COGER EL TORO POR LAS ASTAS

Me desperté amaneciendo, con un dolor de cabeza terrible. Estuve durmiendo la curda sobre el muro del Malecón. No sé cuántas horas. Me incorporé. Traté de sentarme y de pensar. Entonces me di cuenta de que estaba sin zapatos, sin camisa, y con los bolsillos vacíos. Me robaron hasta la llave de mi cuarto. Ahora tendría que romper la cerradura. El dolor de cabeza me partía el cráneo, pero intenté coordinar algún pensamiento. Estuve bebiendo hasta muy tarde, con una vieja de unos cincuenta años: gorda, maciza, pero con buenas tetas y buen culo. No está mal para joder un poco. Es una de mis vecinas, y se pasa la vida criando pollos y puercos apestosos en la azotea. No sé cómo se llama. Todos le dicen Cusa. Me provoca siempre. Sale por la mañana a echarle comida a los pollos, vestida con la bata de dormir: blanca, transparente, muy gastada de tanto uso lo cual la hace aún más transparente. Sin ajustadores, con sus pezones oscuros y grandes, y una braguita mínima, que se le pierde entre sus nalgas abundantes. De reojo mira hacia mi cuarto para chequear si yo la vacilo o la ignoro. Ella sabe que un hombre sin mujer se almuerza cualquier cosa. Lo que le caiga entre las fauces.

La vieja es luchadora. Tiene que mantener a dos hijos adolescentes. Es de ese tipo de gente que trabaja y trabaja y trabaja como un mulo, y son muy serios y responsables, jamás se ríen ni se beben una copa, y todo lo toman a pecho. Pero yo le gusto. Hasta las mujeres así de insoportables se alborotan a veces y segregan demasiado líquido. Entonces se ponen alegres como las vacas en celo y procuran a alguien que les haga brotar el líquido sobrante. Así se puso Cusa. No le hice mucho caso hasta que coincidió la superproducción glandular de ella y la mía. Entonces, para no templármela salvajemente en mi cuarto y mandarla de regreso al suyo, quise hacer bien las cosas. A veces me acuerdo que siempre fui un tipo educado y buena gente. La invité a pasear por el Malecón. Yo tenía tres dólares. Alcanzaba para impresionarla, comprando primero dos cervezas de latica. Todo un lujo. Y después una botella de chispa de tren. Cuando la invité titubeó. Hubiera preferido templar secretamente en mi cuarto, en vez de exhibirse paseando conmigo por el Malecón. Aunque yo no tengo mala fama en el barrio. Ni de mariguanero, ni de pajero, mucho menos de fascineroso, ni de problemático con la policía. Nada. Si uno de vez en cuando se fuma un pito de mariguana o se hace una paja o coge una buena curda, eso no es mala fama. La cosa no es vivir, sino saber vivir. Jodió está el que siempre anda enmariguanao, mostrándole la pinga a las vecinas. Ése sí termina mal.

Bueno, al fin se convenció de que podía dejar los pollos y los puercos solos unas cuantas horas en la azotea y pasear con un hombre por los bajos. Aunque siempre pidiéndome que sus hijos no se enteraran. Ah, qué horror la gente seria. Había otro problema: las mujeres tan responsables siempre esperan demasiado de uno. Yo me di cuenta que ella aspiraba a algo más que a un buen palo de vez en cuando. Quería camelarme. Asar un pollito los domingos, invitarme a almorzar. Y probar suerte conmigo. Si me descuidaba, me engatusaba y tenía que ponerme a trabajar y a criar pollos junto a ella, bien aburrido todo el día, y de paso ayudándole a criar su prole. Eso no es para mí. Además, no me gustan las viejas. Para viejo yo. Mis cuarenta y cinco años me rinden por ochenta.

A Cusa se le puede dar un tarrayaso de vez en cuando. Y ya. Ella por su rumbo y yo por el mío. En definitiva, ya hace tiempo que dejé de escribir aquellos poemas candorosos en que les decía a las mujeres que las dejaba libres para que regresen a mí con el corazón a ciegas o naveguen en otra ruta. No. Ya todo eso pasó. Hace años que no espero nada. Absolutamente nada. Ni de las mujeres, ni de los amigos, ni de mí mismo, ni de nadie.

De todos modos, si de vez en cuando se hace un almuercito con un pollo asado y papas fritas, no voy a decir que no.

