Yo estaba buscando buena música en la radio y lo dejé en una estación que ponía música latina, salsa, sones, y todo eso. Se acabó la música y empezó a hablar aquel tipo de la voz ronca, muy desenfadado, que charlaba de todo, de sus hijos, de su bicicleta, y de lo que había hecho la noche anterior. El tipo tenía una voz potente, con una dicción vulgar y callejera, como si nunca se hubiera movido de Centro Habana. Parecía un negro que se te acerca y te dice: «Oye, acere, ¿qué volá? Tengo un bisnecito pa’ ti».
Mi mujer y yo lo escuchábamos y nos gustaba. Nadie hacía eso en la radio. El tipo ponía buena música latina, decía algo, vacilaba un poco y ya, metía el disco y a otra cosa. Nada de explicar mucho ni demostrar lo que sabía. Parecía un negro inteligente, y siempre me alegra mucho encontrar negros inteligentes y orgullosos y no esos otros que no te miran de frente y tienen la cabrona mentalidad agazapada del esclavo.
Bueno, lo oíamos en casa siempre, cuando éramos felices y vivíamos bien, a pesar de que yo me ganaba la vida haciendo un periodismo malsano y cobarde, lleno de concesiones, donde me censuraban todo, y eso me angustiaba porque cada día me sentía más como un mercenario miserable, con mi ración diaria de patadas por el culo.
Después ella regresó a New York, quería que la vieran y la escucharan. Como todos. Nadie quiere ser condenado a la oscuridad y el silencio. Todos quieren ser mirados y escuchados bajo las candilejas. Y si es posible comprados, alquilados, seducidos. ¿Escribí «todos quieren»? No es exacto. Debí poner: «Todos queremos ser vistos y oídos».
Ella es escultora y pintora. En el mundo del arte a eso le llaman «estar bien cotizado». Y se supone que es bueno. Es reconfortante tener una buena cotización. En fin, se fue de nuevo. A mí me botaron del periodismo porque cada día era más visceral. Y no gustaban los tipos viscerales. Bueno, la historia fue larga, pero a fin de cuentas lo que me dijeron fue: «Necesitamos gente prudente y sensata. Con mucho tino. Nada de tipos viscerales, porque el país vive un momento muy delicado y fundamental en su historia».
Por aquellos días me enteré además que el tipo de la voz ronca y aguardentosa no era negro. Era un blanco, joven, universitario y culto. Pero le quedaba bien aquella imagen.
Entonces me quedé muy solo. Eso sucede siempre que uno ama sin reservas, como si fuera un joven. Tu amor se va a New York por mucho tiempo —como quien dice: se va al carajo— y tú te quedas más solo y más perdido que un náufrago en medio de la corriente del golfo. Sólo que el joven se recupera rápido, pero un tipo como yo, de cuarenta y cuatro años, se queda dislocado mucho más tiempo, y piensa: «Vaya, carajo, de nuevo me sucedió. ¿Por qué seré tan imbécil?».
Con Jacqueline fue peor aún, porque ella tiene un récord importante en mi vida de macho: una vez tuvo doce orgasmos conmigo. Uno detrás del otro. Pudo tener más, pero yo no resistí y ahí tuve el mío. Si yo hubiera esperado por ella, habría llegado a veinte o algo así. Otras veces llegó hasta ocho o diez orgasmos. Nunca rompió aquel récord. Gozábamos mucho el sexo, porque éramos felices. Eso de los doce orgasmos no fue una competencia. Fue un juego. Un buen deporte que te mantiene muy joven y musculoso. Yo siempre digo Don’t compete. Play.
Bueno, de todos modos, Jacqueline es demasiado fina para vivir en La Habana en 1994. Nació en Manhattan, desciende de una mezcla en tres generaciones de ingleses, italianos, españoles, franceses y cubanos asentados en Santiago de Cuba y desde allí se desperdigaron hacia New Orleans y por todo el Caribe hasta Venezuela y Colombia. Una familia loca. Su padre fue veterano del Día D en Normandía. En fin, es un producto demasiado complicado y poco asimilable por un macho tropical y visceral como yo. Siempre me decía: «Oh, ya no hay gente fina en La Habana. Cada día la gente es más vulgar, más rústica, más mal vestida». Algo andaba mal en todo eso. O la elegancia de Jacqueline, o la vulgaridad de la gente, o la torpeza mía, porque yo todo lo veía bien y me sentía a gusto, aunque, ciertamente, la pobreza avanzaba al galope.
