SABOR A MÍ

I

La visión de la lujuria y el pecado, muy temprano en la mañana, es esta mulata con sus hermosas y redondas tetas y unos pezones erectos y duros. Con una blusa elástica de algodón amarillo, ajustada y breve, mostrando vientre y ombligo. Cintura estrecha, culo rotundo y firme en una licra roja bien apretada. Aún medio somnolienta, como una gata que se relame y autocomplace. Sale de su casa sonando las chancletas de caucho, con el pelo negro, duro, enredado, y la dulce expresión del sueño en el rostro. Me mira de soslayo y sigue. Aquí muchas mujeres —supongo que la mayoría— son hijas de Ochún, la Virgen de la Caridad del Cobre. Son buenas, lindas, cariñosas y fíeles mientras quieren y después infieles hasta la crueldad. Gozadoras, lujuriosas. Con el tiempo uno aprende a distinguirlas.

Hay un negro grande, musculoso, intentando sacar agua del pozo. Pero queda poca y le cuesta sacar algún cubo. Es un pozo de agua en medio de la calle. En la intersección de San Lázaro y Perseverancia. Nadie sabe por qué está ese pozo ahí, desde tiempos de la colonia tal vez. Con una tapa de hierro igual que el alcantarillado. Ya nadie recuerda cuándo hubo agua en este barrio. La gente la carga también de madrugada, desde tuberías semiocultas en las aceras rotas, junto a alguna pared. A veces —misteriosamente, a las tres o las cuatro de la mañana— viene un poquito de agua por esos tubos.

La mulata me miró ahora más directamente. Con los ojos semicerrados, con su pelo revolcado por la almohada y por una noche de sexo. Tenía expresión de sueño y de restos de lujuria, desenfreno y ron. Llegó hasta el pozo. Intentó ayudar a su marido. Él estaba de mal humor y la rechazó. Ella se incorporó, y con dignidad fingida y sarcástica le dijo con voz bien alta y distanciada:

—Bueno, papito, espero por ti.

Y regresó hasta la puerta de su casa, contoneando las caderas y el culo, mirándome casi directamente. El marido lo percibe y le grita:

—¡Vete pa’ la casa y espérame allá!

No se da por enterada de esa orden amenazante. Sigue con su chancleteo, su caminar sabroso, mirándome con deseo disfrazado de sueño. De nuevo entra en su casa.

No tengo nada que hacer. Es más: no tengo la más mínima idea de qué puedo hacer hoy, mañana, dentro de un mes, un año o un siglo. Tal vez es lo mejor para no angustiarme ni creerme perdido. No sabes qué vas a hacer para sobrevivir, pero no importa. Vives como un cometa, arrastrado por el viento, y te sientes bien. Sólo que muchas veces ni siquiera sopla el viento.

Tengo que buscarme unos pesos. Después de un año de basurero, dejé esa pinchita. Demasiado dura. Y de madrugada. Pagaban bien, pero no merece la pena. Con cualquier negocito me puedo buscar ese dinero, y más, en un día. Además, con peste a basura y a pudrición las mujeres escapaban. Se alejaban con asco.

Ahora uso un perfume que me preparó una santera: agua de violeta, con miel de abeja y tres tipos de palos: de tabaco, «Para mí» y «Yo puedo más que tú». Me rocío por la mañana con eso y voy adelante. Se me pegan las mujeres y se abren las puertas.

En el momento que me recuesto a la pared, a esperar qué sucede con la mulata, el carnicero de la esquina me llama. Voy hasta allí y me dice, casi en un susurro:

—Pedro Juan, tengo carne de res. Me hace falta salir de eso hoy mismo.

—¿Qué tú quieres?

—Te la dejo a dólar y medio la libra.

—¿Cuántas libras tienes?

—Ochenta.

—¡Coño, eso es mucho!

—Bueno, dale. Mira a ver lo que haces.

—Yo te muevo eso, acere.

Tengo que ir para El Vedado. En Centro Habana la gente vive del aire. Nadie tiene dólares y la gente ya se acostumbró a vivir con agua con azúcar, ron y tabaco, y mucho tambor. Es así. Mientras estamos vivos hay que seguir pa’lante como sea. Luchar por la vida porque la muerte está segura.

