RATAS DE CLOACA

Yo tenía un trabajo asqueroso, pero no me iba mal. Andaba por Centro Habana, con una llave inglesa, destupiendo las cañerías del gas.

Esa mañana temprano me metí en un sótano puerco, como todos los sótanos en ese barrio. Había tablas podridas, charcos de agua apestosa y peste a mierda. Un viejo sucio me decía que él era «el responsable del edificio». No teníamos linternas ni había bombillas eléctricas. El viejo encendía fósforos a mi lado.

—Hay que buscar una bombilla porque si usted sigue encendiendo fósforos vamos a volar.

—No, no. Eso no tiene problemas.

—¡¿Cómo que no tiene problemas, señor?! Éste es mi trabajo y sé lo que estoy diciendo.

—No, chico, dale, el problema es destupir las cañerías.

—Usted es un viejo comemierda. Me voy pa’l carajo.

Estábamos al fondo del sótano. Me viré para salir a tientas hasta la puerta. Pisé unos tablones medio podridos y de allí saltó la rata. Al sentirse aplastada me atacó con rapidez y rabia. Sentí sus garras agarrándose a mi cuerpo y mordiendo con furia. Clavó sus dientes en mi barriga, en el pecho, en el cuello, me clavó las garras en la cara y desapareció.

No tuve tiempo para reaccionar. Nunca había sentido algo tan asqueroso encima de mí. Las mordidas y los arañazos me dolían. Y me aterré. Corrí hasta la puerta. A oscuras. El viejo no supo qué sucedía y se quedó atrás.

Llegué hasta la puerta. Subí unos escalones y al fin salí a la luz. La rata me había mordido además en el brazo izquierdo, que sangraba y me dolía, y me embarró de fango apestoso de cloaca.

Se me jodió el día. Fui al policlínico. Estaba lleno de viejos y viejas melancólicos, esperando, sentados en los bancos. Formé un brete. Expliqué a los viejos que no podía esperar por toda aquella cola. Lo mío era urgente. Los viejos pasaron de la melancolía a la agresividad. Se negaron. Decían que lo de ellos también era urgente y tenía que esperar mi tumo. Había una sola enfermera trabajando lenta y desganadamente. Me dio mala impresión. Tenía un cuerpo hermoso, delgada, joven, con buen culo, pero la cara era un desastre: rostro de hombre, con la piel marcada por la viruela, nariz como un porrón, grasienta, granos llenos de pus, el cabello escaso, sucio, enredado. Me dio horror. Aquella cabeza de hombre feísimo en aquel cuerpo perfecto y bello. Me curó y me inyectó contra el tétanos. Actuaba con desgano. Se quejaba de que tenía hambre y no había desayunado. Le pregunté:

—¿Y contra la rabia?

—No hay.

—¿Y si la rata tiene rabia y me la pegó?

—Traiga el animal para hacerle la prueba. Pero, de todos modos, no hay vacunas. —Me dio la espalda ásperamente y gritó hacia la puerta—: El próximo.

Ah, carajo. Salí de la enfermería. Di dos pasos. Regresé. Asomé la cabeza por la puerta y le pregunté de nuevo:

—¿Habrá en algún hospital?

—¿Qué?

—La vacuna contra la rabia, mi hijita.

—Ya le dije que no hay.

Una vieja me empujó para entrar, murmurando en contra de la gente que no hace cola. La enfermera montó en cólera:

—Señora, espera allá afuera a que se le llame. No se pongan impertinentes porque cierro y me voy pa’l carajo.

Y cerró con un portazo.

No me gustó aquello. En algún hospital debían de tener una reserva de vacunas antirrábicas. Me paré en la puerta del policlínico. No sabía qué hacer. Un tipo se para delante de mí y me dice:

—¿En cuánto la estás tirando?

—¿Qué cosa?

—La llave de extensión, mi hermano.

No me acordaba de la llave. En un par de segundos pensé que no iba a seguir metiéndome en todos los sótanos apestosos de La Habana para destupir el asfalto y las costras de mierda de esas cañerías.

—Cien pesos, acere.

—¡Coño, está duro!

