VIDA EN LAS AZOTEAS

Yo estaba viviendo un poco más cómodo. Logré conseguir un cuarto en una azotea sólo con otros dos vecinos. Y tuve que dejar el negocio de las latas de cerveza. Tenía mucha competencia y había que fajarse como los perros en los basureros de Miramar. A veces no conseguía ni veinte latas vacías en una mañana. Ahora andaba en otro bisne, y mejoré.

El cuarto estaba limpio, tenía una cocinita de kerosene, baño propio y mucho aire. Frente al mar, en el noveno piso de otro edificio junto al Malecón. Los vecinos no eran malos: un matrimonio de dos viejos, siempre fajados a gritos, y un cantante de boleros con su mujer.

Al tipo yo lo conocía de quince años atrás. Entonces tenía un grupo de músicos y era joven. Armandito Villalón y Los Cometas. Hacían cancioncitas que la gente tarareaba. Algunas clasificaban como «el hit del barrio esta semana» en la emisora de radio donde yo trabajaba. Después Armandito se desesperó tras el dinero. Desintegró el grupo y empezó a cantar él solo, con back ground, en tres clubes cada noche. Ganaba mucha plata repitiendo los mismos boleros. Hasta que estropeó su voz y la úlcera del estómago se le convirtió en cáncer por tanto ron y cigarros. Le dio un infarto del corazón y se puso flaco, hambriento y arrugado. El país entró en la crisis de los noventa y el tipo, encima de todos sus problemas, se buscó uno más: se metió en un grupo defensor de derechos humanos. Lo arrinconaron contra la pared. A cada rato, con cualquier pretexto, lo encerraban unos días en la cárcel junto con los delincuentes.

Ahora nos volvíamos a ver. Yo era su nuevo vecino y lo saludé como antes, cuando yo trabajaba en la emisora de radio y él grababa sus cancioncitas. Pero me encuentro al tipo ácido, amargado, obsesionado con la libertad y los derechos humanos. Y pasando hambre. Sólo tenía un trabajo en el club Salem, de viernes a domingo. El Salem es un tugurio en Centro Habana. Una noche fui a darme unos tragos allí y de paso escuchar los boleros de Armandito. No entré porque en la puerta tiene una reja y hay un negro gordo y salvaje como un gorila, que abre y cierra con un candado. No me gustó aquello. No puedo estar trancado como un preso, en un club asqueroso donde te venden un ron malo a precio de oro. El negro me dijo que así controlaban cualquier bronca hasta que llegara la policía. «Si hay un fajazón les meto candado y de ahí no sale nadie hasta que yo quiera, jua, jua, jua», me dijo aquel imbécil con su cara de retrasado mental.

Lo comenté con Armandito al día siguiente, y eso fue tema para otro discurso sobre derechos humanos: «Sí, se ha perdido la dignidad. Este país es una cárcel y han logrado meter un esquema represivo en la cabeza de todos. La solución a cualquier problema es imponer reglamentos, rejas, barreras, disciplina, control. Es insoportable, Pedro Juan». Yo sólo le dije: «Te vas a volver loco, acere. Yo no puedo con lo mío, dime tú si me enredo también con los políticos, que son unos hijoputas y al final hacen lo que les sale de los cojones. Eso es así en todas partes. La política es el arte de engañar bien». Y él me contestó muy airado: «Por eso estamos así. Por ese pesimismo y ese conformismo. Hay que enfrentarlos y denunciarlos. Hay que luchar y decir la verdad». El tipo era un látigo y estaba quemado. Siempre hablaba de lo mismo. Si seguía así, iba a terminar con electroshocks.

En la azotea tenía una cría de pollos, y dos puercos. Estaban obsesionados con aquellos animales. Él y su mujer. Y se pasaban horas recostados a la jaula, mirándolos hipnotizados, dándoles algunas cáscaras. Desde que empezó la crisis, en 1990, mucha gente criaba pollos y puercos en los patios, en las azoteas, en el baño. Así tenían algo para comer. La mujer trabajaba en un comedor obrero y conseguía las sobras para aquellos animales. Ella también estaba flaca y destruida. Junto con su infarto y el cáncer, Armandito se divorció. Dejó el apartamento a su mujer y sus dos hijos y se fue a vivir en este cuarto, en la azotea, con la mulata. Entonces ella era muy linda. Una mujer alta, hermosa, con esa gracia alegre y picara de las mulatas. Ahora no. Estaba decrépita, demasiado flaca, aunque a veces aún le saltaban chispas.

Los viejos del otro cuarto también tenían un palomar y una cría de pollos. Las palomas las vendían para santería. El viejo era santero. Y no hablaba. Era un tipo hosco. Siempre fajado con la vieja. Nunca supe nada de ellos. Casi no saludaban. Es así. Te odian porque eres blanco. Bueno, okey, nunca supe nada de ellos, ni me hizo falta.

Allí no tuve problemas mientras hubo frío y viento fuerte del mar. En abril, cuando comenzó el calor y la calma chicha, empezaron la peste a mierda, las guasasas y los mosquitos. Era insoportable. Ni los viejos ni Armandito limpiaban con agua aquellos corrales. Bueno, sí. A veces le echaban un poco de agua. Teníamos problemas con el agua y había que cargarla en cubos desde la cisterna, en el sótano del edificio. Nueve pisos sin elevador. Cada cinco o seis días la cisterna acumulaba un poco más y entonces bombeaban el tanque y la obteníamos más fácil, por la llave.

