LA VIDA MISTERIOSA DE KATE SMITH

Creo que la vida de Kate Smith es ya un misterio absoluto. Nadie podrá enterarse jamás cómo fue todo en los ochenta y nueve años de que dispuso hasta que murió técnicamente asesinada. Sólo técnicamente. Legalmente no fue un asesinato.

Tengo dos versiones sobre la vida de Kate: la de ella misma, y la de una vecina que la odiaba.

Alguna vez todos estos cuartuchos en la azotea fueron tres lujosos penthouses, alquilados por tres norteamericanos solitarios, que podían pagar las rentas, hacían discretas bacanales mezclando efebos y odaliscas de todos los colores disponibles, y se alimentaban exclusivamente con jamón, aceitunas y whisky, según Abelardo, un viejo asturiano, mensajero de unos almacenes importadores que estaban en la esquina, donde ahora hay otro solar igual que éste.

Cuando triunfó la Revolución, en 1959, uno de esos americanos abandonó la fiesta tropical y se regresó. Otro intentó asesinar a Fidel según un proyecto muy original de la CIA: se hizo amigo del jefe de Estado, averiguó su gusto por el buceo y le regaló un hermoso traje isotérmico de caucho, impregnado interiormente de una sustancia venenosa. Este señor siguió disfrutando efebos (tal vez un poco toscos) durante veinte años o algo así en una cárcel de La Habana.

Sólo quedó Kate en la azotea, enclaustrada entre abundantes rejas. Los dueños del edificio huyeron a Miami. Los alquileres se rebajaron. El edificio se llenó de gente. Cada día somos más en esta isla y ya no sabemos dónde metemos. Los que mandan le dicen a eso «hacinamiento». Los hacinados le decimos «vivir espurruñaos». Los que mandan no se imaginan ni remotamente lo que significa vivir seis o siete en un solo cuarto de cuatro por cuatro metros, con un baño colectivo para cincuenta personas o más. Y si llegan a imaginarlo, de todos modos se hacen los bobos.

A lo que iba. Kate mantuvo su apartamento y su pedazo de terraza frente al mar. Directo sobre el Malecón. El resto se llenó de cuartuchos y de gente desconocida y prosaica. Gente bien vulgar. Seguramente yo soy un prosaico de mierda más. No sé. Y no quiero saberlo. Debe ser deprimente saber eso con toda exactitud. Ella puso rejas y candados en todas sus puertas y ventanas. Y hasta dentro de la casita, para cancelar una habitación de otra. Daba clases de inglés. Sobre todo de conversación. Y vivía de eso.

Cuando yo vine aquí ya la vieja andaba por los ochenta años, pero era muy fuerte, hacía ejercicios y tenía energía para bajar algunas noches al Malecón. Seducir con buena plata a algunos negros grandísimos. Subir, gozar con ellos, pagarles y chau. Si te vi no me acuerdo. Dicen que nunca los repetía. Bueno, yo no soy negro prieto, más bien jabao, pero la vieja se me encarnó. Lo intentó con varias propuestas: darme clases gratis de inglés, que jugara ping pong con ella, o practicar jiu jitsu. Cuando se enteró que alguna vez yo fui periodista de radio, antes de entrar en crisis y venir para este solar de mierda, me invitaba a escuchar a Wagner. Yo no puedo con Wagner. Descendió a Mozart. Y me entretenía con sus cuentos de hungarita emigrante en el New York de principios de siglo. A los siete años sólo hablaba húngaro. Un día la humillaron tanto en un bar adonde entró vendiendo boletos para una tómbola, que aprendió el inglés en un mes y poco después olvidó totalmente el húngaro, botó sus cuellos blancos con encajes de bolillo, y se cambió el nombre. Después, de joven, estuvo en un grupo defensor de los bolcheviques, la persiguieron, escapó a México, a Jamaica, anduvo por ahí, y al fin vino a refugiarse en Cuba en 1950 más o menos. Ésa era su versión.

Nunca me dijo su apellido (me enteré mucho después, por la Ouija). Un día le dije estúpidamente (cada vez que digo algo estúpido pago las consecuencias, pero es inevitable en mí decir estupideces y siempre estoy pagando consecuencias) que podíamos escribir un libro sobre su vida. Sería un éxito. Me botó de su casa, gritando insolencias de todo tipo: «No, yo tengo que permanecer escondida. Me quieren asesinar. Me quieren asesinar. En mi país no me perdonan, imbécil, usted es un cretino más, váyase de aquí. No lo quiero más aquí».

