¡OHH, EL ARTE!

Puse la cafetera en la hornilla. Amanecía y me asomé a la ventana. Desde aquí arriba es lindo ver cómo sale el sol sobre la mar. Mirar la eternidad es un buen método para no olfatear demasiado la cabrona sordidez. Aunque estoy casi habituado a la cabrona sordidez. Junto con la mar, las nubes y todo ese infinito, también se ven las azoteas de los otros edificios. Yo estoy en el punto más alto del barrio. Casi no podía creerlo, pero allí estaban, a ochenta metros de mí, en otra azotea: dos muchachas singándose a un tipo sentado en una caja de cerveza. Eran loquísimas. ¡Cómo se meneaban! Una, sentada sobre el tipo, tenía un hermoso pelo negro bien alborotado y unas tetas abundantes y perfectas. Un cuerpo blanco, bellísimo. A horcajadas sobre el tipo, se movía sabroso y gozaba. La otra, delgada, bien formada, hacía calentamiento colateral con ambos: les mordía las espaldas y el cuello, metía su lengua en el medio de los besos y con la mano hacía algo más entre las nalgas de la otra. Entonces se acostó en el piso, abrió bien las piernas y se hizo una paja de modo que ellos le vieran bien su sexo peludo, negro. Oh. Y yo mirando de lejos.

Tomé alguna precaución para que no me vieran. Ya tenía mi pinga dura como un palo y me la masajeaba. Casi podía oírlos. Luisa se estaba despertando. La llamé para que gozara como yo. Pero no. «Ah, esas cosas no me gustan». Salió al fregadero en la azotea, a lavarse los dientes. Insistí y entonces miró un poco, pero realmente no se calentaba. Coño, qué raro. Luisa es una loca y cuando templamos me cuenta cómo lo hacía con todos los otros. Las historias son interminables. Llevamos cuatro meses juntos y el repertorio parece inagotable. Ya cuando estoy dentro de ella y los dos bien perdidos en los jugos del otro, entonces Luisa comienza sus narraciones, y me dice: «Ah, cómo me gustan las pingas, papito, yo soy muy puta. Una vez…». Cada vez cuenta mejor. Da todos los detalles, lo disfruta. Es muy rico. Es mucho mejor que una hot line. Gratis y en vivo. Yo detesto la electrónica. Y una hot line tiene electrónica por el medio.

Ahora el tipo seguía sentado haciéndose una paja y las dos delante de él se abrían sus sexos y se masturbaban. Así siguieron un rato. Al final se vistieron, encendieron cigarros y se sentaron en unas cajas de cerveza, a conversar tranquilamente. El tipo tenía todas las trazas del expedicionario europeo. Hasta una mochila verde olivo. El aventurero que explora la selva tropical y escucha a las putas para ampliar su horizonte. El tipo se sonreía y escuchaba. Ellas hablaban y gesticulaban y sonreían. Intentaban ser simpáticas para sacarle más plata, aunque aquí las putas son muy baratas. Ah, el trópico espléndido, húmedo y lujurioso. El trópico al alcance de todos los bolsillos. Terminaron a tiempo. Ya en las azoteas de los alrededores unos tipos revisaban los tanques. Miraban si el agua llegaba o de nuevo quedarían secos unos días más.

Sirvo el café y escucho los gritos de la vieja de los bajos: «¡Pedro Juan, teléfono!». Le encanta que yo esté siempre en mi cuartucho de la azotea, porque me cobra un peso por cada llamada. Era Carmita. Jodiendo a las siete de la mañana. Que fuera por su casa. ¡Bárbaro! Un bisnecito temprano.

Luisa salió para su trabajo en un correo. Gana una miseria. Le he dicho veinte veces que lo deje. Total, con cualquier cosita que venda saca tres veces ese salario. Como no hay nada (o sí hay, de todo, en las shoppings, por dólares y a precios de Tokio) uno vende unos bolígrafos, unos encendedores, unos sobres de carta, cualquier minucia que se consiga, y listo. Al carajo los horarios, los jefes y el control. Cualquiera un poco hábil saca buena plata. Hay que aprovechar la crisis: a río revuelto, ganancia de pescadores. Lástima que yo no esté ligado con los camajanes de arriba, que se reparten buenas tajadas entre ellos. Pero bueno, tiburón se baña pero salpica. Como siempre.

