—Bueno, ¿lo has besado alguna vez? —me preguntó alguien de voz muy suave. Estaba pasando la fregona por el suelo de linóleo y me paré en seco. Me giré y vi el rostro de la niña a la que pertenecía esa voz, que arrugaba la nariz mientras esperaba mi respuesta.
Me pasé la fregona a la mano izquierda y, a continuación, flexioné la derecha para intentar librarme de un fuerte calambre.
—¿A quién?
—A Gavin Sawyer.
Era miércoles por la tarde, un poco después de las seis, y llevaba en el albergue para personas sin techo desde antes de las doce del mediodía. Cooper me había llamado esa mañana de manera inesperada para cambiar la clase de surf de primera hora de la tarde y retrasarla hasta las ocho en punto. Cuando le había preguntado por qué, prácticamente pude oír cómo se encogía de hombros a través del teléfono.
—Es que tengo una cita —respondió.
Si hubiera sido yo quien le hubiera pedido cambiar la hora, me habría fusilado a preguntas.
—Bueno, ¿lo has hecho o no? —insistió la niña, arrastrando así mi mente al presente. Llevaba ahí una hora al menos, sentada al extremo de una de las mesas del comedor, escribiendo en un cuaderno de espiral mientras yo limpiaba ese lugar.
Ahora que estaba fregando a solo unos metros de donde estaba sentada, había decidido interrogarme sobre ese novio que había tenido antes de entrar en rehabilitación, Gavin.
Metí la fregona dentro del cubo amarillo lleno de agua sucia, me agaché y lo coloqué junto a la pared rápidamente. Me limpié las manos con la parte frontal de mis vaqueros oscuros y me acerqué a la niña.
—¿Por qué crees que lo besé alguna vez?
Al ver que la miraba tan seria, alzó sus oscuros ojos marrones hacia el techo y sacudió la cabeza, haciendo así que su rizada melena castaña le cayera sobre un hombro.
—Porque tengo once años y no soy idiota. Además, te vi con él en los Premios de la Música para Adolescentes el año anterior a que mis padres…
Bajó la mirada y jugueteó con la esquina del cuaderno, doblando un trozo de espiral que se había soltado. Esas palabras que había omitido pendían en el aire de un modo tan pesado que me dio la sensación de que el mundo se estaba saliendo de su órbita. Tomó aire con fuerza de manera entrecortada y volvió a alzar la vista hacia mí, que tenía el corazón en un puño y sufría por ella. ¿Qué les podía haber pasado a sus padres en los últimos nueve meses para que hubiera acabado ahí, en un albergue para gente sin techo que recogía solo a mujeres y niños?
¿Por qué cojones la vida era tan injusta?
—Me encanta su grupo —me contestó ceceando—. «La chica de los ojos verdes» es mi canción favorita… Seguro que se refería a ti.
No, no era así. Gavin era, de pies a cabeza, un mero producto de la cadena en la que se emitía su serie, al igual que su música pop pegadiza y su pelo perfectamente peinado y con mechas.
—Así que… —añadió la niña, que entrelazó ambas manos y se inclinó hacia delante— deja de evitar la pregunta. ¿Llegaste a besarlo alguna vez?
—Solo una vez —respondí, manteniendo un tono de voz sereno. Porque, si he de ser sincera, no podía decirle que ese chico al que adoraba (un cantante de ese grupo, ese príncipe de las revistas para adolescentes) no era más que un cabrón adicto a la coca que odiaba a sus fans. Con la esperanza de poder desviar la conversación para no seguir hablando de Gavin y volver a algo que la hiciera sonreír, señalé su cuaderno y le eché un vistazo. De repente, se abalanzó sobre él para tapar la página con las manos y el pecho—. Solo quería ver qué estabas escribiendo —dije, poniéndome a la defensiva.
Ladeó la cabeza y frunció los labios como si estuviera dudando entre si contármelo o no. Al final, a regañadientes, me contestó:
—Estoy dibujando.
—¿Puedo verlo?
