Capítulo 7

21 de junio

«… Saldo disponible de veinte mil ciento ochenta y nueve dólares con setenta y tres centavos», dijo con voz monótona el servicio automático de atención del banco. Esta debía de ser la vigésima vez que escuchaba el saldo de mi cuenta desde que, casi media hora antes, Miller y yo habíamos salido de la casa de alquiler para dirigirnos a la reunión con mi agente de la condicional; aun así, la adrenalina todavía recorría mi cuerpo, provocando que tuviera la cara y las manos entumecidas y me sintiera muy torpe.

El día anterior por la noche, había llegado a casa tras haberme pasado el día entero entrenando con Cooper —nada más amanecer, habíamos hecho paddle surf y, después, habíamos encerado nuestras tablas habituales con una sustancia pringosa que olía a coco durante lo que me pareció una eternidad— y me había sumergido en el estudio del guion. Cuando por fin conseguí arrastrarme hasta la cama un poco después de las once, esperaba despertarme por la mañana con la misma mierda de saldo en la cuenta que había tenido desde hacía tanto tiempo.

Antes de quedarme dormida, tomé una decisión. Por la mañana, llamaría a mi madre —donde demonios se encontrara ahora pues no había vuelto a ponerse en contacto conmigo desde su llamada— y, si era necesario, me arrastraría ante ella para que me diera parte del dinero que yo había ganado antes de cumplir los dieciocho.

Pero, en vez de eso, me había despertado y había descubierto que Kevin había cumplido su palabra. Habían ingresado el adelanto en algún momento de esa mañana, mucho antes de que me levantara de la cama.

—Pareces aturdida —comentó Miller, quien me arrastró hasta el presente, hasta el estrecho interior del Kia, con su voz grave.

Dejé que esa voz monótona me dijera cuál era mi saldo una vez más y, acto seguido, di al botón de colgar del móvil, que metí en mi bolso abarrotado.

—Estoy bien —respondí.

Pero, mientras hablábamos, pude notar que cada vez me costaba más respirar. Me llevé una mano al cuello de mi vestido sin mangas azul claro y tiré de él hacia arriba. Dios, ¿por qué tenía la sensación de que se estaba cerrando lentamente alrededor de mi garganta con la intención de ahogarme?

La respuesta era clara y tenía mucho que ver con mis problemas personales y con lo que acababa de oír por el móvil. Me había pasado tanto tiempo agobiándome porque no recibía el adelanto que no me había parado a pensar en cómo iba a reaccionar cuando lo recibiera. Ahora debería estar en la gloria. Mi emoción tendría que deberse a la felicidad por estar de nuevo trabajando y cobrando por ello, no a los recuerdos de cómo me fundía todo el dinero en Roxies y priva antes siquiera de que estuviera disponible en la cuenta.

Pero no soy ninguna estúpida. Sabía mejor que nadie que decirme a mí misma que ya me había recuperado totalmente y no la iba a cagar no era suficiente.

Tras apartar unos mechones de pelo castaño oscuro de mi frente sudorosa, dije en voz alta:

—Estoy perfectamente.

No podía estar de otra forma, ¿verdad?

—Vale —replicó Miller arrastrando las sílabas.

Me encogí de hombros y volví a tomar aire con fuerza. Resoplé en cuanto noté el regusto químico del ambientador en el paladar.

—Lograrías lo mismo si solo usaras uno de esos, ¿sabes?

Di unos golpecitos con dos dedos a los ambientadores con olor a pino apiñados en los principales conductos de aire.

—Los compré porque el coche estaba… —Miller se paró en mitad de la frase y, aunque mantuvo la mirada fija en la autovía, vi que entornaba sus ojos marrones—. Para ser actriz, no es que seas precisamente muy sutil a la hora de cambiar de tema. Ni a la hora de poner cara de póquer.

