A Salvador Rodríguez del Pino
Después que los trotskistas se fueron, Luisa y yo no comentamos nada más sobre ellos. Una tarde templamos muchas horas. A veces es así. Todo un día templando sin parar. O una noche. No tenemos nada más en que pensar. Luisa regresó de la fábrica al mediodía y nos invadió una alegría plácida y efervescente y ya no paramos. Fueron muchas horas de templeta en todas las posiciones, por todos los huecos, en la cama, en la silla, con la lengua, los dedos, con todo. Amenizamos con media botella de ron barato.
Era muy bueno templar así. Luisa me contaba sus historias porno con sus maridos anteriores, y yo las mías. Las susurrábamos al oído del otro, con lujo de detalles, y teníamos orgasmos y seguíamos y seguíamos. Un sicólogo hubiera trabajado bastante sólo con escuchamos mientras hacíamos el amor y Luisa apretándome con sus talones por mis nalgas y levantando bien las rodillas para que entrara toda dentro de ella. «¡Hasta el coyote, así, que me duela!», me repetía una y otra vez. Todo un banquete para un sicólogo. En definitiva, los sicólogos siempre son de la clase media. Pero la clase media nunca se entera de nada. Por eso siempre está aterrada y quiere saber qué está bien y qué está mal y cómo se puede corregir esto y lo otro. Todo les parece anormal. Debe ser terrible pertenecer a la clase media y querer enjuiciarlo todo, así, desde afuera, sin mojarse el culo.
Bueno, en un receso bebemos unos tragos de ron. Luisa se queda un rato pensando, así como medio fuera del mundo. Al lado de la cama estaban amontonados los folletos de propaganda que dejaron los trotskistas. Los mira en silencio, pensativa, y me pregunta:
—¿Los trotskistas templarán como nosotros?
—No sé. Bueno…, sí. ¿Por qué no?
—Como ellos son tan revolucionarios.
—Eso no tiene que ver.
—No es lo mismo, Pedro Juan. Ellos no le dedican mucho tiempo a esto. Tal vez los domingos por la tarde o algo así. Pero no como nosotros.
La trotskista mujer —eran un matrimonio canadiense, aunque uno nunca sabe, tal vez ni eran matrimonio ni canadienses— le dejó a Luisa un folleto en español titulado: «¡Liberación de la mujer mediante Revolución socialista!». El título con letras robustas sobre una mujer soviética, joven, vestida de negro con abrigos, guantes y bufanda, seria, con los ojos más hermosos y tristes del mundo, y un fusil AK cruzado sobre el pecho. Había una suave dulzura en aquella rusa triste, seria y vestida de negro. Nada feroz. Seguramente era una cálida y dulce rusa. En una esquina decía: «Guardia de honor soviética». Luisa intentó leer el folleto, pero no entendió nada y poco a poco lo gastamos para ir al inodoro.
Luisa me recriminaba siempre mi vagancia. Entonces no era jinetera todavía. Trabajaba en una fábrica de zapatos ortopédicos y quería que yo trabajara en el almacén. «Del almacén puedes sacar todos los días un par de zapatos», me decía siempre.
—Luisa, no jodas, me agarran y yo soy el que voy pa’ dentro. Tú te quedas aquí afuera fresquita y sin lío.
—Ah, no seas maricón. Allí todos roban a dos manos, empezando por los jefes hasta Juan el bobo.
Me dejé convencer. Empecé a trabajar de estibador. Los primeros días por poco me lleva el diablo. Un par de zapatos no pesa nada, pero otra cosa son ocho horas cargando cajas de veinticuatro pares de zapatos cada una. ¡Cojones, por poco me sale una hernia en los huevos!
Por las noches Luisa me masajeaba la espalda. Ella tiene manos de boxeador. Duras, con mucha presión. Me daba buenos masajes con grasa caliente de camero, hasta que los músculos se pusieran a tono.
Todos los días me llevaba un par de zapatos. Luisa los vendía, y mejoramos un poco. Ella era auxiliar de contabilidad en las oficinas, y le sabe a los negocios. Sabe ganar, quiero decir. Siempre saca cuentas y nunca hace un negocio a ciegas.
En la fábrica había un bobo. Era un negro corpulento, fuerte y joven. La gente decía que era sobrino del administrador. Juan el bobo. Barría los pisos por la mañana y vagueaba por allí en las tardes. Estaba fresco como una lechuga. Así está muy bien por ser bobo.
Siempre merodeaba a las mujeres en las oficinas y ellas lo provocaban. El chiste era decirle que la tenía chiquita igual que un niño y que no se le paraba.
