UN DÍA YO ESTABA AGOTADO

Por la mañana apareció una mujer apuñaleada en la calle. Era una mulata bellísima y alta, con una falda negra muy corta y una blusa y un ajustador blancos empapados en sangre. Estaba tirada sobre la acera y había mucha sangre a su alrededor. La gente decía que engañaba al marido con otros hombres. Fue tanto que el tipo no pudo más y la tasajeó. Por el reguero de sangre se veía que le fue arriba con mucho odio. Tenía en la cara una expresión terrible de dolor, y los labios y la nariz rotos a golpes, deformados, con sangre coagulada.

Esto es un simple crimen pasional. Como en cualquier lugar. Pero aquí no se publica en la prensa porque hace treinta y cinco años que no conviene hablar de nada desagradable ni preocupante en los periódicos. Todo debe estar bien. Una sociedad modelo no puede tener crímenes ni cosas feas.

Pero lo cierto es que hay que saber. Si no tienes toda la información no puedes pensar, ni decidir, ni opinar. Te conviertes en un tonto capaz de creer cualquier cosa.

Por eso yo estaba tan desilusionado con el periodismo y comencé a escribir unos relatos muy crudos. En tiempos tan desgarradores no se puede escribir suavemente. Sin delicadezas a nuestro alrededor, imposible fabricar textos exquisitos. Escribo para pinchar un poco y obligar a otros a oler la mierda. Hay que bajar el hocico al piso y oler la mierda. Así aterrorizo a los cobardes y jodo a los que gustan amordazar a quienes podemos hablar.

Ya no podía seguir en silencio, escribiendo tonterías a cambio de algún halago. El juego tenía reglas demasiado estrictas. Sólo se podía decir «sí». Y no merecía la pena.

Lo mandé todo al carajo y escribía unos relatos desnudos. Mis relatos podían salir en cueros por el medio de la calle, gritando: ¡Libertad, libertad, libertad!

Estuve una hora en la azotea viendo a la policía y a la gente alrededor del cadáver. Yo vivo en una azotea, a cuarenta metros sobre la calle, pero la vecina me prestó unos prismáticos y estuve allí, en primera fila, tan morboso y vampiresco como todos los demás, con visión privilegiada. Muchos de los que miraban jugaron a la bolita esa noche. Jugaron el 50, que es policía según la charada china. El 67, puñalada. El 63, asesino. El 84, sangre, y el 12, mujer mala.

Después estuve releyendo lo que Babel le contó a Konstantin Paustovsky sobre su técnica de escribir. Ya no leo esas confesiones de escritores. Fueron muy dañinas. Me hicieron suponer que existen métodos y técnicas. No existe nada. Cada escritor se construye a sí mismo como puede. Él solo. Sin atender a nadie. Y eso es desgarrador, pero no hay otro modo. Sin embargo, lo que dice Babel está bien.

Bueno, yo estaba agotado por tanto trabajo y necesitaba refrescar un poco. Me fui un par de días con mi madre. Ella vive en una ciudad cercana a La Habana. Allí cargo las baterías un poco y regreso a mi azotea. Después de todo soy un tipo con suerte.

Llegué al mediodía a casa de mi madre, pero ella andaba por la calle. Vendiendo algo, trabajando en sus negocitos para sobrevivir. Su retiro de sesenta pesos es una burla a una vieja de sesenta y ocho años. Por suerte todavía está fuerte (a veces) y puede caminar. Mantiene alto el espíritu. Yo la ayudo con algún dinero. Cuando tengo. En fin, comí algo y me senté en la sala de fumar. Me gusta ir a casa de mi madre para no hacer nada. Sólo doy vueltas por ahí y converso con los amigos, que me dicen: «Ya no te veo en la televisión ni te leo en la revista, ¿qué pasa?». Y yo les respondo: «No pasa nada». Ése es el asunto: No pasa nada.