Pareció sorprenderse (abrió los ojos como platos y se puso roja como un tomate) y masculló:
—Es que no se me da muy bien.
No obstante, se reclinó y empujó el cuaderno hacia mí, aunque no soltó el borde del mismo, como si temiera dármelo. Durante un largo instante, mantuve la mirada clavada en el dibujo; se trataba de una princesa hecha de chicle que aparecía en unos dibujos animados que he de confesar que había visto unas cuantas veces.
—¡Cómo mola! ¿Tienes alguno de Marceline?
Se quedó boquiabierta y tuve que hacer un gran esfuerzo para no sonreír de oreja a oreja.
—¿Te gusta Hora de aventuras?
Asentí y recité una frase famosa de esa serie de dibujos —la única que recordaba, la verdad—, pero entonces me sobresalté al oír carraspear a alguien. Tanto la niña como yo volvimos la cabeza hacia el otro extremo de la mesa, hacia el lugar donde se encontraba ahora un sonriente Dave.
—Willow, ¿puedo hablar contigo?
Un gesto de contrariedad se fue apoderando de mi rostro mientras me alejaba de la mesa y seguía a Dave fuera de la cafetería. Recorrimos un pasillo ancho y acabamos entrando en su despacho, que estaba abarrotado de montañas de libros, papeles y, al menos, un centenar de fotografías de su familia. Me senté al otro lado del escritorio, me llevé ambas manos al regazo y me las retorcí, mientras esperaba a que me contara qué coño estaba pasando.
—Willow… —empezó a decir Dave, con un tono de voz realmente exasperante, lo cual provocó que me mordiera el labio inferior por dentro. Tenía el ceño fruncido, como si estuviera intentando dar con las palabras adecuadas, y entonces suspiró—. Si bien es cierto que estuvimos a punto de rechazar la propuesta de tu abogado de que te dejáramos trabajar con nosotros, también lo es que creemos en las segundas oportunidades…
Bueno, gracias por hacérmelo saber.
Hice ademán de responder, pero, en cuanto abrí la boca, me resultó imposible hablar por culpa del gigantesco nudo que se había formado en mi garganta. Así que me limité a asentir lentamente.
—Mucha de la gente que reside aquí son niños, como Hannah, que han sufrido mucho. Lo último que queremos es que alberguen unas esperanzas que no se puedan cumplir.
—No le estaba haciendo ninguna promesa ni tampoco la estaba animando en exceso. Solo me ha preguntado por un grupo que le gusta. Es que… —me mordí el labio inferior otra vez— llegué a conocer muy bien a uno de sus miembros.
—Preferiríamos que no respondieras a ese tipo de preguntas.
En ese instante, me di cuenta de qué iba el tema. Dave no solo me estaba reprendiendo, sino que me estaba pidiendo que no tuviera ningún contacto con los usuarios del albergue. Aunque no quería que me afectase lo que me estaba pidiendo, me sentí como si me acabaran de dar un golpe donde más duele.
Menuda segunda oportunidad de mierda me estaban dando.
Tuve que hacer un enorme esfuerzo para no temblar y hablar con calma.
—No voy a decirle que no me dejan hablar con ella.
Me daba igual que eso significara que iba a perder mi trabajo o que incluso no me fueran a computar las dieciséis horas que ya había trabajado para la condicional; no estaba dispuesta a darle la espalda a nadie de esa manera.
Al llegar a esta conclusión, se me desbocó el corazón, porque la otra Willow, la Willow sobre la que Dave estaba haciendo girar la conversación, habría pasado de todo ese tema, aunque se hubiera sentido hecha una mierda. Por lo visto, ya quedaba menos de ella en mí de lo que creía.
—No voy a negarme a hablar con Hannah si se dirige a mí —afirmé, aunque esta vez con una voz dura como el acero.
Dave me brindó una sonrisa cortés pero plagada de frustración.
—Ni se nos ocurriría soñar con pedirte algo así. ¿Por qué no lo dejas ya por hoy? Esta noche, hablaremos con todos los residentes sobre este tema.
