HIJO DEL CAOS

A través de la ventana yo veía en el edificio de al lado a la mujer vieja, canosa, quizás un poco abandonada y sucia. Sentada en un balance se mecía furiosamente y cantaba sin pausas y mezclando estrofas de La Internacional, el Himno Nacional, la Marcha del 26 de Julio, el Himno de los Alfabetizadores, el de las Milicias, de nuevo La Internacional, y lo repetía todo. A veces se callaba un poco, como para tomar aire, y preguntaba: «¿Quién es el último? ¿No hay último en esta cola? ¿Quién es el último para el pan? Bueno, si no aparece el último, yo soy el uno, ahh, lo siento, estoy preguntando y nadie me responde. Compañeros, ¿quién es el último?». Y de nuevo comenzaba: «No habrá César, ni burgués, ni Dios».

Yo esperaba a que mi tío llegara del trabajo. Llevaba media hora sentado allí escuchando a la loca. Primero me molestó. Al rato ya no la escuchaba. Me había adaptado a su paranoia.

En eso estaba, un poco aburrido, cuando entró como una tromba un muchacho muy joven, de dieciséis años o poco más, apenas me saludó con un movimiento de cabeza y un «jum» y se puso a atormentar a la mujer de mi tío, una mujer de casi setenta años.

—Necesito una camisa y una corbata de tío. Apúrate.

—¿Para qué?

—Para las fotos del pasaporte y la visa. Apúrate, tía.

—¿Al fin te decidiste?

El muchacho no la escuchó. Fue al closet del cuarto, abrió la puerta y comenzó a buscar una camisa blanca.

—Mira, ésta misma. Plánchamela, tía.

De nuevo salen a la sala.

—Carlitos, ¿ya saludaste a Pedro Juan?

—No sé quién es.

—Ustedes sí se conocen. Pedro Juan es sobrino de tu tío, pero él vive en La Habana y hace años que ustedes no se ven. Él es Carlitos, mi sobrino.

Yo no lo recuerdo de todos modos. Después sí me parece, borrosamente, recordarlo de niño. Hiperactivo siempre.

—¿Él es hijo de Odalys, tu sobrina? —le pregunto.

—Sí, el más chiquito de Odalys.

—Ah, sí, ya me acuerdo.

Son familiares de una mujer que tuvo mi hermano. Pero, además, esta señora es la mujer de mi tío. A veces ni yo mismo entiendo. Vas a tu ciudad natal y por todas partes aparecen primos y sobrinos de tus sobrinos. Creo que tengo cientos y cientos de personas que son mi familia. Aunque en realidad no lo son. Carlitos aún no entendía. La tía le dio una explicación definitiva:

—Él es hijo de Zoila. El mayor de Zoila.

—Ahh, coño, cómo no. Es que ahora estás calvo y más flaco.

Me saluda alegre. Yo me sonrío. La tía vuelve a su preocupación por Carlitos.

—¿Por fin te decidiste?

—Yo siempre estuve decidido.

—Carlitos, esto es serio. Es para toda la vida.

—Yo lo sé.

—¿Y qué vas a hacer allá? Tú no tienes ningún oficio.

—¿Cómo que no? Papi es dueño de una compañía de electricidad y yo voy a trabajar con él.

—Él trabaja en una compañía de electricidad.

—Él es dueño de una compañía de electricidad.

—Ay, Carlitos, él vive en Nueva Jersey y tú ni sabes inglés ni nada.

El muchacho le da la espalda a la tía y se dirige a mí:

—Oye, Pedro Juan, papi lleva cuatro años allá y es dueño de una compañía de electricidad. Ahora me está reclamando. A mí y a mi hermano. Pero mi hermano no se quiere ir. Está con una blandenguería y una indecisión que así no hay quien viva. Yo sí voy echando, acere.

—Carlitos, ¿tú estás seguro que es dueño?, a lo mejor…

—Coño, Pedro Juan, él es dueño. Hoy estoy un poco soplao de los nervios y no tengo tiempo. Otro día te voy a explicar. Mi padre es fiera para los negocios. Ya es millonario. Hazme el nudo de la corbata.

Le hago el nudo en el aire.

—¿Y tú irías a Nueva Jersey con tu papá?

—Sí, sí. Allí es donde él tiene la compañía.

—Allá arriba hay frío y vas a extrañar.

—No voy a extrañar nada. Y me gusta el frío. Coño, Pedro Juan, ¿ahora te vas a poner como mi tía? ¡No maleen más! Mira, acere, averíguame por ahí si alguien quiere comprar un reloj japonés y una moto.

Me muestra el reloj en su muñeca y me señala a la calle:

—Ésa es la moto, niquelada y al kilo. Estoy escachao, acere, tengo que hacer plata para ir tirando hasta que me vaya.

Ya la camisa estaba planchada. La tía sólo alzaba las cejas en silencio. Carlitos se puso la camisa aún caliente. Se colocó la corbata.

—Arréglame el nudo, hazme el favor —me pidió.

La tía hizo un último intento de persuasión:

—¿Y tu mujer y la niña?

—¡Que se queden, tía! ¡No jodas más! Yo no puedo seguir en esta mierda muriéndome de hambre. Cuando lleve un año allá me verás venir con un yate de lujo a verlos a ustedes, porque no voy a venir en avión. Lo primero que voy a comprar es un yate de lujo. Después un carro y después una residencia con piscina. Oye, ¡yo me hago millonario en un año! Tú verás.

Y dirigiéndose a mí:

—Bueno, acere, nos vemos. Tengo que hacerme las fotos hoy para mañana ir a La Habana y presentar los papeles. Cuando me acepten los papeles ya tengo una pata en el paraíso y la otra todavía en el infierno.