DOS HERMANAS Y YO EN EL MEDIO

La casa se les había llenado de mierda. Hacía pocos años que vivían allí pero ya apestaba a mierda de los pollos y los cerdos que criaban en la terraza. El baño estaba asqueroso y daba la impresión de que no limpiaban jamás. Pero a mí no me importa. Los negros son así. Llegué en busca de Hayda, pero estaba Caridad sola. Hablamos de los temas de aquel momento: comida, dólares, miseria, hambre, Fidel, los que se van, los que se quedan, Miami.

Caridad y yo tuvimos un flirt hacía tiempo. Fue algo rápido. Estuvimos todo un día juntos, esperando un ómnibus para ir a La Habana. Cuando al fin nos tocó el tumo y salimos ya era de noche y tuvimos una pequeña bacanal allí, con abundante derrame de semen. Éramos muy jóvenes y uno de joven lo desperdicia todo porque cree que nada se va a acabar. Y está bien que sea así. De todos modos, de viejo te vas a quedar sin nada igual, aunque hayas ahorrado. Cuando llegamos a La Habana, ella esperaba que yo la llevara a una posada, para hacer bien las cosas sobre una cama. Pero no. Yo soy más o menos blanco y el sentido del deber —en esa época— me hacía perder las cosas verdaderamente importantes. Me habían inoculado demasiada disciplina en el cerebro, demasiado sentido de responsabilidad, mezclado con autoritarismo, verticalidad. Ah, menos mal que pude dejar atrás esa etapa de mi vida.

Bueno, para ella fue ofensivo. A las mujeres —mucho más a las negras— no les gusta posponer nada. Pensó que yo lo dejaba todo a la mitad, y ya no aceptó jamás. Entonces ella era una campeona de tenis, de dieciocho años. Viajaba a muchos países, era linda, y avanzaba. Avanzaba bien. Avanzaba implacablemente. Así que no quiso saber nada más de mí.

Después conocí a su hermana Hayda y comenzamos un flirt que ha durado veinte años. Intermitente, claro. Hayda es todo lo contrario: es una negra alta y muy delgada. Trabajadora social en un policlínico, lo cual le ha aguzado algunas fibras interiores. De niña tuvo un accidente con una cocina de kerosene y tiene quemado el lado derecho del cuerpo, desde el cuello hasta la cintura. Es un poco neurótica, insegura, siempre duda de todo, es incapaz de ponerle traspiés a alguien, y tiene un olor muy fuerte en la piel. Los negros muy negros siempre tienen ese olor demasiado acre. Debido a eso yo estuve años sin poder meter la lengua en el hueco de Hayda. Pero es muy caliente. Sin prejuicios. Es la gran pervertida. De todos modos ya hablaremos más de ella.

Ahora tenía delante a Caridad. Veinte años después de aquel flirt nocturno. En realidad tuvimos otro más: ella ya estaba casada y había nacido su hija y estaba gorda y tetona, con mucha grasa por todas partes, y sólo hablaba de su trabajo como entrenadora y de lo malignos que son todos con ella, y que ya no viaja, y que el marido es un inútil que sólo sabe jugar béisbol los fines de semana. «Son malignos conmigo. Oh, yo nunca le he hecho daño a nadie. Es envidia. Me tienen mucha envidia».

Yo le soportaba su perorata estúpida porque Hayda podía aparecer por allí en cualquier momento. Caridad sacó una botella de aguardiente de guayaba y bebió conmigo. Cuando íbamos por la mitad de la botella seguíamos solos en la casa, Caridad me sonsacaba para que yo le hiciera un gran reportaje de su época de campeona, y ya nos brillaban los ojos a los dos, así que fui hasta su sillón y la besé. Ella se puso de pie y se me ofreció con un deseo que yo no esperaba. Nos dimos la lengua y cuando le metí la mano, oh, lo tenía muy mojado. Le chorreaba. No pude aguantarme. La llevé a la cama y me la templé porque estaba demasiado gorda para intentarlo de pie. Pero de todos modos fue una mierda porque yo estaba muy caliente y no pude esperar por ella. Me vine enseguida. Cuando vi lo que había hecho intenté seguir pero nos pusimos nerviosos: si su marido llegaba nos mataba a los dos con el bate de béisbol. Y el tipo era un negro fuerte. No muy grande, pero bien trabado.

Bueno, nos vestimos, nos sentamos de nuevo en la calle. Me tomé otro vaso de aguardiente y al rato me fui.

Después se lo conté a Hayda. Algún tiempo después, sin darle importancia. En realidad yo creo que nunca he sido importante para Hayda. Y se lo conté como algo gracioso porque fue el palo más rápido y desastroso que he echado en mi vida. Hayda no se disgustó, pero después discutió con Caridad. Le reprochó que emborrachara al amante de su hermana para templárselo. En fin, esos celos de mujeres. Yo nunca los entiendo porque están tamizados por un egoísmo palurdo, de bolero barato. Uno debe celar sólo lo que merece la pena. Lo que es verdaderamente importante. Uno no debe desgastarse celándolo todo. Pero las mujeres no piensan igual. Son capaces de celar al mismo tiempo y con igual intensidad y vehemencia al marido, al amante y a dos enamorados. Tienen mucha habilidad para la vida. O mucho sentido pragmático.

El chisme estuvo soterrado mucho tiempo entre nosotros tres. Pero hoy de nuevo estábamos solos Caridad y yo. La niña jugaba en la calle. El marido por ahí. Ahora pesca. Ya olvidó el béisbol. Y se me ocurre decirle a Caridad: «Si tuviéramos una botella de aguardiente… ¿Te acuerdas de aquella vez?».

