Los dos tipos llegaron a la puerta. Tocaron. Betty les abrió pero dejó la reja con el candado.
—¿Qué desean?
—¿Usted es Betty?
—Sí.
—Nosotros somos carpinteros. Luis nos dijo que usted quiere hacer unas reparaciones.
—Ah, sí, pero…
—Venimos a ver lo que es. Si nos ponemos de acuerdo, mañana empezamos.
—Está bien.
Betty abrió la reja. Los tipos entraron. Un negro grande con una cicatriz en la cara, como de un cuchillazo. Lo habían tasajeado desde atrás de la oreja hasta la boca. Y un blanco flaco, sin afeitarse, sin bañarse y hediendo desde días atrás. Los dos tenían los ojos enrojecidos y extraviados, pero Betty es una persona decente y no sabe nada de nada.
Entraron. El blanco cerró la reja y la puerta. El negro sacó de bajo la camisa una bayoneta militar. Pulida, brillante, como si fuera de plata. No dieron tiempo a nada. Le fueron arriba a Betty, la inmovilizaron con una llave de judo. Casi le parten el brazo derecho. Le arrancaron la ropa a tirones y la lanzaron sobre un pequeño sofá. Betty es muy blanca, un poco gorda, con las masas fofas. Tiene cuarenta y un años, pero aparenta diez más. Se puso tan nerviosa que no podía articular palabra. El blanco la mantuvo inmovilizada. El negro sacó del bolsillo un trozo de cuerda y le ató los brazos a la espalda. Entonces se bajó los pantalones y le puso la pinga en la boca. Ella la cerró fuerte, pero él le golpeó la cara con la mano abierta.
—Dale, puta, abre la boca y trágatela.
El forcejeo con la mujer lo excitó. Se le paró. La obligó hasta que ella abrió la boca y se la metió hasta la garganta. La acariciaba pasándole suavemente el filo del puñal por el vientre, haciéndole heridas finísimas y sangrantes. Se le puso mucho más dura y más gorda aún y Betty vomitó un poco. Eso le gustó. Con la pinga la embarró de vómito por la cara y el pelo.
—Abre las patas, vieja puta, abre que ahora es que vas a gozar.
Se le montó arriba y se la metió en seco. Ella chilló de dolor, pero el tipo le dio unos pescozones y la obligó a callarse. Aguantó en silencio. De repente sintió que algo caliente y espeso le caía en la cara. El blanco se estaba masturbando y le soltaba la esperma. Tenía mucho semen y se lo restregó en la cara y el cabello. El negro cuando vio aquello se calentó más aún y terminó dentro de ella, resoplando y mordiéndola duro en los pechos.
Betty pensó que se le iba a detener el corazón. Pero no. Temblaba de miedo y de dolor. Le dolía el interior de la vagina como si le hubieran introducido un palo a martillazos. El negro se levantó. Se quedó con los pantalones bajos y aquel animal grandísimo colgándole. Agarró la bayoneta y comenzó a pinchar duro el sexo de Betty. Ella gritó de nuevo.
—No grites, cojones, porque te voy a enterrar el cuchillo. Ya tengo ganas de enterrártelo hasta el mango…, te lo voy a enterrar en ese barrigón gordo…, dime dónde está el dinero.
—¡Ay, no, yo no tengo dinero!
El blanco le metió todos los dedos y la mano por la vagina. Con mucho odio. Cerró el puño dentro de ella y le golpeó duro los ovarios.
—¡Dile dónde está el dinero, vieja gorda! ¡Díselo porque te voy a matar!
Ella empezó a sangrar abundantemente. La habían desgarrado. No sabía si fue el negro o el blanco, que seguía golpeándola dentro de la vagina y ahora se divertía con la sangre. Ella se retorcía de dolor.
—Dime dónde está el dinero, vieja puta. Dime dónde está.
—Está en la cocina. Dentro del vaso de la batidora.
El negro fue hasta la cocina. Regresó con un mazo de billetes de cincuenta y de veinte pesos. Los hojeó. Eran bastantes. Se los guardó en el pantalón. Ya había un charco de sangre en el sofá. Mucha sangre manando de su vagina, y ella temblaba.
—¡Dale una puñalá y vámonos! —dijo el blanco.
—¡No te apures, animal! Acuérdate que hay joyas también. Vamos, gorda, dime dónde tienes las joyas. No me digas que no, vieja puta, porque te voy a cortar los pezones.
