Capítulo 22

Durante los siguientes sesenta días, mi nuevo hogar fue un lugar llamado La Costa, a pesar de que no se hallaba cerca del mar. No era tan lujoso, ni por asomo, como el primer centro donde había estado, ni era tan austero como Colinas Serenas. El lunes posterior a que «Leah y sus cotilleos sobre Hollywood» publicara en exclusiva la noticia sobre Tyler y yo, sobre Dickson y Cooper, Cooper me ayudó a registrarme en ese centro. Tras haber rellenado una montaña de papeles de unos cinco centímetros de grosor, nos tuvimos que parar delante de la recepción porque a él no le permitían avanzar más.

—Hace un par de meses, nunca habría pensado que diría esto —señaló en voz baja, mientras me acariciaba ambos lados de la cara con la yema de sus dedos—, pero la verdad es que te voy a echar de menos, Wills.

Sonreía de oreja a oreja, pero no había alegría en su mirada. Sabía que únicamente lo hacía para que yo también sonriera.

Esto va a ser muy duro.

Me negué a decir eso en voz alta. Así que hice un esfuerzo para que las comisuras de mis labios se curvaran hacia arriba y tomé aire con fuerza a través de los dientes para impedir que mi sonrisa se viniera abajo. No quería estar ahí. Dos meses atrás, me habría jurado a mí misma que jamás volvería a rehabilitación, pero ahí estaba de nuevo, registrándome. Lo único que sabía era que necesitaba ayuda; no quería volver a sentir la necesidad de ahogar mis penas cada vez que leía algo sobre mí en internet o cada vez que sufría alguna pesadilla. Podía hacerlo. Solo iban a ser sesenta días.

Había gente que había estado separada mucho más tiempo.

Se me escapó una exhalación plagada de desesperación de entre los labios mientras su boca se acercaba a la mía. El beso fue terriblemente corto y temblé cuando nuestras bocas se separaron. Entonces, un miembro del personal gritó mi nombre y Cooper lo miró con mala cara, a la vez que apretaba con fuerza mi mano.

—Me siento como si… —acertó a decir y, acto seguido, se pasó la mano que le quedaba libre por su pelo rubio.

—¿Como si qué?

Puso un gesto de dolor.

—Como si te hubiera fallado, Wills.

Pero no lo había hecho; en realidad, había hecho justo lo contrario. Así que negué con la cabeza.

—Esto va a merecer la pena —afirmé.

Entonces, de mala gana, me aparté de Cooper y me encaminé en dirección a ese hombre que había dicho mi nombre.

—Puedo con esto —dije en voz baja—. Voy a estar bien.

Descubrí enseguida que no iban a tratarme como a una celebridad en La Costa. El personal no me trató como si fuera una diosa o alguna idiota que un juez les hubiera asignado; no, solo me trataron como una paciente, ni más ni menos. Mi habitación contaba con una única ventana y mi compañera de cuarto, Nora, no era famosa; era una peluquera cuyos abuelos ricos le estaban pagando el tratamiento. Cuando me presenté a ella, arqueó una ceja y se mordió el labio inferior antes de tenderme la mano.

—Esperaba que no me pusieran una compañera —me confesó.

Sonreí.

—Lo siento. Pero puedes hacer como que no existo si quieres.

Me guiñó un ojo y dejó de mordisquearse el labio el tiempo suficiente como para brindarme una media sonrisa.

—Ese era el plan.

Dos semanas después de mi llegada, en cuanto me permitieron usar el teléfono, llamé a Cooper y le dije que La Costa era como el «osito pequeño» de los centros de rehabilitación.

—No te entiendo, Wills —respondió, aunque adiviné que estaba sonriendo.

En ese instante, me dejé caer sobre uno de los sofás con estampado floral que había en la sala común vacía.

—¿Es que en Australia no conocéis «La fábula de los tres osos»? —bromeé, al mismo tiempo que cerraba los ojos con fuerza y escuchaba su respiración. Aunque me había enviado cartas todos los días, me había resultado muy difícil separarme de esa voz que me había acostumbrado a oír todos los días durante meses.

Se aclaró la garganta.

—Estoy bastante seguro de que esa historia se titula «El cuento de los tres osos».

—Es lo mismo —repliqué con un nudo en la garganta.

En ese instante, él adoptó un tono serio:

—¿Cómo lo llevas?

