Estuve muchos meses cargando bolsas de cemento y ladrillos y cubos de mezcla. Terminaba destruido por la tarde, pero Miriam me esperaba con toda su dulzura, y con un poco de ron y algo de comer, igual que cuando trabajaba más cómodo escribiendo estupideces para aquella emisora de radio. Miriam era un bálsamo. Tomábamos un poco de ron y me reanimaba y templábamos como dos locos. No me bañaba hasta por la noche, tarde. Le gustaba mi sudor, mi «olor a macho», decía. Era un olor fuerte porque no me dejaba usar desodorante.
Yo sabía que no iba a resistir mucho tiempo, con cuarenta y cinco años, trabajando tan duro al sol, con Miriam —ella tiene veinte años menos que yo— sacándome la leche una o dos veces al día, y comiendo un poco de arroz y pescado. Presentí que me podía enfermar. Mi cuerpo me avisa cuando las cosas van mal. Empezaron a dolerme los riñones.
Entonces una vieja amiga de mi época de periodista me vio por la calle y quiso ayudarme. Yo estaba fuerte, pero tenía cierto aire demacrado y desnutrido. Me dijo: «Pedro Juan, quiero vender un refrigerador. Me conformo con diez mil pesos. Búscale comprador». Fuimos hasta su casa a ver aquel aparato, y estaba bien. Se podían pedir quince mil pesos. Okey. Me ganaría cinco mil, y eso era el salario de tres años del Pedro Juan peón de albañil.
Bueno, tenía que venderlo o morirme deshidratado cargando cemento y ladrillos. Yo había estado robando de todo en la obra: cemento, herramientas, herrajes finos de carpintería, picaportes de bronce y cosas así. En definitiva, alguien dijo una vez (no sé quién) que la propiedad es un robo. No es igual hurtar cosas a los poderosos, que tienen mucho, les sobra, y ni siquiera se enteran que perdieron esto o lo otro, que robarle unas llaves de mecánica a un pobre tipo que tiene un taller de reparar bicicletas y está tan jodido como tú.
Pues eso me ayudaba a sobrevivir. Vendía esas cosas y podíamos escapar un poco mejor. Entonces estuve dando vueltas por una boutique de mucho lujo, que tenía una diva italiana en Miramar. No sé quién cojones podía comprar en Cuba en 1994 vestidos extravagantes a cuatrocientos dólares. Pero los vendía de algún modo la muy puta. Aquello no dio resultado. No había gente inteligente para robar en una tienda tan protegida. Yo estaba rodeado sólo de gente embrutecida. Bueno, por eso estaban tan jodíos: por ser tan brutos. Y por eso eran tan brutos: por estar tan jodíos.
Así que me decidí por vender el refrigerador. Además, me convenía irme un tiempo de La Habana, porque cuando estuve rondando la boutique, un policía me hostigaba —siempre me encontraba por allí al mismo tipo, era como una sombra—, me pedía documentos, me chequeó por las computadoras y supo que me habían sacado del periodismo y muchas cosas más, entre ellas que estaba poco menos que en ruinas pero que todavía me agarraba a una tablita en medio del oleaje y sacaba la cabeza fuera del agua para respirar. El hijoputa adivinó que yo rondaba la boutique. Bueno, era fácil llegar a esa conclusión, y me amenazó con un tiempo de «prisión preventiva», que es un invento espléndido porque te guardan sólo porque presienten que vas a hacer algo malo. Parece que lo saben por telepatía. Y así te protegen de ti mismo.
El tipo era un retorcido con alma de esbirro. Le habían inyectado bien en el cerebro la ilusión de su poder. Es el único método para fabricar mercenarios: convencerlos de que forman parte del poder. En realidad ni siquiera pueden acercarse al trono. Por eso los escogen entre los más rústicos. O entre los más retorcidos y enrevesados. Al final, cuando los años ya les pasaron por arriba, tienen una estupenda sensación de fracaso y derrota y de haber perdido el tiempo. Disfrutaron del poder de las armas de fuego, de tener un palo en la mano, de decidir sobre los demás ciudadanos y humillarlos y darles golpes y empujarlos a una celda. Algunos comprenden entonces, con el hígado hecho pedazos, que son unos brutos infelices con el garrote en la mano. Pero ya tienen tanto temor que no pueden soltarlo.