En ese momento la mulata se asoma a un balcón y me ve. Nos miramos. Pero tengo que irme. Los pesos primero y la gozadera después, porque si quiere salir esta noche y estoy opacado, sin astilla para invitarla, me dice: «Ah, tú eres un comemierda, aléjate que no tengo nada que ver contigo. Pero bien lejos, que lo malo se pega».

En una radio se escuchaba un noticiero y un tipo repetía: «este triunfo», «resultado», «el entusiasmo de nuestro pueblo», «con júbilo y alegría». No sé de qué hablaba. Repetía esas frases.

Hago señas a la mulata. Con la mano le indico que después nos vemos. Se sonríe satisfecha. El marido sigue con los cubos de agua y el pozo. En eso se me ocurre algo y me viro para el carnicero:

—Acere, voy a ver unos puntos, pero dame cinco libras para ir adelantando.

—¿Tú tienes con qué pagar?

—No, chico, tú sabes que estoy arrancao.

—¿Entonces?

—Acere, conmigo no hay lío. ¿Cuándo yo te he hecho una mierda?

—Yo sé que tú eres buena gente, pero el gallo por alante.

—Adelántame cinco libras, compadre. No me voy a perder.

—Ahhh, Pedro Juan…

—Dale, dale. Tú verás que hoy te vendo una tonga de esa carne y te la quito de arriba.

Me dio las cinco libras. Estaba buena. Tenía poco pellejo. Pero eso es candela. Ahora subieron la condena y puede ser hasta diez años en la reja. Por nada. La ganancia que tengo es de dos y medio fulas, porque vendo la libra a dos.

Por suerte la vendí enseguida. Hay unos cuantos puntos que siempre tienen fulas. Llego con comida y me compran lo que sea: pollos, carne, queso, huevos, langosta. Todo. Cómo se alimentan los muy cabrones.

Di cuatro viajecitos. Vendí veinte libras. Gané diez fulitas, sin pinchar tanto como en el camión de la basura.

Tengo suerte. Changó y Oggún abriéndome los caminos. Pero seguía con mi cráneo montado pa’ la mulata. Liquidé con el carnicero, me dijo que quedaba un poco más para mañana, y fui a pararme a la otra esquina, donde está el puesto de viandas. No se puede pasmar mucho rato en el mismo lugar.

La placera está como siempre. Con el puesto vacío, sentada en un cajón, recostada a la puerta, sacándose los mocos. Es gorda, de unos cincuenta años, con los muslos cubiertos de celulitis y grandes varices moradas y feas. Pero no le preocupa: siempre usa shorts y blusas pequeñas y cortas, con buenos pedazos de barriga y tetas al aire. Me mira, me saluda alzando las cejas, y sigue escarbándose la nariz con los dedos. Se regodea con los mocos. Después hablamos un rato. De lo mismo de siempre: tiene un hijo preso, que se complicó y ahora le aumentaron la condena a veinte años. Menos mal que la hija sí se mueve sabroso y busca los fulas. Ahora tiene un italiano. Viejuco, feo y barrigón, pero suelta los verdes como si le quemaran en las manos. Y la saca a pasear y la hace vivir bien. Dice que se va a casar pronto, y se la lleva. Y la otra, la más chiquita, tiene diez años, y es casi blanca, «con su pelo bueno y todo. Ésa salió inteligente en la escuela y quiere ser periodista de televisión».

Y vuelve con la cantaleta del hijo preso, «… salió atravesao desde que lo parí. A los diez años se lo llevaron preso porque le partió la cabeza a otro chiquito, ahí en la esquina. Y desde ese momento parece que le cogió el gusto a la cárcel. Figúrate, es un salao, hijo de Oggún».

Entonces la mulata se asomó al balcón. Me miró, pero disimulé como si no la estuviera viendo. Al instante bajó y salió chancleteando por la acera. Pasó frente a mí, bien estirada, echando los pechos pa’lante y el culo pa’trás. ¡Avemaría, qué cosa es eso! Nada más que de verla caminando así tan sabroso ya la pinga se me pone zaraza. Engorda, se estira, coge volumen. Ahhh.

Dobla la esquina y sigue. Le caigo atrás, y me le acerco:

—¿Hasta dónde me vas a llevar, mamita?

—¿Yo? Yo voy en lo mío. No sé tú.