A pesar de que no me estaba despidiendo, seguía teniendo la sensación de que acababa de sufrir una derrota.
—Claro —respondí.
—Willow —dijo Dave con mucha calma—. No queremos herir tus sentimientos, pero, a fin de cuentas, nuestra máxima prioridad es ayudar a las mujeres y niños que acuden a nuestro albergue.
—Lo entiendo —contesté. Y así era. Para él, yo era una actriz caprichosa que había sido ingresada ya dos veces en un centro de rehabilitación antes de cumplir los veinte años. Podía entender por qué Dave no quería que congeniara demasiado con los residentes de un albergue para gente sin hogar.
Comprendía las razones que justificaban su decisión y eso hacía que la presión que sentía fuera aún más intensa, tanto que me oprimía el pecho y me ahogaba.
Mientras me acercaba a la salida con el rabo entre las piernas, le envié un mensaje de texto a Miller:
18:38: Ven a recogerme, por favor.
Me respondió casi al mismo tiempo en que di al botón de enviar.
18:38: Ya estoy en el aparcamiento.
Aunque Miller estaba especialmente hablador, ya que me estaba contando que había parado una pelea en el club de striptease donde trabajaba, yo no hablé demasiado mientras me llevaba por la ciudad a clase. Me limité a asentir en los momentos adecuados y me reí cuando me comentaba algo divertido, pero le estaba haciendo caso a duras penas.
Seguía pensando en Hannah, en esa cría a la que le encantaban esos dibujos repletos de indirectas que solo captaban los adultos y tenía un cuelgue adolescente por mi exnovio, y también en cómo mi jefe me había echado la bronca por hablar de ambas cosas con ella.
Por primera vez desde que había empezado las clases de surf, no había nadie en la zona de la casa de Cooper destinada a la tienda, ni salió nadie de otra parte del edificio para saludarme; probablemente, porque era última hora de la tarde. En cuanto entré y repiqueteó la campanita que pendía de la puerta, Paige gritó desde la cocina:
—Estoy aquí, Avery.
Seguí ese aroma a salsa marinera que me hacía la boca agua y descubrí que los tres —ella, Eric y Cooper— estaban sentados alrededor de la mesa redonda de la cocina, frente a unos cuencos llenos de espaguetis.
—Llegas pronto —señaló Cooper, con una sonrisa en la cara que se extendía hasta sus ojos de color azul claro. Por un breve instante, se me secó la garganta y todo el estrés de esa tarde empezó a desdibujarse. Entonces, entrelazó los dedos, se llevó las manos detrás de la cabeza y preguntó—: ¿Cómo te ha ido limpiando retretes?
Vaya manera de hacerme volver a la realidad, pensé, al mismo tiempo que le respondía con una sonrisilla sarcástica. Crucé la estancia y me senté en una de las banquetas situadas tras el mostrador de granito.
—Al menos ahí no tengo que practicar mil veces cómo debo ponerme en pie para coger el limpiador y la escobilla.
—Ten cuidado, porque si no, puedo llevarte ahora mismo a la playa a seguir practicando —replicó Cooper, quien me lanzó una mirada desafiante con sus ojos azules.
Eric resopló.
—El dormitorio de Cooper está en el piso de arriba. Es la segunda puerta a la derecha. Si seguís con vuestros putos duelos verbales ahí arriba, os daré todos los condones que necesitéis, chicos —dijo. Cooper y yo le miramos con cara de pocos amigos—. ¿Qué? Pero si no paráis de discutir.
Paige le dio una colleja muy fuerte y se dispuso a prepararme un plato. Se puso de pie de un salto tan bruscamente que la banqueta casi se cae al suelo.
—Acércate y siéntate con nosotros. Hay bastante para…
—No, no te molestes.
Pero ya estaba de puntillas, buscando algo a tientas en un armario alto.
—No me digas que sigues una dieta baja en carbohidratos o algo así.
Cerró la puerta del armario y sostuvo un plato rojo de tal modo que parecía que iba a golpearme con él si me atrevía a discutir con ella.
