nada, y no sabe orar. Varias veces ha pensado retirarla de ahí y botarla en la basura. Pero no se atreve.

Ya el café está listo. Se sirve en un vaso. Enciende un buen tabaco. Abre la puerta y se sienta a fumar en el quicio de la entrada. Ve la gente pasar, algún camión, alguna bicicleta. Los mira y fuma. Ya está tranquilo. No piensa en nada. Sólo mira a la gente que pasa. Y fuma. Nada sucede. Nada es terrible. Nada es hermoso. Sólo la ira explota a veces y se lanza afuera como un chorro de fuego sin control. Después se desvanece. La ira puede perder a cualquier hombre. Menos a él. Ya nada lo salva y nada lo pierde.