Pues en eso andaba. Muy relajado allí, con una taza de café, fumando, cuando llegó Estrella. Esta mujer es como una tromba de mal agüero. Es la mujer más gritona, vulgar y grosera que he conocido. Bueno, he conocido otras gritonas, vulgares, groseras y bandidas, pero con estilo. Y eso las salva. Estrella es desencajada, medio loca, medio histérica y quizás algo hijoputa. En fin, no sé cómo se las arregla, pero no tiene estilo. Está casada con un tío mío que vive en el campo. Entró como un ciclón, sin saludar, sin mirar, soltó la cartera en la mesa del comedor, se sirvió agua y me preguntó por mi madre.

—No está.

—Siempre anda por ahí, callejeando. Esa vieja no para. La policía la va a coger presa por andar en la bolsa negra. Vende hasta alfileres.

—¿Y tú qué cuentas de bueno?

—De bueno nada. Todo es una desgracia. ¿Tú crees que con esta miseria hay algo bueno que contar?

—Entonces jódete, Estrella.

—Ay, muchacho, si estás de mal humor no la cojas conmigo.

—No estoy de mal humor ni cojones.

Sí estaba de mal humor. Me irritaba esa mujer tan imbécil, quejándose, hablando mierda, haciéndose la loca.

—Es que estoy nerviosa.

—Tú siempre estás nerviosa. Tómate unas pastillas.

—Es que Luisito botó ayer a la mujer. La cogió pegándole los tarros con un vecino, con Roque. ¿Tú sabes lo que es eso? Un hombre que es vecino de nosotros de toda la vida. Engatusó a la muchacha diciéndole que le iba a poner casa. Ya no se puede confiar en nadie. Yo le tenía cariño. Tiene quince años nada más, pero es muy trabajadora, me ayudaba mucho en la casa, y parecía buena.

—Bueno, alégrate. Esta mañana un negro de mi barrio apuñaleó a su mujer por eso mismo. La mujer le pegaba los tarros, y el tipo ya está preso. Por lo menos veinte años le echan. Así que alégrate que Luisito nada más que la botó.

—Sí, ¿tú crees? Sí, es verdad. Llevaban seis meses juntos nada más. Pero ya le teníamos cariño y la estamos extrañando.

—¿Y cómo fue? ¿Luisito la veló y la agarró con el tipo?

—Sí. Ya Luisito estaba en la pista y le dijo a ella que se iba para el pueblo y de ahí seguía para la costa a coger cangrejos, que no lo esperara hasta la madrugada. Pero regresó esa misma tarde y los agarró. Una hermana de Roque les prestaba la casa para la cumbancha. Pero Luisito no le dio golpes ni nada. La agarró por el brazo, se la llevó para casa, le dio su ropa amarrada en una toalla, y le dijo: «¡Piérdete de aquí!». La muchacha llorando y diciéndole que estaba equivocado, que no era lo que él se imaginaba. Todo eso delante de mí. Yo no entendía nada, y me dio por gritar y por meterme en medio. Mira, tengo todo el brazo lleno de morados porque Luisito me apartaba y yo volvía. Yo no sabía lo que había pasado. Después que la llevó hasta el camino y regresó, me dijo lo que había pasado. Él se portó bien, Pedro Juan, se portó bien, ¿verdad? Si soy yo los muelo a palos a los dos. A ella y al tipo. ¡Los dos cogen plan de machete! Pero Luisito es noble. Yo la boto a golpe limpio y sin ropa ni nada. Total, esa ropa se la había comprado él. Ella llegó a la casa hace seis meses con lo que tenía puesto y con unas chancleticas rotas y los pies llenos de tierra. Pero yo no me preocupo. Luisito tiene arroz y dólares, porque él siembra mucho y lo vende. Así que tiene comida y dólares y eso es lo que quieren las mujeres. ¡Ya se acabó el querer! ¡Comida y dólares para la shopping! Dentro de dos días tiene otra.

—Bueno, Estrella, el mundo es así. No cojas lucha y cálmate los nervios. Voy al baño. Siéntate que la vieja está al llegar.

