Estuve unos días en el campo y regresé cargado: langostas, carne de res y doce litros de ron. La policía registró la guagua dos veces. Y dos veces los cojones se me subieron a la garganta. Pero siempre me salva mi cara de gente seria. En la terminal de ómnibus, con todo mi cargamento, tenía que alquilar algo para ir a mi casa. Los piratas pedían sesenta pesos por el viajecito hasta Centro Habana. Si les decía que bajaran el precio me contestaban con la misma canción: «Es que tengo que sacar por lo menos el precio de la gasolina. Y está cara…, está cara».
Al fin apareció un tipo muy tímido, se me acercó y casi con pena me ofreció llevarme en su rickshaw: una bicicleta con un carrito bien acoplado. Era muy flaco y lo alerté:
—Yo peso ciento setenta y seis libras y esas cajas son ciento diez libras más, ¿tú podrás?
—Sí, cómo no.
—Hasta San Lázaro y Perseverancia, ¿cuánto cobras?
—Veinticinco pesos.
Fuimos por Ayestarán, Carlos III, Zanja, Belascoaín, San Lázaro. Cada vez que las lomitas le daban un respiro me contaba su vida. El tipo era técnico en fundición de metales. Al empezar la crisis se quedó sin trabajo. «Ya llevo cinco años inventando en la calle. No es fácil. Mi mujer, un niño y yo. Y ahora ella está embarazada otra vez. Pero se lo dejó. Total, donde comen tres comen cuatro».
El tipo pedaleaba fuerte, sudaba. El sol de mayo a las once de la mañana ya castiga duro.
—Tú debes bajar tres o cuatro libras diarias con esta pinchita.
—No, ya no. Al principio me puse muy flaco. Pero ya no. Es que el carrito da resultado. Deja unos cuantos pesos. Aunque sea para comer, alcanza.
—Sí, además, acere, todos estamos flacos.
—Es verdad, vamos a ver hasta cuándo es esta miseria.
El tipo era un esqueleto. Ya no podía adelgazar más. Llegamos. Le pagué y pensé darle una propina de cinco pesos. Pero no. A mí nadie me da propina. Al contrario, todo el mundo me regatea el precio de la carne, del ron, de las langostas. Así que le deseé suerte y a otra cosa.
Delante del solar estaba parqueado un Havanautos de lujo, negro.
Entré directo para mi cuarto. Puse las langostas y la carne en el frío. Hice café y me senté a descansar. La vieja gorda de al lado empezó a gritar. Parece que tenía una crisis de nervios porque hacía cuatro días que no había agua. Ni en el solar ni en los alrededores. No había de dónde sacar ni un cubo de agua. Y la vieja gritaba. De repente salió para el patio, histérica, halándose los pelos. «¡Busquen agua, cojones, busquen agua de algún lugar! ¡Me cago en ese hijoputa veinte veces!». Un hijo y una hija la aguantaban: «Mamá, cállate ya, mamá, cállate ya». Todos salieron de sus cuartos para ver a Prudencia con su ataque. Quien la dominó fue un negro viejo, que se le acercó y la azotó con un gajo de paraíso mascullándole algo que nadie entendió. Prudencia cayó al piso y me pareció que estaba inconsciente. El viejo siguió dándole pases con el paraíso. La reanimó. La sentaron en una silla. Pensé llevarle un poco de café. Pero me aguanté. Aquí nadie toma nada en casa de nadie. Le tienen pánico a la brujería. Y no es para menos. Yo soy nuevo en el solar. Y la gente no me tiene confianza. Ni yo le tengo confianza a la gente.
Era insoportable la peste a mierda y orina que soplaba desde los baños. Cuatro días sin agua en un solar donde viven casi doscientas personas, y con estos calores, es para volverse loco como la vieja gorda. Cerré la puerta y fui a pararme un rato en la esquina.
Enseguida se me acercó un socio:
—Oye, acere, el Fórmula Uno va a venir por la tarde pa’ saltar por encima de diez muchachos.
—¡Bárbaro! Voy cien pesos a que salta.
—No, yo también voy a que se los brinca. Yo sé que se los brinca.
—Entonces no hemos hablado nada. ¿Tú sabes de alguien que quiera carne de res y langosta?
—Coño, Perucho, ¿tú no conoces a Robertico?
—No.
—Robertico lleva un montón de años en Alemania, acere, y está de visita ahí en su casa. Habla con él.
—¿Dónde vive el Robertico ese?