Aquella azotea se transformó en un sitio pestilente, con guasasas picando de día, y por la noche los mosquitos. Era imposible dormir.

En general no soy amante de los buenos olores. Ahora mismo no logro recordar un olor perfumado de alguna mujer. No me gustan esos olores. O no me interesan. En cambio, jamás se me olvida el olor a mierda fresca de un muchacho mordido por los tiburones en el golfo de México. Era pescador de atunes. Iba haciendo su faena en la popa del barco, sacando uno a uno los espléndidos peces plateados. Cayó al agua. Tres tiburones enormes nadaban con la mancha de bonitos. De dos mordiscos le destrozaron las tripas y le arrancaron una pierna. Lo izamos muy rápido, aún con vida, y con los ojos desorbitados de espanto porque todo sucedió en menos de un minuto. Y murió enseguida, desangrado, sin poder hablar y sin comprender qué le había sucedido. Durante meses fuimos compañeros en aquella popa, pero no puedo recordar su cara ni su nombre. Sólo recuerdo nítidamente la peste a mierda de aquel muchacho, con el abdomen desgarrado y las tripas botando excrementos sobre la cubierta del barco.

Hay otros olores terribles en mi vida, pero no quiero hablar más de eso. Ya está bien.

Los olores de la mierda de los pollos y los puercos empezaron a atraer más cucarachas. Siempre hubo cucarachas, pero ahora eran más. Y las ratas: unos bichos grandísimos que subían desde el sótano del edificio, casi cuarenta metros. Subían por los tragantes pluviales, corrían hasta las jaulas a comer las cáscaras y los desperdicios, y de nuevo se lanzaban abajo, a guarecerse.

Tapamos los tragantes pluviales con piedras. Un día una rata saltó desde la taza del inodoro, y corrió dentro del cuarto hasta la azotea. Rapidísimo. Yo no podía creerlo. Me parecía imposible que ese animal pudiera subir por el caño de la mierda y atravesara el sello de agua de la taza del inodoro.

Me encabroné. Ya era demasiado. Fui a hablar con Armandito y con los viejos. Ni cojones. No iban a quitar aquellos animales de la azotea aunque las ratas lo invadieran todo y nos sacaran a mordidas. En mi pedazo de azotea yo podía hacer lo que me diera la gana, pero no tenía derecho a pedirles a ellos ni cojones. Y me exhibieron un recorte de periódico con una ley sobre las azoteas. Traté de no hablar fuerte. Pero no pude. Al final los mandé al carajo.

Era agosto y había demasiado calor. Yo estaba sofocado con la discusión y pensé en envenenar a todos los animales. Busqué dos semillas de estricnina que tenía bien envueltas en un papel. Las recogí en el jardín botánico de Cienfuegos, al pie del árbol de estricnina. Algún instinto criminal muy agazapado me hizo conservarlas tantos años. Pensé cómo podría acercarme de noche a las jaulas y darles el veneno ligado con un poco de arroz. Pero se darían cuenta. Era mejor esperar un tiempo y matarlos poco a poco. ¿Y si ellos se comían los animales muertos y se morían también? Vaya, carajo, ya estaba haciendo una novelita policíaca. El calor, la humedad, la guasasas picando, la peste a mierda. Y yo sin saber cómo coño envenenar a esos animales. Tenía que refrescar un poco. Cogí cuatro dólares que me quedaban y me fui al boulevard de San Rafael a tratar de venderlos. A lo mejor aparecía un guajiro y se los clavaba a sesenta. Habían bajado de ciento veinte pesos a cincuenta en poco más de un mes. El gobierno quería controlar la crisis recogiendo todo: pesos y dólares. A mí me parecía que había aún más miseria y más hambre, pero sí, estaban guardando todo el dinero en las arcas del rey.

Cuando iba por Galiano, llegando a San Rafael, un jabao pasó por mi lado como una flecha, y atrás un guajiro con un cuchillo en la mano gritando: «¡Ataja, ataja!». Yo no atajé a nadie. El guajiro me pasó corriendo por el lado. Parece que se los vendieron falsos y cuando se dio cuenta ya el tipo iba lejos.

Después me dijeron que el guajiro lo alcanzó y le dio una puñalada por el hombro y además se ganó unos cuantos puñetazos de un policía. El truco es bueno, pero ya la gente lo conoce y es difícil pasarlos: se pega una fotocopia con un cinco o un veinte, sacada de un billete de esa denominación, arriba de los uno que están impresos en cada esquina. Pasa bien si se entrega rápido, en un lugar con poca luz y se tapa a Washington con el pulgar. Hay que buscarse un tipo que esté apurado por cambiar y, sobre todo, andar ligero y perderse rápido del lugar.

Llegué hasta San Rafael y estuve por allí un par de horas, pero no apareció ningún comprador. Había mucha gente vendiendo… Y pocos guajiros. Ésos son los que tienen la plata. Se hacen ricos con el hambre de la gente. Es una nueva era. De repente el dinero hace falta. Como siempre. El dinero lo aplasta todo. Treinta y cinco años construyendo el hombre nuevo. Ya se acabó. Ahora hay que cambiar a esto otro. Y rápido. No es bueno quedarse muy rezagado.