Eso es lo que me suelen decir, pensé. Entonces, me miré en el retrovisor para que no viera cómo me moría de vergüenza.

—¿Cómo va ese curro con esas bailarinas estrellas del porno?

Miller había conseguido otro empleo como gorila en un club de striptease, sin ni siquiera haberlo buscado, y le había oído entrar en su apartamento de madrugada.

—Al menos no intentas negar que estás tratando de cambiar de tema adrede. —Esbozó una sonrisilla y añadió—: Si esas lecciones con el guaperas te están dejando tan hecha polvo, ¿por qué no le pides que te dé un día libre o, mejor aún, que baje un poco el ritmo?

Dejé de mover las piernas y encogí los dedos de los pies. Miller creía que Cooper era la única causa de mi repentina incomodidad. Me ruboricé al instante y, al final, las orejas se me pusieron tan rojas que parecía que me habían colocado unos lanzallamas a ambos lados de la cabeza.

¿Era tan obvio que me sentía atraída por ese chico?

—Él no tiene nada que ver con cómo me siento —respondí con vehemencia.

—Si tú lo dices…

Apenas volvimos a hablar, ya que un minuto después entró en el aparcamiento de la oficina de la condicional y aparcó el Kia en un hueco entre un coche patrulla y un Hummer gigantesco.

—Nos vemos en unos minutos —mascullé, a la vez que cogía el bolso.

Aunque por fuera ese edificio era mucho más pequeño que los otros centros en los que había estado con anterioridad, en cuanto estuve dentro, temblando de frío por culpa del chorro que lanzaba el aire acondicionado, me sentí totalmente en casa, lo cual me asqueó. Me presenté a la mujer de recepción (quien me miró con curiosidad cuando le susurré mi nombre) y, después, me senté en una de las sillas de vinilo de la sala de espera.

—No pegas en este sitio —dijo una mujer de voz ronca que estaba a mi lado. Sobresaltada, dirigí la vista hacia ella. Era joven (a lo mejor un par de años mayor que yo), pero por su mirada parecía muy harta de todo. Alzó una de las cejas, que llevaba depiladas de modo que eran solo una línea muy fina, y añadió—: Déjame que lo adivine. ¿Te emborrachaste en público en un club de campo?

Por cómo me miraba, era obvio que no sabía quién era yo, y eso, por encima de todo, me hizo sentirme muy aliviada. Lo mejor de haber aceptado rodar esa película era que ahí era una persona anónima.

Aparte del dinero, claro, pensé.

Y del macizo de tu monitor de surf australiano, añadió una voz que resonó en lo más profundo de mi mente.

Entonces, esa chica arqueó aún más la ceja e inclinó la cabeza hacia delante, como si estuviera esperando una respuesta.

—Claro —contesté—. Por qué no.

Desplazó los dientes inferiores por encima de la comisura del labio superior e inclinó la cabeza hacia un lado, lo cual hizo que su pelo teñido de pelirrojo volara hacia atrás, acompañado de un hedor a sudor y cigarrillos rancios.

—No tiene sentido mentirme. O sea, las dos estamos aquí por algo, ¿no?

Sí, y probablemente por la misma razón, quise decir. Pero en vez de eso, me limité a encogerme de hombros y responder:

—Me has pillado. Solo te estoy diciendo lo que quieres oír.

Curvó los labios en una sonrisa burlona y vi cómo clavaba las uñas, pintadas de colores brillantes, en los reposabrazos. Me miró cabreada unos cuantos segundos más y, entonces, volvió la cabeza y se echó para atrás bruscamente en el asiento.

Un momento después me llamaron. Mientras me dirigía hacia el hombre que me esperaba en la puerta abierta, pude notar cómo la pelirroja no apartaba sus ojos oscuros de mí. Justo antes de desaparecer tras la puerta, alcancé a ver que parecía confusa. Vocalizaba mi nombre lentamente, con los ojos entornados y la nariz fruncida.