—En el solar. El último cuarto de atrás. Mira el Havanauto que alquiló ese negro. Está forrao de verde. Y vino con la alemana y con los dos chamacos.
—¿Y tiene a todos metidos en el cuarto?
—Sí, sí. Ellos son como nueve, más Robertico, la mujer y los dos chamas. Ahora son trece en el mismo cuarto. Él es jerarca, yo no sé por qué no se va pa’ un hotel.
—¿Qué tiempo lleva en Alemania?
—Once años, acere. Se fue en el 84. Con aquellos contratos pa’ trabajar y estudiar, ¿no te acuerdas? Verdad que tú no eres del barrio. Llégate a verlo que a lo mejor se queda con tu mercancía.
Robertico tenía tres cadenas de oro puro colgando en el pescuezo. Con unos medallones grandísimos de Santa Bárbara, San Lázaro y La Caridad del Cobre. Además del collar blanco de Obatalá y el rojo de Changó. El cuarto estaba lleno de maletas, paquetes y cajas con ropa, ventiladores, ollas eléctricas, un TV nuevo. Era como un hermoso marajá negro, semidesnudo, sudando, de unos treinta y cinco años. A su lado una alemana robusta, un poco más alta que él, y sus dos mulaticos, que deben ser los mestizos más privilegiados del mundo, porque la selección de padres era perfecta. Aquella mezcla parecía irreal, pero muy coherente: rubia, negros, mulatos, artículos brillantes y relucientes en aquel cuarto asfixiante, oscuro y cochambroso, en un edificio medio derruido.
Lo más interesante era la alemana. No entendía nada de español. Sólo sonreía y decía «hola». Yo hubiera dado cualquier cosa por saber qué pensaba de aquel sitio, con peste a mierda, sin agua, con un calor y una humedad asfixiante. Y sin embargo, se reía y parecía muy feliz y tranquila.
El tipo se me hizo el difícil. Al fin logró una rebajita y se quedó con todo el cargamento. Carne de res, langosta y ron. Había traído hasta un freezer nuevo. Lo estrenó con aquello. Cuando cobré le dije que yo estuve en Alemania hacía años. Abrió una botella de ron y me brindó:
—¿Sí? ¿Cuándo?
—En 1982. Hace trece años.
—¿En Berlín?
—Estuve un año, trabajando en Berlín. Conocí toda la parte socialista. En esa época yo era periodista y viajé muchas veces a Europa.
—¿Y ahora vives en el solar?
—Sí.
—¡Coño, compadre, te caíste de culo! ¿Tú nunca habías vivido en solares?
—No, pero está bien. Aquí voy escapando.
—Yo extraño esto como nadie se imagina. Llevo once años pinchando como un caballo. La suerte mía es Ingrid y los muchachos.
—Pero vives bien.
—Sí, vivo bien, pero no es fácil. Cuando me doy dos tragos se me salen las lágrimas. No puedo hablar español ni con mis hijos. No les gusta. Trato de que aprendan, pero no les gusta.
—Pero ya tienes que morirte allí. Si te acostumbraste a lo bueno, aquí no puedes vivir.
—Ya no puedo dejar aquello. Esto va para atrás. Yo vengo cada dos o tres años y cada vez está peor.
—Y ahora ni agua tenemos.
—Si el solar sigue sin agua me voy a tener que ir para un hotel. Y no quiero. Me gusta refrescar estos días aquí mismo, con mi gente.
—Bueno, Robertico, voy echando. Muchas gracias por el trago, mi socio.
—¿Qué vas a hacer esta noche?
—Nada.
—No te vayas lejos. Vamos a dar una vuelta en el carro a ver si nos empatamos con un par de jineteras y nos vamos pa’ la playa. Ya no me gusta salir con estos negros del barrio porque se emborrachan enseguida, forman bronca y terminamos en la policía.
—Los blancos también nos emborrachamos.
—Es distinto. Yo no te conozco, pero sé que tú eres una gente seria.
—¿Y la alemana te deja salir solo?
—Ah, compadre, con ella yo hago lo que me da la gana. No te pierdas esta noche que yo soy el que invito. Y le vamos a dar largo, acere. Buscamos dos jebas y le damos hasta que amanezca. Tengo que refrescar, mi hermano. Cuando regrese lo que me está esperando es un destornillador eléctrico y un cargamento de tornillitos. Ocho horas, de lunes a viernes, apretando tornillitos.
—Está bien. Voy a estar ahí, en mi cuarto.