DÍAS DE CICLÓN

Hacía días que me tiraba unos pedos muy apestosos. Sólo comía frijoles negros. Y se convertían rápidamente en pedos hediondos. A toda hora. Yo mismo me asqueaba de aquel olor a mierda podrida. Por suerte estaba solo en el cuarto. Luisa acompañaba esa semana a un gallego con plata y estaba en un hotel. Si Luisa estuviera en casa me daría pena. Realmente. Un pedo es una gracia. Pero más de dos es asqueante. Y si son apestosos peor aún. Luisa tal vez regrese con plata. Podremos mejorar. Por unos días, pero mejoramos. Espero que la muy hijoputa no se lo gaste todo en la shopping, en ropas y perfumes. Necesitamos algo de comer.

Llevo tres días sin un centavo y el cabrón negro de al lado dando martillazos a la hojalata. Hace cubos.

Lo más probable es que Luisa no regrese hasta que despida al gallego en el aeropuerto. Y yo aquí muriéndome de hambre. No. Voy a vender cubos. Salgo, hablo un rato con el tipo. Me da un cubo a préstamo. Si lo vendo puedo ganarme veinte pesos. Buena mierda. Pero es más que nada. Está bien. Agarro el cubo y salgo a la calle. Está lloviendo. Hay un ciclón llegando a Tampa, no sé por qué llueve tanto aquí si está tan lejos.

De todos modos, prefiero mojarme antes que estar en el solar. El que hace cubos me deja sordo. Todo el día machacando hojalata. Otra sacándole piojos a todos sus negritos, que son como diez. La otra histérica porque cada vez que llueve se caen pedazos del techo y de la pared y le ruega a todos los santos para que el edificio no se derrumbe.

Casi sin darme cuenta voy con mi cubo hasta la casa de Arturo. Un viejo místico, rosacruz, yoga, pintor de cuadros ingenuos. Se alimenta de frutas y miel de abejas, y absorbe prana. «Kharma es todo lo que necesitamos. Tu desorden comienza y termina en ti mismo. Necesitas ordenarte, meditar, equilibrar tu kharma». Siempre me aconseja lo mismo, pero no tengo tiempo para esas boberías. Hay que buscar la comida. Si me pongo a comer mierda con el kharma, me muero de hambre. Y la puta en cualquier momento se monta en un avión y ojos que te vieron ir. Me entero cuando esté aterrizando en Europa. Así que hay que ir alante. Alante o me muero de hambre. Ya tendré tiempo de ordenar el kharma y toda esa jodienda.

Arturo tiene ahora un romance con una actriz de veinte años. Él debe de andar por los sesenta y cinco. Me gusta esa muchacha. Pero no. Está hipnotizada con este viejo. No sé qué le hace pero la tiene boba. Pinta cuadros con ella desnuda. Arturo tiene una casita minúscula cerca del solar, y vive bien, el muy caimán, porque le vende sus cuadros en dólares a los turistas. Apenas asoma los ojos por la puerta entreabierta. Parece que está desnudo. No quiere el cubo.

—Te lo puedo dejar y me lo pagas mañana, Arturo.

—No, no me hace falta. Gracias.

—¿Habrá algún vecino que le interese? ¿Tú sabes?

—No sé, no sé.

—Bueno, viejo, cuídate.

—Eso hago, chao.

El pastor nunca deja que el lobo se acerque a las ovejitas. Sigo. Camino lentamente por los portales, con el cubo en la mano, y a veces lo propongo: «Vamos, especial, esto no es plástico. Para toda la vida. Especial. Como ya no se ven. Éste es legítimo de hierro, para toda la vida». A veces alguien me pregunta el precio. Por joder. Casi ni escuchan mi respuesta y siguen caminando.

Voy bajando Galiano, hacia el Malecón. El mar se pone bravo. Y hay viento fuerte. ¿Sería que el ciclón retomó? Camino hasta donde yo viví muchos años. Subo a la azotea, toco el timbre. Tal vez la vieja Hortensia me compra el cubo. Estoy empapado por la lluvia. Pero me da igual. Me siento bien mojado, en medio de la tormenta y el viento.

Hortensia fue policía siempre. Capitana de la Seguridad del Estado. Se jubiló hace años. Ahora enviudó y está aterrada.

Se le murió el marido y es una mugre. No tiene dinero, ni comida, ni agua, ni jabón. La familia no la soporta. Está sola y medio loca. Siempre ha creído que todos están contra ella. Más aplastada que una cucaracha, pero sigue igual de autoritaria y mandona. Por eso hasta la hija la pone a un lado. Alguna vez —cuando yo era vecino de Hortensia— la hija me dijo: «No la resisto, avísame cuando se muera». Yo pensé que era una buena hijoputa. Pero no. Después la entendí.