Bebí más café. Encendí un cigarro y salí. A las ocho ya el boulevard de San Rafael comienza a bullir. Los policías allí, controlando a los vendedores ambulantes. Pero a pesar de los policías, los merolicos te pasan por el lado y te susurran su mercancía: «pizzas», «hamburguesas y refresco frío», «dólares a cincuenta, vamos, me quedan dos nada más», «coquito y maní, coquito y maní». Y así. De todo. Ya los pregones a garganta pelada hacía treinta y cinco años que no se escuchaban en Cuba. Ahora de nuevo comenzaban. Pero con miedo. Susurros al oído del cliente. A veces tan rápido y tan bajo que uno no entendía. De vez en cuando un policía «decomisaba» una bolsa llena de pizzas o hamburguesas, y de paso despojaba de todo el dinero al merolico. El tipo lo entregaba aterrado porque de lo contrario allá iban las multas, el juicio y los antecedentes penales. Lo que más se parece a un delincuente es un policía. Los extremos se tocan.

La crisis era violenta y se metía hasta en el rinconcito más pequeño del alma de cada uno. El hambre y la miseria es como un iceberg: la parte más importante no se ve a simple vista. «Pero hay que ir pausadamente, compañero, sin perder el control. Poco a poco nos insertaremos en este mundo complejo y en la economía de mercado, pero sin abandonar los principios, etc». ¡Ah, cojones! ¡Los inolvidables noventa! Pero ya me recuperaba. Me recuperaba de todo. Y estaba repleto de sexo. Descargaba dos o tres veces todos los días, con Luisa. Y eso es muy bueno para el espíritu. Tú descargas el semen según lo fabricas. Mantienes vacíos los almacenes y muchas cosas se ordenan solas y ya no hay que preocuparse de ellas. Siempre lo digo: un hombre sin mujer es un desastre total.

Me detuve a ver unos arbolitos de Navidad. Unos pinos verdes, pequeños. Hacía muchísimos años que no veía vendedores de árboles de Navidad. Desde que por decreto se abolió la Navidad, la Nochebuena, los Reyes Magos y todo eso. Mucha gente miraba. La mayoría en su puta vida habían visto un árbol de Navidad. Y escucho detrás de mí a un negro: «Déjame darte un mamoncito en una teta, mamita». Y la negra: «¡Oye, no, pinga, pinga, échate pa’llá!». Y el tipo: «Oye, mamita, un mamoncito chiquito. Vamos, no alardees que la gente nos está mirando». Y así siguieron en su chiste. La negra era hermosa y el negro grandísimo y fuerte. Estaban de buen humor.

Me gusta el boulevard. Allí están todos los socios de los bisnes y a veces cae algo. Tenía que apurarme para ver a Carmita.

Y en eso aparece Panchito. Ah, carajo. Panchito con sus descargas de siempre. Trato de escabullirme. Pero no.

—¡Oye, Pedro Juan!

—Acere, estoy apurao. Te veo después.

—No, espérate un momento.

—Cojones, acere, que me están esperando.

—Ah, Pedro Juan, no te hagas el bárbaro. Ven acá. ¿Tú sabes quién venda unas gomas de bicicleta?

—No. No estoy en eso.

—Estoy embarcao. No puedo seguir sin la bicicleta. Las guaguas pa’ Mantilla están de tranca, acere.

—Bueno, Panchito, voy echando.

—Está bien, mi hermano, nos vemos.

A Panchito hay que cortarlo porque planta con cualquier bobería y ahí nos amanece.

Al fin llegué a Zanja y Dragones. Carmita vivía en un pasillo ancho, exactamente sobre el periódico Chung Wa, a la entrada del barrio chino. Lo arregló un poco y se metió en aquella ratonera, con el padre inválido, en una silla de ruedas. Es un lugar caliente, oscuro, con el techo muy bajo, lleno de polvo. Aggh, da asco vivir en esa jaula de mierda. Pero a mí no me importa. Nunca le he preguntado qué sucedió con la residencia señorial de su familia, en nuestra ciudad natal. Era un palacete de principios de siglo, rodeado de jardines. Es mejor ni preguntar. Ahora ella me buscaba cada vez que tenía un buen negocito. Ese día tenía que esperar allí y, cuando avisaran, ir a un lugar y recoger dos cuadros: uno de Lam y otro de Portocarrero. También tenían uno pequeño de Picasso. Pero lo mantendrían escondido un poco más de tiempo. Todo el mundo en La Habana se enteró del robo de aquel Picasso en la residencia de un tipo fino, en Miramar. Fue un golpe bien simple: abracadabra, aquí estaba, ya no está, ¿ven qué fácil?