Esperaba que no se diera cuenta de quién era yo realmente hasta mucho más tarde, si es que lo hacía.

—Este es el escritorio de la agente Stewart —me indicó aquel tipo, quien dio unos golpecitos a la parte superior del quinto cubículo al que nos acercamos—. Puede pasar.

Me sorprendió descubrir que la agente Stewart era mucho más joven que mi agente de California y tan guapa como una modelo. Llevaba su pelo castaño claro recogido en un moño, una camisa almidonada blanca, unos pantalones de tiro alto y unos taconazos que me hicieron sentirme como si fuera a caerme de bruces con solo mirarlos. Aburrida, me echó un vistazo de arriba abajo mientras me sentaba al otro lado del escritorio y, unos minutos después, cuando me acompañó para que meara en un recipiente, me estudió con más detenimiento.

Después de superar el test de drogas (para su sorpresa, seguro, porque desplazó su mirada varias veces de la muestra hacia mí antes de tirarla a un enorme cubo de la basura), regresamos a su escritorio. Abrió el portátil y se dispuso a hacerme una serie de preguntas.

—Su nombre completo es Brittany Willow Avery, ¿verdad? —inquirió, arqueando una ceja levemente mientras leía mi nombre de pila.

—Sí.

—¿Y nació el 15 de julio de 1993?

—Ajá —respondí.

—¿Sigue viviendo en la misma dirección que me facilitó el otro día?

Asentí con la cabeza y solo alcancé a murmurar un «sí» después de que ella alzara la vista hacia mí con mucha impaciencia.

—¿Tiene trabajo actualmente? —me interrogó. Sabía que estas eran las preguntas habituales (es decir, me las habían hecho ya decenas de veces), pero eso no impidió que apretara los dientes. La agente Stewart levantó la vista justo cuando yo miraba hacia el techo y resoplaba—. ¿Tiene algún problema en el ámbito laboral, señorita Avery? —me preguntó, enfatizando todas y cada una de esas palabras.

—No, ahora estoy… trabajando —contesté, sin poder disimular cierta exasperación en mi tono de voz. De repente, me había puesto a la defensiva; me sentía como si tuviera que justificarme ante esa mujer, a la que ni siquiera conocía, por culpa de la manera en que me miraba tan fijamente.

La agente Stewart se echó hacia atrás en su silla con ruedas, tan atrás que llegó a rozar los dos archivadores situados a su espalda. Entrelazó los dedos y se frotó las manos, a la vez que me escrutaba con sus ojos verde azulados. Sabía que iba a hacerme sentir como si un montón de mierda se me viniera encima, así que me preparé para ello.

Como cabía esperar, un instante después, dijo:

—Las notas que tengo sobre el caso me indican que no tiene previsto empezar el rodaje de la película hasta… —apartó sus ojos de los míos el tiempo suficiente como para poder echarle un vistazo con la mirada entornada a la pantalla de portátil— el 1 de julio.

—Eso es.

—Entonces, ¿qué hace aquí tan pronto?

Eché un vistazo al reloj, como si eso fuera a ayudar a que esa reunión transcurriera más rápido, coloqué ambas manos entre las rodillas y cerré los puños.

—Porque estoy entrenando con un monitor de surf para preparar el papel. —Hecha un manojo de nervios, me pasé la punta de la lengua por el labio superior y posé la vista sobre mi regazo—. Es que interpreto a una…, eh, surfista.

Al decirlo en voz alta parecía una puñetera broma.

—Qué original —murmuró Stewart. Se inclinó hacia delante y tecleó algo en el ordenador, de tal modo que sus dedos provocaron una sucesión rápida de clics que me pusieron de muy mala leche. Me imaginaba qué era lo que estaba tecleando, pero me contuve, ya que no debería importarme. Pronto dejaría de estar en libertad condicional y no tendría que volver a ver jamás a la agente Stewart—. ¿Con quién está entrenando? Hay muchos profesores y muy buenos en Honolulú —comentó, sin alzar la vista en ningún momento ni dejar de teclear.