Cuando me quedé solo tenía mucho tiempo para pensar en todo eso. Yo vivía en el mejor sitio posible del mundo: un apartamento en la azotea de un viejo edificio de ocho pisos en Centro Habana. Al atardecer preparaba un vaso de ron muy fuerte, con hielo, escribía unos poemas duros (a veces medio duros, medio melancólicos) que dejaba por ahí, en cualquier lugar. O escribía cartas. A esa hora todo se pone dorado y yo miraba mis alrededores. Al norte el Caribe azul, imprevisible, como si el agua fuera de oro y cielo. Al sur y al este la ciudad vieja, arrasada por el tiempo, el salitre y los vientos y el maltrato. Al oeste la ciudad moderna, los edificios altos. Cada lugar con su gente, sus ruidos y su música. Me gustaba beber el ron en el crepúsculo dorado y mirar por las ventanas o quedarme un buen rato en la terraza, mirando la entrada del puerto, con esos viejos castillos medievales, de piedra desnuda, que en la luz suave de la tarde parecen aún más hermosos y eternos. Todo eso me estimulaba a pensar con alguna lucidez. Pensaba por qué mi vida era así. Intentaba entender algo. Me gusta sobrevolarme, observar de lejos a Pedro Juan.
En realidad esos atardeceres con ron y luz dorada y poemas duros o melancólicos y cartas a los amigos lejanos, me hacían ganar seguridad en mí mismo. Si tienes ideas propias —aunque sólo sean unas pocas ideas propias— tienes que comprender que encontrarás continuamente malas caras, gente que tratará de irte a la contra, de disminuirte, de «hacerte comprender» que no dices nada, o que debes eludir a aquel tipo porque es un loco, o un maricón, o un gusano, un vago, el otro será pajero y mirahuecos, el otro es ladrón, el otro santero, espiritista, mariguanero, la otra es chusma, indecente, puta, tortillera, mal educada. Ellos reducen el mundo a unas pocas personas híbridas, monótonas, aburridas y «perfectas». Y así quieren convertirte en un excluyente y un mierda. Te meten de cabeza en su secta particular para ignorar y suprimir a todos los demás. Y te dicen:
«La vida es así, señor mío, un proceso de selección y rechazo. Nosotros tenemos la verdad. El resto que se joda». Y si se pasan treinta y cinco años martillándote eso en el cerebro, después que estás aislado te crees el mejor y te empobreces mucho porque pierdes algo hermoso de la vida que es disfrutar la diversidad, aceptar que no todos somos iguales y que si así fuera, esto sería muy aburrido.
Bueno, pues ahora el tipo de la voz ronca y aguardentosa apareció de nuevo en mi radio, jodiendo un poco, puso una orquesta de salseros de Puerto Rico y estuve un rato bailando yo solo. Hasta que me pregunté: «¿Y qué cojones hago yo aquí bailando solo?». Entonces apagué el radio y me fui a la calle. «Me voy para Mantilla», pensé. Di vueltas por la calle hasta que logré combinar dos guaguas y llegué a Mantilla, que está en las afueras de la ciudad y me gusta porque ya se ve la tierra roja y el campo verde y las vaquerías. En ese barrio tengo unos cuantos amigos. Viví allí muchos años. Fui a casa de Joseíto, un taxista, que con la crisis se quedó sin trabajo y se ganaba la vida jugando. Llevaba dos años viviendo del juego. En Mantilla había muchos garitos clandestinos de juego. La policía a veces hacía una batida y limpiaba dos o tres, metía a la gente presa un par de días y los soltaba. Yo tenía trescientos pesos en el bolsillo, y Joseíto me animó a jugar. Él llevaba diez mil. Lo de él era al duro. Fuimos a una casa donde él tenía buena suerte.
Y la tuvo. Yo perdí todo mi dinero en quince minutos. No sé por qué cojones me dejé arrastrar por Joseíto. Yo jamás gano ni un centavo en el juego, pero él empezó a ganar fuerte desde el principio. Me fui y lo dejé cuando ya tenía como cinco mil pesos embolsillados. ¡Qué suerte tiene ese tipo! Yo con esa suerte viviría muy bien. Bueno, él vive bien en Mantilla y siempre me lo dice: «Ah, Pedro Juan, si yo me imagino esto mando el taxi pa’l carajo mucho antes».