Ahora, sólo por mover de lugar el Lam y el Portocarrero yo me buscaba cien fulas. Okey, a esperar.

Pasamos el día bebiendo ron y comiendo papas fritas. Sentados junto a una galería de cristales, al fondo de su pasillo-casa. Carmita inventó aquello para no tapar toda la luz. Estaba bien: una larga pared de madera y cristales y adentro atestado de libros, muebles antiguos, porcelanas, marfiles, jades, bronces. Parecía un museo. Una fortuna.

Pero había algo abrumador y triste en aquel lugar. No sé qué era, pero lo sentía. Así estuve todo el día, triste, pesado, con ganas de llorar. Supuse que era el ron. Aunque el ron me pone alegre y jodedor. No entendía qué sucedía. Carmita se dio cuenta.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan callado?

—No sé. Estoy un poco tristón.

—¿Tienes problemas?

—Yo siempre tengo problemas. Ya estoy acostumbrado.

—¿Tú sabes que estoy a punto de creer algo?

—¿Qué?

—Estos cristales son de cajas de muertos.

—¡Carmita, por tu madre! ¿Los trajiste del cementerio?

—Yo creo en Dios y en los santos. Esa santería es cosa del demonio.

—Es malo, Carmen, es malo. ¿Por qué pusistes esos cristales?

—Porque no hay vidrios. Tú lo sabes. No se consiguen a ningún precio. Ésos me los vendió un sepulturero de Colón. Y quedan bien. Pero a mucha gente que se sienta aquí les pasa lo mismo que a ti. Algunos hasta lloran.

—Tú estás loca, cojones. Eso no se hace. Esos muertos están aquí. Yo lo siento. Y por eso tú no avanzas. Hay que quitarlos y hacer una limpieza.

—¡Ni los voy a quitar, ni voy a despojar nada, ni yo creo en esa mierda! ¡Y perdóname tú y tus collares y tu ildé y tu pañuelo rojo, pero eso es mierda!

—No ofendas. Allá tú.

En eso llegó la mujer de Carmita. Llevaban años juntas. Carmita y yo nos conocíamos desde niños. Del mismo barrio. Estudiamos en la misma escuela y ella siempre me gustó. Era hermosa y dulce. Después no supe más de ella. Me fui de aquella ciudad y un día nos encontramos en La Habana. Era arquitecta, y definitivamente tortillera. Estaba un poco demacrada y flaca. Con cierto aire de melancolía en los ojos. Dejó la arquitectura. Andaba en el trapicheo de antigüedades y arte. Sabía mucho de eso. Sobre todo conocía los precios de cada pieza y lo que podían sacarle en Europa los diplomáticos hijoputas que compraban todo aquello. Es un vacilón ser diplomático. Tienes inmunidad y tienes valija inviolable. Y eso es bueno. Es como decirte: haz lo que te salga de los cojones. Para ti no hay cárceles ni policía ni fiscales. Nada. Tú eres Supermán.

Carmita y su jeba entraron al cuarto. Yo seguí bebiendo ron en aquella galería atestada de tarecos polvorientos y más triste que un pingüino en un cañaveral. Al rato me llamaron. Eran las diez de la noche, vísperas de San Lázaro. Carmita tenía un pequeño altar al santo y lo había adornado con flores. Quería que yo le encendiera una vela. También trajo a su padre. Estuvimos allí un rato. Cada uno rezó, supongo, para dedicar su vela. Cuando salimos la galería estaba en llamas. Todo ardía: los libros, los muebles, el techo de madera y tejas. Era un fuego furioso.

—¡Carmita, por tu madre, te lo advertí!

—¡No comas mierda, Pedro Juan! Ayúdame a sacar los cuadros.