Y comenzó a pincharla de nuevo con el cuchillo. Ahora le pinchaba duro los pezones, el pecho, la cara. El cuchillo penetraba y hacía pequeñas heridas. Dolorosas, sangrantes.
—No, yo no tengo joyas. ¿Quién les dijo eso? Nada más que ese dinero. Eso es todo lo que tengo.
A Betty le temblaba la voz. Todo su cuerpo temblaba. Se encogía. La sangre caliente salía a borbotones de su interior y rodaba hasta el sofá. Ya nada le dolía. El terror la anestesió. Su cerebro flotaba en un líquido espeso y sin pensar dijo algo incoherente, balbuceando:
—Si mi marido regresa los mata. Él es policía. Salió a buscar cigarros, pero él los mata a tiros.
—¿Policía? —preguntó el negro.
—Sí. Él los mata si los agarra aquí. ¡Váyanse!
Ellos comenzaron a temblar. Se aterraron.
—Dale una puñalá, acere, y vamos echando —dijo el blanco.
—No, imbécil, las huellas mías están en todo esto.
El negro recogió del suelo la blusa de Betty y se fue a la cocina a limpiar la batidora y el respaldo de una silla. Regresó temblando. Las piernas le temblaban de miedo.
—Dale una puñalá, acere, dale una puñalá que esta vieja nos conoce.
El negro le puso el cuchillo en la garganta. La mano le temblaba:
—Oye, vieja gorda, no vayas a decir na' porque me cuelo aquí y te pico en pedacitos. Hazte la loca, mira a ver qué vas a hacer pero que se te olvide mi cara. Olvídate de nosotros.
—¡Dale una puñalá, acere, deja ese sermón y dale una puñalá!
Al negro le temblaba la mano.
—¡No, dásela tú! ¿Me vas a echar arriba to' los muertos a mí? Coge, dale tú la puñalá y vamos.
Y le extendió la bayoneta.
—¡No, no, yo no! Dale, dale, vamos echando que esto se enmarañó.
El negro guardó el cuchillo. Abrió la puerta y la reja agarrándolas con la blusa de Betty, y se fueron.
Ella quedó aterrada y desangrándose sobre el sofá. En el edificio colindante, un asilo de ancianos, un viejo arteriosclerótico seguía gritando: «Rosa, Rosa, Rosa, Rosa». Ahora Betty lo escuchaba por la puerta entreabierta. La mente se le corrió nebulosamente hasta la tragedia de aquel viejo que todas las tardes repetía aquélla letanía desesperada. Los gritos del viejo se fueron apagando.
Cuando volvió en sí ya era de noche. Estaba tranquila. La sangre se había secado, pegajosa, entre su vagina y el sofá. Con mucha debilidad intentó ponerse de pie. No pudo. Tenía las manos atadas a la espalda. Se dejó caer blandamente al piso. Forcejeó hasta que logró pararse. Todo daba vueltas alrededor. Se recostó a la pared y de nuevo la invadió el miedo y los temblores de pánico. ¿Y si vuelven? Podían volver y apuñalearla para que no hablara. Había mucho silencio. Venciendo el mareo y el pánico salió fuera, se recostó de espaldas a la puerta del apartamento de su vecino, y la pateó. Estaba sin zapatos, desnuda por completo, y no tenía fuerzas. Siguió pateando la puerta. Era un viejo que vivía solo, igual que ella. Pasaron los minutos. Estaría dormido. Al fin el viejo salió, preguntó quién era, y con mucha cautela abrió una rendija en la puerta. Betty le contó. Eran las tres de la mañana. Estuvo nueve horas sin conocimiento. Ahora creía que iba a desmayarse otra vez.
Le desató las manos, la ayudó a acostarse de nuevo en el sofá, sobre el charco de sangre, y le dijo que iría por un médico. El viejo estaba cagándose de miedo, pero se controló. Salió a la calle con muchas precauciones. Fue hasta la esquina de la avenida, esperó un rato y al fin pasó un carro patrulla de la policía. En pocos minutos el escándalo de las sirenas despertó al barrio. Trajeron los sabuesos. Llevaron a Betty a un hospital.
La curaron y le pusieron transfusiones de sangre. Describió a los dos tipos y un técnico hizo los retratos robots. Una semana después regresó a su casa. De noche no duerme y está segura que los tipos van a regresar. En dos ocasiones, por la calle se le ha acercado una mujer que le murmura al oído: «Te dijeron que no hablaras. Ahora te van a cortar la lengua». Y rápidamente le da la espalda y se aleja. Betty cada día está más nerviosa. Y no sabe qué hacer.