Luisa seguía por ahí, con el gallego plateado. O dorado. Pasó por el cuarto, apenas un minuto, me dejó diez dólares, y me dijo:
—Todo va bien. Es un gallego de Asturias. Un paleto, pero podrío en plata.
—¿Qué es un paleto? A ti enseguida se te pegan todas esas palabritas raras.
—Claro, hay que aprender. Y tú, sigue comiendo mierda y no te busques una gallega también.
—¡No jodas, Luisa! ¡Gallega ni qué carajo! ¿Qué es paleto?
—Guajiro, mi hijito, guajiro. Del campo. Campesino. Agricultor.
—Ahhh…
—Y me quiere llevar.
—Sí. Todos te quieren llevar. Pero en cuanto ponen una pata en el avión…
—Ah, no seas pájaro de mal agüero. Tu vista hace daño. Me voy. Cuando termine con él ya vendré por aquí… Ay, mi chinito, cómo te extraño.
—Tú eres un bollo loco. Tú no extrañas ni a tu madre.
—No me hables así, titi.
—Si me extrañas tanto no me hubieras dado diez dólares nada más. Me voy a morir de hambre.
—Papito, es que no me ha dado dinero. Él lo paga todo. Esos diez pesitos se los tumbé ayer para traértelos. No seas mal agradecido, chinito.
Me dio un montón de besos. Y se fue. Riquísima esa mulata. Me tenía el cráneo hecho agua. Cuando me quedé solo escondí los diez dólares detrás de la bisagra de la puerta, bien doblados entre los tomillos desvencijados y herrumbrosos, y fui a sentarme en el alero.
Yo vivía en la azotea de un edificio en el Malecón. En el piso doce. Tal vez a sesenta metros sobre la calle. Y me aficioné a sentarme en el alero, con los pies colgando en el vacío. Era muy fácil. Sólo saltaba de la azotea al alero. Un hermoso alero reforzado con gárgolas labradas en piedra. Tenía formas de grifos y de aves del paraíso. Era un viejo edificio, muy sólido, estilo Boston, pero ahora cada vez más derruido con tanta gente metida dentro intentando sobrevivir.
Pues así. Para mí era sencillo. Me sentía como un pájaro y recordaba aquel tiempo en que yo tenía los cojones bien puestos, y me lanzaba con un ala delta desde una colina en el valle de Viñales, y apretaba el culo por el miedo de estrellarme contra el suelo. Pero aquel tareco nunca me falló. Ahora, por las noches saltaba al alero y me sentaba allí, al fresco, y veía todo allá abajo, en la penumbra de la noche. Me apetecía. Siempre me ilusionaba saltar y salir volando y sentirme el tipo más libre del mundo.
Esa noche llegó Carmita. Era una aventurera. Tenía tres hombres a la vez: un marinero, un mecánico y un oficial de aduana. Carmita es un caso. Tiene cuarenta y un años, pero actúa como una niña de once. Le apasiona el sexo, el dinero y los juegos de apuestas. Aunque no en ese orden. Creo que es: dinero, sexo, dinero, apuestas y más dinero. Y hacer trampas y ganar como sea. Ella vive en el quinto piso con sus hijos y sus hombres. Todavía no sé cómo logra alternarlos de modo que nunca se encuentren. Esa noche, yo lo presentía, se propuso sumar la cuarta víctima a su colección de hombres útiles. De pronto estaba gritando detrás de mí. Yo como un murciélago bajo la luna. Había una hermosa luna llena y toda la noche muy clara, azul. El mar apenas se movía y el Malecón tranquilo, casi sin gente. Yo en éxtasis, colgado del vacío. Pensando en nada. Es maravilloso colgar del aire, frente al mar, con esa brisa fresca de junio, y mucho silencio alrededor. Entonces uno piensa en nada. Puedo pensar en nada porque estoy flotando, entrando dentro de mí, y sin buscar nada. Yo conmigo mismo. Es como un milagro en medio de esta tormenta y estos naufragios. Un milagro dentro de mí. Y de pronto Carmita gritando:
—¡Te vas a caer, Pedro Juan! ¿Qué tú haces ahí? ¡Ay, mi madre!
