Basilio está sentado en su litera rascándose los dedos de los pies. Apestan. A cada rato se huele las manos. Se rasca el zicote y se huele. Le gusta y lo hace cada tarde, antes de bañarse. Cuando hay agua y podemos bañamos. El tiempo pasa rápido cuando uno no le presta atención. No tenemos reloj ni calendario. Sólo sabemos que el domingo es para descansar y aburrirnos aquí dentro. Hace un año que compartimos la misma celda. Por las noches. De día trabajo en el taller de colchones y él en la granjita. Es un guajiro bruto y le gusta el campo.
Al principio la pasé mal. Me dio un ataque de claustrofobia y perdí el control. Cuando me vi encerrado creció la furia dentro de mí y empecé a gritar y a soltar espuma por la boca. Golpeé a dos guardias que intentaron amarrarme y allí mismo me dieron una paliza hasta dejarme inconsciente. Cuando desperté fue peor: me habían encerrado en una leonera. Son unas jaulas pequeñas, con barrotes por los seis lados. Uno no puede pararse ni acostarse cuan largo es. Hay que estar encogido siempre. Están en la azotea del edificio de galeras. Y allí me quedé a sol y sereno muchos días. No sé cuántos. Me sacaron desmadejado, casi muerto. Lo cuento rápido porque no quiero recordar los detalles. Me da miedo saber que somos bestias y que odiamos a quien lo dice en voz alta.
—Basilio, no te revuelques más el zicote, acere, que eso apesta.
—Ah, qué fino, ¿dónde tú crees que estás, papi?
—Oye, papi y mami se lo dices a las locas de las galeras que tú te singas en la granjita, pero a mí me respetas.
—Ah, ah, no te hagas el duro, viejo.
—No, yo no me hago. Yo soy durísimo y me tienes que respetar. ¿Está claro?
No somos amigos. En la cárcel no hay amigos. Y hay que mantener a raya a todo el mundo. Que no se acerque nadie porque el que menos piensas quiere cogerte el culo. Además, Basilio es hablador. Hay que cuidarse de los parlanchines. Gente sin carácter, que cualquiera trajina. Yo no hablo. En boca cerrada no entran moscas. Él no sabe mucho de mí. Sólo que, por casualidad, los dos somos del mismo barrio: El Palenque. Hace años que dejé aquello. Es una chusmita de casas de hojalata, maderas podridas y trozos de nylon. Al lado del río Quibú, que apesta a mierda desde que Dios lo hizo. De niño yo estaba seguro qué todos los ríos son de mierda. Cuando vi uno de agua me quedé asombrado y pregunté cómo separaban la mierda y el fango para dejarlo tan limpio.
Una vez que estaba en baja… je, je, je, como si alguna vez hubiera estado en alza. Pero suena menos dramático: una vez que estaba en baja fui a ver a mis socios de El Palenque y conseguí una pinchita en la guarapera de Dinorah. Raspando caña y cargando hielo. Me levantaba de noche a raspar la cáscara de la caña de azúcar. A las seis de la mañana iba con una carretilla a buscar el hielo. Después lo machacaba con una mandarria. Dinorah decía que era «frapé». Nunca se me ha olvidado esa palabrita. A las ocho ya ella estaba moliendo caña en el trapiche y vendiendo guarapo con hielo. Fue un buen negocio. Hasta un día.
Ya era casi de noche y Dinorah y yo nos teníamos ganas. Era una temba de cincuenta años más o menos. Con buenas tetas y buen culo. Con la carne firme todavía. Y sabía comportarse. Chusma, pendenciera y luchadora. De otro modo no se puede vivir en El Palenque. Allí o eres duro o eres duro. Cuando empieces a aflojarte, vete rápido.
Me gustan las mujeres así. Tienen la espalda dura, la columna vertebral fuerte, y eso me excita para cogerlas por atrás. Mujeres con carácter que se vuelven una panetela de coco chorreando almíbar cuando uno las domina bien.
Un hombre y una mujer saben cuándo se gustan. Sin tener que hablar. Esa tarde escondí una botella de ron. Cuando el hielo se acabó y ya íbamos a cerrar, le extendí la botella y le dije:
—Dinorah, date un candangaso.
—¿Y quién te dijo a ti que yo bebo?
—Se te ve en la cara. No te hagas la Virgen María.
