A Salvador Rodríguez del Pino
El chicano y yo tomamos muchas cervezas sentados a una mesa en el portal del Hotel Deauville. Un domingo por la noche, en el centro de La Habana, es peligroso sentarse a beber con un tipo gordo, sonrosado y muy blanco. Un tipo así, de sesenta años, debe tener mucha plata. La manada olfatea los dólares y acosa, con los colmillos listos para agredir. Todos olfatearon los dólares y empezaron el acoso. Los niños pidiendo monedas. Las putas insinuándose. Los jineteros proponiendo ron, tabacos, afrodisíacos. Todo de contrabando, a precios muy bajos. Cada quien con su historia. La miseria destruía todo y destruía a todos, por dentro y por fuera. Ésta era la etapa del sálvese quien pueda, después de aquella otra del socialismo y no muerdas la mano del que te da la comidita. Así que al carajo la piedad y todo eso. Nosotros nos divertíamos. El chicano me hacía historias de su infancia gay en Acapulco. Fue gay, y loca arrebatada desde el vientre de su madre. Y por eso era divertido. Toda la historia de su familia la contaba al revés. Y era fabuloso escuchar las tribulaciones de gente acaudalada en medio de la Revolución mexicana, y los espíritus nocturnos de los bisabuelos escoceses, y las tías solteronas. Por algo los chingados mexicanos pueden escribir bien: tienen mucha materia prima de buena calidad y siempre han sido los vencidos.
A las doce de la noche el chicano fue al baño del hotel y tres putas entraron con él y trataron de violarlo o algo así. Él se asustó y regresó precipitadamente en busca de mi protección. Una pandilla de negritos y blanquitos nos rodearon en ese momento pidiendo algo. Lo que fuera. Ponían cara de hambre, extendían la mano y ronroneaban: «Señor, por favor, denos algo para comer, denos algo para comer, denos algo para comer». Intenté azorarlos:
—¡Hey, ya está bien! No hay nada que darles.
Entonces uno de ellos lidereó al grupo, para retirarse airosamente:
—Perdone, señor, es que esta situación nos vuelve locos. No nos haga caso. ¡Vamos, vamos!
Se fueron corriendo, pero el líder regresó y me dijo sonriendo:
—¿Vio cómo lo libré de esos locos? ¿Por qué no me da algo a mí? Aunque sea para una hamburguesa.
—¡No, muchacho! No hay nada. Vete al carajo.
Noté al chicano un poco nervioso:
—¿Qué te pasa, Enrique?
—Nada, es que una de ellas intentó meter su mano en mi bragueta. Y eso es grave. ¿Sabes? Intentó violarme. Y yo no puedo. Estoy un poco alterado. Vámonos de aquí y buscamos dónde cenar.
Ya teníamos ocho o nueve cervezas dentro. Con el estómago vacío. Hacían su efecto. Estábamos un poco borrachitos. No mucho. El chicano pagó y salimos por el Malecón. Había miles y miles de personas. Con el calor y la humedad de julio, todos salían de sus cuevas a tomar un poco de fresco y escuchar música. El Malecón en semipenumbras y con una música estridente. Más bien con muchas músicas estridentes que salían de todas partes. El mar sin moverse. No había ni brisa leve. Nada. Sólo calor pegajoso, miles de gentes, oscuridad, y el mal olor de las fosas derramadas.
Dos de las jineteras que lo persiguieron en el baño nos alcanzaron. Lo agarraron por el brazo. Eran dos mulatas bonitas, muy jóvenes, sudadas. Tal vez demasiado delgadas y ojerosas.
—Si no te quieres acostar con nosotras, por lo menos danos un dólar para un perro caliente.
—¡Pos nooo! No tengo nada. No tengo nada. Gracias por favor.
—¡Ah, tú eres maricón! Eso es lo que te pasa. Míralo que fino. ¡Vete a singarte a tu bugarrón, anda! ¡Cógele el culo, jinetero, cógele el culo, que eso es lo que a él le gusta!
Ah, carajo. Ni les contesté. No merecía la pena. Seguimos caminando. La gente nos miraba y nosotros mirábamos a la gente. Todos sudábamos.