Me fui a otra ciudad. En esa época la gente del campo tenía más dinero. No había nada que comprar, y guardaban su dinero. No imaginaban que aquellos billetes de mierda se estaban devaluando y se convertirían en un gran charco de sal y agua.
Estuve dando unas vueltas por la ciudad para ubicarme un poco. Había menos policías que en La Habana. Siempre ha sido así. En las capitales aprietan más las tuercas. En las ciudades grandes la gente es muy inquieta.
Ya por la noche fui a la casa de unos amigos. Los únicos que tenía allí. Hayda y Jorge Luis. Ella y yo llevábamos un romance erótico, largo e intermitente, hacía casi veinte años. Y, por supuesto, ya éramos, además, buenos amigos. Ahora estaba casada con Jorge Luis desde cuatro años atrás.
Hacía varios meses que no veía a Hayda. La última vez que conversamos ya estaba en crisis con aquel hombre. No podían tener hijos. Él vivía desesperado de amor y posesión (dos conceptos que en el trópico se confunden con demasiada frecuencia, lo cual origina boleros y asesinatos pasionales). Y la celaba como un loco. «No me deja vivir», me dijo ella. Por aquellos días la sorprendió en un parque conversando con un tipo que le puso el brazo sobre los hombros y la apretujaba. Jorge Luis fue a su casa, buscó un cuchillo y la amenazó por toda la calle gritando como un poseído. Cuando llegaron a la casa, ella agarró otro cuchillo, lo enfrentó, le gritó también, y así logró controlarlo. Todo terminó sobre la cama porque el tipo se erotizó cuando ella le quitó el cuchillo y lo abofeteó para desprenderlo del ataque de histeria. A partir de ese momento ella dominó la situación y hacía lo que deseaba, sin interferencias. Jorge Luis se dedicaba a emborracharse y a fumar cuando podía, y a querer templársela tres veces al día. Sólo que ella no se dejaba. Ella quería divertirse, pero no se atrevía a romper con Jorge Luis. Quería ir a La Habana a jinetear un poco, y andar por los hoteles hasta que le gustara a algún turista que le pagara en dólares. «Pedro Juan, no tengo otra forma de divertirme, de beber, de tener ropa. Este marido mío es un inútil y cada día está peor con ese trabajito mierdero. En mi casa nunca hay ni comida. Nada, Pedro Juan, ¿tú no ves lo flaca que me he puesto?».
Ahora ella se entusiasmó cuando me vio. Él no tanto. Estaban sin dinero. Peor que yo. Tenían una casucha muy pequeña, de tablas medio podridas, en un barrio de gente pobre en las afueras de la ciudad. Eran unos negros hermosos, altos, de unos treinta y cinco años cada uno. Hacían una buena pareja y por las noches un mirahuecos del barrio les rondaba por el patio para escucharlos gimiendo y gozando.
No tenían casi nada: muy poca ropa, una mesa, unas sillas, una cama, una cocina de kerosene y una bicicleta. En el patio tenían un puerquito de dos o tres meses y un perro negro, muy chiquito y flaco, con orejas enormes y cara de loco desorbitado. Eso era todo.