Yo estaba encabronao por el dinero que perdí. Me molesta perder. Me irrito cada vez que pierdo y me jodía que Joseíto se pueda ganar la vida tan fácil mientras que yo cada vez que tiro una mano de cartas o agarro el cubilete de los dados ya estoy perdiendo. Y no soy un salao, porque le doy buena suerte a los demás. Siempre. Una vez compré un auto viejo y destartalado y lo tuve parqueado frente a la casa una semana, sin moverlo, tenía dos o tres cosas rotas y me iba a salir caro. Bueno, a los pocos días se me acercó un gallego viejo a contarme que todo el barrio estaba jugando a la bolita el número de la placa del carro. 03657. El viejo me dijo riéndose:
—Vamos a tener que darte comisión, Pedro Juan. El carnicero se ganó anoche tres mil pesos con el 57. ¿Qué te parece?
—¿Qué me parece? Que el muy singao aunque sea debía pagarme la reparación del carro. Lleva ahí una semana parado porque no tengo dinero.
—¡Cojones! Todo el mundo ganando plata con tu carro, y tú comiendo mierda.
Así es. Soy un desastre en el juego y en muchas cosas.
Cuando salí del garito donde José se hacía rico, tenía unas monedas en el bolsillo. Lo suficiente para regresar en guagua hasta Centro Habana. Pero me hacía falta un buche de ron. Estaba demasiado empingado por la pérdida, y me estaba poniendo agresivo. Un poco de ron me calma. «Voy a casa de Rene», me dije. René (yo le digo Rene por confianza) es un buen fotógrafo de prensa. Trabajamos mucho juntos. Hacía años. Pero una vez lo agarraron haciendo unas fotos de desnudos. Unas simples fotos de muchachas muy lindas en cueros. Nada de templetas, ni mamando pingas de negros, nada de eso. Sólo desnudos de unas chicas lindas. Bueno, pues aquello fue un escándalo. Lo botaron del partido, lo sacaron de la prensa y lo expulsaron del Colegio de Periodistas. El colmo fue que hasta su mujer lo botó de la casa y le dijo que se había «desencantado» de él. Bueno, era así. Cuba en plena construcción del socialismo era de una pureza virginal, de un delicioso estilo Inquisición. Y el tipo de pronto se vio destruido, viviendo en un cuartucho en Mantilla, con un hijo crápula que vivía allí de la mariguana, pero era más el tiempo que estaba en la cárcel que en su cuartucho vendiendo la mariguana que traía de Baracoa. También traía aceite de coco, café y chocolate para vender en bolsa negra, pero el dinero fuerte lo hacía con aquella mariguana de las montañas, que era riquísima y traía tanta que la vendía barata.
Ahora Rene estaba solo. Su hijo mariguanero se había ido en balsa para Miami cuando el éxodo de agosto del 94. Y no sabía nada de él.
—No sé dónde estará. Si llegó a Miami, si lo llevaron a la base naval de Guantánamo. O si está en Panamá. No sé nada. Al carajo, Pedro Juan. Al carajo todo el mundo. Cuando estaba aquí se pasaba el día diciéndome que si no fuera por él yo estaría en la calle. ¡A la pinga todo el mundo! Ya me han dado tantas patás por el culo que no quiero saber de nadie.
Se puso a llorar. Sollozaba. Me pareció que estaba enmariguanado.
—Oye, Rene, yo soy tu amigo. No jodas, compadre. Vamos a buscar un poco de ron por ahí.
—En la cocina queda un poco. Tráelo pa’cá.
Aquello era matarratas. Media botella de veneno para cucarachas. Me tragué un buche.
—Rene, por tu madre, te estás matando con este aguardiente, acere. ¿Con qué cojones hacen esto?
—Con azúcar, aunque tú no lo creas. Lo hace el vecino de al lado. Yo sé que es mierda, pero ya me acostumbré. No me parece tan malo. ¿Quieres porra? Hay unos canutos en aquella gaveta.
—¿Y por qué tú hablas así? ¿De cuándo pa’cá tú eres gallego, acere?