—Los dos vamos en lo mismo.

—¿Eh, y eso?

—Oye, ¿tu marido es tan fiera como se hace?

—Es alardoso, pero no te creas, a veces se manda y se bota de salao.

—Yo no quiero líos.

—¿Le tienes miedo? Él no se come a nadie.

—No. Yo me tengo miedo a mí mismo.

—Ah, tú eres alardoso igual que él.

—Bueno, piensa lo que tú quieras, pero te lleva calzá.

Na’. Eso es teatro. Tengo que hacerle el drama porque él me mantiene. Y le encanta hacerse el esposo.

—Pero ¿es tu marido o no?

—Sí, pero no pa’ tanto. A los negros les gusta botar esos numeritos delante de la gente.

—¿Es acomplejao?

—Claro, pa’ hacerse el machito.

—Bueno, ya. No me interesa tu marido. ¿Qué volá contigo?

—¿Qué volá de qué?

—Tú y yo, titi, ¿qué hacemos?

—Ah, no sé.

—Mira cómo estoy. Na' más que de estar al lado tuyo.

Se me marcaba la pinga gorda, endureciéndose debajo de la tela del pantalón. Me la miró y se echó a reír a carcajadas:

—¡Coño, papi, tú eres un loco! Y eso que no has visto nada. Si ves y tocas te vienes solo.

—Te tengo tremendo cráneo montado. Me gustas.

—Pero si no has hablado conmigo. ¿Te voy a gustar así, de lejos?

—Tú sabes que es así. No te hagas la nueva. Estoy loco por meterte el rabo.

—¡Ah, sí, qué lindo!

—¿Yo te gusto?

—A mí me pueden gustar cincuenta hombres todos los días. Pero de ahí a lo otro va un tramo. Eso no es así.

—No te hagas la elegante.

—No me hago la elegante. Es que ustedes los blancos siempre vienen con lo mismo. Creen que es llegar y meter.

—Bueno, ya, ya. Primero me calientas y ahora te echas pa’ tras.

—Ah, ya tú ves.

—Es que yo soy un hombre. No estoy pa’ ésa bobería.

—Yo no sé. Tú fuiste el que se acercó con la descarga.

—¿Qué tú quieres? ¿Pesos?

—No. ¿Y esa gracia? ¿Tú me ves cara de puta?

—A cualquiera le hacen falta unos pesos y tiene que inventar.

—Yo tengo mi marido, papi. Y ese negro tiene una gracia pa’ los pesos, que le caen solitos en el bolsillo.

—Bueno, ya hablamos más de la cuenta. Voy echando.

—Tú te lo pierdes.

—¿Me pierdo qué? ¿Tú tienes dónde meterte?

—Vamos aquí al doblar, a casa de mi madrina. Aléjate. Yo entro primero, sola. Y después entras tú. Quédate atrás.

En casa de la madrina no sucedió nada. Me presentó como un amigo. Me senté en la sala. Ella entró con la vieja. Al rato salió con una taza de café. Me miró con su sonrisa de putica y entró de nuevo. Diez minutos después salió con la madrina. Se sentaron. Traían unas licras nuevas en una bolsa. De mujer, tipo body.

—Él quiere cuatro fulas por cada una, y son siete —le dijo la madrina.

—Mañana se las vendo todas. A cinco.

—Dice que te dejó pocas, pero tiene doscientas.

—Dio buen palo.

—Parece.

Las volvieron a revisar una por una:

—Ay, madrina, todas son rojas y azules. Él sabe que se venden más fácil las blancas, las amarillas y las rojas.

—Bueno, hija, mira a ver lo que haces.

Nos despedimos y nos fuimos. Salí junto con ella.

—Oye, blanquito, piérdete de al lado mío. No me compliques la vida con ese negrón.

—¿En qué andamos? ¿Te peinas o te haces papelillos? ¿Para qué querías que fuera a casa de tu madrina?

—Para que ella te viera, papi.

—¿No me digas? ¿Y qué hay?

—Ah, tú quieres saber mucho.

—Bueno, voy echando. Tú ni das ni dices dónde hay.

—Mira, mañana por la mañana, a eso de las diez, me voy pa’ Ultra a vender los bodys. Voy a estar por allí, por el portal.

—A esa hora no puedo.

—¿Estás enredao?

