GRANDES SERES ESPIRITUALES

El mexicano era esotérico y le gustaba pasar largas temporadas en Tepoztlán. Según él allí iba mucha gente de todo el mundo a cargarse de energía cósmica. «Yo una vez estuve en Tepoztlán y no sentí nada», le dije. «Es así. Lo importante no es que te envíen cosas, sino saber recibirlas», me contestó. Después me dijo que son tres sitios en el planeta adonde llegan esos efluvios. El tipo vino a La Habana directo de Tepoztlán. Llegó a mi casa (es un decir, un cuarto en una azotea, con un baño asqueroso compartido por cincuenta personas más) a traerme una carta de unos amigos de Morelia. Conversamos un rato. Me dijo que no tenía mucho dinero, y se quedó varias semanas. Me pareció que era un tipo humilde y pobre. Aunque a veces sospeché que era hijo de algunos ricachones hijos de puta y no tenía nada mejor en que ocupar su tiempo.

Por las tardes adoptaba posturas yoga y meditaba y durante el resto del día leía o paseaba lentamente por el Malecón, frente al mar. Comía pan de centeno y tomaba té de hierbas, seleccionadas por él mismo en las laderas del inmenso pico rocoso al que se recuesta Tepoztlán. Así de simple. Es cómodo tener un compañero de cuarto joven, silencioso y esotérico, que se busca su propia comida, y no te complica tu existencia. Por eso lo dejé allí tanto tiempo, durmiendo en el piso, sobre una de esas mantas de colores tejidas por los indios. Ni le molestaban las cucarachas. En cuanto se apagaba el bombillo salían de todos los rincones a pasear, retozonas, de muy buen humor. Él decía que eso estaba bien. Tenía una teoría sobre la convivencia pacífica, y me explicó que cuando, meditando, lograba ascender hasta beta (o alfa, no recuerdo), sentía las vibraciones positivas de esos bichos.

El tipo hablaba poco. Decía algo acerca del silencio, la concentración, la energía interior, pero nunca le presté mucha atención porque yo no me podía quedar en silencio, ni concentrado meditando, ni esperando que la energía interior resolviera mi permanente falta de dinero y comida. Por aquellos días tenía un negocito con latas vacías de cerveza. Yo recogía las latas en los contenedores de basura en Miramar. Sobre todo cerca de las embajadas y las oficinas de extranjeros. A veces en una mañana conseguía hasta doscientas latas. Les quitaba la tapa de arriba raspándolas contra el piso de la azotea, y las vendía a peso en los puestecitos de helado. Era un helado baboso, de toronja, casi sin azúcar, pero la gente hacía una cola de media hora, me compraban las laticas porque las heladerías no tenían ni vasos de papel, se tomaban aquella mierda, y daban gracias a Dios que les permitió encontrar aquel helado, que era como una bendición en La Habana de los noventa. En el resto del país no había ni agua para beber. Nada. Hambre al tolete y al carajo. Pero en La Habana siempre hay más búsqueda. Como este negocio de las laticas. La gente me miraba con asco cuando yo registraba en los basureros. Un par de veces los inspectores de Salud Pública me acorralaron. Decían que las laticas estaban sucias, y que las epidemias y todo eso. Pero yo no discuto con nadie. Ya estoy aburrido de discutir. Al final, de todos modos, me tocan las patás por el culo. Ya no discuto. Me hago el medio retrasado mental, medio mongólico, y me dejan tranquilo. A veces pienso que al pobre le conviene más ser imbécil que inteligente. Un poco imbécil y muy duro (un pobre lúcido es un brillante suicida potencial o un remoto combatiente de la Revolución mundial. O las dos cosas). Y no quejamos. Para nada vale quejarse y llorar y sentir compasión. Ni por uno ni por los demás. Compasión por nadie. Hay que entrenarse, pero se logra. Después de muchas patás por el culo y por los huevos, al fin uno aprende a ser un poco duro y a partirle de frente y luchando a lo que sea. No queda otra opción. ¿Se puede vivir de otro modo?

