EN BUSCA DE LA PAZ INTERIOR

Todavía no estaba viviendo con una buena combinación de gente y soledad. Quiero decir que yo seguía desequilibrado y me parecía excesiva mi soledad.

Poco a poco me acercaba a mi mejor momento. Pero me costaba mucho. A Pedrojoán también le costaba vivir solo conmigo. Discutíamos, teníamos buenas broncas. En la última pelea yo, para no golpearle, desvié toda la violencia agazapada dentro de mí sobre mis gafas de astigmatismo: me las quité y las aplasté con una sola mano. Aún no comprendo cómo no me destrocé con los lentes rotos. El resultado fue que estuve mucho tiempo con dolores de cabeza y la sensación de somnolencia. En Cuba no había entonces ni tomillo para las armaduras. Al fin conseguí otras gafas. Desde entonces me prometí reconciliarme conmigo mismo y pacificarme. «Pedro, o te odias o te amas a ti mismo. Resuelve eso y de paso irás solucionando tu guerrita particular con el resto del mundo».

En esto estaba. Me ayudaba América, una santera muy buena, de Marianao, adonde yo iba en bicicleta. Ella me quería hacer una rogación de cabeza y yo le llevaba las cosas para el ritual: cocos de agua, flores blancas, ron, huevos, miel de abeja, velas y unas hierbas. Al regreso tenía que cruzar el río Almendares, y de allí estaban saliendo los desesperados hacia Miami. Armaban unas balsas muy frágiles con neumáticos, tablas y sogas y se hacían a la mar con tanta alegría como si fueran a un picnic. Fue en el verano del 94. Hacía cuatro años que había mucha hambre y una gran locura en mi país, pero La Habana era la que más sufría. Un amigo siempre me decía: «Pedro Juan, la única forma de vivir aquí es loco, borracho o dormido». La gente más cuerda se acercaba por allí y les decían algo razonable. Y ellos: «Lo que quiero es irme de esta mierda. Allá sí se vive bien». Era gente muy desesperada. Y tal vez valiente. O ignorante. No sé. Sospecho que la valentía y la ignorancia se dan la mano.

Estuve un rato por allí curioseando entre la gente. Hasta un policía ayudaba a cuatro tipos para que armaran mejor su balsa, y les decía: «Ahora les va a quedar más fuerte. A ver si llegan». Nunca entiendo la política. Durante más de treinta años persiguieron y apresaron al que tratara de escapar en balsa hacia Estados Unidos, y, en cambio, los que lograban evadir a los tiburones, al oleaje y a la corriente del golfo, eran héroes por un día en Miami. De pronto los políticos de los dos países deciden hacer las cosas al revés, porque a ellos les conviene.

Y todavía hay gente que aún se asombra del absurdo, del arte abstracto, del surrealismo. Basta con vivir un poco y mirar alrededor. ¿O no?

Cuando me cansé de curiosear agarré mi bicicleta y regresé a la casa. Lentamente. Me gusta pedalear por el Malecón. A mitad de camino entré por la escuela secundaria de Pedrojoán. ¿Sería una premonición? Bueno. Sólo pensé: «Pedrojoán está un poco regado y es mejor dar una vuelta a ver cómo van las cosas». Fue así. No tuve ningún otro presentimiento, pero en cuanto puse un pie en el portón de la escuela, dos muchachos me gritaron: «¡Pedrojoán se cayó de una guagua y lo llevaron al hospital!».

Tuve que controlarme. Por poco me da una fatiga. Me dijeron a cuál hospital lo habían llevado y salí como una flecha. Era el peor hospital de La Habana. El más sucio y abandonado de todos. Ya el muchacho y un profesor llevaban allí dos horas y no los atendían. Tenía la muñeca fracturada. Iba colgado de la puerta de una guagua atestada. Las manos empezaron a resbalarle. Sabía que se iba a caer sobre el asfalto y podría matarse. Le dijo a un tipo que iba a su lado: «Oye, agárrame que me voy a caer». Pero el hijoputa le dijo: «Cáete, a mí qué me importa». Y allá fue a la calle, dando vueltas, con la guagua a sesenta kilómetros por hora. No se mató por un milagro. Bueno, me moví. Busqué a dos médicos ortopédicos, les pedí de favor que atendieran a mi hijo.

Al fin le hicieron una placa. Le enyesaron la muñeca y parte del brazo y regresamos a la casa, pero seguía inflamado y le dolía mucho. Me pareció que no le habían enyesado bien. Ahorraban yeso. Al día siguiente tendría que salir de nuevo a otro hospital y repetir el intento de curarlo. Le di una aspirina y durmió un rato al mediodía. Cuando todo se quedó en silencio, me fui a la azotea, frente al mar. A fumar, con un café. Estaba agotado. Mi búsqueda del equilibrio siempre se desequilibraba. Yo sólo aspiraba a la paz interior. Tuve intención de leer un poco de Zen. A Way of Life. Pero era en vano. Lo leía y nunca sedimentaba nada. Por allí encontré un cuaderno de notas de Pedrojoán. Últimamente leía muchos libros a la vez. El cuaderno estaba repleto de citas extraídas, supongo, de todos aquellos libros de Hermann Hesse, García Márquez, Grace Paley, Saint-Exupéry, Bukowski y Thor Heyerdhal. Buena mezcla. En un muchacho de quince años esa combinación, más el rock, pueden lograr que no se aburra y que viva bien atormentado. Lo cual es bueno. Creo yo. Lo importante es no aburrirse.

Entonces me llamó María. Una escritora de cuentos extraños que me considera su diccionario privado y le gusta consultarme todas sus violaciones semánticas, que a la larga reafirman la atmósfera poética de sus narraciones. Hablamos un poco y le dije: «No hagas caso de los profesores de literatura, ni de gramáticos, críticos y teóricos. Te pueden hacer mucho daño. Escúchate sólo a ti misma. Te va a llevar tiempo, pero es mejor… Oh, no es que sea mejor ni peor. Es que no hay otro modo». «¿Y si algún escritor me aconseja?», me preguntó dudosa. «Bueno, escúchalo, pero no mucho. No escuches demasiado a nadie».

Después no recuerdo nada más. Mi mujer —ya casi era mi exmujer— estaba en New York, casi sin dinero, pero feliz y buscando un buen galerista para sus esculturas, y yo abrumado en La Habana y culpando a todos. Creo que estuve muy autocompasivo todos esos años, y me rehuía. Eso fue lo peor: rehuía estar conmigo mismo. Hacerme compañía. Conversar un poco conmigo mismo. Y tal vez me hizo mucho daño aquella búsqueda insistente de la paz interior. No sé quién coño me metió esa idea en la cabeza. Para vivir con paz interior hay que ser un imbécil. ¿O no?