Fui al baño. Me gusta cagar cómodamente, con lentitud. Pero donde yo vivo no puedo hacerlo. Tenemos un baño compartido por todos los vecinos de la azotea y eso es una desgracia porque siempre hay alguien, cagándose en los pantalones, que te toca en la puerta y te grita que te apures y salgas. Bueno, pues me llevé una revista para cagar y leer, sin prisa. Pero Estrella es hiperquinética y fue detrás de mí. Yo cagando y ella hablando conmigo a través de la puerta.

—Estos días están calientes allá. ¿Te acuerdas de Tácito, el que vivía en el pueblo, al lado de tu tía Siomara?

—Sí, Estrella, me acuerdo.

—Bueno, pues envenenó a la madre.

—¡¿A la madre?!

—A la madre. Era una vieja de ochenta y cuatro años que se pasaba el día peleando y regañando a todo el mundo.

—¿Cómo la mató?

—Le puso ácido de no sé qué en un vaso de leche. Dicen que la vieja nada más se tomó un poco y empezó a gritar que tenía candela en la barriga y se murió enseguida echando espuma por la boca.

—¿Y cómo lo cogieron?

—Se puso fatal porque la leche que sobró se la dieron a un puerquito que tenían en el patio y se murió igual: berreando y echando espuma por la boca. No sé cómo la policía se enteró. Parece que un chivatazo de algún vecino. El caso es que desenterraron a la vieja a los dos días, le hicieron la autopsia y tenía el mismo veneno que el puerquito. ¡Le echó como para matar a un caballo! Y ya la gente está diciendo que él fue quien mató al suegro hace diez años para coger la herencia de treinta mil pesos. Ése se pudre en la cárcel. Y no es joven. Tácito debe tener ya como sesenta años o más.

Me limpié el culo y descargué el inodoro. Salí del baño y me fui. Estaba irritado con Estrella y no quería oírla con su voz chillona hablando mierda como una loca.

Necesitaba recoger un poco de escoba amarga para una limpieza. Tenía que despojar mi cuarto de la azotea porque en los últimos días dos veces he sentido un leve perfume de mujer. Como si el hálito de ese espíritu pasara por mi lado. Y eso me daña. No es bueno tener espíritus oscuros rondando alrededor.

Bueno, me fui. A la salida de la ciudad, en el campo, vive un matrimonio de negros amigos míos. Raysa y Carlos. Ella y yo tuvimos un largo romance muy erótico. Todavía a veces se renueva. Pero desde que se casó estamos más tranquilos. Es una negra hermosa y dulce. Cuando llegué tenía el radio altísimo. La locutora repetía: «Libertad, amor, esperanza. De Cuba pueden decirse tres cosas: libertad, amor, esperanza». La locutora tenía una voz suave y agradable.

Raysa estaba sola. Apagó el radio para poder hablar.

—Haz café. Voy a recoger un poco de escoba amarga y enseguida vengo.

—Ay, Pedrito, café no tengo. En esta casa no hay ni vergüenza. Escoba amarga sí. Ahí atrás. Llévate toda la que quieras.

Recogí un mazo de hierba y lo puse en un rincón.

—¿Vas a hacer una limpieza en la casa?

—Sí. Una vecina que es santera la va a hacer. Dice que ella despoja mi cuarto y el de ella porque están uno al lado del otro.

—A Carlos y a mí nos hace falta ir a una santera. Pero juntos. A ver si le acaban de decir lo que es, para que se vaya, se acabe de decidir, y me deje vivir la vida.

—No te entiendo.