En fin, parece que, con el estómago vacío, se me fue la mano bebiendo chispa’e tren. No sé muy bien qué pasó. De lo que sí estoy seguro es que ni me templé a Cusa ni hice escándalo. Si hubiera formado un lío me acordaría. Parece que me curdé demasiado y la vieja se asustó. Salió echando y me dejó botado en el Malecón, medio inconsciente, la muy hijoputa.

Apenas me incorporé para sentarme y no me han dejado ni pensar. Ahí está la patrulla arriba de mí:

—Ciudadano, acérquese, por favor.

Voy hasta el carro arrastrando mi vida. Me duele todo el cuerpo como si me hubieran dado una paliza, y la cabeza latiéndome dentro del cráneo. Son martillazos. ¿Me venderían matarratas en vez de chispa’e tren? Ese alcohol estaba ligado con algo mortal. Estoy como si fuera a reventarme.

—Su carnet de identidad.

—No, chico, parece que me robaron anoche porque…

El policía no me deja terminar. Sale del auto. El otro se queda al timón. Ya me conozco la historia: «Ponga las manos sobre el techo del carro, abra las piernas, cabeza entre los brazos, no hable». Me cachea. No encuentra ni un centavo. Me ordena subir al asiento trasero. No me pregunta nada más y salen conmigo hacia la jefatura. Espero dos horas sentado en un banco. Al fin me llaman. Me levantan acta. Insisto en que me robaron. Se los digo muchas veces, pero ni así me dejan ir. Vuelvo al banco de madera. Menos mal que hoy estoy débil y a punto de desmayarme. Otras veces he sido un poco enérgico y me he puesto a invocar mis derechos civiles y qué sé yo, y ahí mismo ellos se acuerdan de que son policías y se ponen brutos y me llevan a pescozones hasta una celda. Al fin se acuerdan de mí unos días después y me sueltan con veinte amenazas. Esta vez fui más diplomático y me tuvieron sentado en el banco hasta el cambio de tumo a las seis de la tarde. No me explicaron nada. Entró el nuevo oficial a esa hora. Revisó los papeles acumulados allí. Me llamó en voz alta:

—¿Pedro Juan?

—¡Dígame!

—Puede retirarse.

Me fui pa’l carajo y me paré en la esquina de la jefatura. En Zanja y Lealtad. Lo que tenía en la barriga era una pelea de cuatro perros mordiéndose a colmillazos. Ya no podía más. Tenía que hacer algo o me iba a desmayar de hambre. Caminé unas cuadras y me senté en la acera. Traté de coordinar mis pensamientos, pero no se me ocurría nada. Seguía borracho. Creo que hacía cuarenta y ocho horas que no comía nada. Sólo líquidos. ¿Tendría todavía rastros de sangre en el alcohol? Los cantos gregorianos del monasterio de Silos me resonaban en la cabeza. Alguna vez los escuché mucho. Tanto que me los aprendí. No podía recordar dónde los escuché. Me resonaban como un estribillo. Me golpeé la cara para reaccionar. Me despabilé y seguí caminando. No sabía para dónde iba. Tal vez el piloto automático tomó el mando sin yo saberlo y me hacía continuar navegando.

Me sentía muy vacío. Como si no tuviera tripas ni mierda ni corazón ni nada. Estaba vacío, ligero. Caminaba automáticamente y pensaba con lucidez: tienes que coger el toro por las astas, Pedro Juan. Tienes que dejarte de blandenguerías y ponerte fuerte. Te pones bien fuerte, te plantas ante el toro, lo agarras por los cuernos y no puedes dejar que te derribe. Oh, no. Lo vences tú, lo volteas de lado y ya sigues feliz. Hasta que aparezca el próximo toro y comience a darte cornadas y otra vez tienes que ponerte muy duro y derribarlo. Es así. Siempre aparece un toro tras otro. Siempre hay otro toro que derribar.

Subo desde Zanja hasta Reina y sigo recto, lentamente, arrastrándolo todo. Me alejo de mi casa, pero no comprendo que me alejo. ¿Por qué no voy hacia Malecón? ¿Por qué no me arrastro hacia Malecón? No pienso. El piloto automático habrá perdido el rumbo. La iglesia gótica de Reina y Belascoaín está abierta. Entro. Me siento en un banco, miro los vitrales y, por supuesto, los cantos gregorianos arrecian tanto que no me explico cómo la gente no los escucha. Resuenan tan alto dentro de mí que todos deben oírlos. Pero no. Nadie los escucha. No sucede nada más. Estoy demasiado ligero para orar. No tengo deseos, o no puedo rezar, ni agradecer. Jamás le pido algo a Dios. Sólo le agradezco. Siempre tengo mucho que agradecer, pero ahora no. Estoy transparente, vacío como el aire. Me levanté y seguí por Carlos III Unter der linden. Era una buena hora. El atardecer. El crepúsculo y los árboles. La hora de las libaciones, como decía la mujer más hermosa que tuve en mi vida. A esta hora su marido libaba en algún bar hasta las diez de la noche. Y yo aprovechaba para tener pequeñas orgías de dos o tres horas con ella, que al final terminaban libando todos juntos, a partir de las diez, como buenos amigos al fin y al cabo. Sospecho que él se imaginaba algo, pero ésa es otra historia. Desde entonces el crepúsculo siempre ha sido terrible para mí.