Le contesté con rapidez, ya que solo me quedaban quince minutos de llamada. Le hablé de Nora. Pero omití el detalle de que llevaba los últimos dieciséis años saliendo y entrando de centros de rehabilitación —desde que tenía dieciocho— o de que su familia nunca le escribía. Hacía una semana que había empezado a recibir cartas de mis padres, que escondía bajo la cama porque no quería ver la mirada herida en su rostro.

—¿Te trata bien?

—Es una de las personas más tiernas que he conocido en toda mi vida —contesté con total sinceridad.

Entonces, oí unos ruidos de fondo y, a continuación, oí la voz de Paige al otro lado del hilo.

—¡Te echo de menos, Avery!

Tragué saliva como pude y respondí:

—Y yo también a ti. Y a Eric. ¿Aún se mantiene en pie ese cascajo tuyo de Grand Caravan?

En ese momento, hizo un ruido que parecía más bien una mezcla de risa y siseo.

—Oh, calla ya, bocazas. —Y entonces añadió—: Cooper está intentando quitarme el teléfono, y no bromeo. Todos te queremos, Willow. Yo, Eric y el chico este que usa champú de coco.

Como no estaba acostumbrada a que mis amigos me dijeran que me querían sin estar borrachos, cuando le respondí que yo también la quería, me sonó todo muy raro.

—Yo también te quiero, Paige.

Era la verdad, y eso era lo único que importaba.

Me quedaban solo tres minutos de llamada para cuando volví a oír la voz de Cooper al otro lado del teléfono. Los aprovechamos para hablar sobre la competición de surf de octubre, esa de la que me había hablado durante el verano. Mientras me daba las fechas, noté que se me estaba formando un nudo terrible en el estómago.

Iba a estar en las islas Canarias del 17 al 23 de octubre. Y mi fecha de salida de La Costa era el 19 de ese mismo mes. La verdad es que Cooper y yo nunca habíamos hablado de la fecha en que me iban a dar el alta porque, si hubiera entrado en rehabilitación pensando en cuándo iba a salir, seguramente habría estado abocada al fracaso; además, en esos momentos, en lo único en que necesitaba centrarme era en curarme.

Pero en ese instante me arrepentí de no habérselo comentado.

—¿Por qué estás tan callada? —susurró.

Me llevé una mano al pecho y me lo froté con fuerza.

—Porque te echo de menos —contesté. Entonces, para intentar animar la conversación (era lo único que podía hacer para no acabar de estropearla), añadí—: Y porque creo que tienes un acento muy sexy cuando hablas tan bajito.

De repente, noté que alguien susurraba unas palabras cerca de mi oído y me llevó un buen rato darme cuenta de que se trataba de un miembro del personal que estaba diciendo mi nombre —mi verdadero nombre de pila— en voz baja para hacerme saber que el tiempo de la llamada había concluido. Si me portaba como era debido, podría hacer otra llamada a la semana siguiente.

—Tengo que colgar —le dije—. Te escribiré, ¿vale?

—Ajá. —Justo cuando me disponía a colgar, volvió a bajar su tono de voz y añadió con dulzura—: Wills, te quiero.

A pesar del nudo que se me había formado en la garganta, logré contestar:

—Yo también.

Nada más apretar el botón redondo de colgar, le devolví el teléfono inalámbrico a la mujer sonriente que lo estaba esperando.

—Según la agenda, tienes una reunión con el doctor Nelson dentro de diez minutos. ¿Vas a…?

—Sí —respondí, mientras aún pensaba en ese hombre al que acababa de colgar, y en sus amigos, que me habían escrito tantas cartas como él, y en mi guardaespaldas, que se había convertido en un amigo mucho más íntimo de lo que lo había sido cualquier otro que hubiera hecho desde que me había convertido en actriz. También pensé en mí misma y en cómo me había pasado la última sesión con el doctor Nelson hecha un mar de lágrimas mientras hablábamos de todo, del bebé, de los juicios, de mis padres.

Aunque también habíamos hablado sobre Cooper, por supuesto.

Entonces, sostuve en alto el libro de tropecientas páginas que había estado leyendo los dos últimos días.

—Antes de ir a ver a al doctor Nelson, voy a dejar esto en mi habitación —le dije. Ese libro era el mismo que había estado circulando de mano en mano la última vez que había estado en rehabilitación.

Era mucho mejor que el guion de la película.

La primera vez que me di cuenta de que ya no quería Roxies ni nada parecido para ahogar el dolor fue a finales de septiembre. Me desperté a las seis de la mañana tras tener una pesadilla que no deseaba olvidar, como no deseaba olvidarme de que había tenido un bebé. Lo único que quería era meterme en la ducha y luego ir a desayunar para poder empezar de una vez el día.

