MUCHO RUIDO ALREDEDOR

Nos conocimos en un ómnibus. Uno sentado junto al otro durante hora y media. Los dos respirando sexo por todos los poros, como si nos olfateáramos. Anisia con diecinueve años y yo con cuarenta y cinco. Es una mulata delgada, fibrosa, con todo bien medido, linda, con ojos alegres, como una fuente de chispas. Insinuamos algo. Había buena corriente entre nosotros. Intercambiamos teléfonos y chau ya llegué. ¿Tú sigues? Sí, yo sigo. Bueno, nos vemos. Yo te llamo.

Ahora está aquí. Después de muchas llamadas. Yo nunca en casa. Al fin hablamos, y vino a mi cuarto en la azotea. Llega sudada, sofocada. Esa escalera, nueve pisos, es una prueba. De nuevo me llaman por teléfono. La vieja del octavo piso me grita. Por cada llamada me cobra un peso. Tengo que aguantar porque a este paso podré comprar la compañía telefónica. Bajo. Es Zulema. Está nerviosa, el sobrino regresó de Suecia, y al mismo tiempo ella botó al marinero en medio de una borrachera. ¿Por qué cojones todo el mundo me busca para contarme sus problemas?

El sobrino se las arregló ocho años atrás para trabajar en Varadero, eludir a su padre comunista. Buscarse una canadiense de plata, que se casara con él. Irse con la canadiense fea, vieja y rica. Encontrar trabajo, aprender inglés perfectamente, conseguir la ciudadanía. Divorciarse en una lucha a brazo partido porque la vieja no quería soltarlo. Y casarse con una muchacha de menos plata pero más bonita y joven. Ahora, no sé cómo, vive en Suecia. Después de cinco años vino de visita una semana. Muy orgulloso porque pesa trescientas libras, viaja todos los años de vacaciones a un país distinto, tiene una casita bonita con un extractor de olores en la cocina, y es obrero de una fábrica de aviones de guerra y cohetes. Aquí estuvo nervioso y depresivo. Todo el tiempo tomando tilo porque encontró ruinas y suciedad y mucha miseria, y ya está acostumbrado a que todo sea bonito, limpio y luminoso.

Zulema me cuenta todo eso de sopetón. Elogia el éxito de su sobrino-obrero, sus trescientas libras, su extractor de olores.

—Oh, qué bien le ha ido, Pedro Juan.

—Sí, sí. ¿Y se acuerda del español o habla en sueco o qué?

—No sé, no sé. Eso no tiene nada que ver. ¡Qué gordo está! Dice que se come un bistec diario. ¡Ay, qué felicidad! ¡Qué carajo importa si habla en español o en chino! Como si tiene que estar mudo. Por lo menos come bien y tiene su casita. Aquí estaba que era huesos y ojos nada más.

—Ahhh.

—Yo estoy muy triste porque él vivió conmigo mucho tiempo. Es el sobrino que más quería. De Varadero venía para acá porque en su casa las broncas con el padre eran de ampanga. Siempre fue un loco. Si tú ves cómo le hacía muecas por la espalda a la vieja canadiense. Yo no entendía nada porque hablaban inglés entre ellos, pero él le hacía muecas y se burlaba a sus espaldas y la vieja no sabía de qué yo me reía. Cuando la trajo por primera vez y me la presentó, me dijo: «Tía, este artefacto es una vieja bruja, pero tiene plata y me voy con ella». Me hablaba en español y la vieja no entendía. Él es muy listo. Antes estuvo con una peruana, con una mexicana, qué sé yo. Un montón. Pero me decía: «Tía, son más muertas de hambre que yo. Que se vayan al carajo que yo no estoy para romances, lo mío es buscarme una con plata». Y así estuvo tres años en Varadero hasta que al fin se empató con alguien que merecía la pena. Él sabía lo que quería. Es una gente de carácter, no un comemierda.

—Bueno, ahora hace falta que te llegue tu visa.

—Sí. Si Dios quiere, y la nostalgia sigue, tú verás que él me acaba de reclamar este año. Tú no sabes la fuerza que tiene este bollo mío. Hala más que un tractor.

—Bueno, tengo que dejarte que estoy ocupado.