Se rió. Me gustaba la risa de aquella mujer. Una carcajada amplia y sonora, con desparpajo. Era Ochún y Yemayá. La alegría de la vida. Echó un poco en la tierra para los santos, se dio un trago y me pasó la botella. Cerramos la guarapera y nos quedamos dentro. Sucios y sudados. Apestosos. Todo el día trabajando bajo el sol. Pero eso me gusta. Detesto los perfumes y los maquillajes. No quiero averiguar por qué. Y trato que nadie lo sepa. Tampoco sé por qué lo oculto. Pero no me gustan las mujeres bonitas ni limpias ni perfumadas. Ni tampoco las educadas y finas. Me gustan sucias, con sudor, sin afeitarse los sobacos, y con mucho pelo por todas partes.
Ya no había más que hablar. Bebimos un par de buches más. Cerré la puertecita de atrás del timbiriche. Le fui arriba, la besé y le apreté las nalgas. Lo estaba esperando, y me lo dijo:
—Ay, papito, ¿hasta cuándo me ibas a castigar?
Me bajé los pantalones. Le quité la blusa y los pantalones. Nos manoseamos un poco, se la metió en la boca y me decía:
—Oh, pinga sucia, la tienes sucia, qué apestosa está. ¡Pero qué dura, qué cabezona!
Y la chupaba magistralmente.
Entonces se me ocurrió hacer lo que me gusta siempre: entrarle por atrás y, de pie, hacerla que se doble por la cintura hacia delante. Eso me vuelve loco. Pero cuando lo hizo, las nalgas se le abrieron y del culo le salió mucha peste a mierda fresca. Se había cagado. Soy un puerco, pero no tanto. Se me cayó el rabo y me agarró una furia terrible. En un segundo me invadió el odio:
—¡Estás cagada, tienes peste a mierda en el culo!
—¡¿Yo?!
—Cojones, te cagaste. Eres una puerca.
—¡Más puerco eres tú! Tenías la pinga con peste y te la mamé.
—No es lo mismo.
—¡Sí es igual!
—Eres una puerca con el culo cagao.
—Y tú eres muy fino. Hasta se te cayó la pinga. Tú naciste entre la mierda del Quibú, no te hagas el fino.
—Pero no tengo el culo cagao.
El ron se nos subió a la cabeza y nos ofendimos más. Mucho más. Al final me botó y me dijo que no quería verme jamás.
Me fui. Me perdí de El Palenque porque Dinorah es santera y no quiero que me eche brujería.
Entonces me dediqué a algo más fácil y que da más dinero. Me metí a pinguero. Pero con las viejas. Con las turistas. No tengo estómago para los maricones. De verdad que no. Me pongo violento y me da por entrarles a patadas. Con las viejas es otra cosa. A veces hay viejas interesantes. El negocio es fácil. Hay que ponerse una camiseta sin mangas. Para exhibir los músculos. Te recuestas a un muro, cerca de un hotel, y listo. Las viejas con plata vienen sólitas, golosas como las moscas atrás del dulce. A algunas les gustan los negros, pero les tienen miedo. Ellas creen que son ladrones y asesinos. Y yo aprovecho para ganar clientes: «Oh, sí, son tremendos asesinos, y muy brutos. Les gusta golpear a las mujeres porque son hijos del diablo. No. Nunca vayas con ellos porque te pueden matar. Con esos rabos tan grandes te destrozan por dentro. Te dejan sangrando arriba de la cama y se pierden con todo lo tuyo. Yo conozco a muchas mujeres que les ha sucedido». Todo se lo creen. Me miran horrorizadas y me creen palabra por palabra y me piden mi número telefónico para dárselo a sus amigas, que vendrán a veranear pronto. No viven en la realidad. Creen que todo el mundo tiene teléfono y auto y come filetes en el almuerzo. Imbéciles. Ingenuas, no sé. Pero yo me divertía y vivía bien, que es lo importante.
A veces eran cacharros demasiado destrozados por el tiempo y el maltrato. En esos casos hay que ser un artista. Un verdadero artista. Apagar luces, echar las cortinas, poner música, un trago de ron, cerrar los ojos, pensar en otra jeba, hacerte un buen cráneo, y adelante. La cerveza fría se la bebe cualquiera. Eso no tiene gracia. El lío era con las viejas maltratadas y destruidas, que son como cerveza caliente. ¡Ohh, vida, qué cruel eres con las viejas, las mueles y las conviertes en picadillo de tercera!