—Desde que te fuiste de aquí no hay quien viva en esta azotea. Esto es un realengo.

—¿Por qué, Hortensia? Tiene que sacar fuerzas y seguir. No importa que Lucio se haya muerto.

—Ah, hijo, sí importa. Él era mi sostén. Y yo que lo regañaba y quería divorciarme. Ahora todo el mundo me ha dado la espalda.

—No, no. No diga eso. Dios está siempre con uno. (Le digo esto para joderla. Ella no cree ni en la madre que la parió).

—¡Qué Dios ni qué ocho cuartos! Si no tengo dinero nunca. El que no tenga dólares no puede vivir en este país. ¡Voy a estar pensando en que si Dios ni un carajo! Ven, siéntate, vamos a hablar un ratico.

—No, Hortensia, no. Me voy. Estoy vendiendo este cubo.

—Ah, los macetas de al lado te lo compran.

—¿Usted cree?

—Sí. Están podridos en dinero. Él trabaja en una shopping y roba a dos manos. El muy hijoputa. ¡Robándole al gobierno y a Fidel!

—Hortensia, deje eso. Olvídese un poco de la política. Trate de vivir lo mejor posible estos años que le quedan.

—Ay, hijo, ya estoy llegando al final. Y mira en lo que se ha convertido la Revolución.

—Sí, los chinos dicen que todo en la vida es circular. Siempre se regresa al principio.

—No te entiendo, ¿qué tú dices?

—Nada, que no se ponga triste. Llame a esa gente a ver si quieren el cubo.

Y sí. Me compraron el cubo. Y me fui. No estoy para las descargas de Hortensia. Ya en la puerta me dijo:

—No se pueden olvidar así del pueblo. El edificio se cae a pedazos y nunca hay agua, ni gas, ni comida. Nada, hijo, nada. ¿Qué es esto? ¿Hasta cuándo? El gobierno tiene que ocuparse de nosotros. ¿Tú no eres periodista? ¿Por qué no escribes algo de este edificio? A ver si se le conmueve el alma a alguien. Aquí hay muchos viejitos y estamos abandonados, porque…

—Hortensia, ¿no me ve vendiendo cubos? Ya no soy ni barrendero. Un día de estos vengo con más tiempo y conversamos. Hasta luego.

Bajé la escalera. El ascensor estaba roto hacía años. Doce pisos. En el segundo se me ocurrió tocar a la puerta de Flavia. Tuvimos un hermoso romance de dos años. Hicimos un buen proyecto para vivir juntos y amamos hasta el final. Ella con sus esculturas y yo con mis novelas. En esa época me llamaba «papá» y era muy cariñosa y me decía: «Yo te necesito mucho, papá». Pero se fue a España, después a New York. Se ocupó muy bien de ella, se olvidó de nuestro proyecto. Y ya no necesitó más a papá. Regresó. Nos vimos una hora. Y la despedida fue algo muy patético para mí. Y algo muy feliz para ella. Ya ha pasado mucho tiempo. Ella ha viajado otra vez a New York. Ha tenido exposiciones personales con brindis de vino californiano, y ha vendido sus dibujos a mil dólares. Ahora me mostró las fotos. Y me señaló al dueño de la galería, y a un mariconcito que la ayudó en el montaje, y a su prima y a los vecinos que también fueron. En fin. Parece que está mucho más tranquila.

Y además tiene dólares. Los dólares son un buen sedante. Me hizo un café y me dijo:

—Oh, es muy difícil alcanzar la fama en New York. Es mejor buscar algún dinero y divertirse, ¿verdad?

—No sé. Nunca he buscado la fama en New York.

—Oh, no me contestes así. ¿Todavía estás resentido?

—Yo nunca estuve resentido. Sólo me puse muy triste.

—Bueno, no hablemos más de eso.

—Está bien. Entré un momento a saludarte y a ver cómo te va.

—No sigas bajando de peso. Te has puesto muy flaco. ¿Por qué?

—Estoy estudiando ballet.

—Ah, eres un pesado.

—Bueno, chau.

Y me fui. Ella no se imagina que dejó una estela de poemas tristísimos y un rastro de dolor y lágrimas. Igual que en los boleros. No lo sabe. Y nunca lo va a saber, porque no le voy a dar ese gusto.

Ahora llueve mucho. Y hay ráfagas de viento. Estos días no me gustan. Me dan más hambre aún.