—No. Si tuviéramos una botella de aguardiente no pasaba nada.

—¿Por qué?

—Porque hay personas que cuando beben dejan de ser hombres. Y se les suelta la lengua. Hablan demasiado.

Así seguimos. Por poco me bota de casa. Según ella, yo soy un mierda miserable porque se lo dije a su hermana. Y la que tiene más derechos sobre mí es ella, que fue la primera. Ah, qué enredo. Nunca he comprendido muy bien todos esos valores éticos con derechos y deberes. Yo soy un cínico. Así es más fácil. Al menos para mí es más fácil.

Después logré llevar la conversación por otro rumbo. Hablamos de Brasil. A ella le proponían ir por un año a entrenar brasileñitos en alguna ciudad cerca de Sao Paulo. La buscamos en un mapa. En el mapa parece que está cerca. «Te daré cartas para mis amigos de Sao Paulo. Vas a visitarlos y ya verás qué bien. Son muy buena gente». Así la calmé un poco. Logré que me acompañara unas cuadras. Para ir a la casita de Hayda había que atravesar un buen tramo de arrabales en las afueras de la ciudad. Ella me indicó: «Coges por aquí. Cuando llegues a aquella mata de mango sigues a la izquierda y vas preguntando por la fábrica de ladrillos».

Así lo hice. Atravesé aquel barrio de gente muy pobre, pero al menos me respondían y me indicaron bien en aquel laberinto de casuchas de hojalata y maderas podridas y pedazos de ladrillos y cascotes desechados por la fábrica. Cuando llegué a la casuchita de Hayda, se estaba bañando. Salió a abrir la puerta en bloomers y ajustadores, medio mojada, y casi no hablamos. Fue un buen palo. La dejé que tuviera sus orgasmos. El primero fue con mi lengua. Es increíble, pero siempre le sucede. Sólo de sentir la lengua raspando clítoris arriba ya se dispara con el primer orgasmo. Así seguí, sin prisa. Me gusta esa mujer. Se pone de espaldas para que yo le dé por el culo. Ya me había dicho que con su marido —se había casado tres años atrás— no podía. El negro tiene una pinga de negro y eso impedía algunas acrobacias. Sudamos mucho. Es una casita muy pequeña, con el techo muy bajo, con dos habitaciones y un bañito. Al fin yo no soporté más y me vine. Como siempre. Grito y me desespero en los orgasmos. Es como si volara arriba y me desplomara desde el Sol. Igual que Ícaro cuando iba desplumado hacia el mar. Uf, terminamos. Nos quedamos un rato exhaustos, mirando al techo. Yo exhausto. Ella no tanto. Nunca se cansa, aunque tenga diez orgasmos quiere más y más. Pero era sofocante el calor. Me dijo: «Aprovecha que hay agua y date un bañito». No vi el jabón. Le pregunté.

—No hay jabón, Pedrito. Ya perdí la cuenta desde cuándo no hay jabón aquí.

—¿Y te bañas con agua sola, entonces?

—Claro, ¡qué remedio!

Me eché unas latas de agua sobre el cuerpo. Quedé igual. Sin jabón no se remueve el olor, la humedad, el sudor. Me sequé, me vestí de nuevo. Ella hizo lo mismo y nos sentamos a hablar un rato.

—Me voy a jinetear para La Habana. Yo así no puedo seguir.

—¿Tú estás loca, muchacha? Tú eres muy ingenua para eso…

—Mira esto…: tengo dos bloomers nada más y los dos rotos. Hechos un ripio. Sin jabón, sin comida, sin nada. Yo sigo trabajando en el policlínico por inercia. Ya ni sé para qué. Qué va, esto ya no hay quien lo aguante…, y el imbécil de mi marido…, ah, ya no lo resisto.

—No es imbécil, Hayda. Éstos son tiempos muy duros y es difícil empatarse con unos dólares.

—Yo lo sé. Pero hay que salir a buscarlos. Aquí nadie te los va a traer. Ah, pero él no. Se sienta ahí en el patio. Sin hacer nada. A fumar, a beber ron cuando lo tiene. A emborracharse como un perro. Después no me puede ni templar. ¡No sirve, no sirve!

—Coño, pero él puede criar un puerquito o algo. Buscarse unos pesitos aparte.

—Nada. No hace nada. No mueve un dedo. Yo a veces pienso que es retrasado mental… De verdad, ¿tú crees que si me voy a jinetear…?

—Mira. Ni lo pienses. Ya eso está copado. Las muchachitas que están jineteando en La Habana son titis de veinte años, que parecen modelos. Lindísimas. Con mucha maldad, con contactos con la policía, con los taxistas, con los porteros de los hoteles. Vaya, olvídate de eso.

—Pedrito, por tu madre, ¿y qué hago?

Le di algunas ideas de comidas. Los habaneros tenían mucha hambre. Cualquier cosa de comer se podía vender en faos.

—Hayda, yo te ayudo. Yo tengo gente que te paga en fulas cualquier cosa de comer. Con un viajecito a la semana…

Hablamos hasta que se hizo de noche. Estuve esperando a que llegara su marido. Me hubiera gustado emborrachamos los tres y ponemos a bailar para que ella nos calentara a los dos. Ella siempre me lo dice en la cama. Le gustaría acostarse con los dos al mismo tiempo para que yo le dé por el culo y él por delante. Me excita mucho que ella me lo pida. Pero el tipo no llegó y me fui. Parece que ella sólo tenía un poco de arroz para la comida esa noche. Y me apenaba. Pero no he sabido nada más. Hace meses y no ha venido a La Habana. Es que hay gente pasmada. No saben hacer negocios, y se mueren de hambre.