—¿Tú ocupado? Ay, viejo, no jodas, si tú vives como Carmelina. Ven luego. Te tengo una noticia: tuve que botar al marinero borracho. El muy singao, borracho siempre y fumándose dos cajas de cigarros al día. Figúrate, sin un centavo ni para la leche del niño. Tiempla muy rico, me gusta mucho y todo, pero no, porque cuando llego a la bodega no puedo decir dame los mandados y no te los pago porque mi marido está riquísimo y hacemos el amor muy bien cuatro veces al día, pero es un inútil y un borracho. No. Porque me van a decir: «¡Pues siga templando cuatro veces al día, pero sin dinero no se lleva los mandados!». ¡Qué va! Hay que ser tajante. Le di una botá, que ya te contaré. Me parece que se fue llorando. No sé. No quise ni mirarlo. Ven luego para hablar, papito. Si quieres te quedas aquí.

—¿Y él no regresará?

—No. Le quité la llave. Si regresa es un fresco y lo vuelvo a botar. Ven esta noche.

—Bueno, okey, no me llames. Yo voy luego. Chao.

—Chaíto, mi cielo.

Yo no pensaba ir hasta que perdiera el olor a alcohol y tabaco del marinero. Si uno tiene que vivir comiendo sobras mordisqueadas por los demás, al menos debe cuidar que no tengan saliva.

Subí, y allí estaba Anisia, sentada en el piso, mirando una revista porno que encontró entre los papeles. Me senté a su lado:

—Oye, ¿estuviste registrando en esos papeles?

—No he tocado tus papeles. La revista sobresalía y la cogí. Ay, papito, estoy con la boca hecha agua. Mira esto.

Hojeaba unas fotos en colores, a toda página: negros de grandes pingas templándose a unas rubias noruegas enormes y macizas, como odaliscas de Rubens.

—¿Qué te gusta más, las rubias o los negros?

—Los negros. Son una locura.

—¿Por qué?

—Me gustan esas pingas largas y gordas.

—Pero tú has de ser estrecha.

—Sí, pero me gusta que me duela. Ese dolorcito es rico.

—Ah, ¿quieres un trago?

—Sí, cómo no.

Sirvo un poco de ron en dos vasos. Pienso que nadie tiene necesidad de pornografía. Necesitamos amor verdadero. Y también necesitamos un poco de espíritu y religión y filosofía. Pero todo eso exige tiempo y silencio y reflexión. Por eso nos perdemos. Por ir demasiado aprisa, con mucho ruido alrededor. El ruido se nos mete dentro y actuamos compulsivamente, sin reflexionar.

—¿Te has enamorado alguna vez, Anisia?

—No, no, nunca. No quiero complicarme. Tengo que irme de aquí, Pedro Juan.

—¿Tú también?

—¿Yo también qué? ¿Quién más se ha ido?

—No, nada. ¿Y para dónde te vas?

—¡Para Miami! ¿Para dónde voy a ir? Yo tengo un tío allá y quiero que me reclame.

—Estás en la edad de hacerlo. Si tienes hijos aquí y te complicas, te va a ser más difícil.

—Sí, pero tengo que aclararme el camino. Hace poco fui a un palero y me dijo que me comprara un collar blanco de Obatalá para preparármelo.

—¿Y por qué no lo has comprado?

—Porque vale cincuenta pesos.

—Yo te los voy a dar.

—No, no me des nada. Yo soy manicura y peluquera y me busco la vida, y con algo que me da mi marido, ya está bien.

—Bueno, pero te puedo hacer un regalo, ¿o no?

—Regálame flores, regálame un poema.

—¿Te gustan?

Puso cara de niña traviesa:

—Claro. A veces copio algún poema y me lo regalo yo misma.

—¡No me digas! No pareces tan romántica.

—Ay, sí, mi ilusión es ser la mujer de un poeta y que se pase la vida regalándome poemas, flores y perfumes.

—Tu marido no está en eso.

—¡Qué va! Ese negro siempre está embarrado de grasa, es mecánico. Más tosco y más bruto que un tronco de yuca.

—Déjalo.

—No. Ése es el hombre que me gusta. Yo soy una perra de celosa con él.

—Enséñalo entonces a que te regale flores y poemas.

—Cada quien es como es. El último poema que copié me lo aprendí de memoria y dice algo de eso, ¿tú sabes cómo empieza?

—No me imagino, ¿de quién es?

—No me acuerdo bien. Creo que es de Benedetti. Dice: «No culpes a nadie, nunca te quejes de nadie ni de nada, porque fundamentalmente tú has hecho lo que querías con tu vida».