—Sí. A esa hora yo también tengo un negocito.

—Ay, papi, no me hagas eso. Ve por allí y hablamos un ratico.

—Bueno, deja ver.

—Si vas, te voy a decir lo que me dijo mi madrina. Ella no, los santos que son los que saben. De ti y de mí.

—¿Te dijo algo bueno?

—Búscame mañana. Tengo que irme.

—Está bien. Como decía mi padre: persíguela, tiburón, que va herida.

—Ni yo voy herida ni tú eres tiburón. Así que no te hagas el bárbaro.

Y ahí lo dejamos. Hasta mañana. No hay apuro.

II

Me despierto con resaca del ron de anoche. Deben de ser las nueve o las diez. Miro por la ventanita. Desde el Malecón una turista toma fotos de los edificios destruidos. El marido toma un vídeo, de lo mismo. Les encanta la visión sobre los escombros. Desde lejos ofrecen una imagen deliciosa.

Salgo a la azotea. Hay agua en una lata. Me lavo la cara y enjuago la boca mientras miro de soslayo a Isabelita. Está sentada en una esquina, a la sombra. Ya lavó una tonelada de ropa. Fuma un cigarro y descansa.

—Isa, ¿qué hora es?

—Yo qué sé.

—Te levantaste temprano.

—Sí, era de noche todavía. Pero ya terminé.

—Cuando yo tenga ropa como un señor, te la voy a dar a ti para que me laves.

—A ti te lo hago gratis.

—¿Qué me haces gratis?

—Jajajá…, cualquier cosa. Lo que tú quieras.

—¿Ya tomaste café?

—Ahí me queda un poquito. Ven.

Isabel es alta, delgada, con la piel canela claro y el pelo largo, negro, ensortijado. Hace años que somos vecinos. Me gusta y yo le gusto, no sé por qué nunca hemos chocado pa’ sacar un poco de chispas. Vive con su exmarido. Siempre están fajados, pero no hay modo de que el prieto recoja los cheles y salga echando. Dice que no tiene adonde ir y que hay que darle candela como al macao.

Hay seis cuartos en esta azotea. Con un solo inodoro hediendo. El agua hay que subirla en cubos. La gente va y viene. A veces hay hasta cuarenta personas viviendo aquí. Después se van algunos para sus pueblos y esto se mejora. Así, como la marea.

Isabel ha adelgazado demasiado. Está fuera de caldero, como todos. Pero sigue alegre y simpática. Lavando por unos pesos, pasando hambre, soportando al tipo que no tiene dónde meterse, acabando de criar a su hija de once años. Así pasan los días, con un cigarro, o un buche de ron y un poquito de café, con algún macho que le guste. A veces logra tener todo eso al mismo tiempo. Y música. Mucha música. Eso no puede faltar. Lo otro es pensar poco.

Me ve pensativo mientras tomo el café.

—¿Qué te pasa, Pedro Juan? ¿Te levantaste preocupado o es que anoche diste mucha pinga y hoy estás muerto?

—No. Hace días que no le doy pinga a nadie. Estoy tranquilo.

—Porque tú quieres, papi. Ordena y manda.

—No jodas, Isabel. Estoy preocupado. No tengo pincha y la calle está mala.

—Agarra otra vez en el camión de la basura.

—¡No, qué va!

—Oye, no le metas el coco a la vida, porque te fundes el cerebro. Dale suave.

—Sí, es verdad. Además, con pensar no resuelvo nada. Voy a dar una vuelta.

—Luego por la noche, o cuando tú quieras, me llamas para ponerle una asistencia a Santa Clara y otra a la Virgen del Camino. La pones en tu cuarto, pero yo te la voy a preparar.

—Tú eres buena conmigo.

—Si tú supieras…

—Ya, ya. Deja el sentimentalismo que tú eres muy puta y no quiero más embarques en mi vida. Una puta romántica es lo que me faltaba.

—¿Y qué vas a hacer? Con esa cara de cínico, hijo de Changó, a ti te gustan las putas, no te hagas el decente. ¿O te vas a meter a pinguero y le vas a dar de lado a las mujeres?

—Ah, no te pongas trágica. Voy echando. Nos vemos luego.