—No, no está duro. Es una llave de extensión inglesa, legítima. Esto hace años que no se encuentra ni en los centros espirituales.

—Déjamela en ochenta.

—No. Cien cerrado, acere. No tengo apuro en soltarla.

El tipo sacó los cien pesos, me los dio y se fue con su llave.

En ese momento la enfermera fea salía. Me vio contando los billetes y se le alegró la cara:

—¡Vaya, maceta, estás amasao!

La miré bien. Estaba fea con cojones. Pero tenía que resolver mi problema:

—¿Quieres una pizza?

—Ay, sí, papito, cómo no.

Fuimos a un timbiriche cercano y merendamos: pizza y batido de mamey. Cuando fui a pagar se fijó bien en los billetes. Y se me iluminó el camino. Siempre me sucede así. No tengo que pensar. Changó y Babalú Ayé me abren los caminos por donde menos me imagino.

—Titi, ¿quieres darte un trago de ron?

—No, ahora estoy trabajando, papito.

—Oye, esto es para gastármelo contigo.

—Ven acá, chino, ¿y tu vacuna antirrábica? Si te la pones no puedes tomar ron.

—Yo no, pero tú sí. ¿Cómo es la cosa?

—El director del policlínico tiene unas cuantas escondidas para alguna emergencia.

—¿A cómo sale eso?

—Ah, yo no sé, ¿te averiguo?

—Claro.

Regresamos al policlínico. Buscó la vacuna. Cuarenta pesos. Me la inyectó. Les puso mala cara a los viejos melancólico-agresivos. Les dijo que iba a cerrar y hasta la una de la tarde no atendía a nadie. Nos fuimos.

¿Y ahora qué hago con rostro de crimen? ¡Cojones, qué cara me va a salir la vacuna! Salimos del policlínico.

—Papi, en todo esto por aquí no hay ron. Vamos a casa de Pompilio.

El tipo tenía un tanque de ron. A treinta pesos la botella.

—Dame una botella —le dije al tipo.

—Compra dos. No tenemos apuro.

Compré dos botellas.

—Vamos a mi casa para quitarme el uniforme.

Vivía muy cerca. Era un edificio a punto de derrumbarse, en Campanario y Malecón. En la puerta estaba sentada una vieja vendiendo cigarros, cepillos de dientes y otras chucherías.

—Clotilde, dame una caja completa.

—¿Completa? Hoy estás en alza. Hace falta que te dure la buena suerte.

Pagué la caja, pero no me gustan los cigarrillos.

—¿Tiene tabacos?

—No, hoy no.

Subimos al segundo piso. Ella vivía en un cuarto apuntalado con unas vigas de madera. Todo el edificio estaba en ruinas y reforzado. Se desmoronaba si quitaban un trozo de madera de su sitio. Cucarachas paseando por las paredes húmedas. Entramos al cuarto. El primer buche de ron lo tiró al piso. Para los santos. Bebió un buche largo y me dijo:

—Siéntate.

No había sillas. Me senté en una camita personal desvencijada.

—Hoy me levanté cruzá y sin ganas de pinchar, así que llegaste en el momento que era.

No dije nada. Tenía ganas de darme un buche para poder pasar por aquel trance con Cara de Crimen. Pero no podía caer en esa tentación. Ella bebió otro trago y encendió la radio. Salsa. Abrió una ventana y la luz del Malecón entró en aquellas penumbras húmedas. El olor del salitre, la brisa del mar y una luz suave.

—Esto es para ti, papi, que caíste como un ángel.

Bailando sensualmente comenzó a desnudarse. Un lento strip tease. Puso el vestido en un perchero y lo colgó de una viga. Escondía la cara detrás del vestido y bailaba.

—Ahh, titi, mira cómo estoy.

Y le mostré mi pinga, dura como un palo. Ocho pulgadas de hierro. Gruesa, venosa. Jorobada a la izquierda.

—Ah, cómo me gusta verla así, pero no te quites el pantalón, papi. Déjala así, saliendo del pantalón. ¿Quieres darte un manizazo?

—¿Tienes hierba?

—Y de la buena. De Baracoa. La vendo a veinte pesos el cigarrito. Pero ésta va por mí. Fúmate toda la que quieras.

