El domingo 25 de diciembre, temprano por la mañana, Angelito subió hasta la azotea. Tenía unos sesenta años y vivía en el cuarto piso del edificio. Pidió permiso con mucha parsimonia y amabilidad para revisar los tanques del agua. Después comprendí que confundí la tristeza con la parsimonia. Dijo que hacía días que no entraba agua a su casa. Lo dejé subir hasta los tanques y, sin perder tiempo, se lanzó a la calle. Cuarenta y cinco metros de vuelo libre.
Los primeros que se acercaron al cadáver aplastado contra el asfalto fueron dos perros callejeros. Comieron un buen pedazo del cerebro sangrante y caliente. Encontraron un rico bocado para el desayuno.
Los viejos y la gente mayor le dieron importancia. Mostraron interés. Era el quinto muerto en el barrio en pocos días. Lily, la bodeguera, me dijo: «En este mes las personas bien nacidas no viajan, no hacen negocios ni se meten en fiestas y tumultos. Los religiosos saben que el año se lleva y el año trae». Los jóvenes no se preocuparon. Para los jóvenes la muerte no existe. Está demasiado distante.
Hacía años que Angelito andaba siempre borracho. Toda la familia se dispersó: una hija jineteó hasta que logró casarse y se fue a un pueblo de Segovia, de esposa complaciente. Otro se le fue en una balsa para Miami. La mujer de ése, cuando se vio sin marido y con un hijo adolescente, renació como la viuda alegre y comenzó a cantar y bailar en un grupo de salsa, hasta que por un golpe de suerte se vio de repente en México haciendo un programa de radio: «Lady Salsa». Angelito se quedó con su mujer —siempre fajados y gritándose a todas horas— y con su nieto, el hijo de Lady Salsa y del balsero. Después la mujer se murió de un infarto al corazón y el viejo vivía solo con su nieto, Eduardo, amigo mío.
Nadie se acordaba que era el Día de Pascuas. Los jóvenes nada sabían de eso. Sólo escuchaban a los viejos hablar algo de Nochebuena y de Navidad. Fue un domingo hermoso y frío, con un sol brillante y un mar furioso, con toda la espuma blanca rompiendo sobre el Malecón y atrás el azul intenso y profundo. Y un cielo con unos ripios de nubes volando rápidamente entre el viento frío que soplaba fuerte desde el norte. Ni siquiera esa visión de paraíso logró disuadir al viejo. Se lanzó al vacío de todos modos.
Eduardo fue con la policía. Levantaron un acta. Regresó al mediodía y fue a buscarme a la azotea. Yo tenía un buen cargamento de alcohol escondido en mi cuarto. Y él estaba alegre.
—Acere, vamos a hacer tremendo negocio esta noche.
—¿Por qué? ¿Tú no estás con el lío de tu abuelo?
—No, no. Ya terminé. Dicen que Medicina Legal me avisa después para no sé qué. ¿Todavía tienes alcohol?
—Sí, vendí algunas botellas, pero poco.
—Mira, conseguí doscientos Meprobamato. Esta noche hay un grupo de frickies citándose en el cementerio de Colón. Con diez botellas que lleves está bueno.
—¡Bárbaro! ¿A cómo tiramos eso?
—Un fula la botella y un fula el paquete de veinte pastillas.
—Está bien, acere.
—Oye, Pedro Juan, no me falles. A eso de las once te recojo y salimos echando.
—¿Tú has ido otras veces?
—Olvídate de eso. Ya tengo el contacto para entrar y no hay lío.
Hice buen negocio esa noche. Entramos por la calle de atrás del cementerio. Había apagón y aquello estaba como una boca de lobo. Los frickies se reunían dentro de un panteón grande, de piedra, bronce y vidrios. Abandonado, sucio, con los vitrales destrozados. Con letras de acero incrustadas en el pórtico de mármol negro, se leía: Familia Gómez-Mesa. En el centro había un monumento funerario de mármol rosado con una figura acostada, tallada delicadamente.
Algunos, sentados sobre esa figura, encendían velas y besaban una calavera que se pasaban incesantemente, fumaban mariguana, se empastillaban y uno cantaba un rock lento con una guitarra. Por suerte me compraron rápido el alcohol. En un rincón un negro sepulturero, que les ayudaba a entrar y los protegía, le daba por el culo a uno. Si aparecía la policía me iba a meter en un lío, así que interrumpí al negro, le di un dólar y me quedé con nueve. Aquello se calentaba y Eduardo no quiso irse. Ya estaba empastillado y tenía la pinga tiesa mirando al negro, que le metía aquel tareco prieto y grande por el culo al frickie. Me fui pa’l carajo. La verdad es que yo estaba asustado.