Fui caminando despacio hasta Ultra. Subí por Galiano. Comí un pan con croqueta y un refresco aguado en un timbiriche del gobierno. Dicen que hay epidemia de conjuntivitis, hepatitis y no sé qué más. Cerraron los timbiriches de los particulares. El verano terrible. Sol ardiente y humedad. Los microbios se revuelcan de felicidad y procrean. Todos con diarreas, amebas, giardias. ¡Oh, el trópico! Qué lindo para venir de visita una semana y admirar el crepúsculo desde un lugar distante y silencioso, sin mezclarse demasiado.

No me engañó. Allí estaba ella. Hermosa. Brillando entre todas. Vendiendo las licras en el portal de Ultra. Esto sí es una mujer. Se había vestido con una licra negra, ajustada, de cuerpo entero, con la espalda al aire. El pelo alisado y suelto. Unos zapatos de plataforma, altos, a la moda, y las piernas duras y perfectas. Un cuerpo macizo, de diosa. Estaba casi desnuda. Todo se le marcaba. Los pezones, el ombligo, la curva suave del vientre hasta los labios pequeños de la vagina. Casi podía oler sus axilas, con ese olor a sudor íntimo y erótico de las negras.

¡Qué belleza de mujer, cojones! Había muchas mujeres vendiendo de todo. Desde dólares hasta chiclets. Moviéndose siempre, mirando alrededor. Velando a los policías que, desde lejos, dejaban hacer, pero con esa mirada dura del que sabe que tiene el sartén cogido por el mango. Todas estaban listas para guardar en su bolso la prenda que tenían en la mano y salir de allí como alma que lleva el diablo. Tensas, fibrosas, nada de relax.

Estuve un instante detrás de ella. Oliéndola. Había mucho calor y sudaba. Tenía un levísimo olor a sudor. Enseguida comenzó a hincharse la pinga. Sola. Apenas de olería me excité. En un susurro le dije al oído:

—Te compro todas las que te quedan.

Se volteó sorprendida. Me vio y se echó a reír a carcajadas:

—¡Yo sabía que tú venías, descarao!

—¿Ya vendiste alguna?

—¡Qué va! Llegué ahora mismo. Y mira, hay cuatro más con licras.

En mi mente resonaban pedazos de aquel bolero de mi infancia, y se los canté muy bajo, casi al oído:

Si negaras mi presencia

en tu vivir,

bastaría con abrazarte

y conversar

tanta vida yo te di

que por fuerza llevas ya

sabor a mí.

—Ay, qué rico, papi, ¿estás alegre?

—Cuando te veo me pongo alegre.

—Ahhh, deja eso pa’l parque.

—¿No me crees? Está bien.

Nos quedamos un rato sin hablar. Ella con un body en la mano. Se lo proponía muy bajo a los hombres que pasaban:

—Vamos, mira, una licra pa’ tu novia. Llévatela que se acaba.

Si era mujer, les decía:

—Ésta es la tuya, mira qué linda, qué bien te queda. Llévala ahora que se están acabando.

La estuve observando un rato. De lejos. Me le acerqué de nuevo:

—¿No me dijiste que viniera por aquí? ¿Qué tienes que decirme?

—Jajajá. No, así no. Cada cosa tiene su momento.

Me quedaban siete fulas en el bolsillo.

—¿Quieres una cerveza?

—¿Tan temprano y con la barriga vacía?

—Vamos ahí al frente. Te pago una cola.

—Ah, vamos.

Cruzamos la calle Reina. Un timbiriche en la acera. Una cola y un perro caliente. Una cerveza para mí.

—Bueno, dime algo.

Na’, muchacho. Dice mi madrina que las hijas de Ochún no podemos dejamos arrastrar por el deseo porque después nos arrepentimos. Pero olvídate de eso. La religión no se puede coger al pie de la letra porque no puedes vivir.

—Haces bien. ¿Y tienes deseo?

—Claro. Si no, no estaría aquí hablando contigo.

Los hombres que pasaban la devoraban con la vista. Hablaba conmigo, pero miraba hacia el timbiriche. Estaba provocativa con aquel body. Demasiado provocativa. Un extranjero alto, gordo, joven, muy blanco, compraba una soda. Ella lo taladraba con la mirada.

—Oye, ponte pa’ las cosas y mira pa’ mí, que estoy hablando contigo.

—Ay, viejo, no te hagas el esposo. Vive y deja vivir.

