AMOS Y ESCLAVOS

A Salvador Rodríguez del Pino

Todo me salía mal. Hacía tiempo que era así. Y la furia no aflojaba. Ya tenía demasiada furia dentro. Estaba sin rumbo, navegando a la deriva. Navegando furiosamente hacia ningún sitio. Y eso es horrible.

A veces tenía un par de días con buen humor y podía esconder la furia. Aproveché uno de esos días para conversar amistosamente con Margarita, una negrita flaca, fibrosa, y de grandes pechos. Vivía abajo, en el segundo piso. Me gustaba desde que la vi por primera vez, pero uno no puede enamorar a todas las mujeres que le gustan.

La invité a tomar una cerveza en el Malecón. Después un poco de ron en la azotea. Hasta que al fin cayó sobre la cama, en mi cuarto. Templamos frenéticamente. Me gustó mucho y estuvimos toda la noche haciéndolo. Después siempre era igual. Pero nada. Yo seguía igual de furioso y desencantado. Sobre todo en los días de luna llena. No sé por qué la luna llena me da tanta rabia. Me desequilibra y me convierte en un perro rabioso. Trato de luchar contra esa idea, pero compruebo siempre que es cierto. No es una idea loca. Así que lo único que puedo hacer es aceptarlo y no seguir luchando en vano.

Una buena parte de la furia cayó sobre Margarita. Todo el sexo con ella era extraordinario. Pero no la resistía. Yo andaba sin un centavo, comiendo mal o peor que mal, y pensando seriamente en buscarme un trabajo de barrendero de calles. Lo peor sería el primer día, después ya me acostumbraría y al carajo. Por lo menos tendría algún dinerito fijo todos los meses.

Y ella me elogiaba siempre. Yo estrallado y ella me decía: «Eres increíble, me llenas, te quiero». Yo no resistía esa imbecilidad. Era demasiado para mí. Sólo que no podía prescindir de ella porque me atrapaba con el color de su piel, con el olor de sus axilas y de su sexo, con el tacto de su pelo, con el gusto de sus pechos. Me gustaba, pero hablaba demasiadas tonterías todo el tiempo y en la puerta de su casa había fijado un letrero: «¡Cuidado. Niños sueltos en la casa!».

A veces me parecía que todo era una farsa. Sonreía siempre, como si me dijera: «Yo te hago gozar y tú pagas». Ah, carajo, el espíritu mercantilista de la época. Ella no tenía trabajo. Lo había perdido tres años atrás, y era de esa gente inútil que poco a poco se mueren de hambre y no saben qué hacer. El único dinero que teníamos era el que yo podía conseguir arañando como los gatos.

En aquellos días hacía furor una canción de una orquesta de salsa:

Búscate un temba que te mantenga.

Pa' que tú goces

pa’ que tú tengas.

De más de 30 y menos de 50.

Búscate un temba que te mantenga.

Ya otra vez me había sucedido con otra negra bellísima. Era profesora universitaria, muy elegante, muy fina. Fue un largo romance. Años deseándonos furtivamente, pero los caminos no se cruzaban.

Hasta que estuvo sola un par de años. Completamente sola todo ese tiempo. Entonces, al fin chocamos, y fue en grande. Yo me divertía mucho porque su lujuria conmigo la transformaba en una de las grandes pecadoras de la historia de la Humanidad. Sólo tenía que sentir la piel de mi pinga rozando sus labios vaginales y perdía el cerebro. Mandaba al carajo todo su empaque intelectualoide y se transformaba en una loca pornográfica. Mrs. Jekyll and Mrs. Hyde. Y todo sin una gota de ron, sin un pito de mariguana. Nada. No necesitaba nada. A capella. Hablaba sin cesar y cuando empezaba a tener un orgasmo tras otro, hablaba más y más. La mulata del fuego. A mí toda esa parafernalia me excitaba mucho. No puedo hacerme el santo ahora y decir que aborrecía sus retorcimientos mentales. No, no. La verdad es que me excitaba mucho todo aquello.

«Quiero ser tu esclava, papito. Y que me amarres y me des con un látigo. Ahí tengo la soga y un cinturón de cuero. Quiero que me des golpes y me hagas templar con cuatro hombres a la vez. Quiero ser puta y acostarme con todos esos hombres delante de ti. Ahh, gózame. Mira qué culo más duro tengo. Eso es tuyo, maricón, eso es tuyo. Y voy a hacer tortilla para ti. Búscame una blanca linda y tú verás que la vuelvo loca para ti. Yo quiero ser tu esclava, papi. Golpéame. Dame latigazos, papito. Muérdeme. Déjame las marcas de tus dientes. Méteme el dedo por el culo».