—Desde que llegué a Cuba no me he secado —me dijo Enrique riéndose y secándose el sudor con un palacate rojo. En las montañas nevadas de Colorado tal vez lo usaba al cuello para evitar los resfríos. La mente se me entretuvo un rato con los cowboys en caballo por aquellas montañas, con chaquetas de cuero.
—Tenemos que cenar algo, Pedro Juan. ¿No tienes hambre?
—Sí. En esa esquina hay un puesto de fiambres.
Nos acercamos al puesto. Tenía muchas mesitas alrededor. Todas ocupadas. Y mucha gente de pie y mucho ruido. ¿De dónde salía tanta gente? Eludimos cuerpos sudados que gritaban, bailaban, se reían, y llegamos al mostrador. Pedimos dos raciones de pollo con patatas fritas, y dos cervezas. En realidad yo quería emborracharme esa noche. Pero cuando tengo deseos de beber, puedo tomar una cerveza tras otra, hasta veinte o treinta, perder la cuenta, y seguir, y yo sólo medio curda.
Un mulatico muy joven se metió en medio de nosotros. Nos empujó. No pidió permiso. Sólo nos empujó, se pegó al mostrador, sacó un billete de diez dólares y pidió algo al empleado. Otro mulato, tal vez casi negro, muy joven, se acercó a sus espaldas. Lo agarró por el hombro. Lo haló fuerte hasta virarlo de frente a él y de espaldas al mostrador y, con una expresión de odio y de rabia feroz, lo apuñaló dos veces en el pecho. A pocos centímetros de mí. Todo tan rápido que no entendí que aquel acero reluciente era un puñal que entró y salió dos veces limpiamente, sin gota de sangre, del pecho del mulatico de los diez dólares.
Sin pensarlo, le di un empujón a Enrique para alejarlo. Y yo me pegué al mostrador todo lo que pude. El apuñaleado salió casi corriendo y el otro siguió dándole cuchillazos por donde lo agarrara. Gritería. Gente apartándose. Un policía disparó tres veces al aire con una 45. Es extraño. El policía, vestido de civil, estaba en las penumbras, bien lejos del mostrador iluminado y blanco, sin embargo, lo vi nítidamente. Con una expresión sofocada y de miedo en el rostro. Busco con la vista a Enrique para sacarlo de allí. Había caído al piso mojado y sucio y se debatía con cuatro tipos que lo sujetaban y le metían las manos en los bolsillos. Con mi empujón sólo logré tirarlo al piso. Salgo aprisa a rescatarlo y gritando, para alejar a las fieras:
—¡Hey, ¿qué cojones pasa ahí?!
Se dispersan. Desaparecen. Lo ayudo a levantarse.
—¡Vámonos rápido, Enrique!
Salimos como pudimos de aquel tropel de gente gritando. Cruzamos la avenida del Malecón y nos fuimos hasta la acera ancha que corre junto al mar. Entonces me doy cuenta de que los únicos blancos somos nosotros. En el parque Maceo una orquesta de salsa está tocando aquello de: «Se te ve en la carita, que eres una loquita. Quiero tener aventuras, esta noche contigo. Tú vas a gozar, mi rica mamita». Y todos bailando desenfrenados.
—¿Te robaron algo? Revísate.
Enrique se revisa los bolsillos. Le faltan sesenta dólares que tenía en el bolsillo de la camisa, unas gafas y la licencia de conducción. Salvó un poco de dinero que llevaba en el pantalón. Le duele el hombro derecho, que se golpeó al caer. Tiene la ropa enfangada por la espalda y las nalgas.
Nos alejamos aprisa. Después del parque Maceo, hay un tramo de Malecón que es territorio exclusivo de maricones y tortilleras. Cien metros gay. Free love. Si uno sigue caminando hacia el Vedado todo cambia. Los gays son una frontera entre la intranquilidad del black power y la calma relativa del Vedado. Parece más sedado. Pero no es así. Todo está contaminado. En definitiva, todos somos mestizos. Aquí la agitación es subterránea. Sólo hay que arañar un poco la superficie y explota, con la misma brutalidad. Llegamos a una pizzería junto al Hotel Saint John. Una pizzería luminosa y limpia, con poca gente, y aire acondicionado. ¡Oh, qué paz! Aquí se paga en dólares y es un lugar barato, pero inaccesible para la turba que se apuñala por diez dólares allá afuera.
