Martica andaba medio histérica. Hacía mucho tiempo que no tenía orgasmos conmigo y cada día se embrutecía más. Ya no me visitaba. Yo nunca le gusté mucho, pero de todos modos fui a su casa. Hacía días que no la veía y la soledad, sobre todo la soledad sexual, me pone ansioso. Me recibió fríamente y percibí que ya era hora de despedimos, pero sólo de verla se me para. Aproveché que estaba sola, me la saqué y se la mostré. Pensé que se calentaría. Yo tengo una hermosa pinga, gruesa, oscura, de seis pulgadas, con una cabeza rosada y palpitante, y mucho pelo negro. En realidad, me gusta mi propia pinga, huevos y pendejos. La pinga, musculosa, anhelante, dura. Pero no. De nuevo se puso histérica.
—¡Guárdate eso, Pedro Juan! Si la niña viene, ¿dónde me meto? ¡Dale, no seas fresco! ¡Guárdate eso!
Seguí insistiendo. Me le acerqué, con la pinga en la mano. Pero ella se alejó. Puso cara de cordura y, con las manos, me hizo un gesto de calma.
—Por favor, Pedro Juan, cálmate. Yo sé que te gusto mucho, pero tú a mí no. Cálmate. Guárdate eso, vete y no me busques más.
—Martica, vamos a hablar. Esto tiene arreglo —le dije, devolviendo la pinga a la oscuridad y cerrando la cremallera.
—No. No tiene arreglo. No cojas más lucha conmigo. ¡A mí no me gustan los hombres, Pedro Juan! ¿Tengo que decírtelo más claro? ¡No-me-gustan-los-hombres-cojones-no-me-gustan-los-hombres! Ya, acábate de ir pa’l carajo y no jodas más. Las pingas me dan asco.
Me quedé desolado. Yo lo sabía, pero tengo el mal hábito de hacerme el sueco cuando me conviene ignorar algo. Hasta que ese algo me cae sobre la cabeza y me aplasta. Todavía atiné a preguntarle:
—¿Estás con alguien?
—Sí. Estoy con una muchacha. Que me gusta muchísimo. Me vengo nada más que de besarla. Le toco un muslo y tengo tres orgasmos, como una perra. ¡No me gustan las pingas! Cuando templaba contigo tenía que pensar en una mujer. ¡Vete y déjame tranquila, hazme el favor!
—Bueno, hasta luego.
—No. Hasta luego no. Adiós. No quiero verte más nunca.
Salí de su casa sin rumbo. Ya me había contado su historia. Pero eso mismo le sucede a muchas mujeres y no terminan tortilleras. Ella vivía en un pueblo pequeño en Villa Clara. El padrastro la acosó durante años. Intentó violarla continuamente. La madre se desentendía y la acusaba a ella de provocarlo. La casa se le convirtió en un infierno. Se casó con dieciséis años para escapar de allí, pero fue peor el remedio que la enfermedad. Llegó virgen a la noche de bodas y el tipo se convirtió en un lobo feroz. Era un muchacho tosco y machote, de veintiséis años, que estuvo horas templándola sin compasión y sin amor. La poseyó por todos los lugares posibles. Cuando la vio sangrando por el culo y por la vagina se puso más salvaje aún. Ella llorando de dolor y humillación y él bebiendo ron y con la pinga tiesa, implacable.
La humillación fue mayor aún porque la madre le dio instrucciones para serle más agradable al marido, y ella las siguió al pie de la letra. Llegaron a la habitación del hotel. Ella se encerró en el baño. Se aseó. Se perfumó y maquilló. Se puso un pequeño negligé rojo, y cuando salió, apenada y tímida, el tipo se echó a reír a carcajadas: «¡Pareces medio puta y medio comemierda! ¿Para qué te pusiste toda esa mierda?». Estaba borracho. Y aprovechó la borrachera para burlarse de ella. Le rompió todo aquello, riéndose y diciéndole groserías. Y comenzó la orgía del infierno.