—Con Cooper Taylor de la academia La Llama Azul —respondí.

Stewart se puso muy tensa y cerró los puños. Un segundo después, recobró la compostura. ¿A qué demonios había venido eso?

—Va a rodar la nueva versión de… —tosió— esa película de Hilary Norton, ¿verdad?

A pesar de que estaba bastante segura de que eso ya lo sabía, asentí.

—Sí, hago de ella…, o sea, interpreto el mismo personaje que hacía ella.

—Qué irónico —observó y, acto seguido, ladeó la cabeza. Me ruboricé. No había que ser un genio para concluir que me estaba comparando con Hilary Norton. La mujer que había interpretado mi papel en la película original había sido una yonqui de primera. Temía que llegara el día en que las columnas de cotilleo repararan en ese paralelismo—. Así que está trabajando con Cooper, ¿eh? Es un buen profesor, de eso no hay duda —añadió y una tenue sonrisa muy tensa cobró forma en las comisuras de sus labios.

Aunque sabía que era algo cabrón e infantil, sonreí a medias y dije:

—Cooper es el mejor, sin lugar a dudas. —Aunque no pronuncié esas palabras con retintín, Stewart debió de tomárselo así, porque levantó la vista e hizo un gesto que podía indicar que asentía o que había sufrido un espasmo. Ante esa reacción, no pude evitar preguntarle—: ¿Le ha dado clases de surf a usted?

Entonces, cogió una taza desechable de café, que estaba sobre una esquina del escritorio y cuyo contenido engulló de un solo trago, y negó con la cabeza.

—No, pero estuvo saliendo con mi hermana pequeña unos cuantos años. Todavía siguen siendo… amigos.

No me gustó que unos puntitos de color rojo intenso danzaran de repente delante de mis ojos, como tampoco me gustó el modo en que se aclaró la garganta antes de decir «amigos». Apreté los labios y me recliné, deseando que esa reunión acabara lo antes posible. Stewart sabía perfectamente qué tenía que decir para jorobarme, y yo me sentía como una idiota por haber intentado ganarla en ese juego. Ahora, lo único en que pensaría cuando Cooper me estuviera dando clase sería en si se estaba acostando o no con la hermana de mi agente de la condicional.

Al menos, eso impediría que pensara en el dinero de la cuenta y en qué mierdas podría malgastarlo.

La reunión con Stewart se prolongó unos cuantos minutos más y, por último, fijó nuestra próxima cita para dentro de un mes, justo el día de mi cumpleaños (oh, qué sorpresa). Cuando me estaba acompañando hasta la parte delantera del edificio, se volvió hacia mí y me dijo:

—Esta mañana, he llamado a Dave para verificar las horas de servicios a la comunidad que debe realizar y me ha dicho que todavía no había aparecido por ahí.

No contesté, sino que hice como que estaba interesada en un tío tatuado que estaba bebiendo agua en una fuente situada junto al baño y que sudaba a mares. Stewart me entregó una tarjeta de visita con una dirección garabateada en el dorso.

—Le he concertado una cita con él hoy al mediodía. —Se encogió de hombros y me sonrió ligeramente—. Así podrá reunirse con él y conocerlo.

—Tengo clase de surf —objeté automáticamente. Su educada sonrisa se desdibujó un poquito.

—Estoy segura de que Cooper lo entenderá. Después de todo, es el mejor.

Ya, claro. El mejor. Para su hermana.

Unos minutos después disfrutaba del aire fresco y ni siquiera me digné a mirar de reojo una vez más a la agente de la condicional mientras me apresuraba hacia el Kia. En esos momentos, no sabía qué iba a pensar Cooper de todo esto. El día anterior, durante la clase, había permanecido muy callado y muy centrado en mis progresos. No había flirteado para nada, apenas me había tocado y eso había provocado que me sintiera confusa, ya que había echado de menos ambas cosas.