Tenía revistas porno y le gustaba llegar a sus orgasmos mirando aquellas hermosas rubias de ojos verdes. Bueno, yo me divertía con todo eso y nunca pretendía entenderlo. Es imposible comprender todo. La vida no alcanza para vivirla y para comprenderla. Tienes que decidir. Finalmente la dejé. No por sus locuras, sino porque presentí que tenía mala vista y me haría daño. La esclavita vio que aquello funcionaba y me gustaba y entonces empezó a pedir. Ropas, zapatos, buenos restaurantes, perfumes. Ah, se le desató la avidez. Entonces yo podía complacerla, pero un día se me quedó mirando fijamente. Estábamos sentados uno frente al otro y cuando abrió la boca dijo algo terrible: «Pedrito, tú tienes tanta ropa que no la vas a usar en toda tu vida».

¡Solavaya! Yo tenía mucha ropa entonces y me vestía bien, pero también quería vivir muchísimos años. Qué va, esa negra tenía mala vista. Jamás volví a su casa.

Otra vez fue a la inversa. Con una catalana. Ella se sentía el ama todopoderosa y veía en mí un insecto aplastable. En la cama éramos uno, pero cuando nos vestíamos se transformaba en un sheriff. Estuve a punto de asesinarla. Pero me controlé. Le di la espalda y me fui. Mujeres que se quedan y yo que me voy.

No quiero hablar de aquello porque aún no estoy preparado para tener el bisturí en la mano y decirle al respetable público presente: «Atiendan cuidadosamente y cúbranse la nariz. Voy a picar las tripas. Les advierto que saldrá mucha mierda. Y apesta. Para quienes no lo sepan: la mierda apesta».

No, aún no puedo. Tengo el bisturí en la mano, pero todavía no me atrevo a cortar en profundidad y llegar al fondo de la mierda.

Es así de cabrona la vida. Si tienes un carácter fuerte, eres intransigente y despreciativo. El rigor y la disciplina te convierten en un tipo implacable. Sólo los débiles son sumisos y parasitarios. Y necesitan del fuerte. Y lo sacrifican todo esperando alguna migaja. Sacrifican su dignidad. Ya sé que es engorroso decirlo en voz alta, pero lo cierto es que unos mandan y otros obedecen. Yo no puedo obedecer a nadie. Ni a mí mismo. Y me cuesta caro. Pago bien caro.

Entonces, estás cargado de furia y de rabia y hay que descompresionar. Todos sabemos cómo: alcohol, sexo, drogas. Bueno, otros se hartan de chocolates o de comida compulsiva, no sé. Aquí en el barrio todos tienen mucho sexo y algo de alcohol y mariguana. Y también hay místicos, y son los que mejor viven. Pero eso es otra cosa. Dejemos a un lado a los místicos y los esotéricos. En definitiva, son muy pocos. No cuentan.

Margarita resistió mi furia mucho tiempo. Había aprendido a resistir. A sostenerse con muy poco. Deseaba que la amaran. Y me lo pedía siempre. En el barrio todos la acosaban. Todos los hombres, muy discretamente. Es como un deporte. Todos querían reducirla con el falo. Mi barrio está lleno de negros y mulatos y algunos blancos sin mucho que hacer y sin nada en que pensar. Y hay como un engranaje: si logran que ella pruebe el falo y le gusta, cae en la trampa. Es simple y primitivo, pero funciona.

Nada original. La heredera de Vargas Vila me lo decía sonriendo: «Sedúcelas, corrómpelas, envícialas. Son débiles». Yo nunca me lo creí, pero ella me lo repetía siempre, hasta que un día me contó que Vargas Vila odiaba a las mujeres. «Era un misógino», me dijo. «¿Maricón?», pregunté yo. «Bueno, no sé tanto. Misógino sí era».

De todos modos, ahí está Margarita, ahí están todos acosándola. Y aquí estoy yo, furioso y soltando espuma por la boca, pero al menos no me interesa seducirla ni corromperla ni un carajo. Que haga lo que ella quiera con su vida y que me deje tranquilo.

A veces hasta le compro gladiolos y mariposas y por las noches se las doy. Y lo único que espero es que las acepte en silencio y no abra la boca. Pero la jodía negra siempre las huele soñadoramente y cierra los ojos y tiene que dar las gracias y decir que soy maravilloso y que me ama. Y eso me enfurece. ¿Por qué no agarra sus flores y se queda callada la muy cabrona?

Y a mí, ¿por qué se me descontrola la soberbia? ¿Por qué crece y me rebasa? Nada me alcanza cuando pierdo el control sobre la soberbia. Me destruye.

Entonces descubrí que la cercanía de un esclavo me aumenta la furia. Me transmuta en un amo soberbio y furioso. En un amo lleno de rabia. Así que tengo que alejarme de los esclavos. Dejarlos. La contaminación es horrible.