Pero también tuve buenas viejas. Dina Peralto fue una de ésas. Quería que aprendiera italiano y que me fuera a vivir a Firenze. Se volvió loca conmigo. Tenía millones de arrugas en la cara. Andaba con diez frascos de cremas, sólo comía zanahorias y pan integral. Yo me comía dos buenos filetes en cada sentada. Ella me miraba feliz y pagaba. No sabía nada de la vida y todo lo que yo le hacía era una fiesta. Increíblemente su vagina era rosada, estrecha, húmeda, adolescente, con un olor suave y apetitoso. Por una razón poderosa: su marido había muerto hacía poco, con noventa y tres años. Ella tenía setenta y uno. Me hizo todas las historias de sus viajes alrededor del mundo y lo cariñoso que fue siempre aquel señor y cómo le decía continuamente: «Yo me ocupo de todo. Tú sólo tienes que jugar bridge y golf». Me decía «gigoló maquiavélico». Me repetía eso siempre, pero nunca me explicó qué quiere decir. Pasamos un buen mes juntos y después chao. Así es el negocio. Y eso es bueno. Una de esas viejas se puede tolerar unos días. Ya después de un mes hay que cortarse las venas.
Fue una época de abundancia. Comiendo bien, bebiendo a diario. Con dinero. Fumando buenos tabacos. Y con mucha ficción en el cerebro. El único problema era la policía. Un día me emocioné demasiado. Éramos doce o trece tipos, parados en la calle, atrás del Hotel Noiba. Frente a nosotros se detuvo el taxi de Chiquitico, que era socio de nosotros y le cobraba veinte fulas al que ganara el concurso. La señora era elegante. Hasta tenía un collar de perlas. Se le veía cara de vieja mandona. Y se puso a observamos sin prisa. Para escoger bien. En esos casos lo que se acostumbra es mostrar el material, para que la clienta vea bien lo que se lleva a casa y que después no se queje porque es muy chiquita o muy grande, o muy flaca o muy gorda. Bueno, así lo hicimos todos: nos sacamos el material y lo sacudimos un poco para que cogiera volumen.
La policía estaba a la caza. Vestidos de civil. Eran unos cuantos escondidos por allí. Nos coparon la calle y nos cargaron a todos.
Me pedían cinco años guardado. Por exhibicionismo, atentar contra la moral pública, agresión contra un turista. Uff. Por suerte tenía unos dólares a mano y me busqué un buen abogado. Quedó en dos años.
Y aquí estoy. Convertido en ovejita buena, en el taller de colchones, así que en cualquier momento me sueltan por buena conducta. El único problema es que no podré regresar al mismo negocio. Nada de carne para las viejas, porque si me agarran es reincidencia. Así que las señoras se perderán el mejor souvenir de Cuba. No hay remedio. Es la vida. Ya estoy muy viejo para que me agarren y me metan diez años de cárcel. Ya veré qué hago. El negocito de los colchones me gusta. Da buena plata y no hay que pinchar mucho. Además, estoy aprendiendo a hacer tatuajes. Y eso también da unos pesitos. Me salen bien. A la gente le gustan.
Por el momento estoy encerrado aquí, con Basilio revolcándose el zicote de las patas, el muy zopenco, y esperando el aviso para bañamos si por fin trajeron la pipa de agua, o para ir al comedor, apestosos a grajo. Todos estamos con sama y con piojos. Todos no, porque yo me gano mis pesitos con los tatuajes y siempre tengo jabón. Eso es la cárcel. Los días pasan y cualquier cosa es importante.
Al menos Basilio es hablador y me entretiene. Ha estado preso toda su vida. Por robar caballos. A los dieciséis años lo agarraron por primera vez y le echaron cuatro en un correccional. Salió. Reincidió y se ganó dos más. Volvió a lo mismo y le echaron tres. Y ahora tiene seis y ha cumplido cuatro. Siempre se me queja de que no tiene mujer ni hijos, que todas las mujeres lo engañan. Que la suerte de él es su madre. Me parece que tiene algún tomillo flojo en la cabeza, porque eso de robar caballos como pasatiempo no es de nadie normal. Lo entendería si los vendiera, o los matara para comer, pero los roba nada más que para correrlos y hacer apuestas. Debe tener el cerebro medio tostado.
—A lo mejor me sueltan el mes que viene, cuando cumpla los cuatro años.
—¿Y qué vas a hacer, Basilio? No comas más mierda con los caballos.
—No. Ya le dije a mi madre que quiero comprar un carro y un caballo y me dedico al transporte.
—Pero un carro y un caballo es una tonga de pesos. Tu madre no debe tener ni donde caerse muerta en El Palenque.
—Mi madre es negociante y tiene pesos, acere.
—¿Qué hace? ¿Vende agua del río Quibú?
—No, chico, ella tiene una guarapera.
—Ah, eso da buena plata.
—Sí.
Nos quedamos en silencio un rato. Basilio siguió con su cochiná rascándose los zicotes. De repente vino algo a mi mente y sin pensarlo le pregunté:
—¿La guarapera de Dinorah?
—Sí, ¿tú la conoces?
—A veces he pasado por allí.
—Ésa es la vieja mía, acere. Cuando te suelten tienes que ir por allá para que la conozcas.
—Ah, está bien.