Le sonrió al tipo. El tipo le sonrió. Ella se desentendió de mí. Le brillaron los ojos sólo de pensar en los fulas. Se le acercó:

—¿Tienes un cigarro?

Y él:

—No fumo. Pero si deseas, te compro tabaco.

Era español. Con las zetas bien marcadas.

—Ah, sí, gracias. ¡Tengo un deseo de fumar!

Me fui pa’l carajo. Que haga el pan. A lo mejor se empata con el gallego por unos días y resuelve.

Bajé Galiano tarareando bajito el bolero:

… de mi vida doy lo bueno,

soy tan pobre, ¿qué otra cosa puedo dar?

Regresé a la carnicería. Por lo menos me podía buscar unos fulitas más con la carne de res.

—¿A esta hora, acere? ¿Por qué no viniste temprano? —me dijo el carnicero.

—¿Qué hora es?

—Las doce y cuarto.

—¿La soltaste toda ya?

—Desde temprano. Te pude dar diez o quince libras.

—Mala suerte.

—Quédate al tanto porque a lo mejor me traen otra vez.

—¿Cuándo?

—Ah, no sé. Tú sabes que eso cae en cualquier momento. No te pierdas.

Subí para la azotea. Isabel fregaba unas cazuelas y unos platos, agachada en el piso, junto a un tragante. En su cuarto la radio lanzaba salsa:

Aprovecha que estoy pegao

y no se sabe hasta cuándo es…

Me recosté al muro para vacilarla mejor. A esa hora no había nadie por allí. Tiene un culo bonito. No grande, pero duro, bien puesto. Me acerco sin que ella me vea y le acaricio el cabello. Me mira:

—¿Eh?, qué rápido regresaste.

La otra mulata me dejó caliente. Y me siento medio triste, medio defraudado. Me agacho por detrás de ella y la beso en la mejilla.

—Ehh, ¿qué mosca te picó? ¿Te dejaron caliente y ahora vienes a descargar conmigo?

—No, no. ¿De dónde tú sacas eso?

—Llevo años atrás de ti. ¿Ahora vas a agarrar conmigo aquí afuera, delante de todos?

—No hay nadie en toda la azotea.

—Eso te crees tú.

—Bueno, ¿y a ti te importa?

Se incorporó. Dejó botadas en el piso las cazuelas y los platos. Se me colgó del cuello y me besó. Me metió la lengua hasta la garganta.

—No, papito, si es contigo no me importa nada.

—Vamos para mi cuarto.

—Vamos.

Templamos con deseo. No pensé que templaríamos así. Como dos locos. Me gustó mucho. Tal vez porque no es tan cínica como esa mulata jacarandosa que le gusta tener arrodillados a los hombres.

De todos modos, seguía un poquito triste. Un hombre solo, sin trabajo, en un cuartucho de mierda, sin hijos, sin mujer fija. Si se va a ver, no hay muchos motivos para estar alegre.

Desnudos sobre la cama, sudando, yo encima de ella. Me recuperaba de un orgasmo salvaje. No sé de dónde saqué tanta leche. La acaricié y la besé con mucha ternura y le canté bajito:

… pasarán más de mil años,

muchos más,

yo no sé si tenga amor la eternidad,

pero allá tal como aquí

en la boca llevarás

sabor a mí.

—No me acaricies tanto, Pedro Juan, no abuses de mí.

—¿No te hace falta un poquito de cariño?

—Hace años que necesito una caricia.

—Y yo también.

—No quiero sufrir más, papito. Me enamoro y después es una jodienda.

—Sí, es verdad.

Me eché a un lado:

—Coño, qué manera de sudar.

Se levantó y se vistió:

—Abre la puerta. Nos estamos asando aquí adentro. Y dame las sábanas y esa toalla para lavártelas. Te estás convirtiendo en un puerquito.

Abrí la puerta. Isabel salió a la azotea y volvió a los calderos.

Me puse un short y me senté en el quicio de la puerta. Había una brisa fresca. Ahora es cuando esto empieza, pero le tengo miedo a esta mulata. Es puta y romántica y yo le gusto. Una combinación demasiado perfecta. Y ninguno de los dos se quiere complicar. ¿Para qué buscarnos más líos? Con lo que hay es suficiente.