Ella parió a una niña a los nueve meses de aquella noche y él se dedicó a poseer todas las mujeres del barrio. Todas. Disfrutaba más con las casadas. Se convirtió en un perfecto latin lover, con cadena de oro al cuello, manilla de plata y oro en la muñeca derecha y juegos de camisa, pantalón y zapatos blancos. El tipo bello y castigador, el amante tropical perfecto. Tan imbécil como un toro semental. Dos muchachas del barrio, enamoradas como locas, se dejaron embarazos de él. Y tuvo otros dos hijos. Martica lo resistió a duras penas un par de años. No pudo más. Se divorció, agarró a su hija y se largó para La Habana, con una tía vieja que vivía sola y amargada. La vieja era un ácido. Demasiado corrosiva para soportarla mucho tiempo. Martica ya estaba a punto de claudicar y regresar a su pueblo de mierda cuando la vieja se murió de un infarto masivo. Aleluya. Con esa muerte Martica comenzó a crecer.
Fui para mi cuarto en la azotea. En Centro Habana. Es un buen lugar. Lo jodio allí son los vecinos y el baño colectivo. El baño más asqueroso del mundo, compartido por cincuenta vecinos, que se multiplican, porque la mayoría son de Oriente. Vienen a La Habana en racimos, huyendo de la miseria. En Guantánamo uno se mete a policía y enseguida logra que lo trasladen a La Habana (en La Habana nadie quiere ser policía) y ése arrastra a toda su familia. Y se las arreglan para vivir todos en un cuarto de cuatro por cuatro metros. No sé cómo. Pero lo hacen. Y en el baño la mierda llega al techo. En ese baño cagan, mean y se bañan todos los días no menos de doscientas personas. Siempre hay cola. Aunque te estés cagando tienes que hacerla. Mucha gente, yo entre ellos, nunca hacemos cola: cago en un papel y lanzo el bulto de mierda a la azotea del edificio de al lado, que es más bajo. O a la calle. Da igual. ¡Un desastre! Pero es así. Uno a veces está en baja, y hay que acostumbrarse.
Me senté en la cama, medio deprimido. Ya era casi de noche y había silencio. En una repisa tenía algunos recuerdos: piedras, conchas, ceniceros, monedas, miniaturas de arcilla, y un grillete de esclavo. Me lo había encontrado medio enterrado en la tierra roja de un cañaveral, en Matanzas. El grillete de hierro forjado que apretó el tobillo de un negro traído de África. Un infeliz cortador de caña. Nadie sabrá jamás qué vida miserable y de sufrimiento llevó bajo el látigo en aquellos cañaverales inmensos de Matanzas. Presentí algo. No tenía interés en compañías inoportunas. Me estremeció un escalofrío. Me despejé con un poquito de alcohol por la cabeza. Agarré el grillete, salí a la azotea y lo lancé lejos. Ya estaba oscuro. No sé dónde cayó. Volví a despejarme con más alcohol.
Ahora sí me quedé solo. El aire a mi alrededor se aligeró. Me costaba trabajo aceptar la soledad. Me costaba aprender a autoabastecerme. Yo seguía creyendo que era imposible. O que era inhumano. «El hombre es un ser social», me habían repetido muchas veces. Eso, más el calor del trópico, la sangre latina, mi mestizaje fabuloso, todo conspiraba alrededor, como una red, incapacitándome para la soledad. Ése era mi problema, y mi reto: aprender a vivir y a disfrutar dentro de mí. Y el asunto no es sencillo: los hindúes, los chinos, los japoneses, todos los que tienen culturas milenarias, han dedicado buena parte de su tiempo a desarrollar filosofías y técnicas de vida interior. Así y todo, cada año se suicidan en el mundo unos cuantos miles, aplastados por su propia soledad. Y no es que uno elija estar solo. Es que, poco a poco, uno se queda solo. Y no hay remedio. Hay que resistir. Llegas a esa inmensa llanura desértica y no sabes qué coño hacer. Muchas veces crees que lo mejor es huir. A otro país, a otra ciudad, a otro sitio. Pero sigues atrapado. Otras veces crees que lo mejor es no pensar mucho en ti y en tu cabrona soledad, que se agudiza cuando te quedas aislado y en silencio. Bueno, pues hay que ponerse en acción. Y sales por ahí. A buscar un amigo, o una mujer que te dé un poco de sexo. No sé. Alguien, para no estar solo, porque ya sabes que cuando estás así el ron y la mariguana te deprimen más aún. Un poco de sexo tal vez. Y si no, por lo menos un amigo.
Estuve pensando todo esto y de un salto me puse en pie y me reí. Ampliamente. Una buena sonrisa, innecesaria y absurda, es un tónico. Siempre me da resultado. Y si logro sostenerla unos minutos, y reírme por dentro y por fuera, es mejor aún. «Me voy», pensé. Y me fui. A buscar un amigo.