Entre los tres sacamos unos cuadros de Amelia Peláez, Romañach y Ponce, escondidos detrás de los libreros. También rescató una pieza de marfil. Las llamas eran enormes y se derrumbaban pedazos del tejado. Corrimos escaleras abajo y me quemé un poco, pero leve. En la calle ya estaba la policía. De los bomberos ni rastro. Los tres quedamos como piedras mirando el fuego, que lo envolvía todo en la planta alta. Empezó por la galería y arrasó en pocos minutos. Yo miraba hipnotizado un grafitti con pintura azul sobre la pared: «Lilliam, no me importa que lo sepan, trascendiste. Erick». Se alumbraba de rojo y naranja por las llamas y de nuevo quedaba en la oscuridad. Un grito de un policía apartándonos me hizo despertar y moverme a un lado. Otro policía se nos acercó:

—¿No quedó nadie adentro? ¿Hay víctimas?

Entonces nos acordamos del padre de Carmita. Ella pegó un grito. Tiró al piso los cuadros y la pieza de marfil y salió corriendo hacia el fuego, gritando: «Papá, papá». No salió más.

Los bomberos al fin llegaron. Controlaron el incendio. Los chinos del periódico daban salticos nerviosos aullando que perderían su imprenta. Ya había mucha gente mirando. La jeba de Carmita lloraba sentada en la acera. Un policía recogió los cuadros y el marfil. No se imaginaba qué coño era aquello, pero en cualquier momento llegaría otro que sí sabría. Era mejor moverse. Había mucha confusión y pude salir del cordón de la policía. Nadie me detuvo. Salí por Dragones hacia Prado. Ya eran casi las doce de la noche. Día de San Lázaro. Me senté en un banco, recé y le pedí que me ayudara y algo resonó en mi cabeza. Algo que me repetía: «Te ayudo, peregrino, te ayudo, peregrino».

A veces, casi siempre, es bueno dejarse llevar por la intuición, y no pensar. Los preconceptos joden muchas cosas en la vida. Sin pensar en nada me levanté y salí caminando hacia Casablanca. Había un tren a las cuatro de la madrugada para Matanzas. Me fui metiendo por las calles más oscuras, hasta llegar a los muelles. No quería chocar con un policía que me pidiera el carnet de identidad. Estuve una hora escondido en un portal. Llegó la lancha. Crucé la bahía. En Casablanca compré el ticket y me subí al tren. Una locomotora eléctrica, de las antiguas del central Hersey, con unos cincuenta años de uso. Los vagones eran tres casillas ya desahuciadas para cargar mercancías. Les abrieron huecos a modo de ventanillas, les pusieron setenta asientos plásticos, bien pequeños y duros como el acero, y un bombillo mortecino en el techo. Alrededor del bombillo unas arañas gordas se movían tejiendo sus redes y capturando decenas de pequeñas mariposas nocturnas que volaban desesperadamente, ciegas, alrededor de aquella luz. Les sobraba comida. Tal vez era un menú monótono. Seguro anhelaban chuparse una mosca de vez en cuando.

El tren salió a las cuatro en punto. ¡Qué maravilla! Todavía quedaba algo puntual. Iba casi vacío. De los pasajeros, el más sobresaliente era un mariconcito muy joven y puto, acompañado por otros tres. Parecían frickies o algo así. Tal vez fugados del sanatorio del sida. Un negro fuerte y sucio, con un pantalón de saco de yute, tenía una promesa a San Lázaro. Una vieja gorda y medio loca que intentó hablar conmigo dos o tres veces y me puso la mano en el muslo, hasta que me cambié de asiento y la mandé a singar con el recoño de su madre. Los otros pasajeros eran una pareja: ella es una blanca, de unos quince años, con el pelo teñido de rubio y con aspecto de despojo sucio. Encendía un cigarro tras otro. Con la mano izquierda sostenía un pañuelo alrededor del cuello. Pensé que estaría operada. Me fijé bien. No. Tenía el cuello lleno de chupones y mordidas. A su lado un negro, orangután y enorme, que la abrazaba y se le caía la baba mirándola, oliendo, lamiendo. Ella disfrutaba. A veces se quitaba el pañuelo, le mostraba su cuello amoratado y le decía bien alto para que todos supieran que despertaba una lujuria salvaje: «¿Viste lo que hiciste? No me lo hagas más».

