Después de dos años de silencio y olvido, el marino envió un telegrama a Carmita, fechado en Maracaibo, diciéndole que ya regresaba y que muchos besos. Carmita se desconcertó:
—Ya no me acordaba de él. ¿Estará loco?
Una semana después llegó otro cable: «Demoro unos días más en Puerto Cabello. Ansió verte. Muchos besos».
En esta ocasión Carmita salió con el papel en la mano, mostrándolo muy alegre a todos los vecinos de la azotea. En una semana pudo reflexionar mejor:
—Ay, qué deseos tengo de verlo. ¡Ése es el hombre de mi vida!
Y de inmediato comenzó los preparativos para la bienvenida. Fue a la Marina Mercante, se hizo pasar por su esposa, y logró que le trasmitieran un radiograma: «Recibí tus telegramas. Te espero con mucho amor. Besos».
Esa misma tarde empezó a ponerse socarrona con Miguelito. Este hombre se ocupaba de mantenerla a ella y sus dos hijos hacía un año. Era gordo, grosero, con un enorme mostacho y patillas fuera de moda. Peludo como un oso y permanentemente sudado y apestoso. Venía al cuarto de Carmita tres o cuatro veces a la semana. A cualquier hora. Carmita entonces tenía que botar a sus hijos para la calle, cerrar la puerta y satisfacerlo. Como fuera. Si tenía la menstruación, lo satisfacía analmente. Miguelito siempre le dejaba cuarenta o cincuenta pesos, además de algún pedazo de carne, un poco de arroz, viandas. Realmente no molestaba y no exigía mucho. Pero era imprescindible. A veces se perdía una semana y allá corría Carmita a buscarlo en su taller. Era tornero y ganaba bastante. Lo suficiente para mantener a su esposa y tres hijos y a Carmita con sus dos niños. Sólo existía una dificultad: Carmen no lo soportaba. A veces se sentaba al borde de la cama, se persignaba y rogaba al santo colocado en una mesilla:
—San Lázaro, ayúdame en este trance amargo.
Él la abrazaba como un gorila, la atraía bruscamente y le decía:
—Deja esa estupidez y ven acá.
Cuando eso sucedía, casi siempre él llevaba un rato acostado boca arriba, calentándose, con una erección como un potro cerrero, mientras la veía a ella dando vueltas por la habitación, desnudándose poco a poco, sin decidirse a acostarse. Ese ritual lo excitaba más aún. De todos modos, el «trance amargo» duraba unos cinco minutos porque ya ella sabía cómo mover la pelvis y cómo presionar su pinga con los labios interiores de la vagina, apretándola de tal modo que él nunca podía resistir más de cinco minutos sin tener un orgasmo con gruñidos, resoplando. Quedaba complacido, somnoliento, y siempre le decía igual:
—Eres una salvaje. Me sacas la leche de lo último. Es un guante lo que tienes entre las patas.
Eso era todo. Se iba al rato, después de recuperarse con un café y un cigarro.
Dos días después del segundo telegrama, Carmen inventó cualquier pretexto, discutió con Miguelito, derramó el café en la cocina, lo acusó de tacaño y abusador, y lo botó sin contemplaciones:
—Que no se te ocurra volver a buscarme jamás en la vida. ¡Con ningún pretexto! Si te necesito, te llamo a tu trabajo. Así que piérdete de mi vista y no aparezcas más.
Miguel era un hombre de pocas palabras. O de ninguna. Además, sabía que ella siempre lo buscaba en cuanto necesitara veinte pesos. Así que ni contestó. Se encogió de hombros y se fue.
Carmen alertó a sus dos hijos del inminente regreso de Luisito. Los muchachos no lo recordaban:
—No vayan a hacerle un desaire cuando aparezca por esa puerta. Le dan un abrazo, lo saludan, y se pierden pa’ la calle. Aquí no los quiero molestando.
Seguidamente hizo una limpieza a fondo del cuarto de cuatro por cinco metros y de la barbacoa. Abajo hay una salita, una cocina y un fregadero, un pequeño armario y una ducha. Arriba, en la barbacoa, está la cama de ella y la cama de los niños, duermen juntos. En la pared cuelga un pedazo de espejo, y en una esquina, de una cuerda penden tres percheros con ropa demasiado gastada y desteñida. Lo limpió todo y no dejó ni una mota de polvo. A veces pasa días sin bañarse. No le gusta el agua y el jabón, aunque apeste con el calor y la humedad. En cambio, es obsesiva con la limpieza del cuarto.