—Hey, calma, calma. ¿Qué gritería es ésa?
Esta mujer me habla como si fuera mi madre o algo así. Y es la primera vez que sube a la azotea. Si viviéramos juntos me sacaba del alero dándome cocotazos.
Bueno, no sé cómo fue, pero en unos minutos bajé las escaleras, compré un poco de ron barato, con sabor a kerosene. Con hielo y limón mejora bastante. Bebimos dos o tres vasos y hablamos un buen rato del millón de gente que se ha quedado sin trabajo. Todos vendiendo cualquier cosa en la calle, intentando sobrevivir.
—No me interesan, Pedro Juan, que se mueran.
—Chica, a mí me dan lástima.
—Pues a mí no. ¿Y a ti quién te ayuda? Por lo que veo estás bastante jodio, y si no guapeas te mueres de hambre.
—Eso es verdad, pero…
—¿Y a mí quién me coge lástima? Esa gente que vende limones y pizzas sacan su problema a la calle y todo el mundo se entera. Yo tuve que arrear dos años con ese mecánico gordo, borracho, estúpido, porque todas las semanas me daba sesenta pesos. Ése era mi problema. Dentro de la casa. Nadie tenía que saberlo. Así me ganaba yo la vida hasta que el marinero regresó y mandé el gordo de paseo.
—Pero tú eres una cínica.
—Si vamos a hablar de cínicos, ¿qué eres tú explotando a la jinetera ésa? Porque todos en el edificio lo saben. Y yo no soy cínica. A mí me enseñaron desde chiquita que el marido no se tiene por gusto ni para lindo, ni para muñecón dentro de la casa. Está ahí para trabajar y para mantenerme. Hombre que no da dinero, no lo quiero al lado mío. Y a mis hijos les enseño igual. No quiero vagos ni inútiles en mi casa. Y mucho menos chulos como tú.
—A mí déjame tranquilo. ¿Y el marinero qué te da?
—El marinero vino cargado de regalos. De todo. Ropa, zapatos, perfumes, de todo. Me trajo dos piezas de seda china bellísima. Estuvo en China.
—Como Marco Polo.
—¿Quién es Marco Polo?
—Un amigo mío.
—Ah, bueno, no sé si el Marco Polo ese tendrá buen gusto, pero Yeyo sí. Todo lo que trajo nos queda perfecto. Hasta los zapatos. Trajo de todo para mí y para los niños. ¡Eso sí es un marido, chico, y no un muertodehambre!
Y por ahí seguimos. Tres o cuatro tragos después, no sé por qué, tuve deseos de acariciarla. Sí sé por qué: estuve un rato desconectado porque hablaba de comidas y cocina y todo lo brillante que está su apartamento porque ella lo limpia obsesivamente con un trapito que siempre está a mano, y que mi cuarto era un asco lleno de mugre. «Aquí hace falta la mano de una mujer. Ya te lo pondré como una tacita de oro, con unas cortinitas». Ella hablando toda ésa bobería y yo vacilándola. Tiene cuarenta y un años pero está muy bien. Ya no pude más. Me levanté de mi silla y le acaricié la cabeza y pegué mi pelvis a su cara. Entonces me zafó el cinturón, bajó la cremallera y poco a poco fue descubriendo mis pelos, mi pinga, que lentamente se erguía, se desperezaba y miraba hacia arriba como preguntando si alguien la había llamado.
—Ay, Pedro Juan, qué pinga más linda. ¡Está hecha a mano!
Esto lo dijo mimosamente. Con tanta dulzura como si fuera un caramelo. Y se la metió en la boca. Dulcemente, lengua, labios, dientes, todo. Su boca caliente y húmeda. Daba unas mordidas pequeñas en la punta, y lo hacía todo soñadoramente, con los ojos cerrados. Insistió y gozó hasta que se tragó toda la leche. Toda. Lamió la última gota.
