EL APRENDIZ

Había un terrible viento del sur. Húmedo, caliente, levantando mucho polvo y ensuciando más aún. Luisito no soportaba el calor asfixiante en su casa, la estupidez de su madre hablando sólo de la iglesia y de Dios y de los pecadores. Y el padre, siempre huyendo, en la azotea, criando palomas y gallinas para no escuchar sandeces. La madre dormía. Había silencio, pero el calor lo agobiaba. Estaba un poco ansioso. Bajó las escaleras, se fue al Malecón y se sentó frente al mar. Luna llena, noche azul. A lo lejos, hacia el norte, unas nubes muy cargadas, con relámpagos silenciosos y continuos. Sólo se veían los rayos disparados entre aquella turbonada. Siempre que se sentaba ahí de noche se acordaba de sus tres hermanos y la melancolía hacía lo suyo.

De pronto siente que lo agarran desde atrás por el pescuezo, lo tironean, y empiezan a golpearle. No hay nadie cerca. Luisito grita. Lo siguen golpeando. Piñazos por la cara, por la espalda, lo magullan. Le dan fuerte.

—¡Ya, ya, no me den más, están equivocados, yo no soy, yo no soy!

—¡Tú sí eres, hijoputa, mala paga!

Lo dejan tranquilo, tironeándolo y rompiéndole la camisa. Felipito y el Papo. Dos muertos de hambre como él. Sus amigos de infancia, del barrio.

—¡Oye, ustedes son mis amigos, cojones! ¿Qué es esto? Papo, tú eres mi socio de toda la vida.

—Socio ni tranca. Yo soy socio del Chivo. No puedo ser socio de un cagao muerto de hambre como tú.

—Ya, Papo, ya. No te hagas el gánster que tú eres un comemierda igual que yo.

—Fui un comemierda. Ahora tengo un brujón de fulas y trabajo con El Chivo. Y me tienes que respetar.

Felipito lo tenía agarrado por la espalda y el Papo aprovechó y le metió la derecha con fuerza por el bajo vientre. Dolió. Luisito se dobló. Felipito lo enderezó con un empujón.

—Luisito, no voy a hablar mucho. Le debes al Chivo siete dólares y cuarenta pesos. Mañana me buscas y me los das a mí porque el Chivo no quiere ni verte.

—Si no puedo mañana, se lo doy pasado.

—No inventes. Me los das mañana o te parto la cabeza a cabillazo limpio. No te voy a entrar suave como hoy. Te voy a entrar a cabilla.

—Está bien, compadre, voy a tratar…

—Vas a tratar no. Los buscas debajo de la tierra. Ah, y dice el Chivo que se te acabó el crédito. Si quieres más hierba o polvito es con los baros en la mano. Chao, Luisito, y cuídate que estás en baja.

Le dieron la espalda y se fueron. A Luisito le dolía todo el cuerpo. Se palpó la cara y la cabeza. No tenía sangre, pero le dolía a rabiar. Se recostó al muro y pensó: «Es verdad. Hace tres años que estoy en baja. La vida es así. Si tienes dinero tienes amigos, si no te meten el dedo por el culo».

Se le salieron unas lágrimas, pensó que era un infeliz y se dijo a sí mismo: «Luisito, ponte fuerte y busca el dinero porque estos salaos te matan a cabillazos y tú estás muy jovencito para morirte. ¡Qué va, no te puedes morir todavía!».

A lo lejos, sobre el mar, los relámpagos seguían disparándose entre las nubes. Deseó que cayera un aguacero para refrescarse un poco. Como le hacen a los boxeadores nockeados. Una esponja con agua bien fría. Ni eso. El viento sur estaba caliente y pegajoso. Salió caminando hacia La Habana Vieja. Pensó que tendría que echarse al viejo maricón para tumbarle unos fulas esta misma noche, y de paso se metía unos tragos de ron bueno para reanimarse.

El mar estaba tranquilo y muy claro y azul. Con luna llena todo es lindo. Cerca de la orilla pescaban siete tipos. Flotaban en cámaras de neumáticos infladas. Ése era un buen negocio, pero la frialdad de la noche y el culo metido en el agua es malo para los huesos. Esos tipos son demasiado ignorantes, pensó.