Nada de libaciones, Pedro Juan, me dije. Hay que buscar comida. Entonces me di cuenta de que yo era un pordiosero de mierda. Un limosnero asqueroso. Sucio, con una patilla de dos días. Andaba sin zapatos y sin camisa, caminando medio borracho todavía, casi inconsciente. Podía pedir limosnas y comprar algo de comer. Después ya vería cómo coño regresaba a mi cuarto para agarrar a Cusa por el pescuezo y cagarme en el coño de su madre. ¿Por qué me dejaste tirado allí, hijoputa?, le preguntaría, pero a bofetones limpios. Me gusta darle buenos cachetazos a las mujeres cuando se lo merecen. Y a Cusa me la voy a templar así. Dándole por la cara. Que le ardan, que le duelan los galletazos, mientras se me para y se la meto. Ahh, qué rico. Y la vieja me dirá: «¡Ya no me des más, pero métemela! Métemela toda, hasta el tronco, papi rico. ¡No me des más, cojones, ya!». Y ahí mismo empieza a tener orgasmos y a gritar y a jadear con cada lechazo. Ah, como voy a gozar con esa vieja tetona.

Extendí la mano y comencé a pedirles a todos los que pasaban a mi lado. Apenas les balbuceaba algo. Si pides limosnas no puedes hablar claro, ni razonar, ni nada. Eres un miserable animal, un microbio pidiendo unas monedas por amor de Dios. Un apestado. Así se ha hecho siempre desde que el mundo es mundo. Es todo un arte pedir limosnas y aparentar imbecilidad, cretinismo, borrachera crónica, estupidez. Sólo un imbécil pide limosnas. Si estás un poquito por encima de la imbecilidad puedes hacer cualquier otra cosa. Es así. Tienes que poner cara de imbécil para convencer. Pero ni así. ¡Nadie me dio nada! Caminé muchas cuadras Carlos III abajo. Lentamente. Desarrapado. Sin rumbo. Con cara de loco o de imbécil, poniendo las manos abiertas delante de todos y balbuceando. ¡Nadie me dio ni una moneda! ¡Horror! Nada. Me pude morir de hambre esa noche. Caminé todo Carlos III. Dos o tres horas. No sé cuánto tiempo. Pidiendo por amor de Dios. Y todos viraban la cara. Miraban a otro lugar. O hacían como si yo fuera un fantasma. Nunca antes había pedido limosnas. Pero es terrible pedir limosnas cuando la gente tiene tanta miseria. Todos están en el fondo y detestan a otro que viene a quejarse. Muchos me dijeron: «No jodas, viejo, si yo estoy pa’ que me den limosna».

Así, ni un centavo. En cambio recuperé lucidez. Debía regresar a mi casa. ¿Por qué eludía regresar así a mi casa? No quería aparecerme destrozado y casi desmayado. Los vecinos son chismosos. Ahora lo comprendo. No hay otro motivo. Un poco más lúcido, me dije: «Regresa a la casa, Pedro Juan, intenta llegar. Ya es de noche y no te verán». Parece que desconecté el piloto automático y de nuevo me puse yo al mando.