—Pedrito, este hombre cada día es más inútil y bebe más. Ahora le ha dado por llorar cuando se emborracha. Y tiene unos celos conmigo que no me deja vivir. Yo creo que es maricón. Hace unos días yo estaba de visita en casa de Caridad, una amiga de muchos años, y llegó un vecino. Seguimos hablando pero al rato él le dice a Caridad: «Déjame solo con esta muchacha que necesito decirle algo». Yo no conozco a ese hombre y pensé que era para algo…, vaya…, para enamorarme. Pero no. Me dijo: «No me contestes nada. Yo te voy a decir lo que estoy viendo porque te hace falta saberlo y a mí me han traído aquí para que te lo diga. Tú vives en una casa oscura, chiquita y muy pobre, casi sin ventilación, donde va a correr la sangre. Tu marido es un negro que habla muy poco y le gusta beber aguardiente malo y escuchar la música muy alta. Pero ése no es tu hombre. Veo a tu marido acostado con otro hombre, abrazados, desnudos y dormidos. Eso a ti no te va a importar. Tu hombre es un blanco, canoso, con los mismos gustos que tú. Es romántico, cariñoso, y le gusta beber ron con vino y escuchar la música muy bajo. Ese hombre fue a una espiritista y te está buscando, porque la espiritista te describió a ti. Ustedes se van a encontrar si se buscan. Pero no va a ser fácil. Él cada vez que tiene un romance con una negra cree que ya te encontró, pero no es así. Y te sigue buscando. Ten cuidado con tu marido porque no te quiere dejar. Él sabe que su destino es otro pero no lo quiere aceptar. Tú te vas a ir. Te veo saliendo con una maleta y pisando la sangre. Hay mucha sangre en el piso, pero no es tuya. Ten cuidado. Tienes que encenderle una vela a Santa Bárbara al amanecer de cada sábado».

—¡Cojones, Raysa, eso es para quedarse temblando!

—¡Yo tengo miedo! Cada vez que me acuerdo me erizo.

—Bueno, deja a Carlos. Vete a tiempo porque esto va a terminar mal.

—Sí, yo no puedo más. Tengo una amiguita que está en Varadero jineteando, de lo más bien. Con sus extranjeros, con ropa, perfumes, de todo. Yo no tengo ni jabón.

—Cada vez que vengo aquí me dices lo mismo, pero después no haces nada. Tú lo culpas a él de inútil, pero tú eres igual. Y los días se te pasan uno detrás del otro y sigues pasando hambre.

—Ahora sí me voy para Varadero. Aunque sean quince días. Lo único que quiero es hacerme de alguna ropa y unos dólares, y divertirme un poco. Hacer de todo. Me da lo mismo hacer una tortilla que templarme a cuatro hombres a la vez y emborracharme todas las noches. ¡Quiero divertirme!

—¡Qué edad tú tienes, Raysa!

—Treinta y seis.

—¿Y todavía estás esperando para divertirte?

—Todavía, ¿hasta cuándo?

—¿Y por qué no dejas a Carlos?

—No tengo dónde meterme. Además, en la cama es un loco. Tiene una pinga larga y gorda que me llega hasta la garganta. Y con eso me vuelve loca. Pedrito, él se viene y sigue con la pinga tiesa como un palo. ¡Yo le gusto mucho!

—Menos por el culo. Siempre me has dicho que es tan grande que no te la puedes meter por el culo.

—Ya sí. Despacito sí me la puedo meter. Y con grasa. Él se la engrasa y me la mete hasta el tronco. Ésa es mi desgracia. Que me gusta.

Por ahí seguimos hablando. Los dos queríamos calentamos. Ella contándome cómo lo hacía con Carlos, y yo con una erección disparada. Cuando ya no pude más me la saqué y empecé a hacerme una paja lentamente.

—Pedrito, ¿tú estás loco? ¿Y si Carlos viene del trabajo? Ya está al llegar.

—Mejor. Tal vez le gusta mi pinga y me la mama, como tú no quieres ni tocarla. Sigue contándome lo del espejo.

Si Carlos llegaba y nos sorprendía nos daba Changó a los tres y aquello iba a ser del carajo. Me vine enseguida. Yo tenía mucha leche porque hacía días que estaba solo. Quise que ella la cogiera con la boca, pero ni modo. Bueno, eché tres chorros largos sobre la mesa. Detesto botar así la leche. Ella lo limpió enseguida. Y nos sentamos de nuevo. Volvió a conectar la radio. Intentó reanudar la conversación, pero yo no podía prestar atención a nada. Sólo quería acostarme con ella y si Carlos llegaba botarlo de allí como fuera. Pero no. Un hombre de cuarenta y cuatro años no hace locuras. Recogí el mazo de escoba amarga y me fui. En definitiva, yo sólo quería descansar un poco y no seguir complicándome la vida.