El lugar era lindo. Desde el patio, más allá de la cerca, se extendía un campo verde y enorme. Y más allá estaba el crepúsculo rojo, ya casi de noche. Le di dinero a Jorge Luis y salió a una casa cercana a comprar una botella de aguardiente a un tipo que tenía un alambique clandestino y lo fabricaba bueno, de azúcar. En cuanto él salió la tentación fue excesiva y no nos resistimos: Hayda y yo nos abrazamos, nos besamos, nos olfateamos. La acaricié porque estaba casi desnuda, con un pantalón corto muy apretado, y un ajustador mínimo, de un bañador. Hacía mucho calor y sudábamos. Nos sentamos de nuevo en el patio, tranquilos, y Jorge Luis regresó con el aguardiente. Le sobró dinero y compró unos plátanos. Hayda los frió. Y bebimos los tres. Bailamos un poco. Se acabó la botella y le di más dinero a Jorge Luis. Trajo más aguardiente y cigarrillos. Por poco nos sorprende besándonos y yo con el dedo del medio de la mano derecha frotándole el clítoris. Ya tenía un olor a líquidos ansiosos que me desesperaba.
Seguimos con la segunda botella. Hayda sólo quería bailar conmigo. Estaba muy caliente y me tenía con una erección continua. Se frotaba contra mí. Y Jorge Luis seguía sentado en el patio, disimulando. Aparentando indiferencia. Aquello iba a terminar mal, pero yo no quería fajarme con Jorge Luis. Al contrario, sólo quería que me ayudaran a vender el refrigerador y se ganaran algo también.
Pero la carne es débil. Por lo menos la mía es débil y pecadora. Y supongo que a todos les sucede lo mismo con sus carnes, pero a la gente le molesta enterarse y hasta han inventado los conceptos de decencia e indecencia. Sólo que nadie sabe precisar dónde están las fronteras que separan a decentes e indecentes.
Así que estuve calentando a Hayda, hablándole muy bajo al oído: «Podemos hacerlo entre los tres. ¿Tú no dices que él la tiene muy larga y no te la puedes meter por el culo? Bueno, yo por atrás y él por delante, y vas a gozar como una loca». Y ella: «No. No. Yo lo haría, pero él es muy tímido y está muy celoso. Esto va a acabar mal. Quédate en el patio. No vayas a entrar en la casa».
Fue a donde estaba Jorge Luis y lo acarició y lo besó hasta calentarlo bien. Entraron y enseguida escuché la cama chirriando y ella susurrando alto, para que yo la escuchara en el silencio de aquella noche y del campo: «Esto es una tortura, papi, clávame hasta atrás». Y después gemía y tenía orgasmos, y le pedía que la mordiera, hasta que terminaron junto conmigo. Yo me la meneé lentamente. Escuchándolos y echándome saliva en la cabeza de la pinga para que resbalara bien. Quedaba un vaso de aguardiente. Me lo tragué de un golpe. Entré y los dos estaban dormidos sobre la cama, desnudos, borrachos, hermosos, y respirando tranquilamente. Tuve que contenerme para no acostarme allí también. La borrachera empezó a matraquearme: todo daba vueltas alrededor. Apagué la luz, me acosté en el piso, agarré un pantalón sucio que estaba sobre una silla, y lo usé de almohada. Me quedé dormido enseguida, pero me desperté unas horas después en medio de la oscuridad absoluta de aquel campo, con los mosquitos y el calor y la humedad. Me desperté sobresaltado con la boca reseca y una terrible sensación de encierro, de claustrofobia, en aquel cuarto minúsculo, sin aire fresco. Igual que si estuviera en una jaula pequeña, tras los barrotes. Logré controlarme diciéndome: «No eres un loco, respira lento y profundo y cálmate». Eso me sucede muchas veces por la noche: me despierto sobresaltado, sintiendo el encierro, como un lobo. Un lobo potente, estallando por las garras y los colmillos, pero inmovilizado. Creo que recé un poco, pero un verso de Rimbaud me cruzaba el cerebro y me desviaba de la oración: «Je est un autre. Je est un autre». Al fin me controlé y dormí un rato más. Me desperté cuando la luz del amanecer empezó a entrar por las rendijas. Entre las penumbras los vi acostados, demasiado hermosos para ser cierto. Salí sin hacer ruido. Cogí un poco de agua de un tanque en el patio. Me lavé la cara, me enjuagué la boca, y me fui.