Entonces, pensé en esos gofres de trigo integral que me obligaba a comer todas las mañanas y en ese entrenador personal al que nunca llamaba, a pesar de que Kevin me enviaba mensajes de texto continuamente diciéndome que debía hacerlo.
—No, no estoy a dieta.
—Deberías llamar a Hulk para ver si quiere cenar algo —dijo Paige, mientras me servía pasta en el plato. En cuanto le respondí que Miller casi seguro que estaba ya en el gimnasio, me indicó con la cabeza que me acercara a la mesa. Me senté entre Cooper y Eric.
—Vaya cara, parece que hubieras perdido a tu mejor amigo —comentó Eric.
Contuve un bufido a duras penas. Jessica seguía siendo la única amiga con la que había hablado desde que había llegado a Honolulú, pero solo lo habíamos hecho muy de vez en cuando. Ella estaba en pleno rodaje de un capítulo piloto para una nueva serie de televisión; al menos esa era la excusa que ponía siempre que la llamaba, ya que tenía que colgar solo unos minutos después.
—No, es que…
Fue todo un alivio que Paige escogiera justo ese momento para colocar el plato de espaguetis sobre mi mantel individual. Me rugió el estómago; olía tan bien, y no había comido nada desde el gofre y las claras de huevo del desayuno. Tres pares de ojos se clavaron en mi cabeza mientras le echaba un montón de queso parmesano a ese plato de pasta y lo devoraba con ganas.
—Podemos prepararte un segundo plato, Wills. Y un tercero si tienes tanta hambre —bromeó Cooper, y le fulminé con la mirada. Gemí al ver que lo había acojonado un poco.
—Lo siento, es que he tenido un mal día —me excusé.
Cooper frunció el ceño mientras se rascaba la cabeza y sus dedos se perdían entre el pelo rubio; a continuación, preguntó un tanto dubitativo:
—¿Te ha dicho alguien algo que te haya molestado?
Volvió a adoptar ese tono amenazador que había teñido su voz cuando le había hablado sobre Tyler y, por el rabillo del ojo, comprobé que Paige y Eric habían bajado la vista a sus regazos.
—No, no es lo que estás pensando —contesté, sorprendida en parte por lo sincera que quería ser con él, a pesar incluso de que había otra gente presente. Decidí que la culpa de eso la tenían sus ojos. Quería contarle todos mis secretos por culpa de la manera en que me miraba—. Es que, esto…, mi jefe en el sitio donde hago servicios a la comunidad me ha dicho hoy, básicamente, que ni de coña se me ocurra acercarme a los residentes.
—¿Por qué? —inquirió Paige.
Al principio, no tenía previsto contarles nada más. Estaba más que dispuesta a limitarme a encogerme de hombros y hacerme la sueca. Pero entonces me di cuenta de que no podía hacerlo, porque ya me había sincerado bastante con ellos. Mientras permanecía ahí sentada, atiborrándome con el plato que había preparado Paige, me desahogué y les conté todo lo que me había pasado ese día a esas tres personas que apenas conocía desde hacía una semana.
Cuando acabé, Eric se estaba rascando su enmarañada barba y su juguetona sonrisilla de medio lado habitual se había transformado en un gesto meditabundo. Agradecí que no hiciera ningún comentario, sobre todo porque probablemente le habría respondido de tal manera que habría consolidado mi candidatura a psicópata del año en la categoría de actriz.
—Aún hay bastante luz en la calle —observó Paige, rompiendo el silencio. Recorrí la mesa con la vista hasta llegar a ella, que estaba mirando por la ventana. Nuestros ojos se cruzaron y me obsequió con una enorme sonrisa—. Además, como tengo el jefe más molón del mundo, sé que hoy se lo va a tomar con mucha calma con su clienta, que hoy tiene mala cara, y va a dejar que sea yo quien le dé la clase.
—A mí me parece que está perfecta, pero como quieras… —replicó Cooper. Esas palabras hicieron que se me acelerara el corazón.