Caminaba despacio por el Malecón. Miró de nuevo hacia los tipos pescando y se acordó de la balsa que hizo con su hermano y con otros cinco, en agosto del 94. Se lanzaron por aquí mismo a las dos de la madrugada. Tenían hasta una brújula para mantener bien el rumbo norte. Navegó media hora en aquélla porquería que se hundía por exceso de peso. Su propio hermano le ordenó que se lanzara al agua y nadara hasta la costa porque eran demasiados. Tenía que joderse él. Siempre le tocaba joderse y perder. El más chico de los cuatro hermanos. Hace tres años ya. Ellos viven en Nevada y Luisito sigue en la miseria. Y con mala suerte. Cada negocito que inventa se le cae. Como si le hubieran echado brujería. Cerró los ojos y se asqueó pensando. Meterle el rabo al viejo gordo no es fácil. Hay que cobrar primero. Cruzó el Malecón. Subió por Galiano hasta Trocadero. Dobló a la izquierda. Caminó unas cuadras más y llegó a la casa del viejo.

No había nadie por allí. Por lo menos no se iba a desprestigiar. Tocó a la puerta. Al rato el viejo se asomó por la mirilla preguntando quién era.

—Soy yo. Abre y deja el miedo.

—¡Ay, niño, al fin te decidiste! —Y le abrió la puerta, con alegría.

Era un viejo gordo y fofo. Trescientas libras de manteca. Vivía aterrado desde la muerte de sus padres y no se movía. Sus paseos se limitaban a los 26 metros de su casa. Patético aquel viejo gordo, de sesenta años, haciendo muecas y piruetas como una viejita puta.

Luisito conocía la casa. Fue directo al fondo, a la cocina, y buscó en la despensa una botella de ron. La encontró, se sirvió un vaso. El viejo lo seguía:

—Muchacho, ¿qué te pasó? Quítate esa camisa y déjame limpiarte. Estás morado por todas partes.

—¡No me toques, viejo maricón, porque te voy a entrar a patás! Coge, chúpamela bien y procura que se pare pa’ metértela.

—Ay, eso es lo que me gusta de ti. Lo bruto que eres.

No se le paró. Estaba asqueado, furioso consigo mismo, y le dolían los golpes. Lo que deseaba era tomarse todo el ron, fumarse un pito y entrarle a golpes al viejo. Estaba rabiando de furia, quería matar a golpes a aquel viejo estúpido y quitarle todo el dinero.

—Dame diez dólares que me voy.

—Pero si no has hecho nada. Ni se te ha parado. Además, no tengo diez dólares. Ni uno tampoco. ¿Qué te crees? Gánatelos.

Eso colmó la copa. Luisito le dio dos galletazos por la cara al viejo, que empezó a pegar griticos y se bajó los pantalones. Tenía un pene pequeñísimo, casi infantil, oculto debajo de la enorme barriga. Se lo frotó y empezó a masturbarse.

—Ay, eso me gusta. Dame galletazos por la cara. ¡Golpéame y métemela!

A Luisito le dio más asco y más furia. Lo golpeó más. Tuvo una erección mínima y el viejo aprovechó para metérsela en la boca mientras se la seguía meneando. Luisito se la sacó de la boca. Fue al baño, se lavó y se la guardó. El viejo todavía se masturbaba como un loco en la cocina y lo llamaba:

—¡Ven, papi, ven!

Luisito fue hasta la cocina. Cogió la botella de ron. El viejo intentó agarrarlo con la mano izquierda mientras se masturbaba con la derecha. Luisito lo eludió y de nuevo atravesó toda la casa hasta la puerta. En la sala, sobre una mesa antigua, había una hermosa carroza de porcelana con cuatro caballos. Debía de valer mucho. Se metió la botella en un bolsillo trasero del pantalón, agarró el adorno con las dos manos y se fue. El viejo corrió sofocado hasta la puerta, temblando de miedo, pero no se atrevió a decirle nada y mucho menos a gritarle.

—Ven cuando quieras, ven otra vez —le dijo apenas en un susurro.

Cerró la puerta. Fue hasta una hermosa tabaquera de cuero repujado. Tomó un puro. Las manos le temblaban. Se sentó fatigado en una butaca. Le faltaba el aire y respiraba trabajosamente. Dio fuego al tabaco. Aspiró el humo y siguió fumando voluptuosamente en el silencio de la madrugada, aterrado aún por el miedo. Tomó un papel y un lápiz y —sin pensar— comenzó a escribir para tranquilizarse:

Truhán espadachín la sensación

Araña la perdiz

Quejándose en sentencia o desatino