—Se me ha pegado de las jineteras que vienen aquí. Son tan imbéciles que hablan como los españoles que andan con ellas. Dicen «dame lumbre», «me gusta ese chico», «vamos a charlar». Les falta un pedazo de cerebro. Y a mí también. A mí me falta un pedazo de cerebro y estoy hablando igual que todos esos gallegos y sus negras putas.
Encendimos los cigarros de mariguana y nos quedamos en silencio. Yo cerré los ojos para saborearla bien. La de Baracoa tiene un olor y un sabor como ninguna. Pero es fuerte. No la inhalé demasiado. Estaba pensando que me debía ir para Baracoa y traer unos paquetes de esto. El hijo de Rene traía además aceite de coco, café y chocolate porque el olor del café mata el de la mariguana. Yo podía hacer lo mismo. Y me ganaba unos pesos. En eso estaba cuando siento que Rene se levanta, coge un álbum de fotos de una gaveta y me lo alcanza.
—Mira eso, Pedro Juan.
Ya tenía la lengua medio cruzada entre el aguardiente y la mariguana. Se volvió a tirar en el sillón, aplastado y desilusionado. Tenía que irme pa’l carajo. Allí se respiraba desaliento y mierda. Y eso es contagioso. Es como respirar un gas venenoso que se te mete en la sangre y te asfixia. ¡No podía seguir hablando con Rene! Yo necesitaba un socio duro. Un tipo que me sacara de mi bache y de todos aquellos recuerdos de la felicidad. Yo necesitaba endurecerme como una piedra.
Abrí el álbum. Era una colección de mujeres en cueros. Había por lo menos trescientas. En todas las posiciones. Negras, mulatas, blancas, morenas, rubias. Alegres, serias. Algunas estaban en parejas, besándose o abrazándose o tocándose las tetas.
—¿Y esto, Rene?
—Jineteras, acere. Un catálogo de jineteras. Hay muchos taxistas que tienen esas fotos para los turistas. Por ahí le dan publicidad al producto, el turista escoge, y ellos lo llevan hasta el sitio exacto.
—Entonces, ¿tú eres el fotógrafo de las estrellas? ¡Rene, el fotógrafo estelar!
—¡Rene, el fotógrafo de las putas! Acabaron conmigo, acere. Estoy hecho un mierda.
—No jodas, Rene. Si estás ganando buena plata con esto…
—Tú sabes que yo soy un artista. Esto es mierda, chico.
—Oye, tú eres el que está acabando conmigo. No seas maricón. Aprovecha estas putas. Si fuera yo hacía estas fotos mierderas para esos catálogos, y les hacía buenos desnudos, fuertes en sus camas, en sus cuartos, en su atmósfera, en blanco y negro, y dentro de un par de años hacía tremenda exposición: «Las putas de La Habana». Y te lanzas con un ensayo que ni Sebastiao Salgado puede hacer.
—¿En este país? ¿Las putas de La Habana?
—En este país o donde sea. Trabaja y después buscas el lugar para exponer. Total, si tú estás hecho tierra aquí, te vas por ahí, para cualquier lugar. Pero ponte a funcionar y no te resingues más la vida tirado al abandono en este cuarto, viejo.
—Bueno…, no es mala idea.
—Claro. Métele mano. Y tú verás que sales de este bache. Oye, ¿tu hijo tenía socios en Baracoa?
—¿Qué tú quieres hacer?
—Traer pa’cá un poco de mariguana. Estoy escachao, Rene. Tengo que buscarme unos pesos.
—Si vas allá tienes que buscar a Ramoncito El Loco. Él vive a la salida de Baracoa, por La Farola. Allí lo conoce hasta el gato. Dile que tú eres mi socio y que eso es para mí. Así te lo deja más barato. Pero no te exhibas mucho con él porque todo el mundo sabe que ese viejo ha vivido siempre de la mariguana, y te fichan.
—Está bien, mi hermano. Cuídate. Nos vemos.
Tenía que irme rápido para Baracoa. Además del negocio, a lo mejor me buscaba una de esas indias culonas que te hacen sentir como el macho más rico del mundo. Esos indios casi no se han mezclado ni con blancos ni con negros. Merecía la pena el viajecito. Aquella gente es distinta.