Ese mismo día, en cuanto entré en la tienda y él me recibió con una sonrisa cautivadora desde detrás del mostrador, donde estaba hojeando un catálogo de tablas de surf con una pareja que debían de tener la edad de mis padres, me di cuenta de que me iba a marchar de ahí tan frustrada como el día anterior.

—Dame un par de minutos —dijo con los labios sin pronunciar sonido, a la vez que señalaba con la cabeza hacia la parte posterior de la casa. Asentí y salí a la pasarela, donde me quité la ropa hasta quedarme en bañador.

Me estaba desabrochando las sandalias con suela de cuña de Steve Madden con las que iba calzada cuando le oí salir de la casa. Si bien no le presté atención de inmediato, sí pude notar el calor de su mirada, con la que ascendió por mis tobillos hasta llegar a mis piernas al aire. Cuando noté que sobrepasaba mis pechos, alcé la barbilla. Si se avergonzó al darse cuenta de que le había pillado mirándome, no lo demostró. En realidad, fui yo quien se ruborizó de pies a cabeza mientras doblaba cuidadosamente mi vestido y lo colocaba sobre el banco de la plataforma.

—Estoy impresionado. Has llegado a tiempo y no he tenido que llamar…

Le interrumpí.

—Hoy me tengo que ir antes.

Aunque esperaba recibir una contestación irónica en plan «¿te marcharías antes de tiempo del rodaje de una producción de Dickson?», Cooper se limitó a sentarse en el banco junto a mí, apoyó un brazo sobre el pasamanos de madera y me miró a los ojos.

—Estás bien, ¿verdad?

Detecté cierto tono de verdadera preocupación en su voz y eso me pilló desprevenida. Asentí y me coloqué un mechón suelto detrás de la oreja. De repente, fui consciente de su aroma, de su olor a coco y protector solar.

Entonces, dije con voz ronca:

—He tenido mi primera reunión con la agente de la condicional Stewart. —Me callé para que tuviera tiempo para reconocer ese nombre, pero su expresión no cambió lo más mínimo y siguió relajado—. Tengo que reunirme con el que va a ser mi jefe en el tema de los servicios a la comunidad.

Asintió lentamente e hizo ademán de sacarse la camiseta por la cabeza.

—¿A qué hora?

—Sobre las 12.

Rio y gruñó a un tiempo mientras volvía a colocarse la camiseta en su sitio. Lo miré de manera inexpresiva y entonces me dijo:

—Entonces, ¿por qué le has dicho a tu guardaespaldas que te trajera aquí? Ahora son las once menos cuarto.

¿Sinceramente? Porque no me había fijado para nada en la hora. La reunión con Stewart y el hecho de que me hubieran ingresado ya el dinero en la cuenta me habían dejado bastante alterada. Me agaché para coger el bolso, que había dejado bajo el banco.

—Voy a llamar a Miller para que…

Cooper me cogió de la muñeca. Un escalofrío me recorrió por entero y se me tensó la mano. Tomé aire una vez (y dos veces más para sentirme segura) y, a continuación, me enfrenté a su mirada. El modo en que se mezclaban en sus ojos azules la confusión, el deseo y el asombro hizo que me derritiera y quisiera perderme en él.

Una vez más, me había dejado sin respiración.

Abrió los labios.

—No hace falta.

—¿Por qué? —susurré con un tono de voz demasiado intenso y suplicante para mi propio bien.

—Ya te llevo yo.

Nuestros labios se encontraban a solo unos centímetros de distancia. Aparté la mirada e intenté centrarme en los veraneantes que haraganeaban en unas sillas de playa a varios metros de la plataforma, pero el sonido de su radio se volvió un murmullo confuso y sus tintineantes botellines de Corona se convirtieron en una mancha borrosa. Cuando colocó un dedo bajo mi barbilla para obligarme a alzar el rostro y a que mi mirada se cruzara con la suya, lo único que alcancé a ver fue la cara de Cooper, lo único que pude oír fue cómo susurraba mi nombre con su acento.

