Por la tarde no tenía nada que hacer. Bueno, así es día tras día. Nunca se hace nada. Me quedaban cinco pesos en el bolsillo y me senté en el piso, recostado al borde de la puerta. Llevaba días sin darme un trago, sin dinero, esperando. ¿Esperando qué? Nada. Esperando. Aquí todos esperan. Un día detrás del otro. Nadie sabe qué espera. Los días pasan. Y el cerebro se embota. Eso es bueno. Tener el cerebro embotado es bueno para no pensar. A veces pienso demasiado y me desespero. Alguna vez estudié, fui disciplinado, tuve objetivos para mañana y para el año próximo, y salí a luchar por el mundo. Después todo se hizo sal y agua y caí en esta pocilga. Unos tienen sama, otros tienen piojos, o ladillas. No hay dinero, ni comida, ni trabajo, y cada día vienen más y más. No sé de dónde aparece tanta gente desarrapada. Viven como las cucarachas. Diez o doce en un cuarto.
Por eso lo mejor es no pensar mucho y divertirse. Ron, mujeres, mariguana. Una rumbita cuando se puede. Lo demás es mierda y es mejor no revolverla, para que no hieda.
Por ahí andaba yo más o menos. Flaco como un esqueleto. Con mucha hambre, pero pensando en comprarme un tabaco de dos pesos para fumar y olvidarme, cuando llegó Monino:
—¿Qué volá, acere?
—Na’, aquí.
—Oye, estoy en alza. Vamos a damos unos buches.
Me fui con Monino. Sé en lo que anda. Cargándole mariguana y polvo al Chivo. La gente que compra el polvito son de El Vedado y del Nuevo Vedado. Los artistas, los músicos, los hijos de los gerentes y de los pinchos. La gente grande. La coca está a seis y siete dólares el sobrecito. ¿Quién puede? Un cigarrito de mariguana se consigue a diez pesos. Si vendes dos o tres ya te cubres y la tuya te sale gratis. Ah, carajo, cómo hay que inventar en la vida para sobrevivir.
Fuimos a una cafetería en Galiano. Monino compró una botella. Nos sentamos en el Malecón y le fuimos dando poco a poco. Me compré un tabaco. Ahh, qué bien. Ron y tabaco, sentados en el Malecón, con el mar a la espalda, al fresco. Entre la luz dorada y naranja del atardecer flotaba un yate inmenso de tres palos. Blanco, de lujo. Le Posant. Esperaba al práctico para entrar el puerto. Dentro irán por lo menos cincuenta peces gordos. Después de todo merece la pena tener dinero. No sólo el necesario. Es mejor que sobre un poco para poder montarse en ese yate a navegar por el Caribe tomando el mejor bourbon, masticando almendras y con una jeba bien flaca y tetona. Ahh, qué bien. Así uno ni se entera que en la orilla la gente vive como las cucarachas. No. Desde ese yate sólo se ven palmeras, crepúsculos dorados y hermosas playas con el agua azul turquesa. Subes a ese yate con mucho dinero y olvidas todas las mierdas que haces y a todos los que aplastas y acribillas para mantenerte los bolsillos llenos. Es así. El dinero atrae dinero y la miseria atrae más miseria.
Tenía hambre, pero eso se olvida con el ron. Cuando terminamos la botella, teníamos una nota sabrosa. No mucho. Una buena carga nada más. Monino es mi amigo. Me ha ayudado mucho y empecé a convencerlo para poner un taller de arreglar colchones. Aprendí en la cárcel. Me metí dos años en ese taller, y me quedan buenos. Es una pinchita fácil, pero qué va. Monino no quiere saber nada de pincha. Él está para la hierba y el polvito nada más:
—Acere, deja eso. Yo no estoy pa’ romperme el lomo. Vamos a meternos un manisazo. Tengo dos cigarritos aquí.
—¿Dos? ¡Coño, acere, tú eres mi hermano! Vamos pa’ la azotea.
