A veces lo que necesitas es muy poco: sexo, ron y una mujer que te hable algunas tonterías. Nada inteligente. Estoy agotado de gente inteligente y astuta. Después ella se va y tú te quedas solo y tranquilo. Bebes más ron. O tomas una ducha y te acuestas a dormir. Y al otro día amaneces fresco y descansado. Listo para sonreír y contestar que estás muy bien y encantado de la vida. Y la gente te dice: «Oh, qué bien. Al fin me encuentro con alguien encantado de la vida».
Pero no siempre es así. No todo es tan fácil y tan bien engranado. A veces tropiezo con mujeres demasiado desconcertantes. Como Carmen. Ella es ese tipo de personas que resuelven su vida de un modo sencillo: tienes dinero o no tienes dinero. Lo demás no importa. Cada día encuentro más mujeres así. Tal vez siempre han existido, pero yo las percibo sólo ahora. De todos modos, no quiero hablar de Carmen. Demasiado cinismo. Cinismo pragmático, quiero decir. O tal vez ni eso. Un cínico pragmático es alguien que elabora mucho más. No. Sólo demasiada pobreza espiritual. Toda la pobreza espiritual necesaria para explotar a un pobre tipo gorilón que le da dinero. Ella lo detesta, pero le hace el teatro y le cobra bien. No merece la pena recordarla.
Después vino María. Todo lo contrario. Incandescente. Una poeta desenfrenada de Guanabacoa. Me escribía poemas y me tapizaba con ellos, escritos en papeles verdes, con su letra grande y redonda: «Agonizo envuelta en el cataclismo voraz de lo imposible». «Tu aliento, un volcán en mi cuerpo. Aúllan mis espejos».
No soporté tanto fuego. No pude resistir su voracidad insaciable de mulata delirante. Quemó mi piel y mi corazón en poco tiempo. Renací de las cenizas. Y seguí solo.
Entonces estoy aquí. Sin nada que hacer. Tranquilo en mi azotea. Tomando ron en los crepúsculos. Ya no quise buscar más relaciones íntimas con nadie. Me habían herido hasta un punto que no podría resistir repeticiones. Y decidí vivir en solitario. Mi vida normal, pero solo. Lógico: cada cierto tiempo alguien me fascina. Alguien logra brillar. Me gusta así. Nada para la eternidad.
Pero el hombre no vive sólo de amores y soledades. Algo hay que hacer para buscar dinero, comer, y tomarse unas cervezas por la tarde. Había perdido mi trabajo en el matadero, con el picadillo de soya, y no aparecía nada. La crisis se ponía bien al rojo en 1995. Todo en crisis: las ideas, los bolsillos, el presente. Del futuro ni hablar.
Una tarde estoy tomando cerveza. Unos viejos consuetudinarios a mi lado. Los saludé para joder un poco: «¿Qué tal, consuetudinarios?». No entendieron el chiste y hablamos de todo un poco. Uno me pregunta qué hago. Le digo que nada. No tengo trabajo. Y otro, que hasta ese momento estuvo silencioso, me dice, con la lengua enredada: «¿Quieres trabajar en el hospital municipal? Es algo bueno. Hay poco que hacer. Yo me fui hoy y la plaza está vacante». «Y si es tan bueno, ¿por qué te fuiste? ¿Qué tú hacías allí?», le pregunté.
«En el cuarto de las papas. Ve allí, habla con el doctor Simón y dile que yo te mandé. Que Rafael te mandó. Te va a gustar. Eso le gusta a to' el mundo».
Al día siguiente llegué al hospital municipal y pregunté por el doctor Simón. Supuse que tendría que pelar papas todo el día. Me enviaron por unos pasillos oscuros, esperé bastante, al fin estuve frente al doctor Simón:
—Rafael me dijo que lo viera a usted. Dice que dejó una plaza vacante.
—Sí, tuvimos que botarlo.
—Ah, él no me dijo que lo botaron.
—Salió bien que sólo lo botamos y no lo llevamos a tribunales.
—¿Acusado de qué?
—De violación de cadáveres.
—¿Cómo? ¿Pero él no trabajaba en el cuarto de las papas?
—El cuarto de las papas le dicen a la sala de necropsia. Y está prohibido llamarle así. ¿Usted es amigo del Rafael ese?
—No. Lo conocí por casualidad.
—Es un anormal. Lo sorprendimos violando el cadáver de una mujer. Yo mismo intenté que se despegara, pero es tan imbécil que no me hizo caso hasta que tuvo su orgasmo. ¡Su orgasmo dentro del cadáver! Y después intentó reclamar al sindicato y formar un escándalo porque lo boté allí mismo.
—¿Tiene retraso mental?
—Debe ser fronterizo. No sé. Confesó que lo hacía siempre. Y trabajó aquí tres años.
—Hay gente para todo.
—La plaza vacante es de auxiliar. Usted debe ayudar a los médicos en las necropsias.
—Ah, doctor, creo que no voy a poder. ¿Con los pica-muertos? No. No voy a poder.
—Hay que estar preparado. La mayor parte de la gente no puede.
—Los seres humanos estamos preparados para la vida, no para la muerte.
—Si está buscando trabajo en un hospital déjese de filosofías.
—No, no. Nada de filosofía.
—Creo que en el autoclave necesitan un auxiliar.