Se tiñó el pelo de negro azabache, para cubrir unas canas incipientes en las sienes. Carmita tiene cuarenta y cuatro, aunque aparenta diez menos. Se afeitó escrupulosamente piernas y axilas y se pintó las uñas de pies y manos con un esmalte rosado claro, que combina muy bien con su piel morena. Espantó a las vecinas chismosas con el pretexto de que tenía migraña y mandó a los niños para la calle:
—Vienen aquí na más que a dormir. El resto del tiempo no los quiero en casa. Ustedes ya son hombres. Y los hombres pa’ la calle.
Los niños tienen diez y doce años, pero son matreros viejos. Carmen siempre ha estado ocupada con sus hombres, y ellos desde los cinco o seis años vagaban horas y horas por ahí, sin rumbo. «Váyanse de aquí y no molesten», les dice ella a diario, por la mañana.
Con todo organizado se sentó a esperar, escuchando música instrumental por Radio Enciclopedia y leyendo viejas novelas de Corín Tellado, publicadas cuarenta años atrás en Vanidades. Dos días después llegó Luisito. Ella estaba fresca como una lechuga, descansada, sonriente, y oliendo a agua de colonia.
Luisito apareció una madrugada, cargado con seis valijas enormes y pesadas como un plomo. Estuvo en Japón, China, Vietnam, y visitó todos los puertos de esa región. Después cruzaron de regreso el canal de Panamá y trabajaron entre Argentina, Brasil, Venezuela y Colombia. Un total de veintiocho meses. Traía desde piezas de seda china y abanicos vietnamitas, hasta grandes elefantes de terracota, mariguana colombiana escondida en botellas de shampú, relojes japoneses y surtidos de baratillo comprados en Hong Kong. Además, venía con mil quinientos dólares. En tierra cobró diez mil pesos de salarios atrasados.
En fin, llegaron los Reyes Magos y la fiesta comenzó de inmediato. A Luisito la leche le estaba llegando al cerebro y casi iban a comenzar los cortocircuitos debido a tanta abstinencia. Carmita desplegó todas sus habilidades. Estaba dispuesta a ganar medalla de oro y de paso romper el récord mundial. No se conformaba con menos. En cuarenta y ocho horas se puso ojerosa, bajó diez libras de peso, le salieron arrugas en la cara y tenía el cuello marcado con chupones y hematomas violáceos, que ella exhibía con orgullo, para demostrar a las vecinas que su macho la devoraba literalmente y que ella gustaba todavía y enloquecía a cualquier hombre.
En los ratos que él la dejaba levantarse de la cama, ella —sin que él lo percibiera— le robaba cosas de las valijas y salía a venderlas por el edificio. Pañuelos, blusas bordadas, zapatos, peinetas, incienso, extracto de ginseng, budas, elefantes, gafas de sol, juguetitos plásticos. Todo a precios de ganga.
La fiesta era permanente: ron, cerveza, cigarros, buena comida, desenfreno y lujuria. En un burdel de mala muerte, en Osaka, Luisito se hizo colocar una perla en el glande. Aquella novedad hizo las delicias de ambos. Se frotaban hasta el éxtasis, perla por medio.
Al tercer día Luisito se le escapó un rato a Carmita. Fue a casa de su madrina de santo. Le regaló un paquete de incienso, un buda, un pañuelito bordado y cinco dólares, y le pidió que llamara a sus hermanos en Santiago.
Dos días después llegaron los cuatro hermanos a La Habana. Peludos, prietos, alegres, riéndose sin parar. Ya venían borrachos en el tren y con deseos de formar broncas en todas las esquinas, para demostrar que son mejores y más machos que cualquier otro macho. En fin, jóvenes, vigorosos, arrolladores. Luisito es el mayor. Tiene treinta y tres años. El menor de todos tiene veintisiete. De algún modo se acotejaron y acamparon en el cuarto de Carmen. La fiesta cambió de rumbo. Aquellos mulatos comelones y hambrientos, musculosos, fiesteros, fueron a las tiendas con su hermano y cambiaron sus harapos viejos por ropa nueva y de muchos colorines, perfumes, y hasta una gruesa cadena de oro para cada uno. Habían llegado al paraíso y ellos eran los dueños. Música sin parar, ron y comida. Una farra al estilo carnaval santiaguero: a todo trapo, sin pensar en mañana. Los machos en la fiesta y las mujeres pa’ la cocina, a servir hasta que se les avise para ir a la cama. Carmita cayó de cabeza en el fogón. Los cinco hermanos demostraron sobradamente toda su potencia masculina para beber y comer sin parar. Buscaron cuatro pelandrujas en los alrededores y se turnaban para templárselas de pie en la ducha, tras la cortina.