Pedimos pizzas de jamón y cervezas. Respiramos profundamente, sonreímos. Me gusta aspirar el aire fresco, perfumado y seco. Me da sensación de lujo, de confort y bienestar. Respiras dentro de un sitio con aire acondicionado y sólo llevas neutrones ligeros y eficaces a tus pulmones. Los protones quedan fuera. Allá donde la humedad, el calor, los ruidos, la masa. Aquí nada de masa. Hay muy poca gente, bien vestidos, gorditos, y hablan en voz baja.
En la mesa de al lado tres mexicanos fornidos y jóvenes, con gruesas cadenas y pulsas de oro, platican satisfechos. Enrique les sonríe y les pregunta —en su mexicano mejor— si son de Guadalajara. No, son de Monterrey. Predican la palabra de Dios. Llegaron esa mañana y ya fueron a una casa de culto y predicaron.
—¿Y cómo? ¿Traían contactos o algo?
—No, señor. Antes de venir hicimos tres días de ayuno y oramos para encontrar aquí a hermanos necesitados de la palabra de Dios.
—Oramos para que muchos puedan cruzar con nosotros por las puertas de Dios. Y en menos de veinticuatro horas lo logramos. Esta mañana un muchacho quería vendemos algo en la calle. Y nosotros le contestamos que no. Predicamos la palabra de Dios, le dijimos. Y otro que estaba cerca vino a nosotros y nos invitó a su iglesia. Por cierto, no es una iglesia. Es una casa de familia donde celebran el culto. Y allí mismo, ante nosotros, dos personas rompieron sus collares de santería y nos dijeron que estaban confundidos por el demonio y se arrepintieron de adorar imágenes. Allí ante todos se hincaron de rodillas. Fue muy emocionante, señor.
—Entonces han logrado algo —les dijo Enrique.
—Sí, señor, gracias a Dios. Predicaremos todos los días. Iremos a muchas casas de culto en estos días. Aquí lo necesitan. El demonio se ha ensañado en esta tierra y necesitan a Dios. Hay que mostrarles el camino.
No teníamos nada que responder. La conversación languideció. Terminamos las pizzas. Enrique tomó un taxi y partió para su hotel. Sonreía. Parecía feliz por tanto entretenimiento nocturno.
Yo tuve que rehacer el camino por el Malecón. Ya eran las dos de la madrugada. Crucé la frontera gay, y recordé la parábola de los predicadores. Allí estaban todos pecando. Pecando frenéticamente. Un negro y una negra templaban sentados de frente sobre el muro del Malecón. Desde lo alto, Maceo los observaba a bordo de su caballo de bronce. Tenían los ojos cerrados y gozaban y suspiraban. No resistí la tentación y me puse a mirarlos. Me senté a diez metros de ellos y los escuchaba. El tipo se la sacaba y se masturbaba y la masturbaba a ella. Y yo lo veía todo. No pude más. Desenvainé y también me masturbé. Un mulato hacía lo mismo, sentado al otro lado. Más lejos había una mujer recostada al muro del Malecón. Tal vez medio borracha. No quería llegar solo al orgasmo. Me le acerqué y le mostré mi pinga, bien dura dentro del pantalón. Ella lo había visto todo. Sabía lo que sucedía a unos metros a su derecha. Estiró la mano, agarró la pinga y me la apretó. Retiró la mano y me hizo señas de que tenía el estómago vacío y quería comer algo. De nuevo me agarró la pinga y la apretó fuerte. Me miró a los ojos. Era muda y quería comer.
—¿Quieres un perro caliente?
Rugió con la garganta para decirme que sí, «Jirgh, jirgh», a la vez que afirmaba con la cabeza.
Me revisé los bolsillos. Tenía diez pesos y dos dólares. Ni cojones. No podía pagarle un perro de un dólar a la muda para que me hiciera una paja. A lo mejor con la pinga seca porque seguramente no querría mojarla con su saliva. Le dije que no con el dedo y miré a los negros. Seguían templando con los ojos cerrados. Me acerqué a ellos hasta poderlos escuchar. Me senté junto al mar, de espaldas a la ciudad, y me la moví. Al rato eyaculé y solté un buen chorro de leche al agua oscura y tranquila. El Caribe recibió mi semen. Tenía mucho semen. Demasiados días sin mujer y dejando que el tiempo pase.