Histérica. Completamente histérica. Yo me despedí amablemente: «Váyase pa’l recoño de su madre, vieja de mierda. Más imbécil y más cretina será usted. ¡Vieja puta! ¡Singadora de negros!». Me fui y ya. Jamás nos volvimos a hablar.

La otra versión me la dio poco a poco una vieja jubilada, que vivió hasta que murió, en un cuarto aquí al lado. Esa vieja trabajó muchos años en el servicio secreto, creo que en la inteligencia, pero tenía algún arrastre, se lo descubrieron, y la botaron. Sabía mucho de lo que nadie sabe. A veces me daba alguna pista de los millones de dólares que se daban a tal o más cual guerrilla, de la Brigada América, de Carlos el venezolano, y de esto y lo otro. No voy a escribir de eso por ahora. No quiero tener más jodiendas.

Según esta vieja, Kate fue nazi y estuvo en Alemania trabajando con mujeres en un campo de concentración. Salió huyendo de regreso a América en 1945. Dio vueltas y cuando entró a Cuba diez años después, estaba en su apogeo el BRAC (Buró de Represión de Actividades Comunistas). Ella alteraba las fechas para confundir, pero la vieja policía me aseguraba que fue en 1955. Así que de bolchevique nada, porque el BRAC la habría servido en bandeja de plata al FBI.

Kate era terrible. Cuando estuvo ya muy vieja, adquirió la costumbre de hacer alianzas con gente joven para que la ayudaran. Los traía a vivir a su casa. De inmediato hacía testamento y los designaba herederos universales, pero nadie la resistía más allá de unas pocas semanas. Todos renunciaban diciendo que se iban para no tener que ahorcarla por hijoputa. Nunca averigüé cuáles eran sus trampas malignas. Y parece que los expulsados no comentaban mucho. Por dignidad, supongo. Yo estaba en lo mío, tratando de sobrevivir en medio del oleaje, y no me podía ocupar de una vieja hijoputa más.

Al fin chocó con un matrimonio dispuesto a todo para conseguir una casa. Eran jóvenes, venían de casa del carajo, muertos de hambre, sin un centavo arriba. Jamás habían pisado una casa con teléfono, tocadiscos, cocina de gas, televisor, refrigerador y vista al mar. Ohh, cuando se vieron allí pensaron que tenían a Dios cogido por la barba, y se dijeron: «De aquí no nos vamos ni aunque nos den candela como al macao».

Por eso cuando la vieja empezó a joder pidiendo que le limpiaran el culo cada vez que cagaba, o seduciendo al tipo para que se acostara con ella (decía que tenía miedo a dormir sola), ellos buscaron los sedantes más fuertes que se fabrican. Y a pastillas con la vieja. Roncaba como La Bella Durmiente de la Azotea. Así la mantuvieron, pero cada vez que se despertaba, la vieja intentaba recomenzar sus desmadres. Andaba por allí arrastrando los pies y jodiendo. Hasta que se decidieron. Le aumentaron la dosis. Cayó en coma. Estuvo tres días agonizando, tirada por el suelo en medio de estertores, encerrada en su cuarto. Entonces la llevaron al hospital más desastroso de La Habana. Dijeron que no sabían por qué estaba así. Ningún médico se le acercó. Estaba demasiado puerca, embarrada en mierda, orina y vómitos. Se murió en dos horas. Para no pasar más trabajo donaron el cadáver a la Facultad de Medicina y chau. Se acabó Kate.

Pero ya se sabe que hierba mala no muere. Kate Smith sigue vagando por la azotea. Cada vez que tiene un chance mete sus narices donde no la llaman. A veces se mete en la Ouija. Sólo da sus iniciales. K. S. Otras veces firma K. Smith.

Los asesinos viven ahora entre rejas. Creen que de verdad eso es un penthouse, y no hablan con nosotros, los prosaicos de los cuartuchos de atrás. Quieren hacer un muro y separarse bien de nosotros. No saben que aquí atrás tenemos una Ouija.

Y que funciona. No sé cómo, pero funciona. K. S. insiste noche tras noche. Contesta todo lo que le preguntan sobre sus asesinos. No descansa. Pero guarda silencio y se esfuma cuando le pregunto por su vida. Aún no pierde el control. Es hija de Satanás, la muy hijoputa.