LA SERPIENTE, LA MANZANA Y YO

Aquella mujer me sedujo del mismo modo que la serpiente hipnotizó con su mirada a Adán y lo tentó a probar la manzana. Yo estaba muy aburrido y me venía bien una mujer que me acariciara un poco. Tenía un contrato con una perforadora de pozos petroleros y vivía veinticinco días del mes en un trailer, parqueado en las afueras de un pueblo cerca de La Habana. Trabajando sobre los arrecifes de la costa, a unos metros del mar Caribe. Diez horas al día cargando tubos, trozos de hierro, barras de lodo, barrenas y todo eso. Era un trabajo duro. Siempre sucio de grasa y fango y con peste a azufre. Me cansaba mucho. Por la noche tragaba el sancocho que hacían allí y caía como un perro apaleado en mi camastro, hasta las cinco de la mañana del día siguiente. A veces creía que esa rutina era preferible al solar, al brete de los negros y a la miseria absoluta. Otras veces quería mandar al carajo el petróleo y regresar al solar. Yo, el eterno indeciso, confundido siempre hasta la médula. Confundido como un péndulo. Después, de todo, prefiero el patetismo a la sordidez.

No tenía tiempo ni fuerzas para pensar. Y eso era bueno. La vida precipitada, azarosa, me ha conducido siempre a callejones sin salida. Muchos amores locos y absurdos, por ejemplo. Siempre atormentado, corriendo, entrando y saliendo precipitadamente de muchos sitios. Como quien busca y no encuentra.

Y a la vez voy envejeciendo. Y descubro que pierdo capacidad de cinismo. Pierdo energía y alegría y poder de multiplicación. Ya no puedo manipular tan cínicamente como cuando era joven y quería siempre salirme con la mía, a como costara.

Esta mujer estuvo un tiempo seduciéndome con su mirada. Morena, bonita, maciza. Puede tener treinta y cinco años, diez menos que yo. Es enfermera en el policlínico del pueblecito. Nos vimos dos o tres veces. Tuve que ir a curarme una herida infectada, y ella con su miradita a lo Libertad Lamarque y su boquita a lo Sarita Montiel. Me pareció un poco picúa, pero con un cuerpo sólido. Buen culo. Buenas tetas. Así que me daba igual si tenía cerebro o estopa. Entré en el juego. Conversamos y me aceptó una invitación a salir, pero a la inversa:

—En este pueblo la gente es muy chismosa. Mejor ven a mi casa esta noche. Yo vivo sola. ¿Te gusta jugar dominó?

—Sí, pero…

—¿Pero qué?

—Nunca me ha invitado una mujer a jugar dominó.

Nos vimos esa misma noche. Me bañé bien. Traté de quitarme la peste a azufre y lodo. Su casita está en un lugar oscuro y apartado, medio cubierta por hierbas y arbustos, que no hacen un jardín precisamente.

Todo transcurrió lenta y desesperadamente. La casita era oscura, de madera sin pintar, con muy pocos muebles, casi vacía. Con dos o tres bombillas de luz opaca y amarilla. Las ventanas y puertas bien cerradas, calor sofocante. No había ni un solo detalle femenino: una cortina, unas flores, algo bonito colocado en algún sitio. No, nada. Así y todo me dejé arrastrar hasta la manzana. Me dejé arrastrar a pesar de la torpeza de aquella mujer. Me llevó hasta la cocina, nos sentamos a una mesa y jugamos dominó y bebimos ron tibio, del más barato y asqueante, que sólo se puede encontrar en tugurios muy sórdidos. Ella sacó una caja de cigarros de tabaco negro, y fumó.

Media hora después logré evadir el dominó. Aquello era una cámara de tortura. Ya casi tenía ganas de mandarla al carajo y salirme de allí. Intenté conversar un rato. En realidad quería dar un mordisco en la manzana, a pesar de todo. Pero faltaba más. Su conversación se concentró en el béisbol. No tengo nada que decir del béisbol. Ni a favor ni en contra. Entonces me arrastró al kárate y me mostró sus manos duras y callosas.

—Practico todos los días. Puedo partir una tabla de un solo golpe.

—¿Y no te molestan esos callos en tu trabajo?

—No. Al contrario.

—¿Cómo es eso?

—No quieras saber tanto.

—Yo no quiero saber nada. Me da igual.

Se levantó. Fue al dormitorio y regresó con un sobre en la mano. Eran fotos de ella. En bikini. Un pudoroso bikini. En varias posiciones. Parecían fotos anatómicas para un libro de medicina. Posiciones bien áridas y el fotógrafo estático frente a ella. Nunca he visto algo más ridículo. Creyó que me calentaría con aquella mierda. Tal vez pensó que era muy pornográfico. El odio comenzó a revolcarse dentro de mí.

—¿Y esto qué es?

—Yo.

—¿Quién te hizo esto? ¿Dónde fue?

—No preguntes tanto, papito. No es bueno saber demasiado.

Se me acercó. Quizás esperaba que yo la besara o le agarrara una teta. Pero no. Yo estaba como si ella fuera uno de aquellos tipos peludos como un oso que trabajan conmigo, siempre sudando y apestando a rayo. Me preguntaba cómo coño podía salirme airosamente de allí, sin tener que mandarla al carajo. No me gusta ser grosero con una dama.

—¿Por qué no pones música?

—No tengo radio.

—Tienes medio desmantelada esta casa.

—Sí. Es que…, bueno, te lo voy a decir…, estuve mucho tiempo fuera de Cuba. Regresé hace poco.

—Ahh, la mujer misteriosa.

—No puedes saberlo todo. O ya lo sabrás. Pero poco a poco.

—Tú eres de la Seguridad del Estado.

Hizo un gesto vanidoso que significaba «tal vez». Yo señalé el closet de donde había sacado las fotos, y le dije:

—Y ahí tienes una pistola, y estuviste en la brigada América correteando por esas selvas, entre los monitos y las serpientes.

—¡Hey! ¿Quién coño eres tú?, ¿tú me conoces?, ¿qué tú sabes de la brigada América?

Se alarmó. Se puso de pie. Yo me atemoricé. Ella es karateca y yo apenas si he boxeado un poco. Todavía no sé por qué cojones se me ocurrió decirle todo aquello. ¿Sería telepatía? Jamás sabré si fue telepatía o casualidad o qué. Ahora tenía que calmarla.

—No, chica. No me hagas caso. Estaba jugando contigo. Estás tensa. Relájate, relájate.

—No juegues así. ¡No juegues así!

—Oye, es muy tarde y mañana me despiertan a las cinco de la madrugada. Me voy.

—No es tarde. Todavía no son las diez. ¿Quieres más ron?

—No.

—¿Cuándo nos vemos? ¿Vienes mañana?

—A lo mejor sí. Por la noche.

—Pasa por el policlínico y avísame.

—De sorpresa no puedo venir.

—No. Avísame primero.

—Te entrenaron bien, compañera. Siempre alerta.

—Ya te dije que no juegues con eso. Acaba de decirme de dónde me conoces.

—No, no. Quédate sin saber nada. Mañana te veo. Chau.

Y logré escabullirme, salir al aire fresco de la noche, y respirar a fondo. Entonces comprendí algo importante: aquella mujer no olía a mujer. Por eso mis testículos no vibraron. Nada vibró.

Trabajé un año en los pozos de petróleo, pero no la vi más. Me dediqué a trabajar mucho, y a no pensar. Embrutecí un poco más. Me salieron arrugas y envejecí y se me curtió el pellejo con el sol y el salitre y el azufre.