Unos minutos después, Paige y yo sacamos nuestras tablas a la plataforma. Tenía razón, todavía brillaba el sol, aunque la playa estaba vacía; solo había un puñado de gente que jugaba fatal al voleibol.
Antes de bajar de la plataforma de un salto, me dijo:
—A mí también me encanta Hora de aventuras, que lo sepas. —Entonces, me incliné sobre la baranda y alcé una ceja. Ella se encogió de hombros y añadió—: ¿Cómo no me va a gustar una serie en la que sale un personaje como el Achuchombre? —Después, corrió a toda velocidad hacia el mar. A medio camino, se dio la vuelta, se llevó una mano a la boca a modo de altavoz y gritó—: ¡Vamos! Te voy a enseñar por qué me tiene envidia Coop Taylor.
Oí unas risitas a mis espaldas. Era él. Me volví y apoyé la espalda sobre el pasamanos de madera. Nuestras miradas se cruzaron. Rompimos el contacto visual cuando la alta figura de Eric pasó junto a él arrastrando los pies, cargando con una silla de playa.
En cuanto Eric se alejó lo suficiente como para que no pudiera oírnos, Cooper se me acercó desde la otra punta de la plataforma con solo dos zancadas. Me sujetó la cara con ambas manos y me apartó unos cuantos mechones oscuros que me tapaban los ojos.
—No eres mala persona —afirmó.
Pueden vernos. ¡Pueden ver lo que me estás haciendo!
Tragué saliva a duras penas.
—No creo que jamás haya dicho que lo fuera.
—No hacía falta que lo dijeras.
Me aparté de sus manos y noté un cosquilleo en la cara, allá donde me había tocado con la yema de los dedos.
—Será mejor que baje antes de que Paige vuelva para llevarme al agua a rastras. —Me atusé el pelo y pasé junto a él, rozándolo. Cooper abrió la boca para decir algo, pero, al verme negar con la cabeza, al final no dijo nada—. Tú no me conoces.
—Sé que los medios de comunicación consiguen que todo el que comete un error se convierta en un monstruo —aseveró, con cierta amargura en su voz.
Me llevé ambos brazos al bajo vientre, por encima de la tela de la camiseta y del bañador de una sola pieza ceñido que llevaba debajo, por encima de esa cicatriz que simbolizaba el único secreto que los medios todavía no habían descubierto, y esbocé una sonrisa acorde al tono de voz que él había empleado.
—Puedo vivir con ello.
—Seguro que sí.
—Deja de intentar comprenderme —le dije, al recordar las palabras que me había dicho la otra tarde cuando había afirmado que era muy complicada. Si era tan complicada, ¿por qué no me dejaba en paz? ¿Y por qué maldita razón yo era incapaz de pasar de él?
Me lanzó una mirada desafiante.
—¿No puedes soportarlo?
—No, solo te pido… que pares —susurré.
Asombrado, movió la cabeza de lado a lado.
—Vale. Cuando creas que lo nuestro puede ir a algún lado, házmelo saber. De ti depende que las cosas funcionen.
Como no dije nada, señaló a Eric, que estaba chapoteando entre las olas, con Paige subida a los hombros. Esta lo rodeaba con sus cortas piernas a la vez que agitaba a lo loco sus brazos tatuados. Parecían tan felices… Tan jodidamente felices que se me revolvió el estómago.
—Creo que será mejor que vayas para allá antes de que cambie de opinión sobre si debo seguir haciendo o no eso por lo que Dickson me paga —dijo Cooper.
Por un momento —maldita sea, por mucho más que un momento—, quise darme la vuelta para decirle que no quería que únicamente hiciera eso por lo que Dickson le pagaba, sino que quería mucho más. Sin embargo, cuando logré recobrar la compostura para poder hablar, la puerta de la casa ya se estaba cerrando violentamente.
Tragué saliva y me maldije a mí misma por ser tan complicada, por tener tanto miedo a empezar una nueva relación, a ser feliz. Cogí la tabla y me acerqué a Paige y Eric.