Así iban las cosas. Yo con mis laticas y el mexicano cada día más esotérico. Su gran preocupación era el mar. A veces por las noches nos sentábamos un rato en la azotea, y él me repetía que tenía que aprender a captar energía junto al océano (nunca decía el mar, la gente de los continentes todo lo ven en grande). No era igual captar lo mejor del cosmos en lo alto de una montaña rocosa, que en la enorme planicie azul y tibia del Caribe. Se fue unos días a una playa. Creo que alquiló una habitación en Santa María. Me dijo que estaría unos días en ayuno y meditación sobre la arena, en algún rincón apartado de la playa. No le hice caso. Y quise ayudarlo con un consejo: «Haz lo que te dé la gana. Pero te vas a morir pa’l carajo si sigues nada más con el pan y las hierbas. Come algo antes de irte. ¿No te gusta el arroz con frijoles?». Se sonrió condescendiente. Me dio un apretón de manos y se fue.

Regresó cuatro días después. Venía acompañado por una mulatica graciosa, sonriente, y con un cuerpo perfecto. Me dijo que tenía dieciséis años, pero las espuelas eran de gallina vieja. «Se le jodió el esoterismo al mexicano», pensé. Y así fue. Se llamaba Grace. Después me dijo que su nombre era Greis y no Grace, y me enseñó el carnet de identidad, que no soltaba jamás porque la policía les pide ese documento veinte veces al día a los negros, y mucho más si parecen jineteras o jineteros.

El tipo traía una bolsa con dos botellas de ron, paquetes de queso, galletas, chocolate y unas latas de jamón. Ni rastro del silencio, las hierbas y el pan de centeno.

Grace buscó salsa en la radio, abrimos una botella de ron y una hora después estábamos muy bien. Ella bailaba conmigo y ya tenía la lengua aún más suelta que de costumbre.

—Ay, si este imbécil se casara conmigo y me llevara de aquí —me murmuró en el oído, después de pedirme que le preparase algo de jamón y queso. Ella no quería hacerlo «para que él no crea que yo soy interesada. Pero estoy muerta de hambre».

—Ah, chica, no jodas. ¿Cómo te vas a casar con ese muchacho? ¿Tú no ves que es un inútil, medio bobo?

—No sabe ni templar, pero yo lo enseño. Lo malo es que tiene una pinguita chiquita. Ni me la siento. Pero no importa. Ya me dijo que quiere casarse. ¡Está arrebatao!

—¿Qué tú le hicistes, mamita?

—Lo volví loco. Me lo templé por todos lados. Yo soy loca a la pinga, papi. Cuando veo una pinga que me gusta pierdo la cabeza. La de éste no me gusta, pero me hago un cráneo y pa’lante.

Terminamos la botella, y por iniciativa de Grace decidimos ir a su casa a conocer a su madre, invitar a alguna de sus amiguitas, y comprar más comida y bebida para la noche.

Grace vivía cerca. En la calle Industria. Es un solar no muy grande. Su casa era más pequeña que mi cuarto: una habitación de tres por cuatro metros atestada de muebles y muñecos de yeso en las paredes. Una escalera de madera subía a otra habitación improvisada donde dormían ella y su madre, una señora gorda y bonachona, que trabajaba en una pizzería y nos trató como si fuéramos gente importante. El mexicano no dejaba moverse a Grace: se abrazaba a la mulata como un pulpo. Me joden los tipos comemierdas. Pero bueno, es así. Los comemierdas aparecen donde menos uno los espera.

Al fin Grace logró deshacerse un momento del baboso y fue a otros cuartos del solar. Me gritó unas cuantas veces para que yo me asomara a la puerta. Sus amiguitas me miraban, hablaban en voz baja y al final me tuve que ir sin pareja. No soy tan feo. No sé qué coño me pasó esa tarde. Al fin nos despedimos de la señora gruesa, que hasta le ofreció la casa al mexicano: «Si quiere quedarse aquí puede hacerlo. Yo me voy para el cuarto de mi comadre, y usted y Greis se quedan cómodos». El problema de la negra era sacar a Greis como fuera para México o para casa del carajo de algún tipo, y sentarse a esperar los dólares. Saliendo nosotros seguramente le puso una asistencia a Ochún, que estaba en un rinconcito, con su vestido amarillo y su mirada picara, dispuesta a ayudar siempre, con su gracia y su putería.