Bajé las escaleras. El edificio es de 1936 y en sus buenos tiempos imitó esas moles de Boston y Filadelfia, con fachadas de bancos sólidos y eficaces. En realidad conserva la fachada y los turistas se asombran y le toman fotos y hasta aparece en las revistas, fotografiado sobre todo en días de tormenta. He visto fotos alucinantes, con el mar furioso saltando sobre el Malecón, con esa luz gris-azul de los ciclones, y el edificio salpicado de agua, pero sólido y antiguo. Un castillo majestuoso y espléndido en medio del huracán. Pero adentro se está cayendo a pedazos y es un laberinto increíble de trozos de escaleras sin barandas, oscuridad, olor a rancio y a cucarachas y a mierda fresca. Y habitaciones añadidas, restando espacio a los pasillos, y broncas y fajazones de los negros. Llegué a la acera y allí al frente estaba el letrero viejísimo, ya casi ilegible: «Una Revolución sin peligro no es Revolución. Y un revolucionario sin capacidad de asumir el riesgo no tiene decoro». La frase no estaba firmada. Por la pinta debía ser de Fidel o Raúl. En la esquina había una valla nueva y enorme. Con letras bien grandes, de colores brillantes, decía: «Cuba, un país de hombres de altura». En una esquina un atleta negro saltaba sobre un cielo azul. No sé. Era incomprensible.
Quería ir a casa de Hugo. Hacía tiempo que no lo veía. Caminé un poco, cogí una guagua, después otra. Bueno, al fin llegué a casa de Hugo, en el Cerro. Vivía aislado, en retiro. Años atrás fue técnico de televisión, y buen amigo. Éramos compañeros de trabajo. Después yo me fui y lo perdí de vista. Cuando lo encontré de nuevo ya estaba loco. Le habían aplicado electroshocks y lo mantenían sedado con una batería gruesa de calmantes varias veces al día.
Un tipo demasiado lúcido. Pero obsesivo. Y esa mezcla es mortal. Tenía la cara y los ojos trastornados por los corrientazos. Y los párpados caídos. De nuevo me contó la historia del jefe del taller que le hizo la vida imposible cuando se enteró que toda su familia estaba en Miami. Lo perseguía para atraparlo en cualquier violación del reglamento. El tipo le decía a cualquier hora, y sin motivo aparente: «Éste es un centro de revolucionarios, aquí no podemos tener gusanos». Ya Hugo tenía pesadillas con el tipo, hasta que un día no resistió una de sus provocaciones y le fue arriba con un destornillador. Le sacó un ojo y lo hirió de gravedad. Lo encerraron en una celda muy estrecha con dos negros delincuentes, y no soportó. Acabó de enloquecer. Estuvo días gritando y soltando espuma por la boca, hasta que lo llevaron al manicomio y le metieron el primer corrientazo. Estuvo siete años encerrado, recibiendo electroshocks.
En fin, Hugo no podía tomar ron, y yo necesitaba unos tragos. Además, se alteró al relatarme su historia. Siempre era así, cada vez que lo visitaba. Se fumó veinte cigarros en una hora. Me fui. ¿Qué más podía hacer? Irme y dejarlo tranquilo. Ya tenía bastante con su carga. Me prometí no volver más.
Tenía hambre, sin dinero, a las doce de la noche en La Habana de 1994. Había poca gente. Seguí caminando sin prisa. Mejor me acostaba. Me hacía falta. Un tramo del Malecón estaba a oscuras. Habían apagado los bombillos de la avenida. Allí, sobre el muro, dos mujeres se besaban con desespero. Se chupaban y no les importaba nada más. Las miré un poco en medio de la penumbra del lugar, pero no me detuve. ¿Hoy sería el Día Gay? Seguí. A cinco metros escasos un negro las miraba y se hacía una paja. El negro estaba de frente al mar y daba la espalda a los transeúntes, pero se agitaba frenéticamente con la mano izquierda. Y unos metros más allá una mujer blanca, bonita, bastante aceptable, vacilaba al negro y ardía en deseos. Sentada sobre el muro, daba pequeños saltos para acercarse. Iban a gozar los dos cuando ella terminara su maniobra de abordaje.
No me excité con todo eso. Yo estaba resistiendo. Tengo que aprender a sobrevivir. Tengo que asimilar los golpes y recuperarme rápido tras cada jab, o me completan los diez en el conteo de protección y pierdo. Me sacan de la pelea.