Cuando en la sesión que tuvimos a finales de semana le conté al doctor Nelson mi epifanía, este sonrió ampliamente, mientras daba golpecitos con la punta de un bolígrafo al escritorio en una esquina. Me lanzó una mirada inquisitiva y me preguntó:

—¿Eso quiere decir que piensas salir de aquí antes?

Coloqué ambos codos sobre el escritorio y apoyé la frente sobre mis puños cerrados. Dios, si esto me hubiera ocurrido ocho meses antes, me habría largado de ahí en cuanto me hubiera hecho esa pregunta; además, ahora tenía más razones para irme, puesto que sabía que Cooper me estaba esperando en algún sitio bajo una palmera o montado sobre una tabla de surf.

Sin embargo, negué con la cabeza.

—Voy a quedarme los sesenta días enteros.

El calvo doctor Nelson asintió con sumo cuidado, sin cambiar su expresión lo más mínimo.

—¿Ya sabes qué vas a hacer cuando salgas de aquí?

No era la primera vez que surgía esa pregunta desde que había llegado a La Costa hacía ya casi un mes; mis padres me la solían plantear en sus cartas. «¿Vas a volver a actuar?», «¿vas a venir a vivir conmigo y con papá?», «¿vas a utilizar el dinero de Mareas para comprarte una casa?».

Siempre había respondido sus cartas sin contestar a esas preguntas porque no quería volver a actuar. Bien sabía Dios que lo último que quería hacer era vivir con mis padres. Para ser sincera, la verdad es que no era asunto suyo lo que yo pretendiera hacer con el dinero que había ganado rodando esa película.

—A lo mejor voy a la universidad —le respondí al doctor Nelson. Nada más contestar, noté que se me aceleraba el corazón. Tuve la misma emoción que solía sentir cuando conseguía un papel de ensueño o una crítica excelente. A lo mejor iba a la universidad. Sí, sería la primera vez que intentaba tener una educación normal desde que estaba en cuarto o quinto.

El doctor Nelson elevó una ceja y se inclinó hacia delante.

—Pareces sorprendida.

—Lo estoy. O sea, no sabía que quería hacer eso.

—¿Ya sabes qué quieres estudiar?

Alcé los hombros.

—No tengo ni idea. Lo único que he hecho en toda la vida ha sido actuar.

Pero entonces recordé lo que Paige me había contado sobre su hermana, Delilah, quien les había dicho a sus padres que solo tenía diecinueve años y que no deberían esperar que supiera qué quería hacer con su vida.

Las comisuras de los labios del doctor Nelson adoptaron un gesto de preocupación al curvarse hacia abajo.

—¿Lo has comentado con Cooper?

Sacudí la cabeza de lado a lado y tragué saliva para intentar deshacer el nudo que tenía en la garganta. Desde la primera llamada, únicamente había vuelto a hablar por teléfono con Cooper en dos ocasiones más; además, la última vez que lo había llamado, lo había pillado justo cuando estaba cenando con Dickson y su mujer. Aunque había insistido mucho en que prefería hablar conmigo antes que con ellos, después de diez minutos de conversación le mentí y le dije que se me había acabado el tiempo.

Él necesitaba tanto arreglar las cosas con su padre como yo necesitaba curarme.

—Se lo comentaré cuando salga.

—¿Va a venir a recogerte? Durante nuestra primera sesión, mencionaste que te sentías muy frustrada con tu familia porque nunca había estado a tu lado cuando llegabas al final de un tratamiento…

Aparté los brazos del escritorio y los dejé colgando inertes. Después, clavé la mirada sobre mi regazo. Mi madre me había escrito una carta la semana pasada en la que juraba que mi padre y ella se pasarían a recogerme el 19 de octubre, aunque tuvieran que venir andando, lo cual era una exageración muy típica de mi madre; pero esta vez la creí. Me pasé la lengua por encima de los labios resecos y contesté:

—Sí, mis padres van a venir a recogerme.

No pensaba pedírselo a Cooper; no quería ser egoísta y obligarle a elegir entre la competición y yo.

Mientras permanecía sentada delante de mi terapeuta hablando sobre cómo iba a enfrentarme a los paparazzi una vez saliera de ahí en un par de semanas, supe que, a pesar de que siempre me preguntaría «¿qué hubiera pasado si…?» dándole vueltas a lo que había sucedido tres años atrás, a pesar de que probablemente siempre iba a tener pesadillas y de que nunca iba a poder librarme del todo de esa cicatriz que llevaba en el corazón, seguiría adelante con mi vida.