Entonces veo que estoy frente a la casa de Zulema. Oh, ella sí me va a ayudar. Crucé la avenida. Subí las escaleras. La última vez que hablé con ella estaba tristísima porque su sobrino regresó a Suecia y ella había botado al marinero borracho. Es una buena hijoputa, pero ahora por lo menos podría comer algo, conseguir una camisa y un par de zapatos. Zulema vivía en un cuarto de cuatro por cuatro metros. Un cuartucho de mierda igual que el mío, donde hemos tenido buenos encontronazos durante noches enteras. Ella es insaciable. En mi cuarto hemos disfrutado más, porque entre un round y otro teníamos al mar delante de nosotros. Pero su cuartucho sólo tiene una ventana de mierda al pasillo del piso, donde los otros vecinos gritan, se fajan, y la mierda de los perros apesta. Eso era todo. Su única esperanza era que Carlos Manuel se la llevara a Miami. Carlos Manuel fue el hombre de su vida durante muchos años. Se casaron. Tuvieron un hijo, y Carlos Manuel intentó irse clandestino del país. Guardafronteras lo agarró. En el juicio pudo recibir dos o tres años de cárcel, pero el tipo es bocón y soltó unos cuantos improperios contra el gobierno y el comunismo. No muchos. En realidad no dijo casi nada en relación con lo que estaba pensando. Pero cayó mal. El abogado ni abrió la boca para defenderlo. Le echaron diez años de cárcel. Cumplió y cuando salió, arregló sus papeles y se fue pa’l carajo. No podía vivir en Cuba. La familia de Zulema no la dejó irse. La madre estuvo un año en shock sobre una cama. Ahora el tipo se vuelve a enamorar de Zulema y la está reclamando, legalmente. Con todos los papeles en regla. El hijo de él, que ya tiene veinte años, Zulema, y una hija que ella tuvo después con otro de sus maridos.

Subí como pude hasta el tercer piso. Toqué en su puerta. Ella abre y cuando me ve desorbita los ojos como si hubiera visto a un muerto. Va a tirarme la puerta en la cara. Yo la detengo.

—¡Zulema, aguanta! Aguanta por tu madre, que soy yo y me estoy muriendo.

Ella sigue forcejeando para cerrar la puerta. No ha dicho nada. No abre la boca. Sólo trata de cerrar la puerta. Tiene cara de terror.

De pronto la puerta se abre violentamente y aparece un tipo grandísimo. Como un orangután. Es un mulato gordo y fuerte, con un bigote negro y grande que le rodea la boca. El tipo está furioso.

—¡¿Qué cojones pasa aquí?! ¡¿Qué cojones pasa aquí?! ¿Quién es este tipo tan asqueroso, chica?

—¡Yo no sé! ¡Yo no lo conozco! —dice Zulema.

—Zulema, ¿cómo no me vas a conocer?

—¿Lo conoces o no lo conoces? —le pregunta el orangután.

—¡Ay, no, Pipo, eso es un ladrón! ¡Yo no lo conozco! ¡Yo no sé quién es!

—¡Oye, hijoputa, no seas singá…!

El tipo no me deja terminar.

—¿Cómo tú le vas a decir singá a mi mujer, chico? ¿Tú estás loco?

Me agarra y me da puñetazos como si yo fuera un putching bag. No lo puedo describir. No puedo porque sólo de acordarme vomito. En vez de puños de carne y hueso tenía plomo. Plomo puro. Bolas de acero. Me descuartizó los huesos, me lanzó escaleras abajo, y cerraron la puerta.

Comenzaron a resonar los cantos gregorianos. Ave María. Aleluya. Me quedé inconsciente no sé cuánto tiempo.

Desperté en una cama del hospital de emergencias. Tengo rota la mandíbula, el brazo izquierdo, la clavícula y varias costillas. Dice la enfermera que me operaron el bazo. Parece que además tengo corroído el hígado y los riñones, y eso es irreversible. Todos los médicos me preguntan si bebí alcohol de madera o ácido sulfúrico.

Bueno, no sé nada. Pudo ser peor. Estoy inmovilizado. Hay dos o tres mangueras echando líquidos en mis venas. Una enfermera me gusta mucho, pero con esta barba canosa parezco un viejo de mierda. Un viejo limosnero abandonado por Dios en esta esquina del mundo. Y la enfermera me trata con cariño de mamacita. A ellas les gusta eso. Todas las enfermeras son iguales. Les encanta tratar a los pacientes como si uno fuera bobo o anormal o un hijo pequeño y desvalido. Ah, me dan rabia. Bueno, aquí tendré tiempo de pensar. Zulema una vez me dijo que su vida había sido muy cochina. Parece que sigue igual. Tendré tiempo de pensar un poco en eso. Por qué una mujer hermosa y agradable se lanza a una vida cochina y ya no puede detenerse, aunque sepa que cada día se revuelca en el fango y la mierda. La miseria retuerce a la gente.

Pero, sobre todo, tengo que recuperarme y coger el toro por las astas. Entonces le voy a dar un buen pase de cabilla al Pipo ése. Lo voy a esperar en la escalera y lo muelo a cabillazos. No se le va a parar la pinga más nunca porque le voy a machacar los huevos.