—Vamos para la cama, papito.
—Uf, no, espérate. Déjame coger un break.
Me había deslechado y quería seguir como si yo fuera un muchachón de quince años.
—De break nada, que tú tienes lengua y dedos. Después que me sofocaste, no me puedes dejar en el aire. ¡Vamos!
Ya se quitaba la ropa. ¡Increíble cuerpo! Con cuarenta y un años, comiendo arroz con frijoles, tres partos, y sin conocer nada de cremas, ni gimnasio ni sauna. Era perfecto.
Bueno, así fue. Me serví otro trago y estuve mucho tiempo haciendo lo posible con lengua y dedos, y ella suspirando de un orgasmo en otro. En algún momento me recuperé un poco y se la metí, pero no estaba muy dura. Le di un poco de brocha con mi pinga, así mismo, medio blanda, sobre su clítoris. Suspiró mucho, tuvo dos orgasmos más, y ya.
—¡Guao! Vamos a coger fresco.
Eran casi las doce de la noche. La azotea estaba desierta y silenciosa. Había logrado satisfacerla. Yo tenía la lengua cansada, pero me sentí dinámico. Salté desnudo, como un bólido, de la cama para la puerta. Salí a la azotea y allí estaban dos tipos, en la claridad azul del plenilunio. Lo vieron todo por una persiana entreabierta, y se guardaban las pingas. Muy sorprendidos. Asustados. Estuvieron mirando y rallándose pajas a cuenta de nosotros. Me dio tanta furia que me cegué y les fui arriba. A puñetazos limpios. No les di tiempo a reaccionar, y estaban bien asustados. Eran dos muchachos muy jóvenes y cogieron piñazos de todos los colores, pero uno dio unos pasos atrás, sacó una pistola y me apuntó.
Entonces comprendí. Estaban uniformados.
—¡Ustedes son policías! ¡Singaos, haciéndose pajas a cuenta mía!
El otro también sacó su pistola, pero con mi gritería los vecinos se despertaron y salieron a la azotea. Yo, en cueros, les gritaba, pero me tenían bajo control con las pistolas. De pronto uno sacó unas esposas. Intentó esposarme. Nadie entendía nada.
—¡No me vas a esposar ni cojones! ¡Se estaban rallando a cuenta de nosotros, ahí por las persianas! ¡Carmita, ven acá! ¡Carmita!
Entré al cuarto a ponerme un pantalón. Carmita se había ido. Huyó escaleras abajo en cuanto vio el lío con la policía. ¡Tremenda hijoputa! ¡Me dejó embarcao!
—Ciudadano, esto es escándalo en la vía pública. Además de que anda desnudo en la vía pública. Acompáñenos y déjese colocar las esposas.
Los vecinos saltaron:
—Esto no es vía pública, no sean descaraos. Y ustedes, ¿qué hacen aquí arriba a esta hora? ¿Mirando huecos por las persianas? ¡Lo que son unos descaraos!
En un minuto se reunieron más de veinte vecinos y los acosaron. Los policías intentaron recuperar el control de la situación, haciéndose los tipos serios:
—Busque su identificación, ciudadano, y acompáñenos.
—¡A la pinga! ¡No voy a ningún lado con ustedes! Váyanse de aquí. Váyanse de aquí pa’l carajo.
Los vecinos intentaron calmarme. Los policías optaron por evaporarse escaleras abajo porque era demasiada gente acosándolos y preguntándoles qué hacían en la azotea a esa hora. Se retiraron casi corriendo y amenazando:
—Enseguida regresamos. Esto no se puede quedar así.
Se fueron y todo se calmó. Los vecinos volvieron a sus cuartos y se acostaron. Yo agarré lo que me quedaba de los diez dólares y bajé a buscar una cerveza y algo que comer. Tanto ejercicio da hambre. Después de todo, no estuvo mal. Les soné unos cuantos pescozones antes de que sacaran las pistolas. Está bien.