Ya era de noche. Regresamos al solar y subimos sin que nos viera nadie. Pero en la azotea estaba Jorgito, rayándose y mirando por una ventana abierta a una pareja, templando a media luz. No se veía bien. Jorgito los adivinaba. Nos asomamos nosotros también, pero se veía poco.
—Dale, acaba de rayarte que nosotros nos vamos pa’quel rincón —le dije.
Primero encendimos uno. Lo absorbimos despacio, tragando bien el humo. Era buena hierba. Yo estaba completo, pero Monino quería fumarse el otro. Y me cargué demasiado. Flaco, sin comer, y con esa carga de ron, tabaco y hierba, es para morirme. Me quedé medio dormido. Monino me zarandeó un poco:
—Oye, ¿te vas a quedar aquí? Dale, baja pa’ tu cuarto.
—No, yo bajo después. Estoy mareado.
—Bueno, me voy. Te veo mañana. Si quieres meterle a eso de los colchones, yo te presto los baros. Mañana hablamos.
Me quedé medio dormido. Desperté al rato. O a las horas. No sé. Tenía la pinga tiesa como un palo. Hacía días que no tenía mujer y me pongo caliente cada vez que descanso un poco. El cerebro reposa y ahí estoy. Disparao como un cohete. Estaba solo en la azotea. Me asomé por donde mismo estaba Jorgito. Habían cerrado la ventana. Todavía seguía en nota. Bajé de la azotea. El solar tranquilo, silencioso. Era tarde. Y allí estaba Esther, sentada en el piso, en la puerta de su casa.
Tiene cincuenta y pico de años, o sesenta. Es gordísima. Con un culo y unas tetas enormes y fofas. Es una negra alegre y gritona, y tiene diez o doce hijos, de todos los colores y de todas las edades. Jamás se me había ocurrido templarme a esa vieja gorda. No me gusta. Bueno, no creo que le guste a nadie. Es como templarse una tortuga. Siempre me han gustado las flacas, alegres, putas, con mucha fibra. Pero yo estaba caliente y medio en nota y la vieja gorda también estaba caliente y se había dado unos tragos de ron. Tenía el vaso al lado de ella y sudaba a chorros.
—Dime, blanquito, qué haces despierto a esta hora y encaramado en la azotea. ¿En qué tú andas?
—Na’, subí a darme unos tragos con un socio y me quedé medio dormido.
—Son las dos de la mañana, papito. Por eso ustedes se buscan tantos líos con la policía. ¿Quién te va a creer eso?
—Ahh, vieja, no jodas.
—Vieja es tu abuela, ¡qué cojones vieja! Toma, date un buche pa’ que te despabiles.
Me tomé unos tragos con ella. Se me subió la nota otra vez y perdí el control. La pinga se me puso tiesa de nuevo y empecé a acariciármela por encima del pantalón. Me gusta dar filos así a las jebas. A todas les gusta, aunque se hagan las finas. Les gusta ver a un hombre excitado junto a ellas.
Eso era lo que la negra vieja estaba esperando:
—Estás volao, papito.
Me puso la mano encima de la pinga y me la apretó:
—¡Coño, cómo está ese animal! Está pidiendo carne.
Y ahí mismo me la sacó y se la metió en la boca. Era una experta, claro. Entramos a su cuarto y estuve una hora arriba de aquella masa de carne tibia y sudorosa. Los dos sudando, sofocados. Me gustó. De verdad que me gustó. Ella tuvo 500 orgasmos y me repetía:
—Así me gusta, blanco, venirme como una perra.
Cuando al fin me vine yo, me quedé dormido allí mismo, en su cama, y le decía:
—Tírame esas tetas arriba…, ahhh, cómo me gusta la masa. Ella se reía y me tiraba aquellas tetas enormes en la cara, me restregaba toda la carne fofa y sudada de su vientre y yo gozando como un puerco. Hasta que me quedé dormido. Ya no podía más.