Fui al autoclave. Es una caldera de vapor a presión. Allí meten todos los tarecos. Se desinfectan, y se usan de nuevo. Mi tarea era recogerlos por todo el hospital. Yo iba por las salas con un carrito y me daban pinzas, jeringas y todo eso. Ocho horas empujando un carrito, por ciento veinte pesos al mes. Más miseria imposible. De todos modos, era entretenido. Se podía hacer unos meses y esperar algo mejor. Uno se pasa la vida así. Esperando algo mejor. Y estaban las enfermeras. Las alegres enfermeras. Algunas me gustaron y yo gusté a algunas. Salí con dos o tres. Son muy buenas las enfermeras. Son alegres, simples, liberales. Nada de enredos de inteligencia y astucia. No, no. Nada complicado. Y lo hacen sentirse bien a uno. El único problema es que todas aspiran a casarse con un médico para ir y venir del hospital en el auto, y poner una cara seria, como si estuvieran muy preocupadas, y sin mirar a nadie. Entonces usan mucho maquillaje y collares y unas hermosas batas blancas que les envían de regalo desde Miami los familiares del médico. Algunas ya habían logrado meter un médico en la trampa. En su trampa vaginal, quiero decir. Está bien. Las restantes seguían siendo alegres, ruidosas, libres. Y sobre todo simples. Serían así hasta que al fin entramparan a un médico.
Entonces me empaté con una de ésas. Bien alegre, ruidosa y libre. Es una mulata grande y todavía un poco hermosa. Pero ya viene de regreso. Se llama Rosaura. Tuvo un hijo con un médico, blanco por supuesto, pero no logró casarse y montar en el auto. Sigue en la guagua. Ya con cuarenta años desistió. Hay mucha competencia de enfermeras jóvenes y lindas. Salimos y está muy bien. No sé por qué, pero las enfermeras son muy desenfadadas. Te la maman con desenfado, se desnudan delante de ti, beben ron, se masturban, te dicen cuentos pornos al oído. Cuentos autobiográficos, quiero decir. Hacen un sex-show para ti y les queda bien. Bueno, tal vez tuve suerte y me encontré con las más eróticas. Pero me gusta eso. No resisto las trapacerías. Y la gente mojigata en el sexo generalmente hacen trapacerías cuando están vestidas. Lo he comprobado sobradamente.
Todo iba bien. No le importaba mi humilde trabajo, ni mi salario simbólico. Sólo que yo era blanco, hacíamos bien el sexo y teníamos fair play. Sólo eso le importaba. Las mulatas son muy racistas. Mucho más que las blancas y las negras. No sé qué sucede, pero no resisten a los negros. Rosaura me decía: «Jamás he tenido ni un novio negro. ¿Acostarme con un negro? ¡¿Yooo?! Ah, no. En cuanto sudan un poquito ya tienen peste. Además son muy toscos». Bueno, no es un drama. Un día fui a su casa, y su madre es muy negra. Dice que su padre era muy blanco. Hablan de todo eso en voz alta. Y ya. No hay drama en el asunto. Más bien es una comedia de enredos.
Rosaura tiene dos hermanos. No trabajan. Estaban allí y tomamos un poco de ron. Conversamos. Y todo normal. La vieja después me dijo que fuera otro día para consultarme con los santos. Me llevó al cuarto de los santos. Está bien preparado. Es fuerte. La vieja me enseñó el cuarto para alertarme. Como si dijera: «Mira lo que hay aquí. Si le haces una mierda a Rosaura, lo que te va a caer detrás es mucho». Es dura esa vieja santera. Cuida a su familia. Es lo único que tiene: hijos y nietos.
Bueno, todo iba bien con Rosaura. Todo muy libre, muy alegre. Oh, qué bien. Pero una mañana un médico llega a su sala, sediento, sudado, abre el refrigerador, toma el vaso de Rosaura con agua muy helada, y bebe de él directamente. Rosaura, que lo ve, se indigna: «Oye, cochino, ¿por qué usas mi vaso? ¡Dame acá!». Y va hacia él a quitárselo. El médico se cree simpático y se le ocurre soplarle un chorro de agua. Directo de su boca a la cara de Rosaura. Oh, en mal momento. Rosaura se indigna más aún y le da un bofetón al tipo. El médico supone que están jugando, pero Rosaura está enfadada. El médico es karateca. Tira el vaso al piso y le aplica una llave para inmovilizarla. Hay una escaramuza entre los dos. Rosaura cae al piso, sentada sobre las nalgas, y se parte la columna vertebral. Después se supo que tiene osteoporosis. La operan y la enyesan desde el cuello hasta el coxis.
Cuando sus hermanos conocen la historia, agarran dos grandes cuchillos de carnicero y salen a buscar al médico por todo el hospital. El tipo corrió a tiempo, se escondió, llamaron a la policía. Los dos negros presos. Rosaura acusa al médico y a otro más por encubrirlo. Les piden separación del trabajo y la anulación de los títulos. «Ya estoy arriba del burro y le voy a dar palos hasta el final», me dijo Rosaura. Por ahora tiene inmovilizadas las piernas. Una astilla de hueso le dañó la médula. Parece que quedará para siempre en una silla de ruedas.
La vieja también quiere hacer lo suyo: «Mi hija más linda inválida, y mis dos hijos presos. Ese salao la va a pagar. Él va a pagar todo lo que ha hecho. Pedro Juan, tú me tienes que buscar algo de ese hombre. Una camisa, un pañuelo, algo. Lo voy a dejar inválido. ¡Le voy a echar con palo monte, carajo! Se va a arrepentir de haber nacido. Hasta que no lo vea en una silla de ruedas no voy a parar. Tú me consigues algo de él, mi hijito, lo que sea, róbale cualquier cosa que tenga su sudor, y tráela pa’cá, que yo voy a acabar con él. Dele pa’lante, que usted es el hombre de esta casa ahora».
Ah, carajo, yo que vivía tan bien. ¿Por qué cojones habré mirado a esta mulata?