Carmita resistió tres días, cuatro días. Al quinto logró un momento de lucidez y escondió en la casa de una vecina la escasa pacotilla que quedaba en los maletines. Registró los bolsillos de Luisito mientras él dormía y comprobó que sólo quedaban trescientos dólares y setecientos pesos. Se indignó. ¿Cómo es posible que este borracho de mierda lograra botarlo todo con sus cuatro hermanos huevones en tan pocos días? Se le salieron las lágrimas de rabia. Estuvo a punto de despertarlo a piñazos. Pero se contuvo. El dinero que alcanzaba para vivir bien dos años, botado en cinco días. Pensó apenas un instante y decidió: agarró los trescientos dólares y los setecientos pesos cubanos y los escondió debajo del colchón. Entonces despertó a Luisito halándolo por un pie:
—¡Oye, descarao, dale, arriba, está bueno ya! ¡A dormir la curda a casa del carajo!
Eran las dos de la madrugada y la bronca se oyó en toda la azotea. Todos los vecinos estaban esperándola porque sabían que Carmita explotaría de un momento a otro.
—¿Qué te pasa, mujer? Déjame dormir.
Luisito es tan macho que no concibe la rebelión de las mujeres. Para él aquello era un fiestón normal, tradicional, que debía seguir hasta que se acabara el dinero. Siempre ha sido así. Los hermanos se despiertan y comprenden que Carmen los bota a todos:
—Ah, Luisito, esta mujer está equivocá. Métele cuatro pescozones que tú eres el macho aquí.
Ya Carmita tenía un machete en la mano:
—¡Al que me levante la mano se la corto!
Un machete silbando en el aire, empuñado por una mujer furiosa y decidida, coacciona al más macho.
—¡Esta mujer está loca, compay! Vámonos de aquí que va a desgraciar a uno.
—¡Es una malagradecida! Con el fetecón que le hacemos en su casa y mira cómo nos bota.
Luisito intenta controlar la situación:
—Salgan un momento a la azotea que yo voy a hablar con ella.
—Tú eres el primero que te vas de aquí, borracho de mierda.
—Pero, mi amor, ¿cómo vas a echar por la borda todo lo nuestro? Yo quiero casarme contigo y…
—¡A la mierda to' el mundo! Llévate a tus hermanos y no te aparezcas más por aquí.
Como último recurso, Luisito se pone seductor: saca su hermosa y gruesa pinga y sus grandes huevos de semental y se los soba:
—Esto es tuyo, Carmen. ¿Te vas a perder esto? Si tú quieres los mando de regreso pa’ casa y nos quedamos solos tú y yo otra vez.
—No, no, nada. No hay arreglo. ¡Guárdate el rabo porque le voy a dar un machetazo y te voy a capar, cabrón! Tú eres un fresco y un abusador y ellos son unos descaraos. Aquí no los quiero.
—Carmita, con los días tan lindos que pasamos juntos. No te dejes llevar por la locura de un momento. Yo quiero tener un hijo contigo, mi amor.
—¿Un hijo? ¿Pa qué? ¿Pa' que salga abusador y borracho como tú?
—Mi amor, estuve dos años pensando en ti arriba de ese barco. No me hagas esto.
—¿Pensando en mí? A dormir a otra con ese tango. En dos años no me mandaste una carta ni cuatro pesos y te apareces ahora a coger jamón. ¡Vete!
—Locura mía, yo te quiero mucho.
Así siguieron un rato. Carmita no soltó el machete ni dejó que Luisito se le acercara con su zalamería. Al fin el marinero se dio por vencido. Se vistió y salió llorando a la azotea. Los hermanos se molestaron con él:
—Que no se diga, Luisito. Los hombres no lloran. ¿Tú eres hombre o maricón?
—Esta mujer no sirve. Alégrate. Vamos pa’ Santiago y allá seguimos el fiestón.
Carmita les lanzó un maletín vacío:
—Váyanse porque voy a gritar al policía de la esquina y les voy a acusar pa’ meterlos en el calabozo. ¡Fuera de aquí!
Y les cerró la puerta en la nariz. Luisito recogió el maletín vacío y se fueron.
Al día siguiente Carmita salió por el edificio vendiendo un elefante de imitación porcelana. Grande, de dieciséis pulgadas de alto. Quería cinco dólares por él. Una vecina se lo compró en tres. Carmita agarró los billetes, feliz:
—Ya, eso es lo último que quedaba del marinero.
Entonces bajó las escaleras y fue hasta el teléfono de la esquina a llamar a Miguelito.