No pude dormir. En aquellos asientos era imposible. Recogí del piso una hoja de una revista: los cazadores de fósiles en la isla de Wight se roban una huella de dinosaurio de 120 millones de años. Tienen que navegar desde la costa, usar sierras especiales, cortar la piedra y cargar con una losa de 200 kilos, para venderla en cuatrocientos dólares. No creo que nadie pase tanto trabajo y se arriesgue por tan poco dinero. La gente se aburre. Una película de dinosaurios los alborota y allá van, como los niños. Todos quieren tener una pisada gigantesca en su jardín. Bueno, a mí me iba mejor con los cuadros y las antigüedades. Lástima que todo se jodiera.

El tren avanzaba lentamente en medio de la noche. No podía correr a más de veinte o veinticinco kilómetros por hora, o los vagones se saldrían de la vía. Llegó en hora a Matanzas. A las ocho y diez de la mañana. De nuevo estaba en el sitio donde nací. Con toda la carga de mierda y de felicidad que tiene ese cabrón lugar. Todavía me conoce allí demasiada gente. Y a las ocho de la mañana todos están en la calle, corriendo, mirando, buscando los pesos. Tenía que perderme. «Te ayudo, peregrino, te ayudo, peregrino». Pero no se me ocurría nada. Okey. Salí de la estación. Caminé un poco, vi de lejos el lugar donde viví veinticinco años. Allí fui feliz. Sólo que nunca lo supe. Uno percibe la felicidad cuando se acaba.

Tenía una prima en Matanzas. Logré llegar a su casa, sin saber qué decir y sin encontrar viejos amigos (o viejos enemigos, peor aún). Era una buena prima, casada con un tipo muy trabajador y muy áspero, que le raspaba la vida con su corazón forrado de esmeril.

Me dio café, preparó un poco de arroz y frijoles, almorcé y dormí una larga siesta. Me recuperé y pensé que debía seguir. Pero el marido de ella llegó. Tenía un conuco en las afueras de Matanzas. Era un hombre fuerte, de sesenta años. Tomamos ron. Un ron malo y apestoso a kerosene. Pero lo elogiaba como si brindara un brandy de solera. Se me ocurrió decir que estaba muy nervioso, con tratamiento siquiátrico y sin trabajo. Necesitaba irme un tiempo de La Habana para recuperarme.

—En mi azotea sólo pienso en saltar a la calle y terminar cuarenta metros más abajo.

—¡Ah, Pedrito, no digas eso! Dios te perdone —dijo mi prima.

—Estoy cansado de tanta miseria, tanta hambre y tanta gente alrededor. Todo el mundo tratando de joderte, de tumbarte unos pesos como sea. Porque la miseria es así. La mierda llama a la mierda.

Entonces el tipo me dijo:

—Quédate aquí con nosotros y así descansas un poco. Y si quieres no enterarte de nada y alejarte de la gente, te metes en el bohío del conuco. Y de paso me ayudas. ¿Tú sabes trabajar en el campo?

—Yo hago de todo. ¿Qué tienes allí?

—Yuca, maíz, frijoles, boniato, calabaza, maní. De todo un poco. Gracias a eso no nos morimos de hambre. Está en un lugar intrincado y la tierra está descansada. Era un monte de aroma y marabú. Lo que siembres allí se da bien.

—Okey. Estoy ahí.

Al otro día me despertó a las cinco de la mañana y salimos al conuco. Llegamos cuando amanecía. Es el paraíso. Hacía muchos años que no caminaba por medio del monte, entre la niebla y el silencio del amanecer, con unas vacas borrosas entre la hierba goteando agua. Y todos aquellos árboles y aquel verde grisáceo. El tipo tenía un bohío de guano y hasta un pozo. Me quedé allí y le mandé un recado a mi prima: «Me voy a curar de los nervios en este monte. Si preguntan, no sabes de mí».

Y aquí estoy. Metido a cimarrón. Mi prima dice que siempre fui loco. «Hay que dejarlo, ya se aburrirá de estar solo». Pero no. Es muy bueno estar bien solo en este monte verde y azul. Sin nada que cuidar. Sin nada a qué temer. Sin nada que esperar. Sólo tierra y cielo y verde. Es hermoso. Además, si me agarran en La Habana me parten los cojones.