Cuando salíamos del solar, Grace me dijo: «Búscate un negro si quieres templar, porque hoy estás de mala con las jebas». En eso llegaba otra de sus amiguitas. Una blanca, flaca, sudada, con la ropa medio sucia y la piel percudida y manchada. Estaba de asco. Grace habló bajo con ella. Me miró y nos dijo que la esperáramos. Se iba a bañar. Salió al rato, más o menos igual de sucia. No tendría jabón. De todos modos, era preferible esa jeba medio cochina, antes que hacerme una paja esa noche oyendo a Grace y al mexicano en su templeta desaforada.

Fuimos al Hotel Deauville. El mexicano y Grace entraron en la tienda. Mercedes y yo los esperamos en el Malecón. Ella estaba de mal humor, y hablamos poco. Me dijo que venía del Diezmero. Fue a cobrar un dinero pero no le pagaron y terminó fajándose con sus primas. «Ahora ando sin un peso arriba hasta que Dios quiera. Vaya, que no es fácil». Yo capté el mensaje. Pero no me di por enterado. Flaca, mala, sucia, con peste a berrinche, y pidiendo dinero. Ella es quien tenía que pagarme a mí. En ese momento salieron los tortolitos del hotel. Con dos bolsas rebosantes. Menos mal. Aunque fuera por una noche, iba a dejar a un lado el plato de arroz con frijoles, para comer algo decente.

Llegamos a mi cuarto. Pusimos música, abrimos las botellas de ron y el mexicano dijo que haría unas tortillas de jamón. Pero no quería que Grace lo dejara solo. Ella se escapó un rato para animamos. Se me acercó y me dijo: «Mercedes está berreada hoy porque se fajó con unos parientes y tiene el día atravesado. Pero dale ron, que ella cuando se mete unos tragos se singa a cualquiera. Le da igual negro, viejo, gordo. Lo que sea. Borracha se pone como una perra».

—Oye, no jodas. Yo no soy negro, ni viejo, ni gordo. ¿Qué te pasa?

—Pero estás matao… No te pongas bravo, papito, para singarte a ti hay que estar ciega. Ja, ja, ja.

—Ah, dale por ahí, jinetera. Sigue con tu bobito.

—Jinetera, pero me voy a vivir bien para México…, y tú no…, chinito.

Esto último me lo dijo como un chiste, pero deseando que fuera cierto.

Mercedes estaba en la azotea, mirando a la calle. Ya era casi de noche. Le llevé un trago. Después le alcancé un plato con tortilla, pan y queso. Intenté hablarle, bailar con ella. Una hora después se había tomado no sé cuántos vasos de ron, había comido de todo, y seguía terca como una mula. No quería hablar, ni bailar, ni dejaba que yo la tocara. En ese tiempo, Grace calentó al mexicano y se lo templó en mi cama. Yo, para adelantar algo, me quedé en el cuarto, y me hice una paja. Entre la borrachera que tenían y la gritería y los suspiros de artificio de Grace, no me vieron. Volví a la azotea, con Mercedes. Ahora sí estaba volao. La paja me calentó más y el ron siempre me pone sabroso. Me le acerqué para calentarla un poquito. Tenía peste a churre en el pelo, pero a mí no me importaba. Mi problema era encontrar un hueco. Me daba igual templármela a ella, a Grace o al mexicano. O a los tres.

Merci, vamos adentro. Ya Grace y el mexicano están templando. ¿No los oíste?

—Sí los oí. Allá ellos. Déjalos que sigan templando.

—Mamita, ¿tú no te calientas con nada? Dale, vamos para allá —le dije, pegándome por atrás para que sintiera mi pinga parada como un palo.

—No, no. Échate pa’llá que no estoy pa’ ti.

A la vez que dijo esto, me apartó de un empujón.

—Oye, llevo una hora atrás de ti. ¿Qué es lo que tú quieres?