Su expresión de niñita diabólica me tenía loco. Extendí la mano. Desabotoné la blusa. No tenía ajustadores y todavía le corrían gotas de sudor en el pecho. Bellísimas sus tetas. Pequeñas, oscuras, duras, con unos pezones redondos, de púber. Las besé, las chupé. Ella se dejó hacer, complacida. Tuve una buena erección. Me la apretó fuerte. Calentamos un poco. Me habló de sus gustos sexuales con los negros. Sólo una vez dejó que un negro le diera por el culo.

—Fue hace poco, con mi marido. Le unté miel de abeja y le dije: «Dale despacio, no te vayas a volver loco». Así y todo, tuve que aguantar como una mula. ¡Ay, Pedro Juan, se me abotinaron los ojos! Yo pensé que me iba a morir. Me quedé sin aire, pero en el fondo me gusta ese dolor. No me he atrevido a repetir, pero cualquier día lo hacemos de nuevo. Me tengo que acostumbrar, pero lo que él tiene no es una pinga, es un brazo. ¡Es mucho, viejo, eso es mucho!

—¿Con cuántos hombres has estado, Anisia?

Se quedó un rato dudando si decírmelo o no. Al fin habló.

—Una vez los conté y eran cincuenta y ocho.

—¿Ahora irás por setenta?

—Más o menos. Tal vez un poco más.

—¿Te gusta tanto?

—¿Qué cosa?

—La pinga. Tú eres loca a la pinga, muchacha.

—Sí, loca, enferma, todo lo que tú quieras, pero es la primera vez que tengo dos a la vez. Siempre los he tenido de uno en uno.

—Sí, de uno en uno. Uno hoy, otro mañana, el otro pasado. Y sin preservativo.

—Ah, eso sí. El preservativo no se hizo para mí. Me gusta carne contra carne.

Mientras hablaba me abrió la portañuela, me sacó la pinga y me la meneaba despacio. La miraba como si fuese una golosina y se la metió en la boca. Chupó y movió la cabeza hasta que salió un gran chorro de leche y se la tragó toda. Chupando. La leche se le corría por los labios y ella la recogía con la lengua. No quería perder ni una gota. Yo soy muy gritón en los orgasmos. No puedo resistirlo. Mientras suelto la leche grito, suspiro, muerdo. Es que tengo mucha sensibilidad en la cabeza de la pinga. Y eso me hace perder el control de mí mismo. Cuando empiezo a suspirar y a gritar como un loco, ella se asusta. Para ella soy un viejo. Veintiséis años mayor. Y eso es mucho. ¿O no? Se saca la pinga de la boca. Todavía chorreando leche. Suspiro, suspiro fuerte, tengo los ojos en blanco. Es un éxtasis extraño y dulce. Me abandono y lo disfruto. Siempre me sucede. Más cuando me la maman. Si tengo la pinga metida en un hueco es un poco más controlable. Todas se asustan la primera vez y creen que me voy a morir con un arrebato de amor. Anisia se asustó mucho. Al fin logro dominarme. Se me sale otro chorrito de leche. Con mi mano me ordeño bien la pinga, desde la base, y suelto las últimas gotas sobre el piso.

—¿Te la tragaste toda? ¿Te gustó?

—Sí, sí. ¿Ya se te pasó? ¿Estás bien?

—No me hagas caso. Siempre es así.

—Ay, yo pensé que te pasaba algo. Por poco me voy corriendo.

Me tiré en una silla. Exhausto. Resoplando. Había soltado toda mi vida en la garganta de ella. Y ella se la tragó. Necesitaba recuperarme.

—Así que te ibas a ir. Si llego a tener un ataque al corazón o algo así, me dejas botado aquí.

—Claro. Yo no me puedo complicar. Tú no ves que ese negro se entera y me mata a golpes.

—Bueno, nada, Anisia. Todo bien. ¿Quieres un trago?

—No, qué va. Tengo que irme.

—Oye, no te asustes que no me pasó nada. Eso es normal. Sírvete un trago.

—No estoy asustada, pero nunca había visto eso en un hombre.

—¿Eso qué?

—Esa reacción. Me asustaste. Tengo que irme. Yo te llamo. Se levantó, me dio un beso, y se fue. No he sabido más de ella.