El bobo no hacía caso, pero ellas seguían jodiéndolo hasta que el tipo sacaba el animal y se lo mostraba. No era una pinga. Era un animal negro, gordo y salvaje, con unos treinta centímetros de largo. El tipo se sacaba aquel monstruo ya medio erecto y lo mostraba muy orondo, complacido de la admiración que causaba. Ellas empezaban a gritar y a tirarle presilladoras y pisapapeles, pero en realidad era un juego. Les gustaba ver aquel trozo de carne negra y palpitante. Quién sabe cuántas soñarían con aquello por las noches, cuando sus maridos les metían lo que Dios les había proporcionado, que seguramente era mucho menor. A los bobos siempre les sucede eso. Lo que falta en el cerebro, les sobra en la pinga.
Hasta ahí todo estuvo bien. Sólo que ya el show del bobo no era algún que otro día. No. Todas las tardes. Siempre en las oficinas, con las mujeres. Luisa me tenía al tanto. Todas las noches me contaba algo. Quién lo provocó. Quién le dijo esto y aquello. Y así. Una tarde, tres de las más jodedoras se lo llevaron al baño y trataron de masturbarlo, pero la pinga estaba hedionda y no se atrevieron a tocarla con la mano. A una se le ocurrió utilizar un pomo de compotas para no tener que tocar aquello. Quién sabe desde cuándo no se bañaba el bobo. La pinga no cupo dentro del frasco de compota. Una de ellas salió del baño, buscó un pomo mayor. La pinga entró a duras penas. Le hicieron la paja. Querían verlo venirse. Le contaron a Luisa que el tipo llenó el frasco con su semen y todavía se derramó un poco más. Yo no quise creerlo. Ellas después midieron los frascos. El primero tenía cuatro centímetros y medio de diámetro. Era de compota cubana de frutas. El otro era un frasco de compota rusa, de seis centímetros de diámetro en la boca. Luisa, con su manía por los números, midió unos frascos similares ante mí para comprobar lo que decía.
A partir de aquello, Juan el bobo comprendió que se había convertido en la superstar de las oficinas. Y empezó a avanzar más. Ya no era sólo sacarse la verga gigantesca y mostrarla a todas dando vueltas como un modelo en la pasarela. Ahora había algo más. El bobo susurraba cosas muy bajo. Nadie sabía qué decía. Y se masturbaba un rato. Pero lo dejaba ahí. Luisa me contaba que masturbándose y susurrando ininteligible, se acercaba a fulana o a mengana y ellas gritaban riéndose: «No me embarres, bobo, no me embarres». Era un falo hipnótico. En realidad, lo que querían decir era: «¡Embárrame, bobo, embárrame!».
Una tarde lo vi. Subí desde el almacén a las oficinas para decirle algo a Luisa. En mal momento. Allí estaba el bobo en su show. Ya hacía rato que se masturbaba dando vueltas para que todas lo vieran. Suspiraba y se balanceaba de un buró a otro y las mujeres dando griticos. Cuando me vieron entrar se paralizaron. Luisa, que estaba muy divertida y riéndose a carcajadas con el espectáculo, se quedó seria como un muerto cuando me vio.
—Ah, pero ¿qué es esto? Oye, bobo, guárdate ese tareco. ¿Qué pasa aquí? —le grité.
Pero el bobo andaba en otro mundo. No me oyó. Avancé hacia él para darle un par de galletazos y hacerlo reaccionar. Me le acerqué. Me jodía que mi mujer se divirtiera tanto con la pinga del bobo. Avancé y le di duro por la cara, un par de galletazos, con la mano abierta. Y ahí mismo el bobo abre los ojos, asustado, y empieza a lanzar tremendos chorros de leche y me moja. Yo salto atrás, pero eran chorros de dos metros, como una manguera. Todavía no me explico cómo coño ese negro podía fabricar tanta leche y almacenarla. Se viró hacia otro rumbo y siguió soltando su semen por todos los buroes. ¡Yo lo vi! ¡No es cuento! Si me lo hubieran contado jamás lo habría creído. Aquel negro bobo imbécil tenía por lo menos un litro de semen adentro. Pero además, era un semen espeso, concentrado. Estuve a punto de saltarle al cuello y entrarle a patás, pero me contuve. Era un bobo de mierda. Me joden los abusos. Me quedé sin saber qué hacer.
Pero fue sólo un instante. Luisa vino corriendo hacia mí. Traía un papel para limpiarme. Yo me sulfaté con ella. Le di un empujón y la mandé pa’l recoño de su madre.
Me fui y no volví más a la fábrica. Luisa y yo estuvimos muchos días sin hablamos. Ella siguió en la fábrica unos meses más, hasta que la cerraron por falta de materias primas y de electricidad. La crisis arrasaba con todo. Estuvimos un tiempo pasando hambre y muy jodíos, hasta que me cansé de tanta miseria y tomé una decisión. Una tarde agarré a Luisa a lo cortico y le dije: «Oye, está bueno ya de andar con los brazos cruzados y pasando hambre. ¡Pa’l Malecón a jinetear!». Y fue buena decisión. Esa mulata tiene semanas de tumbar hasta trescientos dólares. Ya. ¡Al carajo la miseria!