—Que me dejes tranquila y te vayas.

—No, no. Tú no estás hablando en serio.

—Sí, ¿cómo tú quieres que te lo diga? Vete y déjame tranquila.

—¡Pero para comer y tomarte la botella de ron no me dijiste que me fuera, pedazo de puta!

—¡Ah, más puta serás tú! Todo eso es del mexicano. Eso no lo pagaste tú ni un coño de tu madre.

—Pero estás en mi casa. Y el coño de tu madre te lo metes en el culo.

Y ahí mismo le soné dos galletazos.

—¡Dale, vete echando! ¡Piérdete, porque te voy a entrar a patás y te voy a rajar la cabeza!

Ella trató de devolverme los golpes. Yo le di más duro. Y en medio del tropelaje salieron otros vecinos de la azotea. Y el mexicano y Grace medio en cueros. Grace intentó defender a Mercedes, le di un tirón y cayó al piso, gritando. El mexicano me fue para arriba diciendo algo enredado sobre la dignidad de su mujer. Intentó golpearme, pero también recibió unos cuantos pescozones. Los vecinos me alentaban: «¡Dale, Pedro Juan, nockeaste a todo el mundo! ¡Dale más!». La gente se divertía, pero yo estaba furioso. Agarré a Mercedes y a Grace y las llevé hasta la escalera. Las saqué a empujones.

—¡A putear a casa del carajo!

Atrás venía el mexicano poniéndose los pantalones. Traté de aguantarlo.

—Oye, deja esas putas y quédate tranquilo —le dije.

—¡Tú no tienes dignidad, Pedro Juan! Eres un fracaso. Pero te va a pesar esta agresión.

—Muchacho, tú no sabes dónde estás metido. Esas putas te van a embarcar. Eso es mierda.

—Te va a pesar lo que has hecho. ¡Te va a pesar!

Y se fue. Yo entré a mi cuarto. Cerré la puerta para que se fuera la gente que quedaba en la azotea, y me senté a beber ron y a fumar. Media hora después tocaron en la puerta. El mexicano y dos policías. El tipo venía a buscar sus cosas. Recogió hasta un huevo que había sobrado y dos dedos de ron que quedaban en una botella. Cuando terminó los policías me pidieron que los acompañara. El jefe del sector quería hablar conmigo.

En la oficinita del jefe de sector, el mexicano, con la lengua medio enredada por el ron, me acusó de «provocador de epidemias públicas» con mis laticas de cerveza, y de contrarrevolucionario.

—Argumente esos cargos, señor —le dijo el policía.

—Las latas las recoge en los basureros y después las vende para alimentos. Eso es un delito grave contra los ciudadanos. Y es contrarrevolucionario porque me ha comentado que aquí se pasa mucho trabajo y mucha hambre.

—¿Eso es todo?

—Bien. En cuanto a las latas, eso corresponde a Salud Pública. No a nosotros. Y sobre la contrarrevolución es verdad que aquí estamos pasando trabajo y hambre. ¿Cuántos días usted lleva en el país, a qué se ha dedicado y cuál es su hotel?

—Llevo tres semanas y estoy, o estaba, hospedado en casa de él. Estoy haciendo turismo. Pero este hombre es un contrarrevolucionario y atenta contra la salud del pueblo. ¿Lo van a dejar suelto?

—Vamos a escucharlo a él. ¿Usted nos puede explicar los sucesos?

Le expliqué con detalles. Mandó salir al mexicano. Me dijo que Grace y Mercedes «son unos venados, siempre andan en algún lío». El tipo se relajó. Conversamos un poco más.

—Este mexicano me parece medio maricón. No sé, le veo algo extraño. Hiciste bien, acere. ¿Cómo van a beber y a comer y después a zafar para templar con otro macho? Yo hubiera hecho lo mismo. Si es conmigo tuvieran unos cuantos huesos rotos. Dale vete. Y no te reúnas con gente conflictiva. Sigue tranquilo con las laticas.

No los he visto más. Han pasado tres años y yo continúo con el negocio de las laticas. Me va bien.