—Tienes trabajo —le dije, pero esas palabras iban dirigidas más a mí misma que a él. Cooper tenía una norma sobre cómo debía tratar a sus clientes y yo era una clienta más; además, para cuando se acercara el final de ese verano, el rodaje ya habría acabado y tendría que marcharme. No podía desearlo tanto porque, si no, me rompería el corazón cuando llegara ese momento.

Mientras me agarraba con firmeza del mentón, subió la mano con la que me había cogido la muñeca hasta el codo y de ahí ascendió hasta mi hombro. Se inclinó hacia delante y agachó un poco la cabeza, de modo que pude notar su cálido aliento sobre mi garganta.

—Soy mi propio jefe, Willow.

Entonces, me acarició los labios con la yema de uno de sus dedos, y yo saqué la lengua —no pude evitarlo— y le acaricié con ella esa piel tan dura. Al instante, endureció la presión sobre mi hombro y lanzó una maldición sobre la delicada piel de mi clavícula.

—Puedo llamar a Miller.

—No, yo te llevaré —dijo, con más determinación que antes.

—¿Por qué coño crees que quiero que me lleves a alguna parte?

Se apartó de mí y me desinflé. Me esforcé por mantener una expresión de total falta de interés mientras él se llevaba ambas manos detrás de la cabeza. Me sentía de todo menos indiferente y, por la forma en que Cooper sonreía de oreja a oreja, él también lo sabía.

—Por la forma en que me estás mirando ahora.

—¿Ah, sí? ¿Cómo?

—Si Eric y Paige no hubieran vuelto hace un rato, justo antes de que saliera de la casa, en cinco minutos te habría tenido con las piernas alrededor de mi cintura.

—Tu exceso de confianza hace que me entren ganas de potarte encima.

Apartó las manos de detrás de la cabeza.

—Vístete antes de que…

—¿De qué? —repliqué desafiante.

Me empujó y me hizo caer al suelo de la plataforma con él encima, era como si no le importara que alguien pudiera vernos o que me conociera desde hacía solo una semana. Mientras sondeaba mis labios con los suyos y su lengua exploraba la mía, mi cerebro me gritaba, me rogaba, que recordara que únicamente había pasado una semana.

Le di un fuerte empujón en el pecho y me puse torpemente en pie a la vez que me trastabillaba hacia atrás. Le di la espalda, cogí la ropa del banco y me la volví a poner. Mi respiración había quedado reducida a una serie de pequeños jadeos irregulares y estaba temblando. Estaba cabreada con él por hacer que lo deseara aún más y conmigo misma por ser tan estúpida como para dejarme manipular por él.

En cuanto me encontré bastante calmada como para poder encararme con él, comprobé que seguía sobre el suelo de la plataforma y le brillaban los ojos.

—¿De qué te ríes? —le pregunté, a la vez que me dejaba caer sobre una silla del patio para poder calzarme las sandalias.

Se puso en pie, bajó la cabeza y me miró detenidamente, como si lo único que deseara fuera quitarme la ropa bruscamente.

—De que no me has vomitado encima y de que, con ese calzado, te vas a romper el cuello cuando tengas que quitarles los chicles pegados a los bancos del parque.

Me levanté y me alisé el vestido. Se quedó sin respiración cuando agité mi larga melena castaña al viento y la recogí después en un moño alto.

—¿Listo?

—¿No vas a discutir conmigo? —preguntó. Lo miré muy cabreada, lo cual provocó que él sonriera y me hiciera desear cubrirle de besos ese hoyuelo que se le formaba en la mejilla izquierda—. Dios, me encanta que pierdas el control, Wills.