Abrió una gaveta en una mesita de noche. Había un paquete grandísimo. Dos libras por lo menos. ¡Ahora sí! ¡La felicidad!

Fue una gran fiesta. Era loca a la pinga. Me dijo que le metía al ron y a la hierba desde los doce años. Era oriental, de un pueblo de las lomas. Hacía dos años que vivía en aquella covacha asquerosa. Trabajaba en el policlínico hacía poco:

—Pero estoy al dejarlo. Los bisnes dan más.

—¿Cuáles bisnes?

—Lo que aparezca, papi. Lo mismo vendo penicilina que mariguana, una botella de ron, cualquier cosa. O le boto una paja a un viejo en el Malecón.

Seguimos templando. Y ella bebiendo. Ya me gustaba. Al principio no podía mirarle a la cara, o cerraba los ojos. Pero con dos pitos de hierba ya me gustaba aquel rostro de boxeador acribillado.

Casi al oscurecer era demasiado. Teníamos hambre. Ella estaba en nota y ya iba por la segunda botella. Me recosté a la ventana, a mirar el mar. Se me habían olvidado las heridas de la rata. Parece que sanaban.

—Oye, vamos a bajar a comer algo.

—Pero subimos otra vez, papito. Ya tengo el bollo ardiendo, pero esto es sin parar hasta mañana.

—Está bien, vístete y vamos.

En ese momento tocaron a la puerta. Era un viejo flaco, sucio, desnutrido, sin afeitarse. Hablaron cuchicheando en la puerta. Ella vino hasta mí.

—Papi, sal un ratico y espérame allá abajo. No te vayas a ir.

—¿Qué pasa?

—Este viejo viene a cada rato y me trae detergente, aceite, jabón…, vaya, me ayuda, tú sabes…, espérame un rato allá abajo.

—No. Yo me voy pa’l carajo.

—Titi, esto es rápido. A este viejo ni se le para.

—Ahh, no. No me gusta esto.

—Pues acostúmbrate porque hay tres o cuatro viejos como éste que son los que me mantienen. El salario del policlínico no da ni para una semana.

La miré a la cara. Me gustaba ese contraste. Mitad hombre, mitad mujer. Bajé. Me senté un rato en el Malecón. Estaba cansado, deslechado, en nota, tenía hambre. Y ahora la muy puta haciéndole pajas a un viejo puerco. Me gustaba esa cabrona, pero era peor que la rata de cloaca que me mordió. En ésas estaba, cuando la oigo gritándome desde su ventana:

—¡Sube, papito, sube! ¡Apúrate!

Tenía voz de borracha, pero de borracha asustada. Subí corriendo.

El viejo estaba tirado en el piso, boca arriba, desnudo.

—¿Se murió?

—¡Ay, yo no sé!

—¿Qué le hiciste a ese viejo de mierda?

—Nada, nada. Lo calenté un poquito, papi. A él le gusta mamarme el culo y esas cosas. Iba bien, pero de pronto le dio una sirimba y hasta se cayó de la cama.

Intenté recogerlo para colocarlo de nuevo en el camastro. Pero me di tiempo para pensar:

—¿Tú no eres enfermera?

—Sí. Bueno, no. Yo soy auxiliar nada más.

—Es igual. Mira a ver si tiene pulso, si respira.

Se agachó. Trató de tomarle el pulso en la muñeca, en el cuello:

—Nada. No tiene pulso. ¡Ay, mi madre, está muerto!

Y empezó a llorar como si fuera su abuelo.

—¡Cállate y no llores! ¡Qué cojones tienes que llorar por este viejo de mierda!

—Ay, es que me da lástima.

—Lástima ni lástima. Que se joda. Además, se murió mamando, ¿qué más quiere?

—Ay, ¿qué hacemos ahora?

—Vamos a vestirlo, lo sacamos para el pasillo y nos vamos.

Le pusimos la ropa. De paso encontramos ochenta pesos en los bolsillos. Lo dejamos tirado en el pasillo. Bajamos la escalera y nos fuimos a comer.

—Ay, papito, tú sí eres inteligente. ¿Un viejo muerto? ¡Solavaya! ¡Que lo encuentre otro!